PINCELADAS MUSICALES
CÉSAR AIRA
César Aira nació en Coronel Pringles, provincia de Buenos Aires, en 1949. Es traductor, ensayista y escritor. En ficción, se ha dedicado casi exclusivamente a la novela. La luz argentina y El vestido rosa en los 80, Cómo me hice monja y La prueba en los 90, Un episodio en la vida del pintor viajero y Parménides en los 00, Yo era una mujer casada y Artforum en los 2010 son algunos de sus más de cien libros editados, reeditados o traducidos por sellos tan diversos como Achával Solo, Ada Korn, Ceal, Grupo Editor Latinoamericano, Emecé, Beatriz Viterbo, Mate, Eloísa Cartonera, Mansalva, Era (México), Lom (Chile), Estruendomudo (Perú), Mondadori (España), Fundarte (Venezuela), Brevedad (Colombia), Anagrama (España), André Dimanché Editeur (Francia), Droschl Graz (Austria), Claassen Verlag (Alemania), Bollati Berlingeri (Italia), Serpent’s Tail (Inglaterra), Nova Fronteira (Brasil) y New Directions (Estados Unidos), entre muchos otros.
Cuando yo era chico, en los primeros años cincuenta, vivía en Pringles un artista pintor con ese prestigio ambiguo que se ganan en un pueblo los que practican actividades improductivas. No es que este hombre fuera un pintor y nada más, eso habría sido demasiado raro para la época y el lugar. Era un vecino antiguo como cualquier otro, integrado a la gran familia del pueblo, retirado del comercio, viudo, con hijos grandes que se habían ido, como emigraban tantos jóvenes en busca de horizontes que no les ofrecía Pringles. Como me fui yo también, cuando llegó la hora. Entonces era muy chico, de estas historias me enteré por cuentos, y las completé a mi modo, con reflejos de lecturas y con la desenvoltura que me dio la naciente vocación literaria.
No sé quién habría visto su obra (yo nunca vi nada), si la había expuesto, o mostrado de algún modo; está de más decir que en Pringles no había, y sigue sin haber, galerías de arte. Me da la impresión de que era una de esas famas de las que nadie puede rastrear el origen, alimentada (paradójicamente) por una personalidad discreta, modesta, de las que hacen que el hombre más llano y accesible y sin secretos termina siendo el más misterioso. Salvo que este pintor del pueblo debía cultivar el secreto, y creo saber por qué.
Lo que supe muy a posteriori, y debió ser lo más llamativo de su historia, era que le habían encomendado decorar las paredes del salón de actos del Palacio Municipal. Esto puede ser leyenda, o una broma que alguien tomó en serio y echó a correr como un dato, o un malentendido o una exageración a partir del encargo o la compra de un cuadro para un despacho oficial. Como sea, es difícil creer que alguien haya tenido la peregrina idea de cubrir con frescos las paredes de los salones el Palacio.
Así se lo llamó siempre: el Palacio. Maravilla arquitectónica de extravagancia sin par, ese gigantesco piano desarmado de cemento debería haber sido el orgullo del pueblo, pero ya entonces, aunque tenía menos de veinte años de construido, se lo daba por sentado. Nadie levantaba la vista hasta la torre cuadrada, que rozaba las nubes, ni le daba la vuelta para admirar la simetría de sus aletas rectangulares. Era un lugar de trámites y política, solamente funcional, y ni siquiera muy funcional, más bien incómodo como todo lo que se construye poniendo la estética por delante, en especial si era una estética tan improbable como la que presidía el Palacio.
Pero ahí estaba, en medio de la Plaza cuyas dos mitades parecían haberse abierto para que él se levantara, pistilo titánico, triunfante. En ese entonces el cemento, tratado con un revestimiento de cuarzo, era blanquísimo, tan brillante que cuando le daba el sol había que mirarlo entrecerrando los ojos, y de noche se envolvía en un suave resplandor azulino. Yo debo de haberlo visto así, pero mis primeros recuerdos son posteriores, cuando el revestimiento había sido lavado por las lluvias y el viento, y el blanco ya no era tan prístino. Quizás había mejorado al quedar menos enceguecedor, más austero, más digno en su gigantismo.
