Una hermosa mañana de primavera del año 1492, a orillas del río Mosa, entre Lorena y Champaña, en el castillo de Vaucouleurs.
El capitán Roberto de Baudricourt, un militar noble, guapo y físicamente enérgico, pero sin voluntad propia, está ocultando este defecto de la manera habitual gritándole terriblemente a su mayordomo, un gusano insignificante, escaso de carne, escaso de cabello, que puede tener una edad desde los dieciocho hasta los cincuenta y cinco años, y es el tipo de hombre cuya edad no se puede marchitar porque nunca ha florecido.
Los dos se encuentran en una soleada habitación con muros de piedra en la primera planta del castillo. Ante una mesa de roble fuerte y sencilla, sentado en una silla a juego, el capitán ofrece su perfil izquierdo. El mayordomo está de pie frente a él al otro lado de la mesa, si una postura tan humillada se puede llamar estar de pie. En la esquina más cercana se encuentra un torreón con una puerta estrecha y con un arco que conduce a una escalera de caracol que desciende hacia el patio. Bajo la mesa se encuentra un recio taburete de cuatro patas y un arcón de madera debajo de la ventana.
ROBERTO. ¡No hay huevos! ¡¡No hay huevos!! Por todos los demonios, hombre, ¿qué quieres decir con que no hay huevos?
MAYORDOMO. Señor, no es culpa mía. Es la voluntad de Dios.
ROBERTO. Blasfemia. Me dices que no hay huevos y le echas la culpa de ello a tu Hacedor.
MAYORDOMO. Señor, ¿qué puedo hacer? No puedo poner huevos.
ROBERTO. (Sarcástico.) ¡Ajá! Encima te burlas.
MAYORDOMO. No, señor, válgame Dios. Todos tenemos que pasarnos sin huevos, como vos, señor. Las gallinas no quieren poner.
ROBERTO. ¡Desde luego! (Se levanta.) Ahora escúchame bien.
MAYORDOMO. (Con humildad.) Sí, señor.
ROBERTO. ¿Qué soy yo?
MAYORDOMO. ¿Qué sois vos, señor?
ROBERTO. (Se acerca a él.) Sí, ¿qué soy yo? ¿Soy Roberto, señor de Baudricourt y capitán de este castillo de Vaucouleurs, o acaso soy un vaquero?
MAYORDOMO. Oh, señor, sabéis que aquí sois un hombre más grande que el propio rey.
ROBERTO. Precisamente. Y es más, ¿sabes lo que eres tú?
MAYORDOMO. No soy nadie, señor, excepto que tengo el honor de ser vuestro mayordomo.
ROBERTO. (Lo empuja hacia la pared, adjetivo a adjetivo.) No solo tienes el honor de ser mi mayordomo, sino que tienes el privilegio de ser el mayordomo más malo y más incompetente, parlanchín, llorón, farfullador, baboso e idiota de toda Francia. (Vuelve a la mesa con grandes zancadas.)
MAYORDOMO. (Se encoge sobre el arcón.) Sí, señor, eso le debo parecer a un gran hombre como vos.
ROBERTO. (Se da la vuelta.) Supongo que debe ser culpa mía. ¿No?
MAYORDOMO. (Se acerca a él sumiso.) ¡Oh, señor, siempre le dais la vuelta a mis palabras más inocentes!
ROBERTO. Le daré una vuelta a tu cuello si te atreves a decirme que no puedes ponerlos cuando te pregunto cuántos huevos hay.
MAYORDOMO. (Protestando.) Oh, señor, oh, señor…
ROBERTO. No, nada de oh, señor, oh, señor, sino no, señor, no, señor. Mis tres gallinas de Berbería y la negra son las mejores ponedoras de Champaña. ¡Y tú vienes a decirme que no hay huevos! ¿Quién los ha robado? Dímelo antes de que te saque a patadas por la puerta del castillo por mentiroso y por vender mis bienes a los ladrones. Ayer también faltó la leche, no lo olvides.
