“Una descarga frenética y vertiginosa de adrenalina. Lu crea personajes con corazón y determinación, y luego los suelta en un mundo luminoso de infinitas posibilidades”.
Leigh Bardugo, autora de Sombra y hueso
“Warcross es una novela completamente distinta a todo lo que leí hasta ahora. Es inteligente, ingeniosa y romántica y, al mismo tiempo, una explosión de color, acción y velocidad arrolladora. La leí volando: es absolutamente fantástica”.
Sabaa Tahir, autora de Una llama entre cenizas
“Hagan un lugar en sus agendas, porque una vez que comiencen a leer Warcross no podrán dejarlo hasta que lo hayan terminado. Adictivo, cargado de acción y absolutamente atrapante, este libro te conduce a través de una Tokio futurista en una excursión tecnológica de increíbles mundos virtuales. Lleno de peligro, intriga y con una mecánica de juego vibrante, ambientado en un mundo construido con un ojo especialmente observador y detallista, Warcross es el mejor libro que Marie Lu ha escrito hasta el momento”.
Amie Kaufman, coautora de Illuminae
Para ellos, Warcross es mucho más que un juego, es un modo de vida.
La obsesión comenzó hace unos años y ahora los seguidores de Warcross están dispersos por todo el mundo, algunos ansiosos por escapar de la realidad y otros, esperando hacer algún negocio. Emika Chen, una joven hacker, trabaja como cazarrecompensas persiguiendo a los jugadores de Warcross que hacen apuestas ilegales. Pero el mundo de los cazadores es muy competitivo y sobrevivir en él se convierte en una verdadera hazaña. Emika necesita dinero y se arriesga a ingresar ilegalmente al juego inaugural del Campeonato Internacional de Warcross... y, por una falla técnica, termina metiéndose dentro de la acción y convirtiéndose en furor de la noche a la mañana.
Convencida de que la arrestarán, Emika no puede creerlo cuando recibe una llamada de Hideo Tanaka, el creador del juego, con una oferta irresistible: necesita un espía dentro del torneo para desentrañar un problema de seguridad y quiere que ella se encargue. Rápidamente, la envían a Tokio, donde se ve sumergida dentro de un mundo de fama y dinero. Pronto su investigación se vuelve cada vez más oscura y se da cuenta de que la persona que está violando la seguridad del juego puede traerle consecuencias terribles al imperio de Warcross.
Marie Lu es la autora de la saga Los jóvenes de la élite, best seller #1 de The New York Times, así como de la trilogía Legend, un gran éxito de ventas.
Se graduó en la Universidad del Sur de California y comenzó a trabajar como artista en la industria de los videojuegos. Actualmente, es una escritora full time, que dedica su tiempo libre a leer, dibujar, jugar videogames y a quedarse atascada en el tránsito.
Vive en Los Ángeles, California, con un esposo, un chihuahua de raza mixta y dos corgi galés de Pembroke.
Para Kristin y Jen.
Gracias por haber cambiado mi vida y por continuar aquí luego de todos estos años.
No existe una sola persona en el mundo que no haya oído hablar de Hideo Tanaka, el cerebro que inventó Warcross cuando apenas tenía trece años. Una encuesta mundial aparecida hoy brinda una cifra asombrosa: un noventa por ciento de las personas de entre doce y treinta años juega habitualmente o, al menos, una vez por semana. Se espera que el campeonato oficial de Warcross de este año atraiga a más de doscientos millones de espectadores. […]
Corrección:
Una versión anterior de esta historia describió erróneamente a Hideo Tanaka como millonario. En realidad, es multimillonario.
–THE NEW YORK TIMES DIGEST
MANHATTAN
Nueva York, Nueva York
Es un día condenadamente frío para salir de cacería.
Me estremezco, levanto la bufanda para cubrirme más la boca y me quito unos copos de nieve de las pestañas. Luego, deposito con fuerza la bota sobre mi patineta eléctrica. La tabla está vieja y usada, como todo lo que tengo, y asoma el económico plástico plateado por debajo de la desgastada pintura azul. Pero todavía no está muerta y, cuando doy un pisotón con más energía, finalmente responde y me lanza hacia adelante. Me deslizo entre dos hileras de autos, mi cabello brillante y teñido con los colores del arcoíris me azota el rostro.
–¡Ey! –un conductor me grita mientras paso junto a su automóvil con una ágil maniobra. Echo una mirada por encima del hombro y veo que agita el puño hacia mí a través de la ventanilla–. ¡Casi me chocas!
