La narrativa de Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972) se distingue por fusionar lo sobrenatural con lo policiaco. En Almadía ha publicado la Trilogía de Terror, conformada por los volúmenes de cuentos Los niños de paja, Demonia y Mar Negro; la Saga Casasola, integrada por las novelas La octava plaga, Toda la sangre, Carne de ataúd e Inframundo; y la antología Ciudad fantasma. Relato fantástico de la Ciudad de México (XIX-XXI).
Títulos en Narrativa
LA OCTAVA PLAGA
TODA LA SANGRE
CARNE DE ATAÚD
MAR NEGRO
DEMONIA
LOS NIÑOS DE PAJA
Bernardo Esquinca
EN EL CUERPO UNA VOZ
Maximiliano Barrientos
PLANETARIO
Mauricio Molina
OBRA NEGRA
Gilma Luque
LA CASA PIERDE
EL APOCALIPSIS (TODO INCLUIDO)
¿HAY VIDA EN LA TIERRA?
LOS CULPABLES
LLAMADAS DE ÁMSTERDAM
Juan Villoro
LOBO
LA SONÁMBULA
TRAS LAS HUELLAS DE MI OLVIDO
Bibiana Camacho
EL LIBRO MAYOR DE LOS NEGROS
Lawrence Hill
NUESTRO MUNDO MUERTO
Liliana Colanzi
IMPOSIBLE SALIR DE LA TIERRA
Alejandra Costamagna
LA COMPOSICIÓN DE LA SAL
Magela Baudoin
JUNTOS Y SOLOS
Alberto Fuguet
LOS QUE HABLAN
CIUDAD TOMADA
Mauricio Montiel Figueiras
LA INVENCIÓN DE UN DIARIO
Tedi López Mills
FRIQUIS
LATINAS CANDENTES 6
RELATO DEL SUICIDA
DESPUÉS DEL DERRUMBE
Fernando Lobo
EMMA
EL TIEMPO APREMIA
POESÍA ERAS TÚ
Francisco Hinojosa
NÍNIVE
Henrietta Rose-Innes
OREJA ROJA
Éric Chevillard
AL FINAL DEL VACÍO
POR AMOR AL DÓLAR
REVÓLVER DE OJOS AMARILLOS
CUARTOS PARA GENTE SOLA
J. M. Servín
LOS ÚLTIMOS HIJOS
EL CANTANTE DE MUERTOS
Antonio Ramos Revillas
LA TRISTEZA EXTRAORDINARIA
DEL LEOPARDO DE LAS NIEVES
Joca Reiners Terron
ONE HIT WONDER
Joselo Rangel
MARIENBAD ELÉCTRICO
Enrique Vila-Matas
CONJUNTO VACÍO
Verónica Gerber Bicecci
LOS TRANSPARENTES
BUENOS DÍAS, CAMARADAS
Ondjaki
PUERTA AL INFIERNO
Stefan Kiesbye
DISTANCIA DE RESCATE
PÁJAROS EN LA BOCA
Samanta Schweblin
EL HOMBRE NACIDO EN DANZIG
MARIANA CONSTRICTOR
¿TE VERÉ EN EL DESAYUNO?
