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Nunca me había sentido tan fuera de control,

tan violento.

Mi lado oscuro tenía una desesperación perturbadora.

Estaba decidido a mantenerme con vida... a toda costa.

Jamás me había imaginado capaz de hacer algunas de las cosas que había hecho en los últimos meses.

Todos somos peligrosos.

Sin quererlo lastimamos a los demás todo el tiempo.

 

 

“La mezcla perfecta de todo lo que me encanta en una historia. ¡Espero que pronto llegue la secuela!”

—JAMES DASHNER, autor del bestseller de New York Times THE MAZE RUNNER

 

 

Sus ojos le salvaron la vida. Sus sueños liberaron su lado oscuro.

 

Después de cuatro años sin poder dormir, el estudiante y deportista Parker Chipp ya no puede soportar mucho más. Cada noche, en lugar de descansar, entra a los sueños de la última persona con quien hizo contacto visual, y nunca tiene paz.

Si no logra dormir pronto, morirá. Aunque es posible que antes actúe como un desquiciado y hasta cometa algún asesinato…

Hasta que conoce a Mia. Sus sueños, serenos y de una simplicidad bella, le permiten un descanso que le resulta absolutamente adictivo. Pero lo que empieza como un encuentro casual se convierte en una obsesión; el deseo furioso de Parker de conseguir lo que necesita lo lleva a extremos a los que nunca pensó llegar.

Y cuando alguien empieza a aterrorizar a Mia con unas perversas amenazas de muerte, los lapsos que se borran de su mente lo hacen dudar de su propia inocencia.

¿Será que la Oscuridad ha triunfado y Parker es el responsable de los crímenes cometidos a su alrededor?

Una historia de supervivencia psicológica para valorar el sueño, aunque paradójicamente, no nos dejará dormir en paz…

 

 

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Para Ande, Cameron y Parker. Gracias por hacer realidad todos mis mejores sueños.

 

Uno

Hacía más de cuatro años que no dormía realmente, y tenía la sospecha de que eso estaba matándome.

Esa noche, buscar a alguien que no fuera el señor Flint para hacer contacto visual antes de acostarme me pareció más trabajo de lo que valía la pena. Además, era un hombre mayor como cualquiera, el conserje de la biblioteca de Oakville. Ya había visto los sueños de hombres como él. Lo más interesante solía ser la nueva podadora de césped que estaban usando.

Sin embargo, apenas empezó su sueño, me di cuenta de lo equivocado que estaba. Aquel hombre no se parecía en nada a los demás.

Había una mujer tendida en una cama, con un brazo delgado sobre los ojos y los jeans deshilachados en las botamangas por arrastrarlos al caminar. Tenía una camiseta blanca sin mangas levantada en un costado, con lo cual se le veía el abdomen. Me pareció que estaba bastante buena hasta que le vi las arrugas en torno a la boca, el anillo en el dedo y los mechones canosos que asomaban. Maldije por lo bajo; los sueños eróticos con mujeres de la edad de mi madre no eran lo mío.

Por un momento, la escena se congeló ante mí y miré alrededor. Las paredes eran de un verde claro, y en las sábanas había florcitas rosadas y azules. Oí los truenos antes de que el olor a madera húmeda y perfume me invadiera la nariz. Cada efecto sensorial me llegaba como una ola que rompía sobre mí.

La lluvia entraba por la ventana abierta y formaba un charquito sobre la cómoda de cedro. Las pesadas cortinas verdes crujían mientras daban marco a la oscuridad exterior.

Sabía que pronto vería al señor Flint. El soñador siempre aparecía último, como si el cerebro tuviera que armar la escena antes de colocar en ella al protagonista. Me había llevado mucho tiempo darme cuenta del funcionamiento básico de los sueños. Aunque nunca lo terminaría de entender. Lo había intentado durante varios meses, hasta que comprendí que los soñadores no podían verme. Aunque me parara justo delante de ellos y les gritara a todo volumen, nunca sabían que yo estaba allí.

Era un tanto irónico que yo supiera tanto sobre los sueños de otros, tomando en cuenta que nunca dormía. Bueno, mi cuerpo dormía, pero mi cerebro... no tanto. El mundo de mis sueños ya no era mío. Era prohibido y lejano. Yo solo era el tipo que observaba, un observador pasivo en las mentes de otros, que veía lo mismo que ellos y sentía lo que ellos sentían. Conocía sus sueños como a mi propia piel.