MAYORDOMO. (Desesperado.) Lo sé, señor. Lo sé muy bien. No hay leche, no hay huevos, mañana no habrá nada.
ROBERTO. ¡Nada! ¿Lo vas a robar todo?
MAYORDOMO. No, señor, nadie va a robar nada. Pero un maleficio ha caído sobre nosotros, estamos embrujados.
ROBERTO. Esa historia no me convence. Roberto de Baudricourt quema brujas y ahorca ladrones. Vete. ¡Tráeme cuatro docenas de huevos y dos cántaros de leche, quiero verlos en esta habitación antes de mediodía, o que el Cielo se apiade de tus huesos! Te enseñaré a burlarte de mí. (Se vuelve a sentar con aires de haber zanjado la cuestión.)
MAYORDOMO. Señor, ya os he dicho que no hay huevos. No los habrá, aunque me matéis por ello, mientras la Doncella esté a la puerta.
ROBERTO. ¡La Doncella! ¿Qué doncella? ¿De qué estás hablando?
MAYORDOMO. La muchacha de Lorena, señor. De Domrémy.
ROBERTO. (Se levanta enfadado.) ¡Por todos los demonios! ¡Por todos los demonios! ¿Me estás diciendo que la muchacha que tuvo la impudicia de pedirme audiencia hace días y a la que te dije que enviases de vuelta a su padre con orden mía de que debía darle una buena tunda sigue aquí?
MAYORDOMO. Le dije que se fuera, señor. No quiere irse.
ROBERTO. No te dije que le dijeses que se fuera, te ordené que la echases. Tienes a tu disposición a cincuenta hombres armados y a una docena de criados idiotas pero sanos para ejecutar mis órdenes. ¿Le tienen miedo?
MAYORDOMO. Es muy convincente, señor.
ROBERTO. (Lo agarra por la nuca.) ¡Convincente! Fíjate bien. Te voy a tirar escaleras abajo.
MAYORDOMO. No, señor. Por favor.
ROBERTO. Bueno, detenme siendo convincente. Es muy fácil, cualquier chiquilla puede hacerlo.
MAYORDOMO. (Colgado flácidamente de sus manos.) Señor, señor, no va a poder deshacerse de ella echándome. (Roberto lo deja caer. Se queda de rodillas en el suelo y mira a su señor con resignación.) Verá, señor, vos sois mucho más convincente que yo. Pero ella también lo es.
ROBERTO. Yo soy más fuerte que tú, idiota.
MAYORDOMO. No, señor, no se trata de eso. Es vuestra fuerza de carácter, señor. Ella es más débil que nosotros, solo se trata de una chiquilla, pero no conseguimos que se vaya.
ROBERTO. Atajo de inútiles, le tenéis miedo.
MAYORDOMO. (Se levanta con precaución.) No, señor, os tenemos miedo a vos, pero ella nos da valor. En realidad, no parece que le tenga miedo a nada. Quizá vos podáis asustarla, señor.
ROBERTO. (Sombrío.) Quizá. ¿Ahora dónde está?
MAYORDOMO. Abajo en el patio, señor, hablando con los soldados como siempre. Siempre está hablando con los soldados, excepto cuando está rezando.
ROBERTO. ¡Rezando! ¡Ja! Tú crees que reza, idiota. Conozco al tipo de chicas que siempre están hablando con los soldados. Debería hablar un poco conmigo. (Se acerca a la ventana y grita con furia a través de ella.) ¡Eh, tú!
UNA VOZ DE CHICA. (Vibrante, fuerte y dura.) ¿Me habla a mí, señor?
ROBERTO. Sí, tú.
LA VOZ. ¿Eres el capitán?
