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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Janet Justiss. Todos los derechos reservados.

DESHONRADA, Nº 36 - junio 2013

Título original: The Rake to Ruin Her

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3113-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

 

 

Mientras escribo esta nota, se están celebrando los Juegos Olímpicos de Londres 2012; y mientras los atletas cuentan sus historias, yo me recuerdo repetidamente que no habrían llegado a estar entre los mejores sin muchos años de dedicación y trabajo duro.

 

Pero a veces, tras dedicar todas tus energías a la consecución de un objetivo, se produce una catástrofe inesperada que destruye en un momento cualquier posibilidad de alcanzar dicho objetivo; entonces, entre los restos de su sueño, el asombrado superviviente se ve obligado a probar un camino distinto.

 

Ese fue el caso de Max Ransleigh, el Magnífico, hijo de un conde y líder carismático de un grupo de primos a los que se conocía como «los granujas de los Ransleigh». Con su padre en la Cámara de los Lores, Max se había preparado durante toda su vida para ejercer un cargo diplomático de primer nivel; y cuando le ofrecieron la posibilidad de ser ayudante del duque de Wellington en el Congreso de Viena, pensó que sería de utilidad en su carrera.

 

Sin embargo, todo se vino abajo tras el intento de asesinato del duque, en el que estaba involucrada una francesa de la que Max era amigo. Ahora, ni el valor que había demostrado en Waterloo le podía devolver su reputación perdida.

 

Tras volver de la guerra y descubrir que sus antiguos asociados y hasta su propio padre le daban la espalda, Max decidió acudir a sus primos y dirigirse a la casa de campo de Alastair. No sabía que su tía, la madre de Alastair, había organizado una celebración para dar a conocer a su hija pequeña, que pronto viajaría a Londres para presentarse en sociedad.

 

Mientras Max se lamentaba por la pérdida de un futuro convencional, Caroline Denby conspiraba para destruir el suyo. Heredera única de un barón rico, tenía buenas razones para rechazar el matrimonio y las presiones de su madrastra, lady Denby, quien creía que el matrimonio era el fin último de toda mujer. Pero Caroline solo deseaba volver a Kent y dirigir el criadero de caballos que habían fundado su padre y ella.

 

Cuando Caroline descubre que el infame Max Ransleigh se aloja en la casa de su anfitriona, decide que es exactamente el granuja que necesita. Si mancillaba su reputación, sus pretendientes se alejarían de ella, lady Denby concentraría sus esfuerzos matrimoniales en su hija pequeña y ella podría seguir con su vida y sus caballos.

 

Pero, a veces, el objetivo que ansiamos no es el camino que el destino nos depara. Y un amor inesperado se convierte en la mayor bendición de nuestras vidas.

 

Muy pronto, a lo largo de los años 2013 y 2014, llegarán las historias de los otros granujas: Will el Apostador, hijo natural del hermano del conde, para el que no había un juego que no pudiera ganar; Alastair el Ingenioso, un filósofo y poeta que estaba decidido a superar a Byron hasta que una traición humillante lo transformó en el peor granuja de Inglaterra y, por último, Dominic el Dandy, el hombre más guapo del regimiento, quien volvió de Waterloo mutilado, lleno de cicatrices y en busca de algo que diera sentido a su vida.

 

Si queréis saber más sobre el trasfondo de mis libros y acceder a fragmentos y actualizaciones, me podéis encontrar en mi sitio web, www.juliajustiss.com; en Facebook, www.facebook.com/juliajustiss y en Twitter, @juliajustiss. Siempre estaré encantada de atender a mis lectores.

Prólogo

 

Viena, enero de 1815

 

 

Max Ransleigh oyó un vals distante y un murmullo de voces cuando salió de la antesala. Rápidamente, caminó hacia la mujer de cabello oscuro que se encontraba en la oscuridad, en el extremo más alejado del vestíbulo. Esperaba que su cuerpo no tuviera más marcas de los malos tratos a los que la sometía su primo.

–¿Qué ocurre? No te ha vuelto a pegar, ¿verdad? –preguntó–. Me temo que no puedo quedarme. Lord Wellington llegará al salón verde en cualquier momento, y detesta que le hagan esperar. De hecho, no habría venido si tu nota no me hubiera parecido urgente.