Me doy vuelta y lo ignoro. Normalmente, soy una persona más agradable… o, al menos, le habría gritado una disculpa. Pero al despertar esta mañana, había encontrado un papel amarillo pegado a la puerta del apartamento, las palabras impresas en el tamaño de letra más grande que puedan imaginarse.
TIENE 72 HORAS PARA
PAGAR O DESOCUPAR
EL APARTAMENTO
Traducción: llevo casi tres meses de atraso en el pago de la renta. De modo que, a menos que consiga 3.450 dólares, estaré viviendo en la calle antes de que termine la semana.
Eso le arruina el día a cualquiera.
El viento me hace arder las mejillas. Detrás de la línea de altísimos edificios, el cielo se está poniendo cada vez más gris. En pocas horas, esta nevisca se convertirá en una nevada continua. Las calles están atestadas de autos, hay una estela constante de luces de frenado y cláxones de aquí hasta Times Square. El chillido ocasional del silbato de un agente de tránsito atraviesa el caos. El aire es denso por el olor de los gases de los escapes, y el vapor sale en forma de nube de un conducto de ventilación cercano. Enjambres de personas pululan por las aceras. Es fácil detectar a los estudiantes que vuelven de la escuela, las mochilas y los gruesos auriculares salpicando la multitud.
En realidad, yo debería ser uno de ellos. Este debería haber sido mi primer día en la universidad. Pero comencé a faltar a clases después de que papá murió, y dejé la escuela por completo hace varios años. (Bueno, de acuerdo… técnicamente, me expulsaron. Pero juro que hubiera abandonado de todas maneras. Más temprano que tarde).
Mi mente retorna a la búsqueda, y observo otra vez el teléfono. Dos días atrás, había recibido el siguiente mensaje de texto:
¡ALERTA de la policía de Nueva York!
Orden de captura para
Martin Hamer. Pago: $5.000.
Actualmente, la policía está tan ocupada con el constante aumento del delito en las calles que no tiene tiempo para perseguir a los que cometen delitos menores… Como Martin Hamer, por ejemplo, buscado por apostar en Warcross, robar dinero y, supuestamente, vender drogas para financiar sus apuestas. De modo que, una vez por semana, la poli envía un mensaje como este, con la promesa de pagarle a cualquiera que atrape al delincuente en cuestión.
Ahí entro yo. Soy una cazadora de recompensas, una de tantas en Manhattan, y estoy luchando por capturar a Martin Hamer antes de que otro cazador lo haga.
Quienquiera que haya pasado por momentos difíciles comprenderá el casi constante torrente de números que fluyen por mi mente. La renta mensual en el peor apartamento de Nueva York: $1.150. La comida de un mes: $180. Electricidad e Internet: $150. Cajas de espaguetis, ramen y carne enlatada Spam en la alacena: 4. Y así sucesivamente. Además de todo eso, debo $3.450 de alquiler impago y tengo $6.000 de deuda en la tarjeta de crédito.
La cantidad de dólares que queda en mi cuenta bancaria: $13.
No son las preocupaciones normales de una chica de mi edad. Yo debería estar enloquecida con exámenes, entregando trabajos y despertando temprano.
Pero mi adolescencia no ha sido precisamente normal.
Cinco mil dólares es fácilmente la recompensa más grande en varios meses. Para mí, bien podría ser todo el dinero del mundo. Por lo tanto, durante los dos últimos días, solo me he dedicado a rastrear a este tipo. Este mes, perdí cuatro recompensas seguidas. Si también pierdo esta, estaré en serios problemas.
Los turistas siempre obstruyendo las calles, pienso mientras un desvío me obliga a tomar un camino que lleva directamente a Times Square, donde quedo atrapada detrás de un grupo de bici-taxis que atascan un pasaje peatonal. Me inclino hacia atrás en la patineta, me detengo y comienzo a retroceder lentamente. Mientras me muevo, miro otra vez el teléfono.
Un par de meses atrás, había logrado hackear exitosamente la principal guía telefónica de los jugadores de Warcross en Nueva York, y la había sincronizado con los mapas de mi teléfono. No es difícil, especialmente si uno recuerda que, en el mundo, todos están conectados con todos de alguna manera. Solo lleva mucho tiempo. Te introduces furtivamente en una cuenta, luego te extiendes a las de sus amigos, después a los amigos de sus amigos y, en poco tiempo, puedes rastrear la ubicación de todos los jugadores de la ciudad de Nueva York. Ahora, finalmente, conseguí localizar la posición física de mi objetivo, pero mi teléfono está viejo, roto y usado, y tiene una antiquísima batería que está exhalando sus últimos suspiros. Siempre intenta dormirse para ahorrar energía, y la pantalla está tan oscura que casi no veo nada.