Una cosa que había aprendido rápidamente era que todos los sueños tenían capas. Como si el cerebro se aburriera demasiado construyendo un solo sueño por vez. Siempre ocurría algo más bajo la superficie. Mi cerebro solía ubicarme en la capa más cercana a la realidad. Al menos, eso suponía yo. No estaba seguro, pero era la única explicación que se me ocurría de por qué a menudo veía fantasías y recuerdos en lugar de la alternativa. Seguía viendo las cosas raras, pero con menos frecuencia. A juzgar por la falta de duendes o muebles parlantes a mi alrededor, este sueño era una demostración más de eso. No percibía el trasfondo, las metáforas; percibía lo real.

Oí otro trueno y suspiré, esperando a que él apareciera. Ya me daba cuenta de que el sueño del señor Flint era un recuerdo, y solo quería que terminara. No me gustaba observar recuerdos. Me parecía una intrusión mayor aún que observar fantasías. En un recuerdo, todo estaba claro como el cristal, con muy poco de la bruma que pendía literalmente sobre otros sueños que veía. Después de años de observaciones, sabía que aquel grado de enfoque, de detalles, solo podía significar una cosa. Aquello no era una creación de la mente del señor Flint: era su vida. El análisis retorcido que su cerebro hacía de su pasado hizo que el aire se espesara a mi alrededor, como si un millón de observaciones se dieran a la vez.

Y entonces lo vi, en la puerta, mirándola. Cuando me llegaron sus emociones, me aplastaron, me dejaron sin aire. Las pasiones ardientes y desesperadas del conserje me llegaron en una oleada tras otra de tristeza, ira y traición. Cada una me golpeó más fuerte que la anterior, hasta que el dolor las eclipsó a todas, insoportable pero constante. Ahora la vida era dolor. Ya no quedaba esperanza. El dolor ahogó la esperanza junto con todo lo que sugería momentos más felices.

Me agaché, sosteniéndome el costado y jadeando. Sabía que no podía hacer otra cosa.

La habitación se cargó de una energía inexplicable a medida que el dolor físico se disipaba a la sombra de otras emociones más funestas: el odio, combinado con adrenalina que aceleraba la sangre, se convirtió en la rabia más pura que había sentido jamás.

Clavé los dedos en el suelo cuando la furia del señor Flint me desgarró. Me abrumó su necesidad de destruir, de hacer sufrir a alguien como sufría él.

Cuando se acercó a la cama, hubo un destello en su mano. Entorné los ojos para ver mejor. Traía un abrecartas plateado con mango azul marino. Combinado con la expresión sombría y concentrada de su rostro, yo nunca había visto un arma de aspecto más letal.

Me resistí a sus emociones y traté de moverme, de esconderme de lo que sabía que vendría, pero fue en vano. No podía salir de allí. Podía cerrar los ojos, pero las emociones del soñador eran lo peor y no podía esconderme de ellas. Si no veía lo que ocurría, mi mente completaba los espacios en blanco. Con demasiada frecuencia, las imágenes perturbadoras que se me ocurrían eran mucho peores que la pesadilla de la que no podía salir.

Le sostuvo una almohada sobre la cabeza mientras la apuñalaba tres veces con el abrecartas a través de la camiseta. Los gritos sofocados de la mujer rasgaron el aire. Mezclados con los gruñidos de él, su muerte creó una melodía horrenda hasta que todos los sonidos se fueron reduciendo a un susurro apagado. La súbita quietud me engulló. Mientras me esforzaba por controlar mi respiración, la sangre de la mujer se derramaba sobre las sábanas floreadas desde el triángulo de heridas, a través de la camiseta. Me dolía la cabeza y mi corazón latía con fuerza.

La furia del hombre cesó tan abruptamente como había empezado, y solo quedó la desesperación. Pude sentir cuánto la odiaba, cuánto se odiaba a sí mismo. Su absoluta certeza de que ya no valía la pena vivir cayó de lleno sobre mis hombros y me estremecí bajo su peso. El señor Flint tomó las manos de ella en las suyas y sollozó. Le quitó del dedo la sortija de oro y se la llevó a los labios. De su cuerpo brotaron unos gemidos desgarradores que nos llenaron a ambos de aflicción y casi no nos dejaban respirar.

