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Pepper ha estado enamorada de Hunter, el hermano de su mejor amiga, desde que era una niña. Él representa todo lo que siempre ha deseado: seguridad, protección, una familia. Pero las cosas no son sencillas…

Pepper necesita que la vea como algo más que una amiga o una chica inexperta. Solo ha dado un beso en su vida y no sabe nada sobre los chicos, la pasión y el amor. ¿Cómo logrará, entonces, conquistarlo? Con un plan: aprender practicando con alguien que sepa enseñarle.

Sus compañeras en la universidad tienen en mente al “maestro” ideal: Reece, el barman del lugar que frecuentan. Pero él es totalmente diferente de lo que Pepper imaginaba. Es atractivo, sexy, pero también peligroso, con un pasado problemático. Pronto, lo que empezó siendo solo un ensayo cambia por completo y ambos descubren lo que sucede cuando se deja atrás el “juego previo” y todo se vuelve ardiente y real.

¿Qué tan lejos querrá llegar Pepper? ¿Le servirá su experiencia para seducir a Hunter?

La autora de la saga Firelight nos vuelve a impactar con una historia romántica y pasional, que acelera el corazón.

 

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Para Maura y May, mis pilares

 

 

 

 

 

 

 

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Capítulo 1

 

 

 

Siempre he sabido lo que quería. O mejor dicho, lo que no quería.

No quería que se repitieran jamás las pesadillas que me atormentaban. No quería volver al pasado y vivir con el temor de que el suelo se abriera bajo mis pies. Lo he sabido desde que tenía doce años.

Pero es curioso cómo aquello de lo que huyes encuentra la manera de alcanzarte. Cuando menos lo esperas, aparece de la nada, te da un golpecito en la espalda y te desafía a que mires por encima de tu hombro.

Hay momentos en que no puedes evitarlo. Debes detenerte. Tienes que dar la vuelta y mirar.

Debes soltarte y rogar que la caída sea leve. Rogar que, cuando todo haya pasado, continúes entera.

El humo escapaba a borbotones del motor de mi automóvil envolviendo la noche oscura en una niebla gris. Le di un golpe de pura frustración al volante, maldije y me detuve a un lado de la carretera.

De un vistazo, comprobé que el medidor de la temperatura estaba al rojo vivo.

–Mierda, mierda, mierda –dije y apagué el motor con un gesto brusco de fastidio como si eso fuera a evitar, milagrosamente, que el vehículo siguiera recalentando.

De un manotazo recuperé mi celular del portavasos, salí a la más que fresca noche de otoño y me alejé. No sabía nada sobre mecánica, pero había visto suficientes películas en las que el automóvil explotaba instantes después de aparecer el humo. No correría ese riesgo.

Miré la hora en mi teléfono. Las once y treinta y cinco. No era demasiado tarde para llamar a los Campbell y pedirles que vinieran a buscarme para llevarme a la residencia universitaria. Pero en ese caso, tendría que dejar el auto abandonado allí y ocuparme de rescatarlo al día siguiente. Tenía un millón de cosas que hacer. Era mejor resolver el asunto ahora.

Contemplé la noche tranquila a mi alrededor. Los grillos cantaban suavemente y el viento susurraba entre los árboles. El camino estaba desierto.

Los Campbell vivían en las afueras, en una finca bastante grande. Cuando salían, me llamaban para que cuidara de sus niñas y a mí me encantaba hacerlo. Era una agradable alternativa al bullicio de la ciudad. La vieja casa tenía ese aire de hogar verdadero, vívido y cálido, de suelos de madera antigua y, en esta época del año, leños crujiendo a toda hora en la chimenea de piedra. Podría haber sido parte de una pintura de Norman Rockwell. El tipo de vida que yo soñaba tener algún día.

Pero no me hacía nada de gracia estar tan aislada en este camino rural. Me froté los brazos sobre la delgada tela de las mangas de mi camiseta y lamenté no haber traído un abrigo antes de salir. Estábamos a principios de octubre pero ya había empezado a hacer frío.

