A todos los que han llegado hasta aquí,
esta historia es para ustedes.
Vivan para siempre.
En alguna parte del desierto más inmenso de la Tierra, a miles de kilómetros al sur del mar Mediterráneo y a la misma distancia al oeste del mar Rojo, se alzaba una línea de acantilados de pura arenisca. En lo alto de aquella escarpadura, sobre el cielo nocturno, flotaba un enorme estandarte de llamas brillantes, cuya luz proyectaba un resplandor anaranjado hasta kilómetros de distancia sobre las dunas que lo rodeaban.
Debajo del fénix de guerra, el aire parecía levemente distorsionado debido a la presencia de un domo campana, el cual mantenía una fuerza oponente encerrada dentro con firmeza cuando se utilizaba en la guerra.
El domo campana había sido colocado en su lugar por Atlantis, el imperio más poderoso que ha existido jamás en el mundo mágico, liderado por el Bane, el mago vivo más poderoso y temido de todos. Atrapado debajo del domo, había un ejército de cientos de rebeldes que no tenían uniformes elegantes o corceles que escupían fuego, solo prendas del desierto y alfombras voladoras. Algunos rebeldes vestían turbantes y kufiyyas; otros, quienes habían sido despertados en medio del sueño y se habían vestido a toda prisa, tenían la cabeza descubierta.
Entre este grupo diverso de luchadores de la resistencia, sin parecer en absoluto fuera de lugar, estaban las presas del Bane: Su Alteza Serenísima el príncipe Titus VII, Amo del Dominio, y la señorita Iolanthe Seabourne, la maga elemental más poderosa de su tiempo.
Desde el día en que Iolanthe invocó por primera vez un rayo, los agentes de Atlantis la habían perseguido. Pero no fue hasta recientemente que descubrió la razón simple, pero grotesca que explicaba por qué el Bane la quería: para realizar un ritual de magia sacrificadora que prolongaría su vida y lo mantendría en el poder.
Rodeados ahora, ella luchaba por su vida. Pero en ese mismo instante, no pensaba en ella misma… no del todo, en cualquier caso. Su mirada estaba sobre el chico con quien compartía su alfombra voladora, el que le sostenía la mano con firmeza.
A veces, a ella le sorprendía que lo hubiera conocido hacía apenas seis meses: parecía que habían pasado juntos toda una vida, ambos huyendo y enfrentando el peligro. Por poco no podía recordar un tiempo anterior a que la hubieran lanzado dentro de aquel vórtice del destino, antes de que hubiera decidido que su ambición en la vida era terminar el reinado tiránico del Bane.
Los ojos del muchacho se encontraron con los de ella. Estaba asustado; lo sabía porque él no ocultaba su miedo delante de ella, pero más allá del temor había una voluntad inquebrantable. Él se había preparado toda su vida para esforzarse, arriesgarse y hacer el último sacrificio.
Ella apretó la mano del chico. Sobreviviremos a esto.
En la otra mano, ella sujetaba a Validus, la varita espada que una vez había pertenecido a Titus, el Grande, unificador del Dominio. Alzó la varita en alto. Instantáneamente, unos arcos blancos de electricidad surcaron el cielo plagado de estrellas. La había asombrado al principio –y aún lo hacía– que se le hubiera otorgado semejante poder a un simple mortal. Un rayo cayó hacia el desierto, parecía el tronco de un árbol brillante que crecía de arriba hacia abajo. Mientras atravesaba el fénix de guerra, el inmenso estandarte resplandeció y se expandió.
La resolución brotó en sus venas. El chisporroteo eléctrico era una marea en alza en su sangre. Y un latido salvaje en su corazón: ya no más fingir, no más correr, solo energía contra energía, poder contra poder.
Con un crujido prácticamente inaudible, su rayo crepitó contra un escudo que habían colocado fuera del domo campana.
Alaridos de consternación surgieron alrededor de ella y ahogaron su propio grito ahogado. Maldijo y llamó de nuevo a los elementos. Docenas de rayos golpearon el escudo, como miles de agujas brillantes acribillando un alfiletero, o los fuegos artificiales enloquecidos de la celebración de un año nuevo.
El escudo resistió.
Un silencio ensordecedor resonó en su cabeza.
–No es posible sorprender a Atlantis dos veces –dijo Titus, con mucha más calma de la que ella sentía.
Horas antes –tanto había sucedido desde entonces que parecía que hubieran pasado semanas, quizás incluso meses– habían descubierto el escondite de ambos y unos jinetes a guiverno los habían rodeado. Iolanthe, sin poder aún acceder a sus recuerdos, había decidido que no haría daño intentar ver si la escritura oculta en la tira de su bolso, en especial la frase “El día que nos conocimos, cayó un rayo”, había sido literal. Luego, ella había invocado un rayo que incapacitó a los jinetes y que les había permitido a Titus y a ella escapar hacia una seguridad temporaria.
Pero esta vez, Atlantis había venido preparado. Esta vez, su dominio del rayo no le serviría.
Como si fuera para enfatizar la ventaja de Atlantis, el batallón de guivernos rugió en masa, un clamor que hizo temblar los pulmones de la chica contra sus costillas. Los guivernos habían planeado en una formación cerrada, pero ahora dos puntas, como una pinza, avanzaban en una masa de reptiles oscuros, tropas de guivernos que se aproximaban para encerrar a los rebeldes en el centro.