Guillermo Fadanelli
BARROCO TROPICAL
José Eduardo Agualusa
25 MINUTOS EN EL FUTURO. NUEVA CIENCIA FICCIÓN
NORTEAMERICANA
Pepe Rojo y Bernardo Fernández, Bef
APRENDER A REZAR EN LA ERA DE LA TÉCNICA
CANCIONES MEXICANAS
EL BARRIO Y LOS SEÑORES
JERUSALÉN
HISTORIAS FALSAS
AGUA, PERRO, CABALLO, CABEZA
Gonçalo M. Tavares
CIUDAD FANTASMA. RELATO FANÁSTICO DE LA
CIUDAD DE MÉXICO (XIX-XXI) I Y II
Bernardo Esquinca y Vicente Quirarte
EL FIN DE LA LECTURA
Andrés Neuman
JUÁREZ WHISKEY
César Silva Márquez
TIERRAS INSÓLITAS
Luis Jorge Boone
CARTOGRAFÍA DE LA LITERATURA
OAXAQUEÑA ACTUAL I Y II
VV. AA.
INFRAMUNDO
Ciudad de México, capital de la Nueva España, 3 agosto de 1566
Las cabezas rodaron en el fango de la Plaza Mayor. Giraron hasta detenerse, una junto a la otra, bocarriba. Antes de que sus ojos se apagaran para siempre, los hermanos Ávila tuvieron una última visión: el cementerio de Catedral, donde sus cuerpos serían enterrados. Las cabezas dilatarían en llegar: serían exhibidas en la plaza, hasta que las aves las dejaran descarnadas, para que el castigo ejecutado sobre los conspiradores sirviera de escarmiento al resto de la población.
Todo inició meses atrás, en un juego que se fue tornando serio. Gil y Alonso de Ávila, junto con Martín Cortés, descendientes de conquistadores, planeaban instaurar un nuevo gobierno en la Nueva España. Comenzaron a codiciar el poder durante las mascaradas y saraos a los que atendían con mayor frecuencia de la recomendada. Azuzados por el vino y agrandados por su linaje decidieron dar los primeros pasos: robar objetos valiosos a sus familiares; venderlos y juntar el oro necesario para llevar a cabo su rebelión. Martín se hizo con un penacho que su padre dejó en un baúl, junto con otras pertenencias. Los hermanos Ávila debían responder con algo de semejante valor. Sabían que en su familia había un libro al que se le tenía una mezcla de reverencia y temor. Había sido propiedad de su tío Alonso. Un volumen proveniente de los días de la Conquista. Desde pequeños oyeron las historias. Su tío lo guardaba bajo la almohada para que le susurrara cosas mientras dormía. Algunas mañanas despertaba oyendo voces, y entonces podía hacer augurios. A nadie en la familia le gustaba, porque sólo vaticinaba desgracias. Las tías y las abuelas explicaban la razón: lo que escuchaba el conquistador Alonso de Ávila eran las voces de los muertos.
La leyenda familiar decía también que, luego de un sueño afiebrado, Alonso se levantó con una profecía en los labios:
–De esta familia, de estas casas, no quedará rastro, ni piedra sobre piedra.
El libro valía una fortuna y debía estar en alguna alacena u arcón olvidado. Era necesario buscar, remover, desempolvar.
Martín Cortés presionó: quería ser la cabeza del nuevo gobierno. Había que apurarse. Los planes continuaron, las fiestas también. La conspiración era un secreto a voces. Lo sabían los compañeros de juerga, los vecinos, los esclavos. Tanto amigos como enemigos estaban al corriente. El murmullo llegó hasta los oídos de la Real Audiencia. Poco antes de que el Aguacil Mayor derribara la puerta de los hermanos Ávila y entrara custodiado por un puñado de guardias, Gil y Alonso encontraron el libro; lo escondieron en el sótano, en una trampilla oculta bajo la alfombra. Cuando fueron aprehendidos y sus pertenencias confiscadas, el preciado objeto pasó desapercibido.
Los Oidores sólo tuvieron piedad con Martín Cortés. Los hermanos Ávila fueron sentenciados a morir. Mientras sus cabezas se pudrían a la vista de los paseantes en la Plaza Mayor, sus casas caían bajo el peso de los martillos, demolidas hasta sus cimientos. Una vez que se retiró la última piedra, el terreno fue regado con sal, para que nada volviera a crecer allí. El último acto del castigo a los conspiradores fue colocar un padrón infamatorio que recordara, por el resto de los siglos, su traición.