“Despierta”, mascullo mientras miro los píxeles con los ojos entornados.
Finalmente, el pobre teléfono lanza un penoso zumbido y, en el mapa, se actualiza la marca roja de localización.
Me abro camino a través del embotellamiento de taxis y apoyo el talón en la patineta. Protesta un momento, pero luego me lanza deprisa hacia delante, un puntito en medio de la marea de gente que se mueve.
Una vez que llego a Times Square, las pantallas se yerguen sobre mi cabeza y me veo rodeada de un mundo de neón y sonido. Cuando llega la primavera, comienza el campeonato oficial de Warcross con una gran ceremonia, y dos equipos formados por los jugadores de más alto nivel compiten en la primera ronda del Warcross de las estrellas. La ceremonia inaugural de este año se lleva a cabo esta misma noche en Tokio, de manera que hoy, todas las pantallas están al servicio de Warcross, mostrando una frenética transmisión de célebres jugadores, comerciales e imágenes de las jugadas más importantes del año pasado. Al costado de un edificio, pasan el más reciente y desquiciado video musical de Frankie Dena. Va vestida como su avatar de Warcross –una edición limitada de traje y capa brillante con diseño de tela de araña– y baila con un grupo de ejecutivos con trajes color rosa intenso. Debajo de la pantalla, un conjunto de turistas excitados se detiene a tomarse fotos con un tipo vestido con un equipo falso de Warcross.
Otra pantalla muestra a cinco de las superestrellas que compiten en la ceremonia de apertura de los juegos de esta noche: Asher Wing, Kento Park, Jena MacNeil, Max Martin y Penn Wachowski. Estiro el cuello para admirarlos. Están vestidos de pies a cabeza con la ropa más de moda de esta temporada. Miran hacia abajo y me sonríen, las bocas suficientemente grandes como para devorarse la ciudad y, mientras sigo mirando, levantan latas de refrescos y declaran que Coca-Cola es su bebida elegida durante los juegos. Un letrero con texto se desplaza debajo de ellos:
LOS MEJORES JUGADORES DE WARCROSS LLEGAN A TOKIO,
DISPUESTOS A DOMINAR EL MUNDO
Luego, atravieso el cruce de avenidas y me meto por una calle más pequeña. En el teléfono, el puntito rojo de mi objetivo cambia otra vez. Parece que tomó por la Calle 38.
Me deslizo a través de varias manzanas de tráfico antes de llegar a destino, y me detengo en el borde de la acera, junto a un puesto de periódicos. Ahora, el punto rojo flota encima del edificio que se halla frente a mí, justo arriba de la puerta de un café. Jalo de la bufanda y lanzo un suspiro de alivio. Mi respiración forma una nube en el aire gélido.
“Te atrapé”, susurro, permitiéndome sonreír mientras pienso en la recompensa de cinco mil dólares. Me bajo de la patineta, estiro las correas y la lanzo por arriba de mi hombro de tal forma que golpea contra la mochila. Todavía está caliente por el uso, y el calor se cuela a través de mi sudadera. Arqueo la espalda y lo disfruto.
Al pasar frente al puesto de periódicos, echo una mirada a las portadas de las revistas. Tengo la costumbre de fijarme en ellas buscando información acerca de mi persona preferida. Siempre hay algo. Como era de esperar, una de las revistas lo presenta de manera destacada: un joven alto, apoltronado relajadamente en una oficina, vestido con pantalones oscuros y camisa reluciente, las mangas levantadas despreocupadamente hasta los codos, el rostro oscurecido por las sombras. Debajo de él, se encuentra el logo de Henka Games, el estudio que controla Warcross. Me detengo para leer el titular.