–Sí, lo sé. Ya me habías hablado de tu cita. Por eso sabía dónde encontrarte.

Su voz suave y de ligero acento francés sonó tan encantadora como de costumbre. Y sus ojos oscuros inspeccionaron la cara de Max con el fondo de tristeza que había despertado su instinto protector desde el principio.

–Has sido muy amable conmigo –continuó–. No tendría palabras suficientes para mostrarte mi agradecimiento... Pero Thierry me ha pedido que le consiga unos pasadores nuevos para su uniforme y no sé dónde encontrarlos. Perdóname por molestarte con un problema tan nimio. Lo quiere para la recepción de mañana, y ya sabes que si no satisfago sus exigencias...

Max se sintió profundamente disgustado ante el hecho de que Thierry St. Arnaud fuera capaz de descargar su resentimiento sobre la delicada y dulce mujer que estaba a su lado. Pensó que encontraría alguna excusa para retarlo a un combate de boxeo y demostrarle lo que se sentía al sufrir una paliza.

Giró la cabeza, miró la puerta del salón verde e intentó que su impaciencia no fuera demasiado obvia.

–No te preocupes. No podré acompañarte hasta mañana, pero conozco una tienda que no está lejos de aquí. Y ahora, te ruego que me disculpes... me están esperando.

Él se dio la vuelta y ella le agarró de la manga.

–Solo unos segundos más, por favor. El simple hecho de estar contigo hace que me sienta más valiente.

Max se sintió halagado por su confesión y triste por los aprietos que sufría. Como hijo menor de un conde, estaba acostumbrado a que la gente acudiera a él en busca de todo tipo de favores. Y aquella pobre viuda pedía muy poco.

Inclinó la cabeza y le besó la mano.

–Estoy encantado de ayudarte. Pero Wellington me arrancará el pellejo si le hago esperar... sobre todo cuando está a punto de empezar la conferencia de plenipotenciarios.

–Lo comprendo. Un aspirante a diplomático no se puede permitir el lujo de molestar al gran Wellington.

Ella abrió los labios como si fuera a añadir algo más, pero los cerró enseguida y los ojos se le empañaron de lágrimas.

–Lo siento mucho, Max.

Max estaba a punto de preguntar por qué le pedía disculpas cuando el sonido de un disparo rompió el silencio.

Sin pensarlo, la puso a su espalda para protegerla de cualquier peligro y se giró. Su oído de soldado le dijo que el disparo procedía del salón verde; del lugar donde Wellington debía de estar en ese momento.

–¡Quédate en las sombras hasta que vuelva!

Max corrió hacia la puerta con el corazón en un puño. Cuando entró en el salón, vio sillas caídas y un montón de documentos esparcidos por el suelo. Olía a pólvora y había humo.

–¡Wellington! ¿Dónde está?

Un cabo, que intentaba arreglar el desorden con ayuda de dos soldados, contestó:

–Lo han sacado por la puerta de atrás.

–¿Ileso?

–Sí, creo que sí. El viejo estaba junto al fuego, quejándose de su tardanza... Si no se hubiera girado hacia la puerta cuando se abrió, pensando que sería usted, la bala le habría alcanzado en el pecho.

Max se acordó de los ojos llenos de lágrimas, de la extraña disculpa y, muy especialmente, de las palabras que había pronunciado la dama de cabello oscuro cuando salió a su encuentro: «Ya me habías hablado de tu cita. Por eso sabía dónde encontrarte».

¿Estaría involucrada en el intento de asesinato de lord Wellington?

Fuera como fuera, no lo llegó a saber. Cuando llegó al vestíbulo, había desaparecido.

Capítulo 1

 

Devon, otoño de 1815

 

 

–¿Por qué no nos vamos?

Max Ransleigh miró a su primo Alastair y esperó una respuesta. Estaban en la galería, contemplando la gran entrada de mármol de Barton Abbey.

–Pero si acabamos de llegar... Fíjate en esas pobres gentes –Alastair señaló a los criados que arrastraban el pesado equipaje de varias invitadas–. Seguro que esos baúles están llenos de vestidos, zapatos, sombreros y otras fruslerías parecidas que se pondrán para desfilar delante de sus posibles postores. Creo que necesito un buen trago de brandy.