Durante largo tiempo, la esquina donde antes se encontraban las casas de los hermanos Ávila fue un muladar. La gente evitaba caminar por ahí, y si tenía que hacerlo apresuraba el paso, santiguándose. El lodo, los escombros y los desperdicios prosperaban. Los excrementos de los perros callejeros se acumulaban, produciendo un olor nauseabundo, atrayendo enjambres de moscas.
Bajo esa inmundicia un viejo libro aguardaba, paciente, la llegada de su próximo dueño.
* * *
Ciudad de México, mayo de 2016
Aunque Leandro Ceballos creció rodeado de libros su afición principal era otra. Por supuesto que le gustaban: sabía apreciar el olor a humedad, la pátina acumulada, la textura rugosa de los volúmenes viejos. Sentía placer al sacudirles el polvo, al abrirlos para atestiguar las huellas que el paso del tiempo –e incontables manos– había dejado en ellos. Porque lo que su padre vendía, y anteriormente su abuelo Artemio, eran libros antiguos, raros, de colección. Leandro pasó su infancia en el mismo local del que ahora se hacía cargo: la librería Inframundo en Donceles, esa calle que era el paraíso de los bibliófilos, de los cazadores de hallazgos.
A pesar de ser un buen librero, de poseer los conocimientos suficientes para continuar con dignidad la tradición y el negocio familiar, su pasión era otra.
Leandro tuvo las condiciones idóneas para enamorarse de los libros. Jugaba entre volúmenes que pronto empezó a hojear. Escuchaba todo tipo de historias y leyendas que el abuelo le contaba a su padre. Nunca las olvidó, porque eran fascinantes: las librerías de viejo de la calle de Donceles eran insondables, ya que, por más libros que se metieran en sus bodegas, estas nunca se llenaban. Algunas contenían volúmenes mágicos o malditos que los libreros no se atrevían a vender. En ellas, el tiempo corría de manera distinta: un cliente podía pasar tres horas dentro, y al salir, descubría que en su reloj tan sólo habían transcurrido cinco minutos… Y lo más alucinante: entre sus laberínticos pasillos atestados de libros existían pasajes que comunicaban a otros sitios de la ciudad.
Años más tarde, cuando Artemio agonizaba en una cama de hospital, le hizo una confesión a su nieto: en la librería de la familia había un portal que transportaba al pasado, a otra época de la Ciudad de México. Él lo había utilizado para conseguir libros perdidos. Leandro apretó la mano del abuelo y sonrió, condescendiente. La cercanía con la muerte lo hacía delirar.
Artemio le advirtió:
–Jamás lo uses. Puede ser tu ruina.
Estas cuestiones sentimentales que lo ligaban a los libros no impidieron que Leandro prefiriera una cosa por encima de las otras.
Su obsesión era acosar mujeres.
Desde niño fue una persona sin gracia. Era torpe, tartamudeaba, olía mal. Las niñas lo evitaban. Ahora, a sus cuarenta años, poco había mejorado. Salvo la tartamudez, que superó leyendo en voz alta numerosos libros con un lápiz en la boca, seguía siendo un hombre desagradable: cabellos tiesos e ingobernables como los de un estropajo –ese era su apodo: “Estropajo”–; hombros caídos y barriga salida; dedos rollizos y uñas crecidas, con mugre debajo. Y había algo más, el toque final de aquella imagen repulsiva: hiciera el clima que hiciera, Leandro siempre estaba sudando; su frente coronada por gotas brillantes, temblorosas, resbaladizas.
Estropajo.
Un día decidió que nada le impediría estar con una mujer. Lo haría por las buenas o por las malas. Llevaba años observando, rondando, planificando. El momento se acercaba. Había encontrado a la candidata ideal. Las rosas, los regalos, las palabras galantes ya no estaban en su mente. No era el camino, lo sabía.
Sería a la fuerza. Su urgencia gritaba por carne, y estaba harto de aullar en soledad.