ROBERTO. Sí, maldito sea tu descaro, soy el capitán. Sube. (A los soldados en el patio.) Vosotros, indicadle el camino. Y traedla deprisa. (Se aparta de la ventana y regresa a su lugar en la mesa, donde se sienta con actitud autoritaria.)
MAYORDOMO. (Susurrando.) Ella quiere ser soldado. Quiere que le deis ropa de soldado. ¡Una armadura, señor! ¡Y una espada! (Se sitúa furtivamente detrás de Roberto.)
Juana aparece por la puerta del torreón. Se trata de una muchacha campesina fuerte de diecisiete o dieciocho años, con un vestido recatado de color rojo y con un rostro poco común: los ojos están muy separados y saltones, como ocurre con frecuencia en las personas muy imaginativas, una nariz larga y bien formada con ventanas anchas, un labio superior pequeño, la boca decidida con labios gruesos y una barbilla hermosa y desafiante. Se acerca ansiosa a la mesa, encantada de estar por fin en presencia de Baudricourt y llena de esperanzas sobre los resultados del encuentro. Su ceño fruncido no la detiene ni la asusta en lo más mínimo. Su voz es normalmente una voz cordial y amable, muy confiada, muy atractiva y muy difícil de resistir.
JUANA. (Con una reverencia.) Buenos días, señor capitán. Capitán, tenéis que darme un caballo, una armadura y algunos soldados, y enviarme al delfín. Esas son vuestras órdenes de parte de mi Señor.
ROBERTO. (Ofendido.) ¡Órdenes de tu señor! ¿Y quién demonios es tu señor? Vuelve con él y dile que no soy duque ni un igual a sus órdenes. Soy el señor de Baudricourt y no recibo órdenes más que del rey.
JUANA. (Lo tranquiliza.) Sí, señor, muy bien. Mi Señor es el Rey de los Cielos.
ROBERTO. ¡Qué! La muchacha está loca. (Al mayordomo.) ¿Por qué no me lo has dicho, cabeza de chorlito?
MAYORDOMO. Señor, no la hagáis enfadar, dadle lo que pide.
JUANA. (Impaciente, pero amable.) Todos dicen que estoy loca hasta que hablo con ellos, señor. Pero vos podéis ver que es la voluntad de Dios que hagáis lo que él ha puesto en mi mente.
ROBERTO. Es la voluntad de Dios que te envíe de vuelta con tu padre con la orden de encerrarte y sacarte la locura a golpes. ¿Qué tienes que decir a eso?
JUANA. Creéis que queréis, señor, pero descubriréis que todo acabará siendo muy diferente. Dijisteis que no me veríais, pero aquí estoy.
MAYORDOMO. (Suplicando.) Sí, señor. Lo veis, señor.
ROBERTO. Cállate.
MAYORDOMO. (Sumiso.) Sí, señor.
ROBERTO. (A Juana, con la amarga sensación de haber perdido confianza en sí mismo.) ¿Así que estás presumiendo de que te haya recibido?
JUANA. (Con dulzura.) Sí, señor.
ROBERTO. (Con la sensación de que está perdiendo terreno, apoya los puños en la mesa e infla imponentemente el pecho para aliviar una sensación desagradable y demasiado familiar.) Ahora escúchame. Voy a ser muy claro.
JUANA. (Yendo al grano.) Por favor, señor. El caballo costará dieciséis francos. Se trata de una gran cantidad de dinero, pero puedo ahorrármela con la armadura. Puedo encontrar una armadura de soldado que me quede bien. Soy muy dura y no necesito una armadura hermosa hecha a medida como la que lleváis vos. No quiero demasiados soldados porque el delfín me dará todo lo que necesito para levantar el asedio de Orleans.
ROBERTO. (Asombrado.) ¡Para levantar el asedio de Orleans!
JUANA. (Con sencillez.) Sí, señor. Para eso me ha enviado Dios. Será suficiente con que me deis tres hombres, siempre que sean buenos hombres y amables conmigo. Han prometido que vendrán conmigo. Polly, Jack y…
ROBERTO. ¡¡Polly!! Golfa indecente, ¿te atreves a llamar Polly delante de mí al caballero Bertrand de Poulengey?