Me horrorizó sentir pena por él, a pesar de que era imposible no hacerlo pues yo sentía sus emociones. El sueño sería un recuerdo, pero mientras tanto el señor Flint estaba dormido, suspendido en ese lugar donde se desdibujan los límites entre el bien y el mal... En cambio, yo no. Me asqueaba sentir pena por un asesino, pero no importaba. La lástima que él sentía por sí mismo me envolvió, más fuerte que mi propia repulsión.

Mi mirada osciló entre él y la mujer, su esposa. No era el mismo hombre que al comienzo del sueño. Algo había cambiado, tan fuerte que pude sentirlo. Ahora era un asesino. Jamás volvería a ser la misma persona. De eso no se volvía.

Él era un reflejo de mi capacidad... mi maldición. Habiendo visto aquello, yo tampoco volvería a ser el mismo.

 

* * *

 

Desperté tosiendo, con el cuerpo bañado en sudor. Acurrucado, me rodeé las rodillas con un brazo y traté de recuperar el aire. ¿Por qué tuve que elegirlo a él? ¿Por qué a un asesino?

Era horrible ser un Observador, especialmente cuando todos los que me rodeaban eran Soñadores. No sabía si había otros como yo, pero sabía que, fuera quien fuese el último Soñador, no podía librarme de él. Por más que quisiera evitarlo, me quedaba con esa persona toda la noche.

Un fuerte golpe resonó en mi puerta. Me levanté de la cama.

–Es fin de semana, mamá.

La voz me salió ronca y exhausta. Caminé tambaleándome hasta el baño, inhalando profundamente y obligándome a no pensar en el sueño del señor Flint.

Inhalar y exhalar.

Inhalar y exhalar.

–Es casi mediodía, majestad –me gritó desde la cocina.

Me detuve en mitad del pasillo y me froté los ojos.

–Son casi las once. Deja de exagerar o voy a tener que contratar a otra empleada doméstica.

–Sí, sí –masculló mamá.

Contuve el deseo de contarle, a ella o a cualquiera, lo que había visto. Por más que me habría gustado ir a la policía y denunciar que había visto en un sueño al señor Flint asesinar a su esposa, sabía que nadie me creería, y el hospital psiquiátrico no era un sitio ideal para pasar el fin de semana.

Tomé el periódico, que estaba en la mesa del vestíbulo, y lo llevé al baño. El frío de las baldosas me estremecía los pies mientras pasaba las páginas. Allí estaba:

Donna Marie Flint, nacida el 9 de mayo de 1971, falleció la semana pasada en lo que parece haber sido un intento fallido de asalto en su domicilio. Sus familiares y amigos pueden ofrecer sus condolencias el martes en la casa funeraria Oakville.

En un par de días.

No hacía mucho tiempo que había muerto la señora Flint, pero aun así era demasiado tarde para salvarla. No había nada que yo pudiera hacer, nada que hubiera podido hacer. La policía se equivocaba con la hipótesis del robo, pero a la larga descubriría la verdad sin mi ayuda. Tenía que creer eso.

En un instante de morbosidad, me pregunté: si yo estaba en lo cierto con respecto a lo que iba a pasar y esa maldición estaba matándome de a poco, ¿qué diría mi necrología? Parker Daniel Chipp, dieciséis años, alumno de la Escuela Secundaria de Oakville, murió por falta de sueño. ¿O acaso pondrían algo tan poco convincente como de muerte natural? De cualquier manera, sonaba lastimoso.

Entré a la ducha y giré los grifos hasta que el agua salió tan helada que parecía como si mil fragmentos de vidrio se me clavaran en la piel. En general, era la única manera de mantenerme despierto. El agua corría formando arroyuelos diminutos en mi piel, llevándose las imágenes del sueño. Las duchas calientes habían quedado en el pasado. Después de restregarme el cuerpo hasta hacerme doler, cerré el grifo.

Me envolví con una toalla a la cintura, tratando de concentrarme en algunos sueños más felices que había visto. Los sueños ajenos ocupaban una parte tan grande de mi vida (y de mi cerebro) que no fue difícil hurgar en la pila y encontrar uno diferente. Cada sueño era único e igualmente agotador.

Las capas de los sueños solían ser lo más difícil. A veces me dejaban una jaqueca que me duraba varias horas después de despertarme. Era como si el subconsciente del Soñador hubiese estirado su músculo imaginativo y quisiera abarcar lo más posible, solo para torturarme o algo así. A veces las otras capas de fondo eran como una bruma, que pendía sobre la capa principal del sueño como una cortina transparente. Raras veces, los sueños se componían de lo que parecían capas físicas, algunas más basadas en la realidad, otras más excéntricas que la alucinación preferida de un adicto al LSD, apiladas una encima de otra, y el Soñador rebotaba entre ellas como una pelota de ping-pong, como si su cerebro no lograra decidir qué sueño tener.