HIDEO TANAKA CUMPLE 21
UN VISTAZO EN LA VIDA PRIVADA DEL CREADOR DE WARCROSS
Al ver el nombre de mi ídolo, el corazón me da un vuelco familiar. Es una lástima que no tenga tiempo de detenerme a hojear la revista. Tal vez más tarde. Me marcho a mi pesar, acomodo la mochila y la patineta en los hombros, y me subo la capucha para que me cubra la cabeza. Los escaparates por los que paso reflejan una visión distorsionada de mí: el rostro alargado, los jeans oscuros demasiado estirados, guantes negros, botas gastadas, bufanda roja y descolorida alrededor de mi sudadera negra. Mi cabello del color del arcoíris se desparrama por debajo de la capucha. Intento imaginar a esa chica del reflejo en la tapa de una revista.
No seas estúpida. Aparto el ridículo pensamiento mientras me encamino hacia la entrada del café y concentro la mente en la lista actualizada de las herramientas de mi mochila.
1. Esposas
2. Lanza cable
3. Guantes con puntas de acero
4. Teléfono
5. Muda de ropa
6. Pistola paralizante
7. Libro
En una de mis primeras cacerías, mi objetivo me había vomitado encima después de que le aplicara la pistola paralizante (6). Después de eso, comencé a traer una muda de ropa (5). Dos objetivos consiguieron morderme, de modo que después de darme varias veces la inyección antitetánica, agregué los guantes (3). El lanza cable (2) es para llegar a sitios de difícil acceso y atrapar a personas de difícil acceso. El teléfono (4) es mi asistente de hackeos portátil. Esposas (1) son para… bueno, es obvio.
Y el libro (7) es para cuando la cacería implica mucha espera. Siempre resulta útil un entretenimiento que no consuma batería.
Ingreso al café, absorbo el calor y miro otra vez el teléfono. Los clientes están alineados a lo largo de una barra que exhibe pasteles, esperando que abra alguna de las cuatro cajas automáticas. Estantes llenos de libros decoran las paredes; un diverso surtido de estudiantes y turistas ocupan las mesas. Cuando apunto la cámara del teléfono hacia ellos, puedo ver sus nombres encima de sus cabezas, lo cual implica que ninguno de ellos está configurado como Número Privado. Tal vez mi objetivo no se encuentre en este piso.
Mientras paso delante de los estantes, mi atención se traslada de una mesa a la siguiente. La mayoría de la gente no observa lo que la rodea; pregúntenle a cualquiera cómo estaba vestida la persona sentada en una mesa cercana y lo más probable es que no puedan responder. Pero yo, sí. Puedo enumerar los atuendos y el aspecto de cada una de las personas de la fila del café, puedo decir exactamente cuántas personas hay en cada mesa, describir la forma precisa en la que alguien baja los hombros, a las dos personas sentadas una junto a la otra sin decirse ni una palabra y al sujeto que se cuida de no hacer contacto visual con nadie. Puedo abarcar una escena como un fotógrafo podría abarcar un paisaje: relajo los ojos, analizo toda la escena de una sola vez, busco el punto de interés y tomo una foto mental para recordar todo.
Busco lo que rompe el esquema, el clavo que sobresale.
Mi mirada se posa en un grupo de cuatro muchachos que leen en los sillones. Los observo un momento, a la espera de señales en la conversación o indicios de notas pasadas a mano o por teléfono. Nada.
Mi atención se dirige hacia la escalera que conduce al primer piso. No hay duda de que otros cazadores también se están acercando a este objetivo: tengo que llegar antes que los demás. Mis pasos se apresuran por la escalera.
No hay nadie arriba, o eso parece. Pero luego noto el sonido débil de dos voces en una mesa del rincón más alejado, escondida detrás de un par de estanterías, que hacen que resulte casi imposible distinguirla desde la escalera. Me acerco con paso silencioso y luego espío a través de los estantes.
Hay una mujer sentada a la mesa, la nariz sepultada en un libro. Un hombre está parado junto a ella, arrastrando los pies nerviosamente. Levanto el teléfono. Como era de esperar, ambos están configurados como Números Privados.
Me deslizó hacia el costado de la pared para que no puedan verme y escucho con atención.
–No puedo esperar hasta mañana por la noche –dice el hombre.
–Lo siento –repone la mujer–. Pero no hay mucho que yo pueda hacer. Mi jefe no le dará esa cantidad de dinero sin tomar especiales medidas de seguridad, teniendo en cuenta que la policía tiene orden de arrestarlo.
–Pero usted me lo prometió.
–Y lo siento, señor –la voz de la mujer es serena y cínica, como si ya hubiera repetido lo mismo innumerables veces–. Es la temporada de los juegos. Las autoridades están en alerta máxima.
–Tengo conmigo trescientos mil billetes. ¿Tiene idea de a cuánto podría cambiarlos?