En ese momento, se oyó una voz femenina cargada de reproche.

–Si te hubieras molestado en escribir para avisar de que volvías a casa, podríamos haber cambiado la fecha de la fiesta.

Max se dio la vuelta y se encontró ante Grace Ransleigh, señora de Barton Abbey y madre de Alastair.

–Lo siento, mamá... Ya sabes que no soy bueno escribiendo cartas.

Alastair se inclinó para dar un abrazo a la pequeña mujer de cabello oscuro. Max notó que su primo se había ruborizado, pero no le extrañó; a fin de cuentas, su madre lo había pillado en un comentario poco caballeroso.

–Lo sé, y reconozco que me sorprende –Grace sostuvo un momento las manos de su hijo–. De niño eras incapaz de dejar tu pluma y tu tintero... siempre estabas apuntando algo.

En los ojos de Alastair hubo un destello de dolor, pero fue tan breve que Max pensó que lo habría imaginado.

–Ha pasado mucho tiempo desde entonces, mamá.

La mujer lo miró con tristeza.

–Es posible, pero una madre no olvida nunca. Y en cualquier caso, estoy tan contenta de tenerte aquí que estoy dispuesta a perdonarte por no anunciarme tu regreso. Han sido demasiados años de guerra, siempre preocupada por la posibilidad de que te pasara algo –afirmó–. Pero me temo que tendrás que soportar la fiesta. Como ves, los invitados han empezado a llegar. Ya no la puedo suspender.

Grace soltó las manos de su hijo y se giró hacia su sobrino.

–Me alegro mucho de verte, querido Max.

Max le dio un beso en la mejilla.

–Yo también me alegro, tía Grace. Pero de haber sabido que tenías fiesta, no te habría molestado con mi presencia.

–Tonterías –dijo con firmeza–. Barton Abbey siempre ha sido un hogar para los Ransleigh y siempre lo será, Max. Al margen de lo que puedan cambiar... las circunstancias.

–Eres muy amable. Más que papá.

Max lo dijo con amabilidad, aunque en su pecho ardía la familiar llama de la rabia, el rencor y el arrepentimiento. Al fin y al cabo, era consciente de que se habían presentado en mal momento, justo cuando Grace se disponía a dar una fiesta para un grupo de damiselas en busca de marido y de jóvenes en busca de esposa. Alastair y él lo habían sabido media hora antes, cuando el mayordomo les abrió las puertas de Barton Abbey.

–¿Qué te parece si nos tomamos la copa de la que hablabas antes? –preguntó Max.

–En la biblioteca hay una licorera –intervino Grace–. Le pediré a Wendell que os lleve un poco de jamón y de queso. Estoy convencida de que vuestro apetito no habrá cambiado mucho en estos años.

–Dios te bendiga, mamá... –dijo Alastair, sonriendo.

–Gracias, tía –aceptó Max.

Ya se alejaban cuando la madre de Alastair declaró, dubitativa:

–Supongo que no querréis asistir a la fiesta...

–¿Con tantas vírgenes? ¡Por supuesto que no! –se burló su hijo–. Incluso en el caso de que Max y yo hubiéramos desarrollado un imperdonable gusto por la compañía de seres tan inocentes, mi respetable y casada hermana sería capaz de envenenarnos para alejarnos de ellas. Vamos, Max... larguémonos de aquí antes de que el perfume que emana de esos baúles nos atufe a los dos.

Alastair dio una palmadita a su primo y se detuvo un segundo para besar la mano de su madre.

–Dile a las chicas que nos vengan a visitar más tarde, cuando sus virginales invitadas se hayan acostado.

Max siguió a Alastair hasta la biblioteca, una sala grande con sillones de cuero y una mesa enorme.

–¿Seguro que no te quieres ir? –preguntó mientras servía dos copas.

Alastair soltó un gruñido.

–Maldita sea, Max, esta es mi casa. Voy y vengo cuando quiero, al igual que mis amigos. Además, sé que te alegrarás de ver a Jane y a Felicity... Wendell me ha dicho que lo de la fiesta es cosa de Jane. Cree que Lissa necesita mejorar su experiencia con hombres solteros antes de entrar en el mercado del matrimonio –respondió–. Menos mal que Wendell nos lo ha advertido, porque algunas de las invitadas están locas por encontrar esposo.