Luego estaba la neblina de pensamiento que atravesaba como volutas los sueños vívidos de recuerdos. Si te quedabas entre esa especie de vapor plateado, podías oír al cerebro del Soñador pensando, reviviendo, decidiendo. Las palabras y los pensamientos se entremezclaban y se entreveraban tanto que, al cabo de pocos segundos, te hacían dar vuelta la cabeza. Después de mi primera experiencia con la neblina, la evitaba con esmero.

Lo peor era cuando las otras capas eran tan borrosas que parecían ruido de fondo, como si tuviera un millón de abejas zumbando a mi alrededor. Después de observar uno de esos, siempre tenía una terrible jaqueca al día siguiente, de las que no se curaban con ningún analgésico.

Respiré hondo y traté de concentrarme en la tarea que me ocupaba. Mientras me secaba la cara, llegué a palpar las ojeras profundas, como si llevaran allí tanto tiempo que me hubiesen dejado huecos bajo los ojos. Me estremecí, me aparté de la frente el cabello negro despeinado y traté de ver si mi aspecto estaba peor que el día anterior. Mis ojos celestes me devolvieron la mirada. Sí, estaba horrible. Pero ¿acaso podía hacer algo? No.

Me puse unos jeans y una sudadera, y me dirigí a la cocina. Olía a cítricos y bayas. Frutas frescas: el desayuno preferido de mamá. Cuando pasé, levantó la vista con una gran sonrisa, pero se le borró cuando sus ojos se toparon con los míos. Sabía lo que estaba pensando. Su preocupación constante era la razón por la que solo observaba sus sueños cuando no me quedaba otra opción.

–¿Dormiste bien?

–Claro –asentí y aparté la mirada para no ver su expresión preocupada.

Mamá se puso delante de mí y colocó el dorso de una mano en mi frente. Con un suspiro, la bajó y torció los labios hacia un costado.

–Bueno, no tienes fiebre...

La tomé por los hombros, sonreí y la miré a los ojos. A esa hora tan temprana, no importaba con quién hiciera contacto visual. Por ahora, estaba a salvo.

–Es porque estoy bien.

Mamá puso su puño bajo el mentón y lo movió hacia adelante y atrás, mientras me observaba buscar en la cocina algo para comer. Ya conocía ese movimiento. La había visto tantas veces mirar así a papá, antes de que se marchara, que era imposible olvidarlo.

El primer año que él faltó, mamá estaba tan alterada que se dedicaba de lleno a su trabajo. Siempre me daba de comer y se ocupaba de mí, pero nunca se daba cuenta de lo cansado que estaba. Eso había sido más de tres años atrás. Todavía extrañaba aquellos días. Cuando ella no estaba, yo no necesitaba fingir normalidad.

Corté una manzana con el cuchillo más grande que encontré y contuve la mezcla de frustración y resentimiento que me invadía cada vez que pensaba en papá. Ya tenía suficientes problemas para tener que soportar los que él había dejado.

Levanté la vista, preparado para manejarme con mamá como lo hacía siempre: distrayéndola.

–¿Hoy tienes algún compromiso?

Tomó su celular, que estaba sobre la mesada, y revisó el calendario.

–Esta tarde tengo que mostrar un par de casas, y luego otras. Puede que vuelva un poco tarde. ¿Estarás bien solo?

–Sí. Probablemente haga algo con Finn.

–¿Eso es todo? ¿No viene nadie más? ¿Solo Finn? –me preguntó, observándome la cara con los ojos entornados. Una vez más, no me creía.

Me llevé a la boca una rebanada de manzana y caminé hasta la ventana. Era necesario terminar aquella conversación.

–Sí, solo Finn –respondí, masticando.

Ella asintió y volvió a su teléfono.

Fui a mi cuarto y me puse el calzado deportivo. De no haber sabi-do lo contrario, habría pensado que era de plomo. Últimamente, la gravedad era mi enemiga. Cada mañana me pesaban más los brazos y las piernas, y hasta los párpados. Me asombraba cuando la balanza marcaba el mismo peso, o un poco menos que la semana anterior. Cada vez que me subía a ella, estaba seguro de que mi cabeza sola debía de pesar un par de kilos más. Cada día me costaba más mantenerla erguida.