JUANA. Sus amigos lo llaman así, señor. No sabía que tuviera otro nombre. Jack…
ROBERTO. Supongo que se trata del señor Juan de Metz.
JUANA. Sí, señor. Jack está dispuesto a venir. Se trata de un caballero muy amable y me da dinero para repartirlo entre los pobres. Creo que Juan Godsave vendrá también, y Dick el Arquero, y sus sirvientes Juan de Honecourt y Julián. No os va a causar ninguna molestia, señor, ya lo he arreglado todo. Solo tenéis que dar la orden.
ROBERTO. (La mira estupefacto y sorprendido.) ¡Que me lleven todos los demonios!
JUANA. (Con dulzura y tranquilidad.) No, señor. Dios es muy misericordioso y las benditas santas Catalina y Margarita, que hablan conmigo todos los días (Roberto la mira boquiabierto), intercederán por vos. Iréis al paraíso y vuestro nombre será recordado para siempre como el primero que me ayudó.
ROBERTO. (Al mayordomo, aún muy confuso, pero cambia el tono en la medida en que intenta seguir una nueva pista.) ¿Es cierto lo del señor de Poulengey?
MAYORDOMO. (Vehemente.) Sí, señor, y también el señor de Metz. Ambos quieren acompañarla.
ROBERTO. (Pensativo.) ¡Mmm! (Se acerca a la ventana y grita hacia el patio.) ¡Eh! Vosotros, decidle al señor de Poulengey que venga. (Se vuelve hacia Juana.) Vete y espera en el patio.
JUANA. (Con una gran sonrisa.) Desde luego, señor. (Sale.)
ROBERTO. (Al mayordomo.) Ve con ella, pedazo de imbécil. Quédate con ella y vigílala. La volveré a llamar.
MAYORDOMO. Hágalo en el nombre de Dios, señor. Piense en esas gallinas, las mejores ponedoras de Champaña, y…
ROBERTO. Piensa en mi bota y procura que tu trasero esté fuera de su alcance.
El mayordomo se retira con rapidez y se tropieza en el quicio de la puerta con Bertrand de Poulengey, un linfático caballero de armas francés, de unos treinta y seis años, empleado al servicio del capitán preboste, muy despistado, casi nunca habla a menos que se dirijan a él, y en esos casos sus respuestas son lentas y tajantes. En definitiva, todo lo contrario de Roberto, arrogante, locuaz y superficialmente enérgico, pero en el fondo con escasa voluntad. El mayordomo lo deja pasar y desaparece.
Poulengey saluda y se queda firmes esperando órdenes.
ROBERTO. (Con tono amistoso.) No se trata de una cuestión del servicio, Polly. Una charla entre amigos. Toma asiento. (Con el empeine empuja el taburete que está debajo de la mesa.)
Poulengey se relaja y entra en la habitación. Coloca el taburete entre la mesa y la ventana y se sienta pensativo. Roberto, medio sentado al borde de la mesa, inicia la charla amistosa.
ROBERTO. Ahora escúchame, Polly. Debo hablarte como un padre.
Poulengey lo mira con seriedad durante un momento, pero no dice nada.
ROBERTO. Se trata de la muchacha en la que estás interesado. Ahora la he visto. He hablado con ella. En primer lugar, está loca. Eso no importa. En segundo lugar, no es una moza de campo. Es una burguesa. Eso tiene mucha importancia. Conozco perfectamente a los de su clase. Su padre estuvo aquí el año pasado en representación de su aldea en un pleito; es uno de sus notables. Un campesino. No un caballero campesino, porque con ello gana dinero y vive de ello. Aún así, no es un trabajador. Ni un artesano. Es posible que tenga un primo abogado o en la Iglesia. La gente de ese tipo es posible que no cuente socialmente, pero pueden causarles muchas molestias a las autoridades. Es decir, a mí. Ahora mismo no tengo la menor duda de que te parece que se trata de algo muy sencillo acompañar a esa muchacha y engatusarla con la idea de que la estás llevando a ver al delfín. Pero, si la metes en algún jaleo, puedes meterme en un lío sin fin, porque soy el señor de su padre y responsable de su protección. Así que, amigos o no amigos, Polly, no le pongas las manos encima.