El aire generado por sus alas hacía que la alfombra debajo de Iolanthe se tambaleara, como una balsa en un mar cada vez más agitado. El calor del aliento de las bestias, incluso desde lejos, rozaba su piel. Y a pesar de que no podía olerlos a través de la máscara que llevaba puesta por consejo de los rebeldes, sus fosas nasales sentían que ardían por el hedor a azufre.
Mohandas Kashkari, el compañero de clases de Titus y Iolanthe en el Colegio Eton, se detuvo junto a ellos.
–Necesitamos colocarnos en formación.
Demorada, Iolanthe notó que los rebeldes se habían acomodado en grupos de tres.
–Dos a la ofensiva, uno a la defensiva: ese soy yo –explicó Kashkari rápido mientras ayudaba a Titus y a Iolanthe a subir en alfombras individuales–. Las alfombras que les doy han sido subordinadas a mi mando: yo conduciré el grupo. Asegúrense de no perderme de vista.
Cada alfombra había adoptado forma de L, con una base para pararse, un lateral vertical para sostener al jinete de pie y la parte superior enrollada para crear un apoyabrazos cómodo pero sólido a la altura de la cintura.
–Es mejor luchar de pie –dijo Kashkari.
Iolanthe besó a Titus en la mejilla antes de que Kashkari colocara sus alfombras a la distancia correcta.
–Que la voluntad de los Ángeles te alcen a alturas inimaginables –dijo su amado.
Era una bendición antigua, de una época en la que los poderes de los magos elementales decidían el destino de los reinos. Ella contuvo la respiración. La batalla se libraba a su alrededor; ¿acaso el desenlace también dependería de ella?
–Que la Fortuna te proteja de cualquier enemigo –respondió ella, con la voz algo temblorosa–. A ti también, Kashkari.
–Que la Fortuna nos proteja a todos –la respuesta de Kashkari fue sombría, pero firme–. Y no me pierdan de vista.
La alfombra de Iolanthe saltó hacia la izquierda. Hundió los dedos en el apoyabrazos: no había esperado el movimiento. Ahora comprendía las instrucciones repetitivas de Kashkari: necesitaba mantenerlo a la vista para que alguna parte de su consciencia estuviera pendiente del cambio de peso sutil de su amigo y la preparara para cualquier cambio brusco de dirección o velocidad.
–¿La base tiene alguna estrategia para lidiar con un asedio? –le preguntó Titus a Kashkari, alzando la voz sobre el estruendo generalizado, mientras grupos de rebeldes zigzagueaban por todas partes, intercambiando palabras en una variedad de lenguas.
–No –respondió Kashkari mientras hacía una maniobra que los llevó hacia el centro de la multitud–. Nuestra estrategia, en caso de descubrimiento, siempre ha sido evacuar el personal y los equipos lo más rápido posible: no quedarnos a luchar.
Pero con el domo campana en su lugar, aquella opción favorita había desaparecido. Todos debían permanecer allí y luchar.
–¿Estás bien? –le preguntó Titus a ella–. ¿Tienes sueño?
Menos de tres días atrás, habían recobrado la consciencia en medio del Sahara, sin idea en absoluto de cómo habían llegado allí; lo único que sabían era que no debían caer en las garras de Atlantis. Pero poco después de haber comenzado a escapar descubrieron que habían encerrado a Iolanthe en un círculo de sangre hecho específicamente a su medida. Aunque Titus debilitó el poder del círculo de sangre y a pesar de la ayuda de una dosis triple de panacea y un hechizo suspendetiempo, cruzar el círculo de sangre por poco la mató. La panacea la había conservado prácticamente bajo sedación constante para mantenerla con vida.
–Estoy despierta.
Nunca había estado tan despierta; sus nervios vibraban.
Los rebeldes pasaron a toda velocidad junto a ellos y se entrecruzaron frente a sus ojos. A lo lejos estaban los guivernos, extendidos como la red de un pescador. Y detrás de ellos…
Con todo el caos, no había notado que, a pesar de que un gran número de jinetes a guiverno habían ingresado al domo campana, una cantidad aún mayor permanecía afuera.
La llegada de los aliados era el modo más probable de terminar el asedio… y ella y Titus tenían amigos cerca: había fuerzas del Dominio en el Sahara, conscientes de la presencia del príncipe por el fénix de guerra que había creado dos noches atrás. Pero ¿podrían romper aquella defensa?
–¿Alguien está trabajando en los portales? –preguntó ella con el pecho tenso.
Los portales otorgaban transporte instantáneo a lugares distantes. La base rebelde tenía dos, pero ninguno funcionaba.
–Sí –respondió Kashkari.
No sonaba del todo confiado. Por no mencionar que no sabían si los portales de los rebeldes simplemente habían sufrido un desperfecto técnico o si habían sido manipulados por Atlantis. Una vez que hubieran sido manipulados, era imposible saber dónde terminaría un mago.
La inseguridad de la chica debía verse reflejada en su rostro.
–No te preocupes –dijo Kashkari–. Te protegeremos.
Él la había malinterpretado: ella deseaba poder protegerlos a ellos. Sabía que los rebeldes se habían ofrecido como voluntarios a llevar una vida peligrosa; pero si no fuera por ella, no se estarían enfrentando en ese instante a un ejército letal de guivernos.
–Puedo pelear.
–Y nosotros también. Quizás no tenemos un plan específico de contraataque en caso de asedio, pero hemos entrenado para enfrentar guivernos; tienen debilidades.