Salió a la plaza Tolsá y se quedó contemplando las mamparas que rodeaban al Caballito. Desde que unos idiotas habían intentado limpiarla utilizando sustancias inadecuadas y corrosivas, la estatua ecuestre de Carlos IV permanecía oculta a la vista del público. Llevaba mucho tiempo así. Al parecer, nadie tenía la menor idea de cómo arreglarla. No le extrañaría que un día las autoridades decidieran reubicarla en alguna plazuela sórdida, disimulada por un eje vial, como ocurrió con la fuente más antigua de la urbe, perdida en las cercanías del metro Chapultepec. Así era la Ciudad de México, con su vocación de palimpsesto. Con más capas que una cebolla, pero con igual capacidad de hacer llorar a quien expusiera sus ojos ante ella. Lo invadió una creciente molestia hacia las autoridades, políticos y ciudadanos cómplices del holocausto cotidiano. Pensó en escribir algo al respecto en el siguiente número del Periódico Munal. Sin embargo, el sentimiento pasó rápido y se percató de su ridícula postura. La indignación era un tema para los desocupados, para los ociosos, para aquellos que no tenían mayor urgencia que mostrar su repudio hacia cualquier tema en las redes sociales u otros medios. Ahora que había dejado de trabajar para el Semanario Sensacional, y en su lugar editaba el mensuario del Museo Nacional de Arte, tenía tiempo libre. Demasiado. La ociosidad era la madre de todos los vicios; también la de los pendejos. Como aquellos que le habían arrancado el rostro al Caballito, su pátina centenaria que no podría ser sustituida con nada…
Caminó por Filomeno Mata; en la esquina con Cinco de Mayo se topó con un grupo de mirones. Al principio pensó que era una filmación, cosa frecuente en aquella zona; después se dio cuenta de que se trataba de un atropellado. Quiso seguir de largo –desde que abandonó su anterior profesión de reportero de nota roja intentaba alejarse de todo lo relacionado con ella– pero algo en la multitud llamó su atención. Fue sólo una instantánea, una imagen que se coló por el rabillo del ojo, muy nítida. Tan nítida como imposible. Retrocedió y se abrió paso a codazos –técnica perfeccionada en sus tiempos de reportero– hasta el centro de la multitud. Miró a todos lados y ya no lo vio. ¿Cómo lo iba a ver, cómo iba a ser posible, si Verduzco llevaba años muerto? Lo había matado la Asesina de los Moteles, tras una última y letal cogida. Al menos Verduzco tuvo esa despedida, pensó, en brazos de una mujer hermosa; en cambio, el atropellado comenzaba a convulsionarse en una danza final con el asfalto hirviente y los incontables chicles que se derretían en su superficie… La sirena de una ambulancia cercana lo sacó de sus pensamientos. Caminó, nervioso, hacia Madero. Él veía a los muertos en sueños, nunca a plena luz del día. Antes podría haber culpado al estrés por aquella visión, ¿y ahora? Necesitaba una cerveza. Conocía el refugio perfecto. Tenía tiempo antes de su cita con Dafne.
La burbuja del Hotel Geneve lo absorbió, aislándolo del caos de la Zona Rosa. Atravesó el elegante vestíbulo de paredes recubiertas de madera, libros empastados y pinturas virreinales; pasó debajo de su enorme candelabro y se introdujo en la penumbra roja del Phone Bar. Tomó asiento en una de las pequeñas mesas. De inmediato atacó los cacahuates que ya lo esperaban dentro de un auricular antiguo convertido en recipiente para botana. Cuando el mesero se acercó le pidió una cerveza y un plato con aceitunas. Se relajó tras el primer trago. ¿De qué, si nada lo angustiaba? La ciudad estaba viva. Era una enemiga haciendo cosas para acabar con la gente. Eso lo leyó en algún lado. Se llevó la mano al costado izquierdo y palpó la cicatriz que le dejó su encuentro con el Asesino Ritual. Parecía algo lejano. Ya no estaba expuesto a esos peligros. Su mayor preocupación era que los curadores del museo le tuvieran a tiempo los artículos sobre las exposiciones. Y aun así, algo lo inquietaba.