Observé con desaliento a mi auto envuelto en humo. Con un suspiro me dispuse a pedir una grúa en el directorio de mi celular. A la distancia vi los focos de un vehículo que se aproximaba en la noche y entré en pánico. Sin saber qué hacer, como siempre me ocurría en situaciones de riesgo, dejé que me invadiera el deseo de esconderme. Era un instinto primitivo, pero conocido.

La escena contaba con todos los ingredientes de una película de terror. Una muchacha sola. Un camino solitario en el campo. En cierta ocasión, yo había sido la protagonista de mi propia película de terror y por nada del mundo quería repetir esa experiencia.

Me aparté del camino y me paré detrás del coche. No estaba escondida, exactamente, pero al menos no quedaba expuesta como un blanco fácil. Fingí estar concentrada en mi celular como si, al simular que no lo miraba, pudiera lograr que el conductor del auto no me viera. Ni a mí, ni a la pila de metal humeante a mi lado.

Mantuve la mirada fija en la pantalla mientras cada fibra de mi ser percibía el sonido de las ruedas y el ronroneo del vehículo disminuyendo la velocidad hasta detenerse.

Dejé escapar un suspiro y alcé la vista hacia mi supuesto asesino serial. O mi salvador. Lo razonable era esto último, pero toda la escena me llevaba a considerar solamente las peores alternativas.

Se trataba de un Jeep. Los focos pintaban una franja de luz en el pavimento negro.

–¿Estás bien? –la voz de un hombre. Gran parte de su rostro estaba a oscuras. La luz de los instrumentos en la consola se reflejaba sobre sus facciones lo suficiente como para que yo pudiera notar que era bastante joven. No mucho mayor que yo. Unos veinticinco años, como máximo.

La mayoría de los asesinos seriales son hombres blancos, jóvenes, pensé, y mi ansiedad aumentó exponencialmente.

–Estoy bien –respondí de inmediato, alzando la voz en la noche fría, al tiempo que le mostraba mi teléfono como si eso lo explicara todo–. Ya vienen a buscarme –contuve la respiración deseando que creyera mi mentira y se marchara.

Permaneció donde estaba, en la penumbra, con su mano en la palanca de velocidades. Miró hacia adelante en la ruta y luego hacia atrás. ¿Confirmando, acaso, lo sola que me encontraba? ¿Calculando la oportunidad para asesinarme?

Deseé tener una lata de gas pimienta. O ser cinturón negro de kung-fu. Algo. Cualquier cosa. Mi mano izquierda se cerró sobre las llaves. Pasé el pulgar por la punta serrada. Si fuera necesario se las hundiría en el rostro. En los ojos. Eso. Apuntaría a los ojos.

Se inclinó sobre el asiento a su derecha y su cara quedó envuelta casi por completo en las sombras.

–Podría ver qué le pasa a tu motor –ofreció la voz sin cuerpo.

–No, estoy bien, de verdad.

Los mismos ojos que había considerado atravesarle brillaron en la distancia al mirarme. En la oscuridad era imposible definir su color, pero eran claros. Azules o verdes.

–Ya sé que estás nerviosa…

–No. No estoy nerviosa –balbuceé, tal vez demasiado rápido.

Se recostó en su asiento y el panel volvió a iluminar su rostro con un tono ámbar.

–Me sentiría mal dejándote aquí, sola –mi piel se estremeció con su voz–, debes estar asustada.

Eché un vistazo alrededor. La noche oscura se cernía sobre mí.

–No, no tengo miedo –respondí, con un hilo de voz nada convincente.

–Sube. Ya sé que no me conoces y comprendo que te quedarías más tranquila si me voy, pero no me gustaría que mi madre estuviera sola aquí afuera, de noche.

Lo miré a los ojos durante varios segundos, como si pudiera adivinar su carácter en las líneas apenas visibles de su rostro. Di otra ojeada a mi auto, que seguía despidiendo humo. Y otra vez a él.

–OK. Gracias –mi “gracias” se hizo esperar y salió vacilante, tras una pausa extensa como una inhalación profunda. Rogué no aparecer en los titulares de las noticias de la mañana.

Mientras lo observaba mover su Jeep hasta detenerlo delante de mi auto, llegué a la conclusión de que, si su intención era atacarme, lo haría (o al menos lo intentaría) tanto si lo invitaba a revisar el motor, como si no lo hacía. Abrió la puerta con un movimiento decidido y, al bajar, desplegó su alta figura y avanzó en la noche, con una linterna en la mano.