Uno podría tener la oportunidad de atacar el estómago blando de un guiverno… si podía durar lo suficiente delante del fuego y la ferocidad de la bestia. Ella tendría esa chance: el Bane la quería con vida y en forma; una maga elemental muerta era inútil para la magia sacrificadora. El príncipe también tendría una oportunidad: probablemente, no valía la pena entrar en guerra con el Dominio solo por la satisfacción de librarse del muchacho, pero el Dominio, a pesar de haber dejado atrás sus días de gloria, aún tenía suficiente voluntad y poder mágico para ser una molestia para Atlantis. Sin mencionar que aquella guerra dejaría a Atlantis vulnerable a otros ataques en otros frentes.
Los guivernos escupieron fuego, un hemisferio enrejado de llamas que avanzaban hacia los rebeldes. Un coro de hechizos sonó. Una pared de escudos detuvo la mayor parte del fuego de los dragones, pero las borlas y los flecos de algunas alfombras se prendieron fuego en algunos sectores. Iolanthe se había acostumbrado a las alfombras voladoras más modernas, las que parecían manteles y cortinas más que tapetes. Pero las que utilizaban en batalla tenían una apariencia más tradicional y eran mucho más gruesas y fuertes que las otras destinadas al camuflaje y eran fáciles de transportar.
Iolanthe le ordenó al fuego de las alfombras que se extinguiera. Los rebeldes de la primera fila ya estaban contraatacando, zambulléndose más abajo para poder apuntar a la parte inferior de los guivernos. Ella esperaba al menos que algunos dragones rugieran de dolor y que batieran las alas frenéticamente.
Pero no hubo reacción alguna. Era como si los rebeldes hubieran soltado pétalos de rosas y dientes de león en vez de hechizos que habrían asesinado elefantes y rinocerontes.
Surgieron unos gritos en idiomas que Iolanthe no podía identificar, y mucho menos comprender.
–Los guivernos están protegidos –interpretó Kashkari–. No con metal, con armaduras de dragón ocultas en sus estómagos.
Los guivernos toleraban las armaduras metálicas, pero no así las de dragón. Nadie sabía si comprendían claramente que les habían amarrado artilugios que habían sido en algún momento partes de los cuerpos de su especie. Pero los guivernos eran lo bastante inteligentes para repeler cualquier cosa hecha con dragón.
Lo cual significaba que les habían dado pociones domesticadoras con antelación, para que no se resistieran a llevar las armaduras. Una poción domesticadora dada antes de una batalla ralentizaba los reflejos normalmente rápidos como la luz de los guivernos. Atlantis debía haber decidido que la protección que les otorgaban las armaduras superaban las desventajas de la poción domesticadora.
–Están preparados para ti –dijo Titus.
Por supuesto. La armadura de metal en contacto con las partes más vulnerables de los guivernos los hubiera puesto en peligro al enfrentar a un mago que domina el fuego. En cambio, la armadura de dragón era inmune al fuego ordinario.
Pero no era inmune al fuego de dragón.
Ella apuntó la varita y desvió una llamarada de fuego de dragón hacia el guiverno que la había escupido. El jinete inclinó bruscamente el animal hacia un lado para evitar el chorro de llamas. Iolanthe reunió los fogonazos de dos bestias cercanas, formó dos bolas de fuego con ellos, los lanzó hacia el mismo guiverno, y por poco no golpea el borde de un ala.
Un ruido similar a miles de garras filosas arañando miles de ventanas penetró en sus tímpanos. De inmediato, la noche se hizo más oscura. Ella contuvo la respiración durante varios segundos antes de notar que no se trataba de un nuevo acto de hechicería poderosa y temible por parte de Atlantis. Solo que todos los guivernos habían dejado de escupir fuego.
Para que ella no pudiera utilizar su propio fuego contra ellos.
No es posible sorprender a Atlantis dos veces.
Los guivernos sin su fuego a duras penas eran menos letales. El filo de sus garras y la dureza de sus alas solo se comparaban con su inteligencia feroz. Se cernieron sobre los rebeldes, con los dientes y las garras listas.
–No me agrada esto –dijo Titus, sombrío.
–Nunca te agrada nada, cariño –pero a ella no le agradaba más que a él la situación.
Los guivernos avanzaron desde todas las direcciones. Los rebeldes retrocedieron hacia el centro de su formación; y los guivernos los obligaron a retirarse aún más. Los rebeldes se apiñaron más cerca unos de otros.
Todos los guivernos de la primera fila atacaron a la vez. Los rebeldes se dispersaron como un cardumen bombardeado por aves que se zabullían desde el cielo. Kashkari obligó a Titus y Iolanthe a virar bruscamente hacia la izquierda y a subir para salir del camino de un par de guivernos enérgicos. Iolanthe, quien había olvidado de nuevo mantener a Kashkari a la vista, se aferró a su alfombra; el movimiento jaló de su cuello con violencia.
Más guivernos se precipitaron sobre los rebeldes y obligaron a cada escuadrón de tres magos a valerse por sí mismos. Kashkari los hizo girar a la derecha para evitar que los golpeara el ala de uno de los dragones. Iolanthe invocó una esfera de fuego de tres metros de ancho y la lanzó hacia el jinete del guiverno más cercano; el fuego ordinario no podía dañar a los guivernos, pero los jinetes no eran tan invencibles.
El animal desvió la bola de fuego con su ala. Iolanthe invocó otra esfera del doble de diámetro y la lanzó a toda velocidad por encima del jinete.
A pocos metros de la cabeza del jinete, su fuego se extinguió como una vela en un vendaval. Maldijo: había otros magos elementales cerca, interfiriendo.
O al menos eso esperaba: que fueran otros magos elementales, y no el Bane en persona, más poderoso que cualquier otro mago elemental que hubiera existido.