El mes anterior, al cumplir dieciséis años, había agotado mi última idea. Todas las tardes durante dos semanas, me detenía en una gasolinera camino a casa, y allí hacía contacto visual con el tipo que trabajaba en el turno noche, con la esperanza de poder dormir si mi Soñador pasaba toda la noche despierto. Pero luego, cuando dormía, no lo hacía de verdad. Observar sueños era como quedarse despierto todo el tiempo mirando películas que cautivaban todos los sentidos, y dormir mientras mi Soñador estaba despierto era como quedarse despierto mirando la estática en un televisor sin sonido. Me daba paz hasta cierto punto, pero aun así mi cerebro no descansaba. Era solo mi propio vacío personal.

Esas noches me ayudaban a concentrarme un poco más durante el día, pero no mucho. Por eso, cuando mamá empezaba a preocuparse porque yo siempre volvía muy tarde a casa, dejé de hacerlo. De todos modos, empezó a aburrirme aquella nada, noche tras noche; era como estar sentado en mi propia habitación acolchada. La ironía de aquello me hizo sonreír: era prácticamente lo que tanto trataba de evitar.

Había probado todo lo que se me había ocurrido. Hasta intentaba no hacer contacto visual con nadie en todo el día... lo que no es tan fácil como parece. Pero incluso entonces solo veía los sueños de la última persona del día anterior.

Al empujar mi mochila hacia la pared con el pie, noté que el bolsillo más grande estaba abierto a medias y asomaba una esquina de un libro. La recogí y cerré el bolsillo; luego eché una mirada rápida a mi cuarto. Estaba... diferente. Un par de cosas habían cambiado de lugar, pero no era nada obvio. Suspiré. Ella había estado allí otra vez. Seguramente mientras yo me duchaba. Si algo no falta en mi familia, es perseverancia.

Respiré hondo y regresé a la cocina.

–¿Encontraste drogas esta vez?

Mamá no levantó la vista de su celular, pero la vi cerrar los ojos con fuerza antes de responder. Se esforzó tanto por demostrar calma que le tembló la voz.

–No.

–Pero de todos modos vas a volver a revisar la próxima vez, ¿no?

Me senté a la mesa y miré su espalda, enojado. Ya tenía suficientes problemas. ¿Por qué ella tenía la necesidad de agregarme otros?

Se dio vuelta, se apoyó contra la mesada, se cruzó de brazos y dijo:

–¿Qué quieres que piense? No hablas conmigo. Estás bajando de peso... Es que... no te veo bien, querido.

–Buena manera de subirle la autoestima a alguien, mamá.

Me froté los ojos con la mano y miré por la ventana.

–¿Tienes una explicación mejor? –esperó un momento antes de continuar–. Porque, créeme, no quiero encontrar drogas... pero no sé qué más pensar.

–Ya te lo dije –meneé la cabeza y la miré–. No duermo bien.

Mamá bajó el mentón y levantó las cejas.

–Parker, te pasas todo el tiempo durmiendo.

Me recorrió una oleada de ira. ¿Por qué insistía en hablar de eso? De todos modos, nunca me creía lo que le decía. Me puse de pie y me volví hacia el vestíbulo.

–Bueno, entonces será por las drogas.

–Espera, por favor –me tomó por el codo antes de que pudiera salir de la cocina, pero no habló hasta que me volví hacia ella–. Bueno, si tienes problemas para dormir, vamos a ver a un médico. Hoy. El doctor Brown atiende fuera de hora los fines de semana. Iremos a verlo ahora mismo.

–¿Hoy? –pregunté, con el ceño fruncido–. Pero tienes compromisos.

–Los cambiaré. No hay problema. Esto es más importante.

Me recorrió un escalofrío. Había tratado de evitar eso, por temor a que un médico confirmara mis sospechas, o peor, que me llamara loco y me enviara a un manicomio, pero tenía que ser franco. Ya había encontrado toda la información que podía hallar en Internet... y no me gustaban las respuestas que había allí. Era hora. Simplemente tendría que manejarme con inteligencia. No le diría toda la verdad, pero buscaría la manera de que me diera las respuestas que necesitaba.

–De acuerdo, mamá. Si piensas que eso va a ayudarme, iré.