POULENGEY. (Con énfasis deliberado.) Antes pensaría en hacer algo así con la Virgen María que con esa chica.
ROBERTO. (Se levanta de la mesa.) Pero me ha dicho que tú, Jack y Dick os habéis ofrecido a acompañarla. ¿Para qué? ¿No me irás a decir que os tomáis en serio la loca idea de llevarla ante el delfín?
POULENGEY. (Lentamente.) Hay algo en ella. Ahí abajo, en el cuerpo de guardia, son bastante mal hablados y mal pensados. Pero nadie ha dicho nada sobre el hecho de que sea una mujer. Han dejado de jurar delante de ella. Hay algo. Algo. Quizá valga la pena intentarlo.
ROBERTO. ¡Oh, venga ya, Polly! Piensa un poco. El sentido común no ha sido nunca tu fuerte, pero esto es un poco demasiado. (Se aleja disgustado.)
POULENGEY. (Impertérrito.) ¿Qué tiene de bueno el sentido común? Si tuviéramos sentido común, tendríamos que unirnos al duque de Borgoña y al rey inglés. Controlan la mitad del país hasta el Loira. Tienen París. Tienen este castillo; sabes muy bien que tuvimos que rendirlo al duque de Bedford y que solo lo conservas bajo palabra de honor. El delfín se encuentra en Chinon, como una rata atrapada en un rincón, excepto que no está dispuesto a luchar. Ni siquiera sabemos si es el delfín: su madre dice que no lo es, y ella debería saberlo. ¡Piensa en eso! ¡La reina negando la legitimidad de su propio hijo!
ROBERTO. Bueno, casó a su hija con el rey inglés. ¿Puedes culparla?
POULENGEY. Yo no culpo a nadie. Pero, gracias a ella, el delfín está en las últimas, y eso también debemos tenerlo en cuenta. Los ingleses tomarán Orleans y el Bastardo no podrá detenerlos.
ROBERTO. Venció a los ingleses hace dos años en Montargis. Yo estuve con él.
POULENGEY. No importa. Ahora sus hombres están desmoralizados y no puede hacer milagros. Y te digo que en estos momentos nada puede salvar nuestra causa excepto un milagro.
ROBERTO. Los milagros están muy bien, Polly. El único problema con ellos es que ya no ocurren en la actualidad.
POULENGEY. Yo solía pensar lo mismo. Ahora ya no estoy tan seguro. (Se levanta y se dirige pensativo hacia la ventana.) En cualquier caso, estamos en un momento en que no podemos dejar de intentarlo todo. Hay algo en esa muchacha.
ROBERTO. ¡Oh! ¿Crees que la chica puede obrar milagros?
POULENGEY. Creo que la misma muchacha es algo así como un milagro. En cualquier caso, es la última carta que tenemos en la mano. Es mejor jugarla que tirar la partida. (Pasea hacia el torreón.)
ROBERTO. (Duda.) ¿Realmente lo crees?
POULENGEY. (Se da la vuelta.) ¿Acaso nos queda algo más en que creer?
ROBERTO. (Se acerca a él.) Mira, Polly. Si estuvieras en mi lugar, ¿dejarías que una muchacha como esa te sacara dieciséis francos para un caballo?
POULENGEY. Yo pagaré por su caballo.
ROBERTO. ¿De verdad?
POULENGEY. Sí. Apostaré por lo que creo.