–Sí. Saberlo es mi trabajo –responde la mujer con la voz más seca que escuché en mi vida.
Trescientos mil billetes. Eso es alrededor de doscientos mil dólares al cambio actual. Este sí que es un gran apostador. En Estados Unidos, apostar en Warcross es ilegal; es una de las tantas leyes que aprobó el gobierno recientemente, en un intento desesperado de no quedar detrás de la tecnología y el delito informático. Si ganas una apuesta en un juego de Warcross, ganas créditos llamados billetes. Pero esta es la cuestión: puedes cambiar esos billetes online o llevarlos a un lugar físico y encontrarte con una cajera como esta señora. Le cambias los billetes por dinero de verdad y ella se queda con una parte para su jefe.
–Es mi dinero –insiste el sujeto.
–Tenemos que protegernos. Las medidas especiales de seguridad llevan tiempo. Si regresa mañana por la noche, podremos cambiarle la mitad de los billetes.
–Se lo dije, no puedo esperar hasta mañana por la noche. Tengo que marcharme de la ciudad.
La conversación vuelve a repetirse otra vez. Contengo la respiración mientras escucho. La mujer ha confirmado casi por completo su identidad.
Entrecierro los ojos y mis labios se tuercen hacia arriba en una ávida sonrisita de suficiencia. Este es, exactamente, el momento que justifica una cacería: cuando los fragmentos que fui descubriendo convergen en un punto perfecto, cuando veo a mi objetivo físicamente delante de mí, como una fruta madura para cosechar. Cuando armé el rompecabezas.
Te atrapé.
Mientras la conversación se torna más desesperada, doy dos golpecitos en el teléfono y envió un mensaje de texto a la policía.
Sospechoso bajo custodia.
Obtengo una respuesta casi inmediata.
NYPD EN ALERTA.
Extraigo la pistola de la mochila. Por un instante, se engancha con el borde de la cremallera y produce un levísimo roce.
La conversación se interrumpe. A través de los estantes, tanto el hombre como la mujer alzan la cabeza hacia mí como un ciervo ante los faros de un auto. El hombre ve mi expresión. Tiene el rostro brillante de sudor y el cabello pegado a la frente. Transcurre una fracción de segundo.
Disparo.
Echa a correr, lo pierdo por un pelo. Buenos reflejos. La mujer también sale disparando de la mesa, pero ella no me importa en absoluto. Salgo tras él. Baja corriendo los escalones, de tres en tres, casi se cae y deja desparramados detrás de él su teléfono y un puñado de bolígrafos en la huida. Se precipita hacia la entrada mientras yo llego al piso de abajo. Pegada a sus talones, atravieso violentamente la puerta giratoria de vidrio.
Salimos a la calle. Las personas lanzan gritos de sorpresa mientras el hombre las aparta con fuerza: golpea con rudeza en medio de la espalda a una turista con cámara de fotos. De un movimiento, descuelgo la patineta eléctrica del hombro, la dejo caer, salto sobre ella y descargo el talón con todas mis fuerzas. Emite un silbido agudo y me lanzo hacia delante, deslizándome a toda velocidad por la acera. El hombre mira hacia atrás y ve que me acerco con rapidez. En medio del frenesí y del pánico, gira precipitadamente hacia la izquierda.
Doblo en dirección a él en un ángulo tan cerrado que el borde de la patineta se queja contra el pavimento, dejando una larga línea negra. Apunto la pistola paralizante hacia su espalda y disparo.
El hombre se retuerce y trastabilla. Al instante, intenta levantarse con dificultad, pero lo alcanzo. Me sujeta el tobillo. Me tambaleo y le doy una patada. Tiene los ojos desorbitados, los dientes apretados y la mandíbula tensa, cuando destella la hoja de un cuchillo. Veo su brillo bajo la luz justo a tiempo. Lo aparto de una patada y ruedo por el piso justo antes de que pueda clavármelo en la pierna. Le aferro la chaqueta con las manos. Disparo la pistola paralizante de nuevo, esta vez desde más cerca. Le da de lleno. Su cuerpo se queda rígido y se desploma en la calle, temblando.
Salto sobre él. Presiono la rodilla con fuerza en su espalda mientras él solloza en el suelo. El sonido de las sirenas de la policía dobla la esquina. Un círculo de personas se ha congregado a nuestro alrededor, los teléfonos y las gafas ya están afuera, grabando lo que ocurre.