Dio un trago más largo a su cerveza y se recargó en el asiento. La atmósfera del Phone Bar era un remanso. Con su cabina roja presidiendo al centro y sus paredes adornadas con teléfonos de colección. Uno podía sentir que en verdad se encontraba en otra época, en otra ciudad que aún era posible. Lo único que rompía el hechizo era un discreto televisor de pantalla plana en el que se transmitía un partido de basquetbol. Resultaba inverosímil que un lugar como aquel sobreviviera en una urbe con tendencia a arruinar su patrimonio, a convertir lo clásico en esperpento. En pleno corazón de la Zona Rosa, gobernada por oficinas, casas de cambio, boutiques de lencería y atuendos para travestis, estéticas, sex shops, bufetes de comida china y fritangas, un hotel del Porfiriato se alzaba con la dignidad de un dinosaurio en un zoológico.
La tradición de esperar a Dafne en el Phone Bar provenía de la época en que ella trabaja en el Solid Gold, un table dance que estaba a una cuadra del Hotel Geneve. Ahora dichos negocios habían dejado de existir –o al menos eso afirmaban las autoridades, tras una cruzada contra la trata–; el edificio que antes albergara al Solid Gold mostraba unos sellos de CLAUSURADO, como tantos otros establecimientos similares de la Zona Rosa y la ciudad. Dafne ya no bailaba. Ahora formaba parte de un servicio escort: acompañaba a políticos, empresarios o inadaptados sin novia pero con dinero a cenas, bailes e incluso viajes. ¿Se acostaba con ellos? Jamás se lo había preguntado a ella, pero era obvio que sí. Aprendió a mitigar sus celos tiempo atrás. Finalmente la había conocido en un tugurio, viéndola bailar para otros, ejerciendo el arte de complacer las fantasías de los solitarios… como él.
–Tiene una llamada –el mesero lo abordó, interrumpiendo sus reflexiones.
–¿Yo?
–Usted es Casasola, ¿no?
Cruzó de nuevo el vestíbulo y fue hacia los teléfonos –todos antiguos también– que se encontraban a un costado de la recepción. Tomó el auricular, sintiendo el peso de la historia, imaginando la cantidad de conversaciones acumuladas a lo largo de los años, los saludos y las despedidas de gente que ya no estaba…
–¿Bueno?
Un sonido extraño brotó. Al principio no lo supo identificar. Algo se deslizaba por una superficie con textura rugosa, produciendo un ruido constante, hipnotizador.
–¿Diga?
Nada. Sólo aquel sonido como de… una aguja sobre un acetato. Una música apagada brotó. Voces lejanas entonaban una melodía pasada de moda.
Comprendió. Lo que estaba escuchando al otro lado de la línea era un fonógrafo.
Una voz de hombre dijo al fin:
–¿Me oye? Soy yo…
La línea se cortó. Aquella voz había sonado como si estuviera al otro extremo de un túnel. Uno largo, profundo, al que Casasola acababa de asomarse.
Algo en su interior le decía que volvería a escucharla.
Ciudad de México, capital de la Nueva España, mayo de 1654
Las voces lo habían seguido hasta las cárceles secretas. Y lo que las voces decían era: tu compañero de celda te matará. Melchor Pérez de Soto aprendió a escucharlas, a tomarlas en serio. Su vida corría peligro, debía anticiparse. Esa madrugada aguardó despierto, tendido en su camastro, hasta que escuchó roncar a Diego Cedillo. Luego juntó saliva entre los dedos pulgar e índice y apagó la vela que reposaba en el suelo. No quería precipitarse. Esperó unos instantes, escrutando la oscuridad. Provenientes de una celda cercana, le llegaron el olor del chocolate mezclado con chile y las risotadas de una esclava. Algún preso influyente pasaba una noche mejor que la suya. Sigiloso, se aproximó a su compañero. Se inclinó sobre él, le rodeó el cuello con las manos y comenzó a estrangularlo. No era algo personal; apenas lo conocía. Sin embargo, las voces habían hablado. Su vida estaba en riesgo. Presionó con fuerza, esperando acabar pronto con aquella tarea.