ROBERTO. ¿De verdad vas a jugarte la friolera de dieciséis francos por una causa perdida?
POULENGEY. No se trata de un juego.
ROBERT. ¿Entonces qué es?
POULENGEY. Es una certeza. Sus palabras y su fe ardiente en Dios me han inflamado.
ROBERTO. (Resignado.) ¡Uf! Estás tan loco como ella.
POULENGEY. (Obstinado.) Ahora necesitamos a algunos locos. ¡Mira adónde nos han llevado los cuerdos!
ROBERTO. (Ahora sus dudas superan abiertamente su supuesta firmeza de decisión.) Voy a sentirme como un gran idiota. Pero si estás tan seguro…
POULENGEY. Estoy lo suficientemente seguro para llevarla hasta Chinon…, si no me lo impides.
ROBERTO. Esto no es justo. Me está cargando con toda la responsabilidad.
POULENGEY. La responsabilidad es tuya, decidas lo que decidas.
ROBERTO. Sí, precisamente se trata de eso. ¿Hacia qué lado me voy a decidir? No ves lo difícil que resulta para mí. (Se decide por un paso dilatorio con la esperanza inconsciente de que Juana decida por él.) ¿Crees que debería tener otra charla con ella?
POULENGEY. (Se levanta.) Sí. (Se acerca a la ventana y grita.) ¡Juana!
LA VOZ DE JUANA. ¿Va a dejar que vayamos, Polly?
POULENGEY. Sube. Entra. (Se vuelve hacia Roberto.) ¿Te dejo a solas con ella?
ROBERTO. No, quédate y apóyame.
Poulengey se sienta en el arcón. Roberto regresa a su gran silla, pero permanece de pie y se infla para parecer más imponente. Juana entra con muy buenas noticias.
JUANA. Jack irá a medias con lo del caballo.
ROBERTO. ¡¡Bien!! (Se sienta desinflado.)
POULENGEY. (Serio.) Siéntate, Juana.
JUANA. (Un poco cortada y mirando a Roberto.) ¿Puedo?
ROBERTO. Haz lo que te han dicho.
Juana hace una reverencia y se sienta en el taburete entre ellos. Roberto intenta ocultar su perplejidad con una actitud severa.
ROBERTO. ¿Cómo te llamas?
JUANA. (Afectuosa.) En Lorena siempre me han llamado Jenny. Aquí en Francia soy Juana. Los soldados me llaman la Doncella.
ROBERTO. ¿Cuál es tu apellido?
JUANA. ¿Apellido? ¿Qué es eso? Mi padre se llama a veces de Arco, pero yo no sé nada de eso. Conocéis a mi padre. Él…
ROBERTO. Sí, sí, lo recuerdo. Creo que vienes de Domrémy, en Lorena.
JUANA. Sí, pero ¿eso qué importa? Todos hablamos francés.
ROBERTO. No preguntes, solo responde. ¿Qué edad tienes?
JUANA. Diecisiete, según me han dicho. Puede que sean diecinueve. No lo recuerdo.
ROBERTO. ¿Qué quieres decir cuando explicas que santa Catalina y santa Margarita hablan contigo cada día?
JUANA. Lo hacen.
ROBERTO. ¿Cómo son?
JUANA. (Obstinada de repente.) No diré nada sobre eso. No me han dado permiso.
ROBERTO. Pero ¿las ves realmente y hablan contigo como yo lo estoy haciendo ahora?
JUANA. No, es bastante diferente. No os lo puedo decir, no debéis hablar conmigo sobre mis voces.
ROBERTO. ¿Qué quieres decir? ¿Voces?
JUANA. Oigo voces que me dicen lo que tengo que hacer. Vienen de Dios.
ROBERTO. Proceden de tu imaginación.
JUANA. Por supuesto. Así es como nos llegan los mensajes de Dios.
POULENGEY. Jaque mate.