 

Dos

El doctor Brown era el médico de nuestra familia desde que yo podía recordar. Después de varios minutos sentados en su sala de espera, su asistente nos hizo pasar a un consultorio amarillo mostaza con cuadros de peces en las paredes. Ahora que estábamos allí, no podía quedarme quieto. Me senté, tamborileé con los dedos contra mis muslos, me puse de pie, miré los cuadros y volví a sentarme.

Se abrió la puerta y entró el doctor Brown. Siempre había sido superdelgado y serio, y siempre se las ingeniaba para tomar las riendas apenas entraba a una habitación. Le sonrió a mi madre, me estrechó la mano y luego se sentó en su taburete con rueditas.

–Bien, Parker, hacía tiempo que no te veíamos –se inclinó sobre mi historia clínica y lo único que pude ver fueron los cabellos cortos de la coronilla de su cabeza–. Tratándose de un adolescente, eso suele ser bueno. ¿Qué te trae hoy por aquí?

Me crucé de brazos.

–Me cuesta dormir.

–Eso no es todo –acotó mamá. Volví a desear que se hubiera quedado en la sala de espera–. Está bajando de peso.

El doctor me echó un vistazo y volvió a mirar la historia clínica.

–Los adolescentes suelen fluctuar mucho. ¿Sigues jugando al fútbol?

Asentí.

–Puedo darte unas píldoras para dormir, para ayudar a tu cuerpo a recuperar su ritmo, pero no quiero que las tomes por mucho tiempo. Y tienes que comer lo suficiente para compensar el ejercicio –echó un vistazo a su reloj y nuevamente a mi historia clínica.

–Está bien –respondí, intentando no sonar tan frustrado como me sentía. Por supuesto que había probado con somníferos. De los de venta libre, pero aun así, empeoraban mucho el agotamiento. Al día siguiente, estaba tan atontado que apenas podía caminar. Eso no iba a llevarnos a ninguna parte, y no podía preguntarle nada delante de mamá. Qué pérdida de tiempo.

El doctor Brown me miró un momento con los ojos entornados y luego se volvió hacia mamá.

–Hay un formulario nuevo del seguro médico que necesito que llene mientras converso con Parker. Solo para asegurarnos de que no pasa nada más, si los dos están de acuerdo.

Mamá me miró y asentí.

–Sí, estaré bien, mamá. Adelante.

Se puso de pie y siguió al médico a la recepción. Traté de prepararme. Tendría apenas unos minutos a solas con él. Seguramente tenía sus propios motivos para hacer salir a mamá, pero yo necesitaba controlar la conversación.

Cuando volvió a entrar, me entregó un folleto: Las drogas y la mente adolescente. Rezongué y meneé la cabeza.

–No estoy acusándote de nada, pero cuando uno lleva tanto tiempo ejerciendo la medicina, aprende a leer los síntomas –explicó. El doctor Brown tenía ojos bondadosos. Eran solidarios, compasivos... pero eso no cambiaba el hecho de que estaba tan equivocado como todos los demás–. Ya sabes que cualquier droga que pongas en tu organismo puede afectar también tu ritmo de sueño.

Lo miré directo a los ojos.

–Solo a modo de hipótesis, digamos que estoy consumiendo drogas que me impiden dormir.

Las espesas cejas del médico se levantaron. Obviamente no era la respuesta que había esperado.

–¿Qué estás consumiendo?

–Yo no admití nada, y no importa –me incliné hacia adelante y apoyé los codos en las rodillas–. Lo que necesito saber es qué le pasa al cerebro de una persona cuando no duerme.

El doctor Brown meneó la cabeza.

–¿Si no duerme en absoluto?

–Sí.

–Bueno, primero se siente fatigada, irritable, alterada emocionalmente, claro –se encogió de hombros, pero observaba mis reacciones con atención–. Y luego habría temblores cuando el cerebro empezara a experimentar interrupciones en su control del cuerpo. A la larga, el cuerpo caería exhausto y el problema se resolvería por el momento.

Por más cansado que estuviera, yo jamás me derrumbaba y mi cerebro nunca dormía. Yo no era normal. Negué con la cabeza.

–Supongamos que no cayera exhausto. Que, por el motivo que fuera, el cuerpo siguiera adelante. ¿Qué pasaría entonces?

El médico frunció el ceño.

–Eso no es posible sin interferencia externa... y estimulación extrema.