Sus pasos hicieron crujir la grava suelta; el haz de luz de su linterna iluminó mi vehículo humeante. Por el ángulo de su cara, me pareció que ni siquiera se volteó a mirarme. Se encaminó directamente a mi auto, levantó la tapa del motor y desapareció en su interior.

Con los brazos ligeramente cruzados delante de mí, me acerqué con cautela, para poder observarlo mientras él estudiaba la situación. Se inclinó y tocó varias cosas. Solo Dios sabía qué. Mis conocimientos de mecánica estaban en el mismo nivel que mi habilidad para hacer origami.

Continué estudiando sus rasgos envueltos en la penumbra. Hubo un destello. Miré mejor. Tenía un piercing en la ceja izquierda.

Otro par de luces encendió la noche, repentinamente. Mi improvisado mecánico se enderezó, abandonó el motor y, parándose en el camino con sus largas piernas separadas y las manos en las caderas, observó al vehículo acercarse. Bajo la fuerte luz de los faroles, pude ver sus facciones por primera vez, sin interferencias. Se me cortó la respiración.

La luz directa pudo haberlo hecho lucir menos atractivo, o tal vez pudo haber resaltado sus defectos, pero no. Por lo que pude ver, no tenía ninguno. Así de sencillo. Mandíbula cuadrada. Ojos profundos, azules, debajo de unas cejas tupidas. El piercing, sutil, era apenas un brillo plateado en la ceja. Su cabello parecía rubio oscuro, y corto, al ras. Mi amiga Emerson lo definiría como “apetitoso”.

El otro auto se detuvo junto al mío y mi concentración se vio interrumpida abruptamente cuando la ventanilla se deslizó hacia abajo. “Apetitoso” se inclinó para poder ver quién estaba dentro.

–Ah. Hola, señor Graham. Señora Graham –saludó con un pequeño gesto de la mano.

–¿Problemas mecánicos? –preguntó un hombre de edad mediana. El asiento trasero estaba iluminado con el reflejo de un iPad. Un adolescente estaba sentado allí con su mirada fija en la pantalla, presionando teclas, al parecer sin siquiera percatarse de que se habían detenido.

“Apetitoso” asintió y me señaló con un movimiento.

–Solo me detuve para ver si podía ayudar. Creo que ya sé cuál es el inconveniente.

–No te preocupes, querida –me sonrió la mujer desde el asiento del acompañante–. Estás en buenas manos.

–Gracias –respondí con una inclinación de cabeza, aliviada por sus palabras.

El automóvil se marchó y quedamos frente a frente. Me di cuenta de que esto era lo más cerca que me había permitido aproximarme a él. Ahora que me habían tranquilizado y que parte de mi aprensión había desaparecido, me asaltaba una nueva carga de emociones. Para empezar, un ataque feroz de timidez. Bueno, no tanto. Me acomodé un mechón rebelde detrás de la oreja y me columpié, incómoda, sobre mis pies.

–Vecinos –explicó él apuntando a la carretera.

–¿Vives por acá?

–Sí.

Introdujo una mano en el bolsillo de su pantalón. El movimiento provocó que su manga se levantara y revelara una gran parte del tatuaje que empezaba en la muñeca y trepaba por su brazo. Aun cuando no era amenazante, definitivamente tampoco se lo podía describir como el típico vecino amable.

–Estaba cuidando a las niñas de los Campbell. Tal vez los conozcas.

–Viven camino abajo de donde vivo yo –me informó, y se aproximó nuevamente a mi auto.

–¿Así que crees que lo puedes reparar? –le pregunté mientras lo seguía. De pie a su lado, me asomé al motor para observar, como si supiera lo que estaba viendo. Mis dedos juguetearon nerviosamente con el borde de mi blusa–. Porque eso sería fabuloso. Ya sé que es un cacharro pero lo tengo desde hace mucho.

Ni podría comprarme otro, agregué en mi mente.

Volvió su rostro hacia mí y las comisuras de sus labios se curvaron en una sonrisa casi imperceptible.

–¿Cacharro?