Max se acercó a su primo y le dio su copa de brandy.

–Cualquiera diría que mi fama de mujeriego, combinada con mi completa falta de interés hacia las vírgenes, mantendría alejadas a mis pretendientes –continuó Alastair–. Pero, como bien sabes, mi riqueza y mi condición de noble las atrae... afortunadamente, tu presencia en la casa me ofrece una excusa perfecta para evitarlas. Brindo por ti, primo. No solo me has salvado del aburrimiento, sino de la fiesta de Jen.

Max aceptó el brindis.

–Me alegra saber que mi arruinada carrera sirve de algo... –dijo con amargura.

–Oh, vamos, tu carrera no está arruinada. Solo es un contratiempo pasajero. Más tarde o más temprano, el Foreign Office te declarará inocente de lo que pasó en Viena.

Max sacudió la cabeza. Él también había pensado que el asunto se resolvería con rapidez. Hasta que habló con su padre.

–No sé, Alastair. Aún existe la posibilidad de que me sometan a un consejo de guerra.

–¿Después de lo de Hougoumont? –preguntó con sorna–. Quizás te someterían a consejo si hubieras abandonado a tu unidad en Waterloo, pero ningún tribunal te juzgará por haber participado en la batalla en lugar de quedarte en Inglaterra, como te habían ordenado. En el Estado Mayor son conscientes de que muchos te deben la vida.

–Aun así...

–No, Max. Ni los oficiales de la Horse Guards, que son ridículamente rígidos con los asuntos disciplinarios, se atreverían a llevarte a juicio.

–Espero que tengas razón. Como dijo mi padre cuando se dignó a hablar conmigo, ya he manchado suficientemente el buen nombre de la familia.

Max pensó que eso no era lo peor que le había dicho el conde de Swynford durante su reciente y dolorosa entrevista.

Mientras él se mantenía en silencio, sin hacer nada por defenderse, su padre lo acusó de haber avergonzado a la familia y de haber complicado su trabajo en la Cámara de los Lores, donde luchaba por mantener una coalición. Y no contento con sus recriminaciones, le había ordenado que se mantuviera lejos de la casa de los Ransleigh en Londres y de la mansión que tenían en Hampshire.

Luego, cuando terminaron de hablar, Max se marchó tan deprisa que ni siquiera tuvo ocasión de hablar con su madre.

–¿Es que el conde sigue sin entrar en razón?

Max no dijo nada. Alastair lo miró a los ojos y suspiró.

–Mi querido tío es casi tan rígido y obstinado como nuestros viejos generales. ¿Estás seguro de que no quieres que hable con él?

–Sabes perfectamente que discutir con mi padre solo sirve para que se reafirme en sus puntos de vista. Además, podría enfadarse contigo y castigarte como me ha castigado a mí, para gran dolor de nuestras respectivas madres. No, olvídalo. Agradezco tu sentido de la lealtad; te lo agradezco más de lo que podría expresar con palabras, pero...

A Max se le quebró la voz.

–No hace falta que digas nada –Alastair alcanzó la licorera, rellenó las copas y alzó la suya a modo de brindis–. ¡Por los granujas de los Ransleigh!

–Por los granujas.

Max se animó un poco mientras intentaba recordar cuándo había acuñado Alastair el lema de los Ransleigh.

Si la memoria no le fallaba, había sido en Eton, durante su segundo año de estudios, después de que un profesor los echara de clase por alguna infracción olvidada tiempo atrás y se refiriera a ellos de ese modo. Más tarde, los cuatro primos introdujeron una botella de brandy en su dormitorio y brindaron por primera vez con la frase del profesor.

La referencia de los granujas se extendió por la facultad. Con el tiempo, quedó indisolublemente unida a los cuatro y los unió más. Estuvieron juntos en los trabajosos días de Eton, los relajados de Oxford y los duros de la guerra, que tampoco logró separarlos. Alastair, que había sufrido un desengaño amoroso de lo más humillante, se alistó en caballería y juró morir en batalla. Pero sus primos se alistaron para cuidar de él.

Como cuidaron de Max tras el intento de asesinato de lord Wellington en el Congreso de Viena. Porque al volver a Londres, descubrió que había caído en desgracia y que los únicos que seguían a su lado eran, por supuesto, sus primos.