Un trío de guivernos se precipitó hacia ellos. Kashkari viró. Iolanthe sujetó su alfombra; una secuencia de hechizos abandonó sus labios mientras pasaba a toda velocidad junto a un guiverno: pero, lamentablemente, las alas de la bestia bloquearon todos los hechizos.
–¡Desvincula mi alfombra, Kashkari! –gritó Titus–. Lleva a Fairfax a la base.
Su amado nunca le temía a algo sin un motivo. Pero lo único que Iolanthe podía ver era jinetes en guivernos y rebeldes en alfombras dando vueltas. Sin embargo, una fracción de segundo después, resultó evidente que los tres se habían separado del resto de los rebeldes y que habían sido rodeados por guivernos.
Sin pensar, obligó a una masa de arena a elevarse desde el suelo del desierto. Los jinetes usaban gafas protectoras, y las bestias tenían párpados internos duros pero transparentes que hacían que su vista fuera inmune a las partículas voladoras. Aun así, la arena obstruía y entorpecía la visión. Al menos un tornado de arena la haría sentir menos visible, menos expuesta.
Pero el suelo del desierto parecía haberse disuelto en un mar de vidrio. Ni un solo grano de arena saltó en el aire cuando lo ordenó. Los guivernos se acercaban más. Ella invocó corrientes de aire para que los hiciera retroceder. Sin embargo, en cuanto lo hizo sintió la presión de las contracorrientes: los magos elementales de Atlantis la neutralizaban en cada frente.
No estaba sola en su fracaso. Titus y Kashkari intentaban utilizar toda clase de hechizos en vano. Ella no sabía si Kashkari también lo era, pero el príncipe era un veterano de batallas contra dragones… al menos en el Crisol, un libro folclórico de cuentos de hadas que él y Iolanthe usaron como campo de entrenamiento para prepararse para enfrentar situaciones peligrosas. Pero generalmente, en aquellas historias, la cantidad de dragones era menor. Y si era numerosa, como en “La princesa dragón”, al menos la protagonista tenía una posición defensiva firme, como un fuerte en ruinas que aún era poderoso, en vez de alfombras voladoras que no ofrecían protección alguna.
–¿Puedo teletransportarla hasta la base o es una zona anti teletransportación? –Titus le gritó a Kashkari.
–¡Es una zona anti teletransportación!
Titus maldijo.
Esa misma noche más temprano, él había hecho que los dos saltaran al suelo desde una gran altura sin nada que amortiguara su caída más que los poderes que ella tenía sobre el aire, porque él no había querido arriesgarse a teletransportarla: hacerlo tan pronto después de una herida que amenazó su vida podía matarla de inmediato.
¿Realmente estaban quedándose sin opciones?
Una idea incendiaria cobró vida. Ella siempre había invocado al rayo desde el cielo. Pero en la naturaleza, los rayos no se originaban necesariamente desde arriba. A veces, bolas eléctricas surgían de la nada. A veces el rayo viajaba por el suelo hasta las nubes.
¿Podría hacerlo?
Apuntó la varita hacia abajo, sintiéndose tan tonta como cuando intentó por primera vez invocar un rayo desde arriba.
–Rayo.
Nada ocurrió.
Un guiverno particularmente grande se avecinó hacia delante y extendió una garra: la tomaría de la alfombra. La alfombra cayó directo hacia abajo y la bestia no atrapó su cabeza por centímetros.
Dos guivernos más siguieron el ejemplo del primero y la atacaron desde alturas diferentes, así que incluso si ella pudiera caer o subir con su alfombra, no sería capaz de evitar a ambos.
Intentó invocar el rayo otra vez. Nada.
De algún modo, Kashkari los hizo virar de costado, y el talón del guiverno pasó apenas sobre el hombro del príncipe.
–¿Quieres que te teletransporte hasta el suelo? –gritó Titus.
Él y Kashkari la protegían, uno de cada lado. Detrás de los guivernos, los rebeldes intentaban romper con el asedio dentro del asedio, la luz del fénix de guerra iluminaba sus rostros llenos de ansiedad y pánico.
Los guivernos avanzaron más cerca que nunca. La fuerza del batir de sus alas la golpeó de todos lados. Podía ver el destello de cada escama en el guiverno más cercano… y el entusiasmo de su jinete, con los hombros hacia adelante y los dedos a duras penas tocando las riendas.
Le había dado la respuesta incorrecta a la bendición del príncipe antes. Exhaló y recitó las palabras adecuadas:
–Yo seré testigo de la voluntad de los Ángeles, porque soy el poder, el dominio y el martillo de la inmortalidad.
Titus tomó las dos cuerdas cazadoras que les quedaban en su bolso de emergencia.
–Mientras el mundo resista –completó la oración cuando la primera cuerda cazadora abandonó su mano–. Mientras la esperanza prevalezca siempre frente al Vacío.
La cuerda cazadora atrapó la garra extendida de un guiverno y la retorció hacia atrás.
–¡Inclinen la cabeza! –gritó Kashkari mientras los hacia girar para salvarlos de otro guiverno que por poco los tomó con sus garras.
Su última cuerda cazadora salió disparada y no dio en la bestia que se acercaba: el guiverno recogió sus patas y apartó la cuerda del camino con su ala.
No es posible sorprender a Atlantis dos veces.
Pero la cuerda cazadora no apuntaba en absoluto al animal, sino a su jinete: se enrolló alrededor de las muñecas de este último y lo obligó a jalar de las riendas.
–¡Detrás de ti, Fairfax! –exclamó Kashkari.