Hice una mueca de fastidio. Ahí estaba yo una vez más, dejando en evidencia que vivía rodeada de ancianos nacidos antes de la invención de la TV.

–Quiere decir auto viejo.

–Sé lo que significa. Pero jamás se lo oí decir a nadie excepto a mi abuela.

–Sí. De ahí lo saqué yo.

De mi abuela y todos los demás en la Comunidad de Retiro de Chesterfield.

Giró y fue hacia su Jeep mientras yo continuaba jugueteando nerviosamente con el dobladillo de mi blusa y lo veía regresar con una botella de agua.

–Me parece que está perforado el tubo del radiador.

–¿Eso es malo?

Desenroscó la tapa y vertió el líquido en mi motor.

–Esto le bajará la temperatura. Ahora debería funcionar. Por lo menos por un tiempo. ¿Tienes que ir lejos?

–Estoy a unos veinte minutos.

–Es probable que llegues. No vayas más allá, porque volverá a recalentar. Mañana por la mañana, antes que nada, llévalo al mecánico para que cambie el tubo del agua.

–Eso no parece demasiado grave –dije aliviada.

–Supongo que no costará más de doscientos dólares.

Tragué saliva. Eso era suficiente para agotar el saldo de mi cuenta. Tendría que hacer doble turno en la guardería, o trabajar de niñera durante algunas noches. Después de que se duermen, al menos puedo estudiar.

Cerró la tapa del motor.

–Muchísimas gracias –dije, metiendo las manos en mis bolsillos–. Me salvaste de tener que llamar a una grúa.

–¿Así que no venía nadie, después de todo? –preguntó al tiempo que reaparecía la imperceptible sonrisa, y supe que yo le hacía gracia.

–Sí –respondí, encogiéndome de hombros–. Debo haberlo inventado.

–Está bien. No estabas en una situación ideal, precisamente. Sé que puedo dar miedo.

Observé su rostro. ¿Miedo? Era probable que estuviera bromeando, pero es cierto que tenía un aire peligroso con sus tatuajes y su piercing. Aunque fuera sexy. Se asemejaba a uno de esos vampiros oscuros que vuelven locas a las adolescentes; siempre debatiéndose entre comerse a la protagonista o besarla. Yo prefería, en todos los casos, al chico bueno y mortal, y jamás entendía por qué la heroína no lo elegía a él. Los tenebrosos, amenazadores y sexies no eran mi tipo. No tienes ningún “tipo”. Aparté ese pensamiento con un gesto imaginario. Esa situación cambiaría si el hombre indicado, el que yo deseaba, se percataba de mi existencia.

–No diría que das miedo… exactamente.

–Seguro que lo dirías –se rio por lo bajo.

El silencio flotó entre los dos por unos instantes. Lo recorrí con la mirada. Se veía cómodo en su camiseta y jeans gastados. Ropa informal. Los muchachos en el campus usaban eso todos los días, pero él no se veía informal. No se parecía a ningún otro chico que yo conociera o hubiera visto jamás. Eso significaba problemas. Era el tipo de hombre por el que las muchachas perdían la cabeza. De pronto sentí que se me cerraba el pecho.

–Bueno. Gracias otra vez –agitando la mano, subí a mi auto. Me observó mientras lo ponía en marcha. Afortunadamente, arrancó sin que se escapara más humo.

Mientras me alejaba, me resistí a mirar por el espejo retrovisor. Si Emerson hubiera estado conmigo, seguro que no se habría ido sin su número de teléfono.

Con los ojos nuevamente en la carretera, sentí una perversa satisfacción por que ella no estuviera allí.

 

 

 

 

 

 

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Capítulo 2

 

 

 

Abrí la puerta empujando con un hombro. Tenía las manos ocupadas con una bolsa de palomitas de maíz y una botella de limonada rosada. Entré a la habitación contigua y me desplomé en la silla giratoria de Georgia. Como era habitual, la de Emerson estaba cubierta con una pila de ropa.

El aire temblaba al compás de ABBA, la música que Emerson escucha cuando se arregla para salir. Cuando yo la oía a través de los muros delgados, sabía que habían empezado los preparativos.