La luz del día en Pringles no era algo dado de una vez por todas. Había algo secreto en sus cambios, de lo que no se hablaba pero, como pude comprobar mucho después, se compartía en silencio. Una vez, yo tendría veinte años, en un mes de enero (ya vivía en Buenos Aires, pero pasaba los veranos en Pringles) me levanté a las cinco de la mañana para ir a la estación a buscar a mi abuela, que venía en el tren nocturno. Abrí el portón del garage para sacar el auto y me confundió un brillo excesivo. Me vi en medio de un esplendor dorado de una fuerza de claridad como nunca había visto. Me lo expliqué por el verano, por lo temprano que amanecía y mi deslumbramiento por haber salido a esa hora excepcional para mí. Pero la inmersión en el aire de oro seguía siendo una experiencia inexplicable; porque el amanecer era el momento de las esperas y gradaciones, y esto era una plenitud iluminada como no la había ni en el mediodía más radiante. No era como si la luz cayera del cielo, proyectando sombras normalmente, era más bien como si ya hubiera caído, una lluvia de iluminación que hubiera impregnado todo y estuviera irradiando más y más luz. El efecto podía estar acentuado por el acompañamiento sonoro, también desusado: justo enfrente de casa había un arbolito de copa redonda del que salía un coro fortísimo de píos. Aunque no se veía ninguno, ocultos en el follaje muy cerrado, debía de haber un centenar de gorriones desgañitándose. Esa orquesta aguda y entusiasta, como si se rompieran a la vez un millón de copas de cristal, contribuyó a hacer inolvidable el éxtasis de la luz.
Medio siglo después, ya viejo, una vez que volvía para el funeral de un pariente, el ómnibus me dejó en Pringles a las cinco de la mañana, en uno de los mismos días de verano de aquella vez; en el cielo no había una sola nube, pero la luz tenía una condición de oscuridad, como si las sombras del suelo hicieran fuerza contra la claridad; no era la primera vez que hacía la prueba de recuperar aquel madrugón memorable, y tampoco ésta me devolvía aquel brillo. Lo comenté ese mismo día o el siguiente con una mujer de la familia, en el tono de “no es lo mismo que antes, a las cinco todavía está oscuro”. Ya mientras lo decía me daba cuenta de lo absurdo del planteo: a las cinco de la mañana de un día de enero, entonces o años atrás el Sol estaría a la misma altura, la Tierra no se había salido de su eje ni el cielo había cambiado de inclinación. Sin embargo la mujer a la que se lo decía asintió, sin palabras, con un gesto de la cabeza y una mirada a los demás en la reunión, que hablaban y no habían oído mi comentario; era como si me pidiera discreción, silencio sobre los ciclos extraños de la luz.
Volviendo a los frescos, que nunca se realizaron y quizás no fueron más que otro episodio imaginativo en la leyenda del pintor, la época justificaba las vacilaciones y dudas que postergaron el trabajo hasta diluirlo en la nada. El peronismo, entonces en el ápice de su hegemonía política y cultural (aunque ya se empezaba a hablar de su desgaste inevitable) tenía una iconografía identificatoria difícil de soslayar. Tratándose de un edificio oficial, una sede de gobierno, mucho más difícil todavía. El pintor, fuera o no simpatizante del régimen, o fuera, como es lo más probable, uno de esos agnósticos del interior del país, que lo ven todo con resignada aceptación, vería abrirse frente a él alternativas comprometidas, aunque en el fondo no distintas a las que enfrenta cualquier artista.
Todo pintor debe empezar preguntándose qué pintar. Su arte, en tanto arte, es formal, un equilibrio o juego o bellas asimetrías de dibujo y color, de modo que da más o menos lo mismo qué objetos represente. Pero el espectro de elección es tan amplio, es todo lo que hay en el mundo, ya sea en la realidad, ya en la imaginación, que puede paralizarse antes de tomar una decisión. Lo más a mano son los ramos de flores, las naturalezas muertas, los paisajes, temas que van en dirección a lo abstracto en tanto lo representado tiene menor importancia temática; lo abstracto es en definitiva la meta final del formalismo. Pero puede tomar la dirección opuesta, la temática o contenidista, y pintar batallas o escenas religiosas o históricas, retratos, surrealismo; ésta puede ser también la elección del formalista más sutil, que esconde la forma en el contenido para ganar libertad.