Pero las voces nunca se equivocaban.
La falta de aire hizo que Diego Cedillo despertara. Lo único que pudo ver fue una sombra que lo asfixiaba. Estiró una mano bajo el camastro y cogió la piedra que guardaba debajo. La había metido ahí días atrás, como una precaución. Un solo movimiento bastó para derribar a su atacante; Cedillo brincó sobre él, y continuó golpeándolo hasta que le hundió el rostro. Exhausto, arrojó la piedra a un rincón y volvió a acostarse en su camastro.
El arquitecto Melchor Pérez de Soto había sido un hombre próspero y reconocido en la Capital de la Nueva España. Ahora su cadáver yacía desfigurado en los sótanos del Palacio de la Inquisición. Trabajaba como Maestro de Obras de Catedral. Era, también, un erudito y un bibliómano: tenía más de mil quinientos volúmenes en su hogar.
Su casa se alzaba en la misma esquina donde alguna vez estuvieron los aposentos de los hermanos Ávila.
Cuando tomó posesión de ella nunca imaginó lo que guardaba en sus entrañas. Fueron los trabajadores que cambiaban el piso del sótano quienes le informaron del hallazgo de una trampilla. Ya no tenía argolla: el mismo Melchor la abrió utilizando una barra de hierro. Dentro encontró un libro viejo, el más extraño que hubiera visto: era pequeño, casi una libreta; estaba empastado en cuero negro y sus páginas de piel de res saturadas de cifras, rayas y apuntes indescifrables. Emocionado, lo incorporó a su acervo. Pensó que más adelante se lo podría mostrar al bibliotecario de algún convento, en busca de pistas sobre su origen.
No tuvo tiempo de hacerlo. Pronto, Melchor descubrió que el libro le hablaba. Decidió colocarlo bajo su almohada para escucharlo en sueños. Su mente se pobló de voces, de vaticinios. Tanto sus criados en la casa como sus trabajadores en Catedral comenzaron a verlo con desconfianza.
Un día, mientras supervisaba las obras desde un andamio, dijo:
–Esta Catedral dilatará ciento cincuenta y nueve años más en concluirse. Habrá incendios, morirá gente.
La Inquisición no tardó en tocar a su puerta. En la biblioteca encontraron libros prohibidos, entre ellos varios ejemplares de astrología. Todos los volúmenes fueron confiscados. El más antiguo de todos, el que le hablaba a Melchor por las noches, fue catalogado como inclasificable y comenzó a acumular polvo en un oscuro anaquel.
Cuando los celadores descubrieron el cadáver ensangrentado de Melchor Pérez de Soto no se sorprendieron; estaban acostumbrados a ver cómo los reclusos perdían la razón, merced de las condiciones que imperaban en las cárceles secretas: aislamiento, penumbra, una constante humedad en la que proliferaban parásitos. Eso, sumado a un aburrimiento espantoso, daba como resultado el rápido deterioro de la salud mental de los presos. A veces era inevitable que se mataran unos a otros.
No supieron que, en el caso del Maestro de Obras de Catedral, un coro de voces muertas había hecho su propia contribución.
Tampoco repararon en una pequeña inscripción, tallada en la pared con un clavo por la mano de Melchor Pérez de Soto. Decía:
No morirás.