–De acuerdo, con esas cosas, entonces –no sé muy bien en qué momento me puse de pie, pero sus ojos se dilataron al mirarme–. ¿Qué pasaría entonces?

–No entiendo. ¿Por qué me preguntas eso?

Retrocedió un poco con su taburete.

Me acerqué un paso más pero mantuve la voz baja. Necesitaba que me respondiera.

–¿Qué pasaría entonces, doctor?

Frunció el ceño y se puso de pie, pero aun así yo le llevaba unos cinco centímetros.

–La persona se volvería psicótica, experimentaría una serie de síntomas psicológicos peligrosos, y luego... bueno, luego moriría.

Sentí como si me hubiera dado un puñetazo en el vientre. El consultorio empezó a dar vueltas un poco y volví a sentarme. Mis ojos se clavaron en la alfombra que tenía delante. Las investigaciones que había hecho... yo tenía razón. Eran correctas. No quería tener razón.

El doctor Brown se recostó en su taburete y lo acercó más a mí.

–¿Por qué estas preguntas, Parker? No estarás diciendo que tú...

–No –lo interrumpí, y levanté la vista con una sonrisa forzada–. Es para un proyecto científico en el que estoy trabajando para la escuela.

–Ah.

Se quedó mirándome en silencio y me di cuenta de que ahora me dedicaba toda su atención, pero yo ya no la quería. Había ido en busca de una respuesta, y él me la había dado. Solo necesitaba salir de allí sin que tratara de internarme.

Se oyeron unos golpecitos en la puerta y mamá asomó la cabeza.

–¿Terminaron?

Asentí y me puse de pie. Me di cuenta de que todavía tenía en la mano el folleto sobre drogas y lo guardé en el bolsillo, pero mamá alcanzó a verlo. Perfecto.

–Creo que las píldoras me harán bien –dije.

Los hombros de mamá cayeron un poco, y miró brevemente al doctor Brown con ojos penetrantes.

–¿Le parece, doctor?

–Me parece un buen comienzo –frunció el ceño, y luego prosiguió–. Pero quiero examinarlo... por si acaso.

Al cabo de diez minutos de hacerme decir “aaa”, verificar mis reflejos, la dilatación de mis pupilas y escuchar mi respiración y mi corazón, el doctor Brown me entregó una receta de somníferos y una tarjeta de derivación a un psiquiatra. Tenía el ceño fruncido y parecía estar pensando decir algo más, pero se limitó a estrecharme la mano.

–Cuídate, Parker. Estaré aquí si me necesitas.

 

* * *

 

Mamá y yo apenas hablamos en el auto durante el regreso a casa. Mientras conducía, ella gruñía y casi ladraba a los demás conductores. Era obvio que no me creía, o no le creía al doctor Brown. Me puse los auriculares y subí el volumen de la música en mi iPod. Yo tampoco estaba muy contento con los resultados de la visita al médico, y por suerte ninguno de los dos quería hablar de eso.

Apenas llegamos a casa, fui a mi cuarto, cerré la puerta y llamé a Finn.

Atendió al primer timbrazo.

–Hola, amigo, ¿qué hay de nuevo?

–Nada. Necesito salir de aquí.

–Está bien. ¿Hablamos de ir al cine o de un escape del tipo “al sur de la frontera”?

Oí que masticaba algo en el fondo.

–Una película está bien.

–Genial. Paso a buscarte en unos minutos.

Cuando lo oí colgar, guardé el celular en el bolsillo y me senté en la cama. Simulé no oír a mamá, que hablaba en susurros con el doctor Brown por el teléfono de la sala.

–Sí, pero ¿cree que esté consumiendo algo? –pausa–. No, ya sé que no puede asegurarlo. Yo nunca encontré nada en su cuarto –una pausa más larga–. Está bien, le avisaré si empeora. Gracias, doctor.

La voz del doctor Brown, enumerando las etapas de la privación extrema de sueño, seguía rebotando en mi cabeza como una pelota de goma encerrada. Ya había estado temblando mucho, y cada día era peor. Supuse que esos serían los temblores, de modo que lo siguiente era...

Volverme psicótico y morir... volverme psicótico y morir... volverme psicótico y morir...

El miedo se apoderó de mí. Ya no estaba seguro de si realmente era mejor saberlo. Me incorporé y fui hasta mi escritorio. Lo único que podía hacer era estar preparado. Era hora de investigar un poco más.