–No hice nada –gimotea una y otra vez a través de la mandíbula apretada. Su voz brota confusa por la fuerza con la que lo presiono contra el suelo–. La mujer que estaba adentro… puedo darles su nombre…
–Cierra la boca –lo interrumpo mientras deslizo las esposas en su muñeca.
Para mi sorpresa, lo hace. No es común que escuchen y hagan caso. No aflojo hasta que un auto de policía se detiene, y veo luces rojas y azules destellando contra la pared. Recién entonces me levanto y me alejo, asegurándome de estirar las manos hacia delante, para que los policías las vean claramente. Un cosquilleo me recorre la piel por el ajetreo de una cacería exitosa, mientras observo a los dos policías que levantan al hombre bruscamente.
¡Cinco mil dólares! ¿Cuándo fue la última vez que tuve siquiera la mitad de esa suma toda junta? Nunca. Podré estar menos desesperada durante un tiempo, cancelaré la deuda de la renta, lo cual debería calmar a mi arrendador por el momento. Luego me quedarán $1.550. Una fortuna. Mi mente repasa mis otras deudas. Tal vez, esta noche pueda comer algo que no sean fideos instantáneos.
Quiero dar un salto de triunfo en el aire. Estaré bien, hasta la próxima cacería.
Me toma un momento darme cuenta de que los policías, un hombre y una mujer, se están alejando con el nuevo prisionero sin siquiera dar un vistazo en mi dirección. Mi sonrisa flaquea.
–¡Ey, oficial! –grito mientras corro hacia la mujer, que se encuentra más cerca–. ¿Me llevan a la estación de policía para recibir el pago, o qué? ¿Nos encontramos allá?
La agente me echa una mirada que no parece congeniar con el hecho de que acabo de atrapar a un delincuente en lugar de ellos. Se la ve exasperada, y los círculos oscuros debajo de sus ojos me dicen que no ha descansado mucho.
–No fuiste la primera –dice.
Me sobresalto y parpadeo.
–¿Qué? –pregunto.
–Otro cazador dio la alerta antes que tú.
Por un instante, lo único que puedo hacer es observarla.
Luego escupo una maldición.
–Esa es una grandísima estupidez. Tú viste cómo sucedió todo. ¡Ustedes confirmaron mi alerta! –levanto el teléfono para que la policía pueda ver el mensaje de texto que recibí. Como no podía ser de otra manera, en ese momento la batería finalmente se agota.
Tampoco es que la prueba hubiera cambiado nada: la mujer ni siquiera le echa un vistazo al teléfono.
–Era solo una respuesta automática. Según mis mensajes, recibí el primer aviso de otro cazador que se encontraba en el lugar. La recompensa va para el primero, sin excepción –dice y se encoge de hombros con expresión compasiva.
Ese es el tecnicismo más tonto que escuché en toda mi vida.
–¡Al diablo con eso! –me quejo–. ¿Quién es el otro cazador? ¿Sam? ¿Jamie? Ellos son los únicos que recorren este territorio –agito las manos en el aire–. ¿Sabes algo? Estás mintiendo: no hay otro cazador. Simplemente no quieren desembolsar el dinero –se aleja y yo la sigo–. Les ahorré el trabajo sucio. Ese es el trato, ese es el motivo por el cual cualquier cazarrecompensas persigue a personas que ustedes no atrapan por ser demasiado holgazanes. Me deben este y…
El compañero de la agente me toma del brazo y me empuja con tanta fuerza que casi me caigo.
–Retrocede –dice con un gruñido–. Emika Chen, ¿verdad? –la otra mano aprieta con fuerza la funda de su pistola–. Sí, te recuerdo.
No estoy dispuesta a discutir con un arma cargada.
–De acuerdo, de acuerdo –me obligo a dar un paso hacia atrás y alzo las manos en el aire–. Ya me voy, ¿ok? Me estoy yendo.
–Sé que todavía tienes que cumplir un tiempo en prisión, niña –me echa una mirada fulminante, los ojos duros y brillantes, antes de reunirse con su compañera–. No me obligues a lastimarte otra vez.
Escucho la radio de la patrulla, que los convoca hacia otra escena del crimen. Se amortigua el ruido a mi alrededor y la imagen en mi mente de los cinco mil dólares comienza a desdibujarse, hasta que finalmente se transforma en algo que ya no reconozco. En un lapso de treinta segundos, mi victoria cayó en las manos de otro.