Ella miró hacia atrás y vio un par de garras cerniéndose sobre ella. Pero Kashkari se interpuso entre el guiverno y la chica, enfrentando a la bestia. Él saltó hacia atrás, pateó su alfombra hacia el guiverno mientras lo hacía y con un giro en el aire aterrizó detrás de Iolanthe y la sujetó por la cintura para no caerse del borde angosto en el que ella estaba de pie.
–Vamos –gritó Titus–. Invoca aquel martillo de inmortalidad, ¿quieres?
Desde que era una niña, amigos y vecinos le habían preguntado cómo se sentía tener el poder directo sobre los elementos, sin la intervención de palabras o encantamientos. A ella le había resultado difícil de explicar hasta que visitó el Museo de Artefactos nómagos en Delamer durante una excursión escolar y sostuvo en la mano una brújula que alineaba la aguja tambaleante con el norte magnético. Así se sentía cuando controlaba los elementos: que su persona estaba alineada con una longitud de poder invisible.
Sus intentos anteriores se habían desviado mucho de aquella calibración perfecta. Pero esta vez sintió la diferencia entre la aproximación y la exactitud. Le dio dos golpes a Validus. La luz emergió de las siete coronas de diamantes incrustadas a lo largo de la varita espada.
Apuntó hacia abajo y miró a Titus.
–Por ti.
Movió la muñeca, y una explosión blanca y caliente de electricidad brotó desde el suelo del desierto.
Por ti.
El tiempo redujo su velocidad. Las sílabas se estiraron en los oídos de Titus mientras el rayo tomaba forma, chispa por chispa, desde la arena oscura debajo de ellos; un engendro de brillantez que se convirtió en una criatura con garras, garras que azotaron a los guivernos cercanos. Los animales temblaron y cayeron, con las alas inertes y abiertas, rodando en el aire hasta el suelo, como dragones de papel que habían sido lanzados descuidadamente desde un balcón elevado.
Silencio, interrumpido por el ruido sordo de media docena de guivernos colapsando sobre el suelo.
Otra eternidad de silencio –que probablemente duró solo una fracción de segundo– antes de que el rugido brotara, el chillido de los guivernos mezclado con los gritos de asombro de los rebeldes.
–¿Qué fue eso? –preguntó Kashkari, con la mano izquierda cerca de su oído en un gesto involuntario de estupefacción.
Eso hizo que Titus saliera de su propio asombro. Utilizó un hechizo que amplificaba su voz para que lo oyeran a kilómetros de distancia.
–Contemplad. Aquí está quien blande la chispa divina, amada por los Ángeles.
Había seguidores del Anfitrión Angelical en el Sahara. No les hablaba tanto a los rebeldes, sino a los atlantes, quienes tomaban en serio su fe.
–Recuerden –replicó una voz aguda y clara, que Titus reconoció que pertenecía a la general que los había perseguido desde que él y Fairfax llegaron al desierto–: los usurpadores suelen afirmar que los Ángeles los aman.
–¿Acaso su Lord Comandante no afirma que recibe asistencia divina? –exclamó él.
La respuesta de Atlantis fue un sonido de trompeta. Los jinetes a guiverno se reagruparon. Pero en lugar de retomar el ataque, ellos y sus corceles abandonaron el domo campana por completo.
–¡La Fortuna favorece a los valientes! –gritó una rebelde.
Aquellos más cerca de ella gritaron:
–¡Y los valientes hacen su propia fortuna!
–¡La Fortuna favorece a los valientes! –exclamó ella de nuevo.
Esa vez, prácticamente todos respondieron a viva voz:
–¡Y los valientes hacen su propia fortuna!
Fue ruidoso y alegre. Los rebeldes comenzaron a reír debido a la sorpresa, el entusiasmo y la liberación de la tensión. Bromearon con sus amigos acerca de cuán asustados habían lucido e hicieron alarde de su propia valentía, solo para que se burlaran de ellos por las manos temblorosas y los hechizos mal direccionados.
Sin embargo, en medio de aquella camaradería festiva, a Titus se le helaba la sangre. Atlantis no se rendía tan fácilmente… o no dominaría el mundo mágico.
–Déjame adivinar, esto te agrada aún menos –dijo Fairfax.
Él miró a la chica a cuya fuerza y carácter le habían confiado su destino.
–Soy un libro abierto para ti.
–Si eres un libro abierto –respondió ella, con un dejo de travesura en la voz–, entonces no te pareces en nada al diario de tu madre: cientos de páginas en blanco seguidas de algunas oraciones que cambian la vida.
Él no pudo evitar sonreír un poco.
–Por cierto, nunca dejas de sorprenderme.
Ella llevó su alfombra más cerca de él y tomó la mano del muchacho.
–Admito que tú también me sorprendes. Pero la parte de mi ser que es tu protegida (ya sabes, la eterna pesimista) se pregunta si no he causado más problemas para todos.
–Está bien –intervino Kashkari–. Todos estamos aquí en busca de problemas.
Los rebeldes hicieron silencio al oír el redoble de un tambor, seguido de una voz femenina agradable que la base utilizaba para anuncios públicos.
–Se han avistado carros blindados.
Carros blindados, los cuales eran inmunes al poder del golpe de un rayo.
Titus llevó a cabo un hechizo vistalejana: cinco escuadrones, en el límite de su visión aumentada. Tenían tres minutos entonces, quizás cinco, antes de que llegaran a la cima del domo campana.
Amara, la comandante de la base rebelde, se acercó y le entregó una alfombra nueva a Kashkari, quien aún estaba de pie detrás de Fairfax, sujetándose de ella.