Dejé mi limonada sobre su escritorio entre el revoltijo de cuadernos y libros, me llené la boca con palomitas y la observé mientras se metía dentro de una minifalda ajustada. El loco diseño en zigzag blanco y negro le quedaba de maravilla a su figura pequeña. Me encogí de solo imaginarme en esa falda. No era una visión agradable. Yo no era una espiga de metro y medio, y cuarenta y siete kilos.

–¿Adónde vas esta noche?

–A Mulvaney’s.

–No es tu territorio habitual.

–Es que ahora Freemont está lleno de mocosos de las fraternidades.

–Creí que eso era lo tuyo.

–Tal vez lo fue el año pasado. Pero ya superé esa etapa. Este año lo mío es… –inclinó la cabeza a un lado para observarse en el espejo de la puerta– bueno, los hombres, supongo. Basta de muchachitos para mí –concluyó con una sonrisa satisfecha–. ¿Quieres venir?

–Mañana tengo clase –respondí, negando con la cabeza.

–Sí, como a las nueve –comentó, fastidiada–. Por favor, yo tengo una a las ocho.

–A la que seguramente no irás.

–El profesor jamás pasa lista –agregó al tiempo que me guiñaba un ojo–. Y alguien me prestará sus apuntes.

Seguramente un desdichado estudiante de primer año que perdía la capacidad del habla cuando Emerson se le acercaba. Que, sin duda, estaría dispuesto a darle un riñón si ella se lo pedía.

Georgia entró en el dormitorio, envuelta en una bata de baño, sosteniendo un neceser con artículos de tocador.

–Hola, Pepper –me saludó–. ¿Vienes con nosotras esta noche?

Mi mano quedó a mitad de camino entre la bolsa de palomitas y mi boca.

–¿Tú vas, también?

Eso era algo sorprendente. Georgia solía pasar las noches con su novio.

–Así es –asintió–. Harris quiere prepararse para un examen importante que tiene mañana y pensé, ¿por qué no? Mulvaney’s es cool. Mucho mejor que Freemont.

Emerson me echó una mirada que significaba “te lo dije”.

–¿Estás segura de que no quieres venir? –insistió mientras deslizaba un top color turquesa por encima de su cabeza. Muy sexy. Dejaba un hombro al descubierto y era ajustado como una segunda piel. Otra prenda que yo jamás me pondría.

–Dejo las noches salvajes para ustedes.

–Me cuesta imaginarme una noche salvaje si voy con Georgia. Es casi una señora casada desde hace años –dijo Emerson ahogando una carcajada.

–¡No, no lo soy! –Georgia se quitó la toalla húmeda de la cabeza y se la arrojó.

Emerson sonrió divertida y comió un puñado de palomitas que robó de mi bolsa. Lamiéndose la mantequilla de los dedos, me miró y volvió a la carga.

–Tú eres la que tendría que venir.

Deberías venir –la apoyó Georgia–. Estás sola. Vive un poco. Diviértete. Coquetea.

–Está todo bien –me resistí–. Me emocionaré a través de ustedes y sus aventuras.

–Vamos, di la verdad. Es por Hunter –acusó Emerson al tiempo que se ponía de pie frente al espejo y aplicaba crema modeladora a su melena corta y oscura. Acomodó los mechones hasta lograr que quedaran parados en todas direcciones, dando un marco puntiagudo y moderno a su cara redonda. Parecía un duende pícaro.

Me encogí de hombros. No era ningún secreto que mi corazón le pertenecía a Hunter Montgomery. He estado enamorada de él desde los doce.

Reconocí el ringtone que sonó en mi dormitorio. Le di las palomitas a Emerson, crucé la puerta que separaba las dos habitaciones y salté sobre mi cama. Me abalancé sobre el celular y dirigí una mirada fugaz a la pantalla para ver quién llamaba.

–Hola, Lila.

–Oh, Dios mío, Pepper, ¡no vas a creer lo que pasó!

Sonreí al oír la voz de mi mejor amiga. Asistía a una universidad en California, en el otro extremo del país, pero cada vez que hablábamos era como si no hubiera pasado ni un día.

–¿Qué?

–Acabo de hablar con mi hermano...

El corazón me dio un vuelco con la sola mención de Hunter. Todos sabían que moría de amor por él. Aunque parezca una locura, él era uno de los motivos por los que elegí entrar a Dartford. No es que no fuera una gran universidad. Una vocecita en mi mente me recordó que había otras excelentes por allí, pero no le hice caso.