Su vida había cambiado de la noche a la mañana: de tener un cargo diplomático que lo mantenía ocupado todo el tiempo a estar de brazos cruzados, sin más quehacer que unas cuantas distracciones perfectamente ociosas. Con su carrera diplomática en ruinas y un futuro incierto, Max ni siquiera se atrevía a pensar lo que habría sido de él si no hubiera contado con el apoyo de Alastair, Dom y Will.

–Sé que tu madre no lo admitiría nunca, pero es obvio que nuestra llegada es un inconveniente para ella. Y puesto que no vamos a probar los productos que se ofrecen en su fiesta, ¿no crees que deberíamos irnos a otro sitio? A tu cabaña de caza, tal vez.

Alastair echó un trago y sacudió la cabeza.

–Es demasiado pronto para ir de caza. Además, sospecho que mi madre está más preocupada por la moralidad de sus jóvenes invitadas que avergonzada por nuestra presencia. Ten en cuenta que sigues siendo el hijo de un conde –le recordó–. Aunque te hayan retirado del servicio diplomático.

–Retirado del servicio y expulsado por mi propia familia –observó Max.

–Sí, eso es cierto. Pero tienes el encanto necesario para seducir a cualquiera de las vírgenes de Jane, si tal fuera tu propósito.

–¿Y por qué lo iba a ser? Pensé que lady Mary sería una buena esposa para un diplomático, pero perdió todo interés por mí cuando me retiraron el cargo y, por mi parte, he perdido todo interés en el matrimonio.

Max habló con naturalidad, como si el desengaño que se había llevado con Mary fuera irrelevante. No quería que su primo supiera lo mucho que le había dolido; sobre todo, porque había roto con él después de que su padre lo expulsara.

–Si fuera posible, me iría contigo a cualquier otro sitio; por lo menos hasta que esas jovencitas se marchen. Pero no se me ocurre ninguno –declaró Alastair–. Además, tengo que encargarme de unos asuntos de la finca... y no quiero volver a Londres ahora, en plena temporada de teatro. Desirée sería capaz de buscarme, encontrarme y montarme otra de sus escenas, que ya me aburren.

–¿Es que no quedó satisfecha con las esmeraldas que le regalaste cuando te la quitaste de encima?

Alastair suspiró.

–Me temo que no. Quizás cometí un error al recomendarle que limitara su histrionismo al escenario –admitió–. En todo caso, me he cansado de su naturaleza posesiva... Al principio, era apasionada en la cama e ingeniosa, pero luego, con el paso del tiempo, empezó a ser tan estricta y tediosa como las demás.

La expresión de Alastair se volvió tan amarga como dura. Max sabía lo que significaba, porque la había visto muchas veces en su semblante desde el desengaño amoroso de su juventud. Y como en otras ocasiones, volvió a maldecir en silencio a la mujer que le había causado tanto dolor; una mujer que había roto su compromiso de la forma más pública y humillante que se pudiera imaginar.

A pesar de ello, sintió la tentación de criticarlo por el desdén que mostraba hacia las mujeres en general. Pero se contuvo.

Sabía que Alastair no se lo habría tomado bien; y, por otra parte, él mismo sintió una punzada de dolor al acordarse de la mujer de pelo oscuro que lo había engañado en Viena con una historia triste y una cara bonita.

Qué diferente habría sido su vida si hubiera reservado sus hazañas a los campos de batalla y no se hubiera empeñado en hacer de caballero andante. Teniendo en cuenta lo que le había pasado, estaba dispuesto a conceder a su primo que ninguna mujer, exceptuadas las que vendían su amor en encuentros breves, merecía la pena.

–Yo tampoco siento el menor deseo de volver a Londres –le confesó–. Debo mantener las distancias con mi padre y con el Gobierno, lo cual afecta a la mayoría de mis antiguos amigos. Y en cuanto a la hermosa señora Harris...

Alastair lo miró con interés y esperó a que terminara la frase.

–Tuve que empeñar tanto tiempo y tacto para desenredarme de ella que prefiero mantenerme lejos de la capital hasta que se enrede con alguien más.