–Algo extraño está pasando –dijo Amara–. Recuerdo con claridad que mientras aún estábamos dentro de la base, advirtieron la presencia de gusanos de arena. ¿Dónde están?
A Titus le llevó un momento procesar la información: la advertencia había llegado antes de que sus recuerdos reprimidos hubieran resurgido en masa, lo cual producía un efecto curioso en la distancia de los hechos precedentes inmediatos. Pero ahora que hurgaba en lo profundo de su mente, recordaba oír la misma voz femenina agradable anunciando el avistaje de carros blindados, guivernos y gusanos de arena, cuando él y Fairfax aún creían que podían huir de Atlantis.
–Ahora que lo pienso –dijo Kashkari–, cuando los guivernos entraron primeros al domo campana, había gusanos de arena detrás de ellos… rodeados de una clase extraña de carros blindados, mucho más pequeños que cualquier otro que haya visto.
Los gusanos de arena tenían una vista terrible. En la naturaleza, formaban una relación simbiótica con las arpías, quienes los guiaban en la búsqueda de comida. Quizás los carros blindados más pequeños cumplían el rol de los simbiontes, y manipulaban a los gusanos para cumplir con los objetivos de Atlantis.
–¿Creen que han enviado a los gusanos y los carros blindados pequeños para interceptar a nuestros aliados? –preguntó Fairfax.
–De ser así, no estarían dándoles un buen uso a los gusanos de arena –dijo Amara–. Espero que los hayan traído porque Atlantis tiene la intención de atacar directamente la base: de cerca, los gusanos de arena son aterradores. Pero para las persecuciones son tan lentos que a duras penas son útiles.
–¿Los carros blindados que ahora vienen hacia nosotros son los mismos que viste antes? –le preguntó Fairfax a Kashkari.
–No. Son carros comunes.
Titus intercambió una mirada con Fairfax. Atlantis nunca hacía algo sin un buen motivo. Entonces ¿cuál era la razón por la que los gusanos de arena y sus carros pequeños ya no estaban en el campo de batalla?
–¿Deberíamos…?
Fairfax se detuvo. Él también lo oyó: cientos de objetos atravesando el aire.
El rostro de la chica se iluminó.
–¡Lanzas hechizadas!
Hacía cinco o seis horas, los jinetes a guiverno se habían acercado bastante a Titus y Fairfax… y unas lanzas hechizadas antiguas los habían ahuyentado. Titus había intentado descubrir la identidad de los magos que utilizaron aquellas armas, hasta que recobró la memoria y notó que eran fuerzas del Dominio, y que las lanzas eran las que estaban guardadas en el Museo Conmemorativo de Titus, el Grande para representar batallas históricas.
Al sur del domo campana llegaron las lanzas hechizadas, siseando como una tormenta de flechas, delgadas y letales. Titus apretó con más fuerza los dedos sobre los de Fairfax y contuvo el aliento.
Una red enorme apareció y atrapó las lanzas hechizadas, como si hubieran sido un cardumen de peces, nadando directo hacia una trampa.
Amara gruñó, frustrada: era un recordatorio de que lo que parecía demasiado bueno para ser cierto, en general lo era.
–¿Habrían las lanzas terminado el asedio incluso si hubieran alcanzado el domo campana? –preguntó Fairfax, frunciendo el ceño–. Creía que los objetos inanimados no surtían efecto alguno sobre semejante hechicería.
–No bajo circunstancias normales –dijo Titus–, pero hay modos de lograrlo.
Si había magia de sangre astutamente involucrada. Y si la gota de sangre en la punta de la lanza pertenecía a un mago ligado por sangre a alguien que estuviera dentro del domo.
–De un modo u otro, el asedio terminará –aseguró Amara–. Mohandas ha visto el futuro, y sus visiones nunca nos han llevado por mal camino.
Cuando descubrieron que estaban atrapados dentro de un domo campana, Amara había sugerido que los rebeldes tomarían cualquier medida necesaria para mantener a Fairfax lejos de las manos de Atlantis: incluso la matarían ellos mismos de ser necesario. Y Kashkari, en lo que equivalió a un arrebato para él, le había dicho a Amara en términos claros que un sueño profético le había hecho saber que Fairfax no solo sobreviviría esta noche, sino que llegaría hasta Atlantis en una misión para aniquilar al Bane en su guarida.
Excepto que Kashkari había estado mintiendo por completo, tal como había admitido ante Titus y Fairfax cuando Amara no podía oírlos.
Kashkari, el mejor mentiroso que Titus había conocido –y eso que él también era un mentiroso de primera categoría– asintió, serio.
–Gracias, Durga Devi.
Durga Devi era el nom de guerre de Amara. Titus también se dirigía a ella de ese modo, pero para él no era tanto un término que indicaba respeto, sino distancia: la mujer había estado dispuesta a asesinar a Fairfax para mantenerla fuera del alcance del Bane; él siempre la trataría con mucha sospecha y desconfianza.
Fuera del domo campana, otra red apareció y atrapó cientos más: Titus había creído que todas eran lanzas hechizadas, pero ahora parecía que había varias cuerdas cazadoras junto a ellas.
¿Por qué? ¿Para que las lanzas hechizadas parecieran más numerosas? ¿O tenían otro propósito?
La expresión de Amara cambió. Introdujo la mano en el bolsillo, extrajo un cuaderno y lo abrió.
–¿Es mi hermano? –preguntó Kashkari de inmediato.