ROBERTO. ¡No temas! (A Juana.) ¿Así que Dios te dice que tienes que levantar el asedio de Orleans?
JUANA. Y coronar al delfín en la catedral de Reims.
ROBERT. (Asombrado.) ¡Coronar al del…! ¡Cielos!
JUANA. Y conseguir que los ingleses abandonen Francia.
ROBERTO. (Sarcástico.) ¿Nada más?
JUANA. (Encantadora.) Por el momento no, muchas gracias, señor.
ROBERTO. Supongo que crees que levantar un asedio es tan fácil como alejar a una vaca de un prado. ¿Crees que ser soldado es un oficio como los demás?
JUANA. No creo que sea muy difícil si Dios está de nuestra parte y estáis dispuesto a poner vuestra vida en sus manos. Pero muchos soldados son bastante inútiles.
ROBERTO. (Sombrío.) ¡Inútiles! ¿Has visto luchar a los soldados ingleses?
JUANA. Solo son hombres. Dios los hizo como a nosotros, pero él les dio su propio país y su propia lengua, y no es su voluntad que vengan a nuestro país e intenten hablar nuestra lengua.
ROBERTO. ¿Quién ha metido semejantes tonterías en tu cabeza? ¿No sabes que los soldados están sometidos a su señor feudal y que no les importa a ellos ni a ti si es el duque de Borgoña o el rey de Inglaterra o el rey de Francia? ¿Qué tiene que ver su lengua con todo eso?
JUANA. No entiendo nada de esto. Pero todos estamos sometidos al Rey de los Cielos y él nos ha dado nuestros países y nuestras lenguas, y quiere que los conservemos. Si no fuera así, matar a un inglés en batalla sería un asesinato, y vos, señor, estaríais en gran peligro de acabar en el fuego del infierno. No debéis pensar en vuestro deber con vuestro señor feudal, sino en vuestro deber con Dios.
POULENGEY. No te esfuerces, Roberto, puede taparte la boca todas las veces que lo intentes.
ROBERTO. ¡De verdad, por san Denis! Ya lo veremos. (A Juana.) No estamos hablando de Dios, estamos hablando de cuestiones prácticas. Te lo vuelvo a preguntar, muchacha, ¿alguna vez has visto luchar a un soldado inglés? ¿Los has visto saqueando, quemando y convirtiendo los campos en un desierto? ¿No has oído ninguna historia sobre su Príncipe Negro, que es más negro que el diablo en persona, o sobre el padre del rey inglés?
JUANA. No debes tener miedo, Roberto…
ROBERTO. Maldita seas, no tengo miedo. ¿Y quién te ha dado permiso para llamarme Roberto?
JUANA. Ese es el nombre que te impusieron en la iglesia en nombre de Nuestro Señor. Todos los demás nombres son de tu padre o de tu hermano o de cualquier otro.
ROBERTO. ¡Bah!
JUANA. Escúchame, señor. En Domrémy tuvimos que huir al pueblo vecino para escapar de los soldados ingleses. Tres de ellos quedaron atrás, heridos. Llegué a conocer bastante bien a esos tres pobres condenados. No tenían ni la mitad de mi fuerza.
ROBERTO. ¿Sabes por qué los llaman condenados?
JUANA. No. Todos los llaman condenados.
ROBERTO. Es así porque siempre están pidiendo a su Dios que condene sus almas a la perdición. Eso es lo que condenado significa en su lengua. ¿Qué te parece?
JUANA. Dios será misericordioso con ellos y volverán a actuar como sus buenos hijos cuando regresen al país que él hizo para ellos y al que fueron destinados. He oído historias sobre el Príncipe Negro. En el momento que pisó el suelo de nuestro país, el diablo entró en él y lo convirtió en un enemigo malvado. Pero en su hogar, en el lugar que Dios creó para él, era bueno. Siempre es así. Si yo fuera a Inglaterra contra la voluntad de Dios para conquistar Inglaterra e intentase vivir allí y hablar su lengua, el diablo entraría en mí y al llegar a la vejez temblaría al recordar las maldades que cometí.