En el caso de los frescos del Palacio, la temática peronista era insoslayable, por presente o por ausente. La imagen del Líder y su esposa, el obrero, el Plan Quinquenal, el escolar, la CGT, podían estar o no estar en las paredes; pero cualquier otra cosa que estuviera en su lugar significaría que la imaginería peronista no estaba, tanto o más elocuente por su ausencia. Aun así, había modos de quedar bien con recursos intermedios, y sin necesidad de recurrir a la ironía; por ejemplo con paisajes de la zona. Salvo que el paisaje que rodeaba a Pringles no tenía rasgos claramente reconocibles, y las calles y edificios menos. Lo único era el Palacio mismo, emblema del pueblo; pero pintar por dentro lo que se veía de afuera habría tenido una redundancia rara, como si el Palacio se volviera blando y se lo pudiera dar vuelta sobre sí mismo.
Así como Pringles tenía un solo diario, un solo teatro, una sola pileta de natación… tenía un solo pintor. Y lo tenía en reserva, a la espera de que su producción madurase en el pensamiento, o en la sublime inacción del Tiempo. La iniciativa de los frescos del Palacio, ya fuera un propósito efectivo de las autoridades, ya una de esas ideas ociosas que circulan porque sí (porque había un pintor en el pueblo al que no se le encontraba función), debía de haber nacido de la falta de representación de la que adolecían los pringlenses. Esos pueblos de provincia se parecían todos, alguien proveniente de una capital habría tenido dificultad en encontrarles diferencias, salvo en el trazado de la plaza central; las calles, las casas, eran intercambiables. Pero el nativo de uno de esos pueblos, si viajaba a otro, podía llegar a encontrarlo tan pero tan distinto como para sentir que estaba en otro país, casi en otro mundo. Se asustaban, se perdían. Podía ser efecto de la falta de contactos externos. Estábamos en una isla virtual. Sin rutas, las lluvias transformaban en trampas de barro los caminos de tierra. El tren, que había perdido puntualidad y prestigio desde la nacionalización, era el puente con el mundo, además de haber sido el motivo de la existencia de Pringles. Pero no siempre era posible tomarlo, porque había que vestirse muy bien para enfrentar las miradas dañinas de pasajeros de otras partes, y dada la falta de buenas tiendas locales habría sido necesario viajar para poder comprar la ropa adecuada, con lo que se creaba un círculo que nos mantenía encerrados. El aislamiento nos hacía más dueños de nuestras carencias. La radio informaba de eclipses que no veíamos, en la Vía Láctea siempre faltaba una estrella, sosteníamos que las fases de la Luna se daban al revés que en otros lugares, incluso cercanos; cuando en Suárez crecía, en Pringles menguaba, y viceversa. O directamente desaparecía detrás de unos horizontes saltamontes.
Otra cosa que no había en Pringles: estatuas. Que hubiera un pintor ya hacía latir de arte la llanura. Un escultor, habría sido pedir demasiado. Y traer estatuas de otro lado habría sido engorroso y caro; abundaban los camiones, pero estaban para otra cosa. Además, ¿qué podían representar? Los próceres habrían parecido intrusos, pertenecían al pasado nacional, y al entrar al orbe del presente municipal y chacarero se habrían vuelto fantasmas. Cualquier otra cosa, por ejemplo las alegorías de la Justicia o la Libertad, habría requerido explicaciones.
Puedo dar fe de que no había estatuas en Pringles por un hecho que recuerdo bien; yo era adolescente, es decir una década más o menos después de los hechos narrados aquí, cuando se inauguró la primera estatua del pueblo. A tal punto era la primera que mereció una foto en la portada de El Orden