–Sabes que aquellos que van a un asalto no tienen permitido llevar cuadernos recíprocos –respondió, y volteó hacia Titus–. Son sus aliados, Su Alteza, pidiendo que la señorita Seabourne esté lista para lanzar dos docenas de rayos sobre la flota de carros blindados que se aproxima.
–¿Por qué mis aliados se contactan contigo?
–Pero los carros blindados son inmunes a los rayos –dijo Fairfax al mismo tiempo.
–Me piden que te diga: certus amicus temporibus incertis –respondió Amara. Se encogió de hombros ante la duda de Fairfax: no tenía respuesta para eso.
Certus amicus temporibus incertis –un amigo verdadero en tiempos inciertos– era una de las frases en código que Titus y Dalbert, su ayudante y maestro de espías personal, habían acordado. Un comunicado con aquella frase indicaba que provenía de alguien digno de la confianza de Dalbert.
Titus prefería confiar en la menor cantidad de personas posible. Y nunca llevar a cabo ninguna acción sin haber investigado detenidamente las consecuencias potenciales. Pero ahora no podía permitirse ninguno de los dos lujos.
–Será mejor que lo hagas –le dijo a Fairfax.
Lanzaron hechizos vistalejana incluso más poderosos. Los carros blindados, aún a varios kilómetros de distancia, avanzaban rápido en la noche, prácticamente invisibles, excepto por el brillo mate en la parte inferior, un reflejo del resplandor emitido por el fénix de guerra.
–¿Cuándo? –preguntó Fairfax.
–Ahora –respondió Amara–. Toda la flota, por favor.
Fairfax apuntó su varita hacia los carros blindados. El cielo se retorció con venas blancas azuladas; los rayos cayeron como si los dioses estuvieran ebrios.
Veinticuatro rayos en dos segundos, seguidos de un largo instante durante el cual nadie habló… o respiró. Luego, todos los carros blindados cayeron, como si fueran muchas rocas que por fin se rindieron al poder de la gravedad.
Un silencio ensordecedor: el miedo y el asombro tenían la misma capacidad de enmudecer a todos. Incluso Amara, quien debía saber que había un truco involucrado, miraba atónita el cielo sobre Fairfax.
Iolanthe era la única que parecía más confundida que maravillada.
–Pero eso no debería haber sido posible. Son a prueba de rayos.
Titus le hizo una seña para que reservara sus preguntas. Alzó la voz al volumen que utilizaba para dar discursos audibles a kilómetros a la redonda.
–¿Puede alguien continuar dudando del poder de la chispa divina? No se interpongan en el camino de la amada por los Ángeles, y no necesitarán temer su ira.
Luego, a un volumen normal, solo audible para los oídos de Fairfax, añadió:
–No podía dejar pasar un momento tan perfecto como este para hacer propaganda.
–Claro que no. Pero ¿sabes qué está ocurriendo?
–Es probable.
La llegada de otro grupo de lanzas hechizadas y cuerdas cazadoras, siseando y silbando, hizo que Atlantis saliera de su estupor. Otra red saltó mientras los jinetes a guiverno perseguían los pocos objetos que no habían atrapado.
–Te diré lo que está pasando después. Ahora necesito que crees la mayor cantidad de distracciones posibles. Mantén la vista de todos hacia arriba, si puedes. Yo haré lo mismo –apuntó su varita hacia el cielo–. ¡Meum insigne esto praesidium meum!
Hasta el momento, el fénix de guerra había sido un faro estático. Ahora, lenta y majestuosamente, comenzó a batir sus alas inmensas y descendió hacia la flota de jinetes a guiverno que estaba fuera del domo campana. Los guivernos escupieron fuego hacia el fénix de guerra; pero las llamas, al igual que el rayo, simplemente lo atravesaron.
–Confíen en que el Amo del Dominio siempre tiene algo bajo la manga –dijo Kashkari, moviendo la cabeza de lado a lado.
Ante el alcance inexorable del fénix de guerra, los guivernos se dispersaron. Un jinete que fue demasiado lento para apartarse de su camino, gritó cuando la punta del ala izquierda del fénix rozó su hombro. El fénix de guerra no causaba daño real, pero se decía que los enemigos que entraban en contacto con él experimentaban un dolor breve, aunque intenso.
–Aquí viene mi distracción –dijo Fairfax.
Una bola de rayos, azul y espeluznante, salió disparada hacia un grupo de guivernos y los obligó a dispersarse.
–Lanza una de esas contra el fénix de guerra –dijo Titus.
Ella lo hizo. El fénix resplandeció con el doble de intensidad y emitió un llamado salvaje y molesto, pero extrañamente estimulante.
–Excelente. Continúa haciéndolo.
El fénix de guerra persistió con su progreso majestuoso, mientras media docena de esferas eléctricas chisporroteantes flotaban por doquier y mantenían a las fuerzas de Atlantis desparramadas y caóticas. Cuando un nuevo grupo de lanzas hechizadas y cuerdas cazadoras llegó, Titus envió al fénix de guerra hacia el este.
–Creo que es seguro decir que nuestros aliados tienen un poco de experiencia con Atlantis –explicó él–. Sabían que no podrían sorprender a Atlantis dos veces y que estaría listo para las lanzas hechizadas.
–¿Por eso enviaron tandas de lanzas hechizadas para ver con qué clase de defensa tendrían que lidiar? –preguntó Kashkari.
–Exacto. No me sorprendería descubrir que las tandas han llegado exactamente a noventa grados de distancia del perímetro, para clavar mejor la red al suelo con todas las cuerdas cazadoras.
Kashkari golpeteó un dedo contra su mentón.