ROBERTO. Quizá. Pero cuanto más diabólico seas, mejor lucharás. Por eso los condenados tomarán Orleans. Y no puedes detenerlos, ni diez mil como tú.
JUANA. Mil como yo pueden detenerlos. Diez como yo pueden detenerlos con Dios de nuestra parte. (Se levanta impetuosa y se acerca a él, incapaz de seguir sentada ni un instante más.) No lo entiendes, señor. Nuestros soldados siempre acaban vencidos porque luchan para salvar la piel y la manera más efectiva de salvar la piel es salir huyendo. Nuestros caballeros están pensando solo en el dinero que conseguirán con los rescates: con ellos no se trata de matar o morir, sino de pagar o recibir el pago. Pero yo los enseñaré a todos a luchar para que la voluntad de Dios se cumpla en Francia, y entonces arrearán a esos pobres condenados delante de ellos como un rebaño de ovejas. Tú y Polly viviréis para ver el día en el que no quede un solo soldado inglés en la tierra de Francia, y habrá un solo rey. No el rey feudal inglés, sino el rey francés impuesto por Dios.
ROBERTO. (A Poulengey.) Es posible que todo esto no sea más que basura, Polly, pero las tropas se lo pueden tragar, teniendo en cuenta que nada de lo que digamos parece que puede infundirles ánimos para luchar. Incluso el delfín se lo puede tragar. Y, si consigue que él luche, podrá conseguirlo de cualquiera.
POULENGEY. No veo nada malo en intentarlo. ¿No te parece? Y hay algo en la muchacha…
ROBERTO. (Se vuelve a Juana.) Ahora escúchame bien y (con desesperación) no me interrumpas antes de que tenga tiempo para pensármelo.
JUANA. (Se deja caer de nuevo en el taburete, como una alumna obediente.) Sí, señor.
ROBERTO. Tus órdenes son ir a Chinon con la escolta de este caballero y tres de sus amigos.
JUANA. (Radiante, entrecruza las manos.) ¡Oh, señor! Tu cabeza está rodeada de luz, como un santo.
POULENGEY. ¿Cómo conseguirá llegar ante la presencia real?
ROBERTO. (Que ha levantado la mirada con aprensión en busca del halo.) No lo sé, ¿cómo consiguió llegar ante mi presencia? Si el delfín consigue mantenerla alejada, es mejor hombre de lo que yo pensaba. (Se pone en pie.) La enviaré a Chinon y podrá decir que la he enviado yo. A partir de ahí, que sea lo que Dios quiera, no puedo hacer nada más.
JUANA. ¿Y la ropa? Podré tener ropa de soldado, ¿verdad, señor?
ROBERTO. Ponte lo que quieras. Yo me lavo las manos.
JUANA. (Muy excitada por su éxito.) Vamos, Polly. (Sale con rapidez.)
ROBERTO. (Le da la mano a Poulengey.) Adiós, viejo amigo, estoy corriendo un gran riesgo. Pocos hombres lo habrían hecho. Pero, como decías, hay algo en ella.
POULENGEY. Sí, hay algo en ella. Adiós. (Sale.)
Roberto, que tiene muchas dudas de que no lo haya engañado una mujer loca y, además, socialmente inferior, se rasca la cabeza y lentamente vuelve desde la puerta.
El mayordomo entra corriendo con un cesto.
MAYORDOMO. Señor, señor…
ROBERTO. ¿Ahora qué?
MAYORDOMO. Las gallinas están poniendo como locas, señor. ¡Cinco docenas de huevos!
ROBERTO. (Se queda rígido con una convulsión, se santigua y forma con sus labios pálidos las palabras.) ¡Dios del Cielo! (En voz alta, pero sin aliento.) Es una enviada de Dios.