–Paige y él cortaron –agregó Lila.

Apreté con fuerza el teléfono.

–¿De veras? –Hunter conoció a Paige en el segundo año de la universidad y han estado juntos desde entonces. Yo estaba empezando a temer que ella se convirtiera en la futura señora de Montgomery–. ¿Por qué?

–Lo ignoro… algo como que querían salir con otras personas. Me contó que había sido de mutuo acuerdo, pero ¿a quién le importa eso? El asunto es que mi hermano está soltero por primera vez en dos años y es tu oportunidad.

Era mi oportunidad.

Una corriente de emoción recorrió mi cuerpo durante unos segundos antes de esfumarse súbitamente. La reemplazó el pánico. Hunter estaba libre. Por fin. Había estado esperando este momento desde siempre, pero no estaba lista. ¿Cómo lograría que él me viera como algo más que la mejor amiga de su hermana menor? Para él era solo eso. Fin de la historia.

–Uhh, debo irme –anunció Lila en mi oreja–. Tengo ensayo. Más tarde seguimos.

–Sí –asentí moviendo la cabeza como si pudiera verme–. Te llamo después.

Permanecí sentada en la cama, sin moverme, sosteniendo sin fuerza el celular. Las risas de Georgia y Emerson me llegaban desde la habitación contigua mezcladas con Dancing Queen. Esta era una situación crítica. Lo que tanto había soñado se había hecho realidad. Y yo no tenía ni la menor idea de qué hacer.

–Oye, me estoy comiendo todas tus palomitas –irrumpió Emerson empujando la puerta al tiempo que sacudía lo que quedaba frente a mis narices y se dejaba caer en una silla. Al notar mi expresión, su sonrisa se desvaneció–. ¿Ocurre algo malo?

–Cortaron –murmuré mientras golpeteaba nerviosamente mis labios.

–¿Qué? ¿Quiénes?

–Está soltero. Hunter está soltero –negué con la cabeza como si todavía me resultara imposible creer que era cierto.

–¡Georgia, ven aquí! ¡Rápido! –llamó, sorprendida.

Georgia apareció secándose el pelo con la toalla.

–¿Qué está pasando?

–Hunter está disponible –le explicó Emerson.

–¡Júramelo! ¿No más Paige?

Asentí.

–Bueno, esta es tu oportunidad –afirmó Emerson y, de un brinco, se sentó junto a mí–. ¿Qué planes tienes?

Parpadeé e hice un gesto de impotencia.

–No tengo ningún plan –la idea era que él se enamorara de mí. Ese era mi sueño. Así es como pasaría en las novelas románticas. De alguna manera, se suponía que el amor encontraba el camino. No me había puesto a pensar cómo ocurriría. Simplemente sucedería.

–¿Qué debería hacer? –las miré con desaliento–. ¿Subirme al auto e ir hasta allá, golpear a su puerta y declararme?

Georgia giró la cabeza a un lado.

–Mmm... yo creo que no –sentenció.

–Sí, demasiado directo –opinó Emerson como si mi sugerencia hubiera sido seria–. Le falta misterio. A los hombres les gusta ser los cazadores.

Georgia rebuznó.

–Y mira quién lo dice.

–Oye –protestó, ofendida–. Sé cómo jugar a esto. Cuando quiero que sean ellos los que hagan el esfuerzo, lo hacen.

De eso se trataba, justamente. Yo no dominaba el juego. Lo ignoraba todo sobre cómo atraer a un hombre. No coqueteaba. No salía. No me besuqueaba, ni me iba acostando por ahí, como otras chicas.

Hundí la cara en mis manos. ¿Cómo no había pensado en esto antes? Me sería de gran utilidad tener algo de experiencia para conquistar a Hunter. Yo estaba convencida de que era un desastre besando. O por lo menos eso fue lo que dijo Franco Martinelli en décimo grado, después de nuestro manoseo en la cafetería. Si es que un beso y una mano por debajo de mi suéter antes de que se la apartara cuentan como un “manoseo”.