–¿Deberíamos esperar ver la llegada de lanzas y cuerdas en grupos más pequeños, de a dos o de a tres, para probar que la red está bien aferrada al suelo?
Como si hubiera sido una señal, llegaron un par de lanzas hechizadas. Los atlantes gritaron cuando notaron que su red ya no podía salir disparada para atrapar las lanzas y que se retorcía en la arena, sujeta por las cuerdas cazadoras.
A duras penas atraparon las lanzas, gracias a dos guivernos particularmente ágiles. Los jinetes guiaban a los guivernos con las lanzas en sus garras lejos del domo campana. Pero el impulso de las lanzas aún era fuerte, y los dragones batían las alas como si estuvieran volando contra un ciclón.
–Diles a tus exploradores con la vista más aguda que observen el terreno –le dijo Titus a Amara–. Así es cómo yo enviaría la única lanza hechizada que importa. Y diles que hagan silencio cuando la hayan encontrado.
–Comprendido –Amara se alejó volando.
–Cuando veamos la lanza que buscamos, la que lleva el hechizo de sangre que funcionará como representante del tacto humano –le explicó a Kashkari–, haré que Fairfax proteja su progreso. ¿Puedes lograr que haya alguna distracción adicional por parte de los rebeldes?
Kashkari asintió.
–Yo me encargo.
Titus tomó la mano de Fairfax.
–Y tú, aniquila cualquier cosa que se interponga entre la lanza y el domo campana.
–Tus deseos son órdenes, señor –respondió ella con astucia.
Él le dio un beso breve.
–Bien. Responde así a todo lo que te pida.
Ella rio. Incluso en medio del caos, el sonido aún alegraba el corazón de Titus.
Amara regresó.
–Uno de nuestros exploradores vio algo acercándose desde el noreste –anunció.
De inmediato, Titus envió al fénix de guerra hacia el sudoeste del domo campana, para que la menor cantidad de luz posible cayera sobre lo que se acercaba.
Él y Fairfax se dirigieron hacia un grupo de rebeldes y salieron con la cabeza cubierta con una kufiyya. Detrás de ellos, Kashkari había montado un espectáculo: una docena de alfombras flotaban de lado a lado en el aire y muchos rebeldes hacían acrobacias a lo largo de aquel escenario improvisado.
–Me tienta abandonar mi tarea para observarlos –dijo Fairfax–. Y eso que es mi vida la que está en juego.
Ella y Titus ocuparon el lugar de los dos exploradores que originalmente estaban asignados al punto noroeste del domo campana; los dos ejecutaron un hechizo angular, para observar el suelo del desierto a pesar de tener la cabeza inclinada hacia arriba.
Sobre una duna, a medio kilómetro de distancia, una lanza hechizada reptaba hacia el domo campana. No estaba perdiendo el tiempo precisamente, pero tampoco se movía a gran velocidad. A Titus no le molestaba aquel paso calmo hasta que un explorador exclamó:
–¡Más carros blindados vienen en camino!
Pero también tenían problemas más cerca de ellos: varias cuadrillas de jinetes a guiverno pasaron volando bajo, con la mirada en el suelo.
Titus maldijo. Alzó la voz.
–Mis estimados amigos de Atlantis, en especial aquellos que han conocido a su Lord Comandante en persona, ¿se han preguntado alguna vez por qué parece no envejecer? ¿Por qué, de hecho, a veces parece rejuvenecer diez años de un día para otro? Incluso en una estimación de lo más conservadora, debería ser un hombre con más de setenta años de edad. ¿Cómo es posible que no luzca mayor a cuarenta años?
Los jinetes a guiverno, olvidando su tarea, voltearon abruptamente hacia el domo campana.
–Es porque utiliza el cuerpo de un joven, uno que se parece mucho a su cuerpo original, antes de que se hubiera lanzado a las profundidades horrorosas de la magia sacrificadora. Aquel cuerpo original ni siquiera puede ser visto en público, dado que le faltan extremidades, quizás incluso también los ojos y las orejas; ese es el costo de la magia sacrificadora.
»En los largos años de su reinado, se ha ocupado de no divulgar su imagen públicamente. La razón oficial es que él nunca desea incentivar un culto a su persona. Pero convenientemente, si la mayoría del mundo mágico no sabe cómo luce, entonces no se preguntará por qué los hombres que se parecen a él continúan desapareciendo.
»Piénsenlo la próxima vez que les pidan arriesgar sus vidas por él. Piénsenlo ahora. ¿Por qué quiere a mi joven amigo, el mago elemental? Porque los magos elementales poderosos hacen los sacrificios más potentes y lo infundirán de fuerza vital. ¿Eso es lo que quieren hacer? ¿Luchar haciendo su mayor esfuerzo para que él pueda cometer actos condenados por los Ángeles?
Por desgracia, no todos los jinetes quedaron cautivados por su discurso. Uno gritó muy fuerte para alertar a sus colegas de que había una lanza hechizada en el suelo a solo cuatrocientos metros de distancia del domo campana.
En vez de atacar a aquellos que habían visto la lanza hechizada y que ahora se cernían sobre ella, Fairfax armó una defensa mucho más elegante. Utilizando su dominio del rayo, construyó un túnel movible de electricidad a través del cual la lanza pasaba sin que la molestaran.
Doscientos metros. Cien metros. Cuarenta y cinco metros. La lanza estaba muy cerca.
Titus tenía el corazón en la garganta.
La punta de la lanza golpeó el domo; la estructura entera tembló.
Los dos exploradores más cercanos gritaron de júbilo y corrieron hacia adelante, solo para que los detuviera una barrera que aún estaba en su lugar.