Sí morirás…
* * *
Tras el mostrador, oculto entre pilas de libros, Leandro espiaba cuando una mujer entraba en la librería. No perdía detalle de su aspecto, de sus movimientos. Cómo vestía, qué partes del cuerpo enseñaba; la manera en que se alzaba en las puntas de los pies y tensaba los músculos del cuello para alcanzar un libro de un anaquel alto. Sabía qué tipo de libros eran los más buscados por las jóvenes; esos los colocaba en las repisas inferiores, para obligarlas a que se pusieran en cuclillas. El truco solía dar resultado: las faldas se deslizaban mostrando muslos firmes, poblados de vellos diminutos, casi transparentes. Cazar unos pechos era más complicado; sin embargo, Leandro no dejaba de esforzarse. Era paciente, tenaz. Durante un tiempo tuvo un mostrador-vitrina en el que colocó grabados y litografías antiguas a la venta, con el objetivo de que las mujeres, al contemplarlas, se agacharan frente a él. Y aunque a veces funcionaba, tuvo que desistir: los cristales lo hacían sentirse desnudo, volvían vulnerable su refugio.
Cierta ocasión ocurrió un milagro. Coincidió que sus dos empleados faltaron por motivos de salud. Al no haber nadie que la atendiera, una mujer en minifalda utilizó la escalera para revisar los libreros superiores. Desde su búnker-mostrador Leandro tenía una vista perfecta de sus bragas. La clienta dilató revisando libros y él aprovechó para masturbarse; estaba tan caliente que se vino en segundos, manchando el piso. Entonces tomó la decisión de despedir a los empleados. Y aunque el episodio de la escalera no se había repetido, aguardaba con ansia a que el avaro dios de los solitarios le regalara otro placer semejante.
Leandro observaba a las clientas que se movían entre los pasillos e islas de libros con discreta intensidad. Imaginaba sus nombres, el color de su ropa interior, la forma de sus pezones. A todas las pensaba depiladas del coño. ¿Cómo cogían? ¿Ronroneaban, gemían, gritaban? Él las haría gritar… Ponía especial atención en los zapatos. Los zapatos decían mucho de una mujer. Una mujer que caminaba cómoda en tacones altos era dominante; la que se movía discretamente en zapatillas, sumisa.
Eso creía, pero se equivocaba. Porque Leandro Ceballos no sabía nada de mujeres. Lo obsesionaban. Las codiciaba igual que a un trofeo. Jamás había estado con una. No tenía nada que ofrecerles más que un conjunto de fantasías inanes… Su libido era algo parecido a los restos de un banquete abandonado a la intemperie: huesos roídos, espinas goteantes, escarabajos, larvas prosperando.
Leandro era el carroñero que se arrastraba por las sobras.
No quitaba el ojo a las clientas, analizándolas parte por parte: cabello, orejas, tatuajes, piercings. ¿A qué sabrían esas superficies cuando pasara su lengua sobre ellas? Carne, tinta, metal… Todo lo estimulaba. Permanecía atento a los detalles cada vez que, como ahora, una mujer pasaba sus dedos con anillos por los ejemplares empastados. No se trataba de cualquiera: era la Clienta Especial. La que había elegido. La depositaria de su furiosa imaginación. Leandro se acomodó en el mostrador para verla mejor. El cabello pintado de mechones azules, las piernas largas saliendo de unos shorts de mezclilla, los pies enfundados en unos suecos que dejaban al descubierto el talón. Calzado ruidosos que le permitían saber hacia qué sector de la librería se desplazaba la Clienta Especial. Era una ternera con cencerro. O un gato con cascabel en el collar. Su preferida. La que iba a hacer suya. Por las malas. Quizá hasta le gustara. Sí, cariño, lo vas a disfrutar…
La Clienta Especial se acercó, indiferente al escándalo que provocaban sus zapatos, y colocó sobre el mostrador una edición vieja de la novela Santa. Leandro comenzó a sudar más que de costumbre; sacó su mugriento pañuelo y se lo pasó por la frente. La mujer le sonrió con una amabilidad forzada, pero sus ojos lo evitaron. Como siempre.
No importaba. Pronto, la Clienta Especial no tendría otra cosa que ver más que su rostro.
Sé dónde vives. En qué trabajas. Soy tu sombra. Vivo pegado a ti.
La visita al Semanario Sensacional