–Es que no sé jugar a este juego –confesé–. ¿Cómo haré para seducir a Hunter? Ni siquiera he besado a un chico desde que terminé la secundaria –dije levantando el dedo índice–. Y fue solo uno. Solo he besado a un chico.

Mis dos compañeras me miraron, impactadas.

–¿Uno solo? –repitió Georgia después de lo que pareció la pausa más larga del mundo.

–Trágico –declaró Emerson sacudiendo la cabeza como si yo les acabara de dar una horrible estadística sobre el hambre en el planeta. Hizo sonar sus dedos y sonrió, satisfecha–. Pero tiene arreglo.

–¿Qué quieres decir? –pregunté frunciendo el ceño.

–Lo único que necesitas es tener un poco de experiencia.

La miré espantada. Tan sencillo, y lo dijo como si nada. Supongo que para ella lo era. Su autoestima era alta y tenía una fila de admiradores.

Mis amigas intercambiaron miradas y asintieron, como si hubieran llegado a un acuerdo sin hablarse.

–Vienes con nosotras esta noche –anunció Georgia.

–Sí. Y te besarás con alguien –decretó Emerson poniéndose de pie. Me observó desde arriba con las manos apoyadas en las caderas–. Alguien guapo, que sepa lo que hace.

–¿Qué? –dije con sorpresa–. Dudo que besar al azar…

–Nada de al azar. Necesitas a un auténtico pro.

–¿Un prostituto? ­–atiné a decir cuando recuperé la voz y pude colocar mi mandíbula en su lugar.

–Ay, no digas tonterías, Pepper –regañó Emerson dándome un empujoncito en el hombro–. ¡No!, me refiero a profesional, alguien que tenga buena reputación. De gran besador. Alguien que, tú sabes… te enseñe el juego previo.

–¿Quién? –la miré con desconfianza.

–Bueno. En realidad lo tenía en la mira para mí, hoy, pero me haré a un lado. Todo sea por una buena causa. Te lo cedo.

–¿Me cedes a quién?

–El que atiende la barra de Mulvaney’s. Annie, la que vive pasillo abajo, se besuqueó con él la semana pasada. Y Carrie también. Dicen que es tan hot que se te derrite la ropa interior de solo verlo.

–Unas chicas de mi clase de filosofía estaban hablando de él, el otro día –añadió Georgia con tono de aprobación.

–¿Y qué? ¿Qué se supone que haga? Hago mi entrada triunfal a Mulvaney’s, me acerco a esta especie de galán y le digo: “Oye, ¿serías tan amable de hacerme ‘el favor’?”.

–No, tonta. Solo tienes que mostrarte disponible. Es hombre. Morderá el anzuelo –sus ojos danzaron–. Y no lo digo solo en sentido figurado.

–Basta –reí lastimosamente al tiempo que la atacaba con un cojín–. No puedo hacer eso.

–Solo acompáñanos, nada más –instó Georgia–. Sin presiones.

Me sorprendió. Un plan disparatado como este se podía esperar de Emerson, pero Georgia era la tranquila. Práctica y conservadora.

–Claro que –intercaló Emerson con un dedo en el aire–, si ves al barman y te gusta lo que ves, podrías saludarlo. No hay nada malo en ello, ¿verdad?

–No. Supongo –concedí, incómoda. Observando a mis dos amigas, sentí cómo me quedaba sin excusas–. Está bien. Iré. Pero no les prometo ligarme a nadie.

Emerson saltó y aplaudió.

–¡Buenísimo! Solo debes prometernos que mantendrás la mente abierta.

Asentí. Ningún problema. Al fin y al cabo, sería una oportunidad para observar cómo interactúan los demás. Los bares eran grandes mercados de carne. Tal vez aprendiera algunas reglas de lo que sí y lo que no se debe hacer. Descubriría a qué respondían los hombres. Seguro que no solamente a las faldas diminutas y los pechos enormes.

Me especializaba en psicología. Analizar la naturaleza humana era lo mío. Esta noche solo haría de cuenta que Mulvaney’s era un espécimen para examinar en el microscopio. Como otros científicos lo hicieron antes que yo, me dedicaría a observar y aprender. Y tal vez incluso llegara a divertirme en el proceso. Después de todo, ¿quién dijo que estudiar tenía que ser aburrido?