–Entonces, podríamos ir a Bélgica, a ver los progresos de Dom. Por lo que tengo entendido, Will se ha quedado allí para cuidar de él –Alastair soltó una carcajada–. ¡Típico de Will! ¡Encontró una excusa para quedarse en el continente mientras tú y yo volvíamos a casa! Aunque afirma que no sigue en Bruselas por Dom, sino por todos esos diplomáticos y oficiales ricos que están dispuestos a jugarse su fortuna en una mesa de juego.

–No sé si Dom apreciaría nuestra visita. La última vez que lo vi, estaba bajo los efectos del láudano que le daban para aliviarle el dolor de la amputación... Se quejó de que no hacía más que molestarle con mis atenciones y me ordenó que volviera a Inglaterra e intentara aplacar a mi padre y al Estado Mayor del Ejército.

–Sí, también intentó echarme a mí, pero no me podía ir hasta estar seguro de que se recuperaría –Alastair apretó los dientes y apartó la mirada–. A fin de cuentas, fui yo quien os arrastró al Ejército. Si alguno de vosotros hubiera caído en la guerra, no me lo habría perdonado.

–Tú no nos arrastraste a nada –protestó Max–. Habríamos ido de todas formas, como la práctica totalidad de nuestros amigos de Oxford.

–Aun así, no estaré completamente tranquilo hasta que Dom vuelva a casa y empiece a vivir otra vez. Deberíamos ir a Bélgica y animarlo un poco.

Max comprendía el punto de vista de su primo, aunque no estaba de acuerdo en la conveniencia de volver al continente. El proceso de recuperación de Dominick, un hombre tan guapo que en el regimiento lo llamaban «el Dandy», iba a ser duro. Había perdido un brazo y tenía media cara marcada para siempre por un tajo de sable.

–Sinceramente, creo que deberíamos dejarlo en paz durante una temporada. Cuando tu vida se hunde de repente, necesitas un poco de soledad para replantearte las cosas... Fíjate en mí, por ejemplo. Han pasado varios meses desde que me retiraron del servicio y sigo sin saber qué hacer. Tú tienes tus tierras y tus propiedades, pero yo...

Max se rio sin humor y sacudió una mano en un gesto de frustración.

–La encantadora señora Harris fue un buen divertimento, pero todavía estoy por encontrar una ocupación que no dependa de la buena voluntad de mi padre. Por desgracia, el cuerpo diplomático me ha cerrado las puertas de la única carrera que siempre me gustó. Y dudo que ahora, con mi reputación mancillada, me acepten en la iglesia... en el remoto caso de que sintiera la llamada de Dios –ironizó.

Alastair sonrió y sacudió la cabeza.

–¿Tú? ¿El amante de casi todas las actrices de Londres, desde Drury Lane hasta el Royal Theatre, convertido en el padre Max? No, no te veo con sotana.

–Siempre me puedo unir a la Compañía de Jesús y marcharme a la India a hacer fortuna. Sería un monje y, al final, me comería un tigre –bromeó.

–Pobre del tigre que intentara devorarte... –replicó su primo–. Pero si la India no te resulta atractiva, ¿por qué no te quedas en el Ejército? A tu padre le molestaría mucho. Se lo tomaría como una burla.

–Y yo lo disfrutaría –ironizó Max–. Sin embargo, es imposible. A pesar de mis servicios en Waterloo, lord Wellington no ha olvidado que me estaba esperando a mí cuando atentaron contra su vida en Viena.

Alastair asintió.

–Bueno, estoy seguro de que se te ocurrirá algo. Eres un líder natural, y el más listo de los granujas –dijo–. Pero ten cuidado con lo que haces mientras estemos en Barton Abbey... No querrás que una de las vírgenes de Jane te eche el lazo, ¿verdad?

–¡Por supuesto que no! Lo único bueno del desastre de Viena es que ya no soy el heredero de mi familia, honor que ahora recae en mi hermano –contestó–. Han dejado de presionarme para que me case, y no voy a permitir que una alcahueta maliciosa me robe mi libertad.

Alastair alcanzó la licorera, rellenó las copas y propuso un nuevo brindis.

–¡Por la libertad entonces!

Max miró a su primo. Definitivamente, no tenía la menor intención de casarse. Y mucho menos de permitir que Jane lo condenara a un matrimonio concertado tan frío y carente de pasión como el de sus propios padres.

–Por la libertad.