Abrí un buscador y escribí: Psicosis. Encontró una definición: “La psicosis es una pérdida de contacto con la realidad, que por lo general incluye ideas falsas acerca de lo que está sucediendo o de quién es uno (delirios) y ver u oír cosas que no están (alucinaciones)”.

Se me hizo un nudo en el estómago. Con esa definición de psicosis, la muerte parecía lo mejor que me esperaba. Me aterraban más las alucinaciones y los delirios que lo que vendría después. Lo que más me asustaba era convertirme en uno de esos monstruos que tanto había visto en sueños, no poder seguir mi propio código, mi propia moralidad. O peor: no poder distinguir la realidad de lo que mi mente creara... esa sería la verdadera pesadilla.

Me froté las manos para entibiarlas. Mi futuro parecía frío, aislante. Mi tipo de insomnio sería catalogado por todos como demencia.

Sonó el timbre de la puerta y apreté la tecla de encendido de mi computadora. Metí una mano en el bolsillo y, con la otra, tomé mi chaqueta. Necesitaba apartar mi mente de todo aquello. No podía solucionarlo; al menos, no en ese momento. Finn era la persona perfecta para ayudarme a distraerme. Todo en él decía despreocúpate.

–Voy al cine con Finn –grité en el pasillo–. Vuelvo más tarde.

–Está bien. Cuídate... y no hagas tonterías.

Aun a través de la puerta cerrada de su dormitorio, la voz de mi madre tenía un dejo de decepción.

Salí de la casa a toda velocidad. Apenas vi el rostro de Finn, me vino a la mente el primer sueño suyo que había observado. Memorable, era decididamente memorable: tenía doce años, estaba vestido como Superman y peleaba con una enorme cabeza de brócoli. Los sueños de Finn siempre eran... únicos.

Ni siquiera sus sueños más realistas eran lo que yo consideraría “normales”. Era por eso, principalmente, que me gustaba observar sus sueños más que los de cualquier otro. Los de Finn eran los que más se acercaban a lo que yo pensaba que podrían haber sido mis propios sueños.

Cuando teníamos trece años, le conté que yo observaba los sueños de la gente. Inmediatamente supuso que era una broma y, en lugar de tratar de convencerlo, cambié de tema. De todos modos, probablemente se habría espantado.

Finn estaba apoyado en el pasamanos de hierro forjado de la escalinata de nuestro porche. Al acercarme, percibí el aroma de su desodorante; olía a colonia de viejos. Tenía una camiseta que decía: Haría flexiones, pero me gusta esta camiseta, debajo del texto había una persona dibujada con palitos, sumamente musculosa. Meneé la cabeza. Así era Finn. Todo su guardarropa estaba lleno de cosas por el estilo.

–Qué bueno que trajiste mi auto –me pegué una sonrisa en la cara al tiempo que le quitaba las llaves de la mano.

–¿Acaso tengo la culpa de que mis padres me hayan comprado una porquería de auto que no pasó más de una semana fuera del taller desde que me lo regalaron la primavera pasada? –esbozó una gran sonrisa y las pecas salpicadas en su nariz se destacaron como lunares en una tela a la luz del atardecer.

–Bueno, claramente yo tampoco tengo la culpa.

Finn aferró su camiseta sobre el corazón.

–Lealtad, amigo. ¡Lealtad!

El sol espió por entre las nubes oscuras que cubrían el cielo, y estiré las manos mientras caminaba hacia el auto, para absorber el calor que se iba retirando. Las hojas aún estaban indecisas: la mitad en el suelo, la mitad en los árboles. Me sacudí la sensación de que se parecían demasiado a mí y pisoteé algunas secas que había sobre el césped frente a la casa, disfrutando su fuerte crujido bajo mis pies.

–Al cine primero, ¿no?

Finn bajó saltando los escalones que faltaban y se apuró para alcanzarme.

–¿Primero? ¿Vamos a hacer otra cosa después?

Me encogí de hombros.

–Tengo que comprar calzado de fútbol nuevo para ablandarlo antes de que empiece la nueva temporada.

–Mientras lleguemos a ver esa peli vieja de Kung Fu, no me importa qué más hagamos. Además, a ver si esos botines te ayudan a jugar mejor. Estoy cansado de bloquear todos los goles cuando los contrarios te roban la pelota –se encogió de hombros y se sentó del lado del acompañante.

–Si tú bloquearas más pelotas, yo no tendría que tratar de hacer goles.

Finn subió el volumen de la radio e hizo como si no me oyera.