Bibliografía de Joseph Campbell

Los siguientes son los principales libros escritos o editados por Joseph Campbell. Cada entrada incluye los datos bibliográficos relativos a la primera edición. Para más información concerniente a otras ediciones, remitimos a los lectores a la bibliografía audiovisual del sitio web de la Fundación Joseph Campbell (www.jcf.org).

* Los libros marcados con asterisco han sido publicados por New World Library como parte de The Collected Works of Joseph Campbell.

Como autor

Como editor

Libros editados y completados de las obras póstumas de Heinrich Zimmer:

1. La necesidad de los ritos1

Las funciones de la mitología

La primera función de una mitología viva ha consistido tradicionalmente en reconciliar la conciencia con los requisitos de su propia existencia, es decir, con la naturaleza de la vida.

Ahora bien, la vida vive de la vida. Su primera ley es «Ahora te comeré yo y luego serás tú el que me coma a mí», algo bastante difícil de asimilar para la conciencia. Esta cuestión de la vida alimentándose de la vida (es decir, de la muerte) lleva en marcha desde mucho antes de que los ojos se abrieran y cobrasen conciencia de lo que estaba ocurriendo; miles de millones de años antes de la aparición, en el universo, del Homo sapiens. Los órganos de la vida habían evolucionado hasta llegar a depender, para su existencia, de la muerte de otros. Estos órganos tienen impulsos de los cuales la conciencia ni siquiera es consciente y, cuando cobra conciencia de ello, se asusta del espanto que acompaña a este asunto de comer o ser comido.

Es muy profundo el impacto que provoca, en una conciencia sensible, el horror de ese monstruo que es la vida. La vida es una presencia espantosa, pero, de no ser por ella, no estaríamos aquí. La primera de las funciones de cualquier orden mitológico consiste, pues, en reconciliar a la conciencia con este hecho.

El primer orden de la mitología es afirmativo y abraza la vida en sus propios términos. No creo que ningún antropólogo haya documentado la existencia de una mitología primitiva negadora del mundo. Es sorprendente ver cómo se enfrentaban los primitivos a los dolores, agonías y problemas de la existencia. He estudiado muchos mitos de las culturas de todo el mundo y no recuerdo, en el pensamiento primitivo, una sola palabra negativa sobre la existencia o el universo. El hastío del mundo solo afecta a quienes viven en la opulencia.

El único modo de afirmar la vida consiste en hacerlo desde su misma raíz, desde su fundamento más espantoso y putrefacto. Ese es, precisamente, el tipo de afirmación del que nos hablan los ritos primitivos. Y, aunque algunos sean tan brutales que apenas si podemos leerlos, y menos todavía contemplarlos, lo cierto es que dejan bien patente a la mente del adolescente que la vida es una cosa monstruosa y que, si queremos vivir, debemos hacerlo de tal o de cual modo, es decir, sin salirnos del surco establecido por las tradiciones de la tribu.

Esta es la primera función de la mitología. Pero no solo se trata de una simple reconciliación de la conciencia con los requisitos de su existencia, sino de una reconciliación amorosa y agradecida por su dulzura. Porque, más allá de toda su amargura y dolor, la experiencia primordial del núcleo de la vida es extraordinariamente dulce. Ese es el mensaje afirmativo que nos transmiten mitos y ritos tan terribles.

Luego tuvo lugar, en torno al siglo VIII a.C., lo que yo denomino la Gran Inversión. Personas de cierta sensibilidad descubrieron que no podían seguir afirmando los horrores cotidianos de la vida. Su visión del mundo se refleja en las siguientes palabras de Schopenhauer: «La vida es algo que no debería haber existido».2 La vida es un error fundamental, un error metafísico y cósmico, algo que a muchos les resulta tan espantoso que no dudan en alejarse de ella.

¿Y cuál es la mitología que aparece entonces para reemplazarla? En ese momento es cuando aparecen las mitologías del retiro, del rechazo, de la renuncia y de la negación de la vida. Ahí nos encontramos con el orden mitológico de la huida. Y me refiero a la huida real, a escapar del mundo. Pero ¿cómo podemos dar voz al resentimiento derivado de ese horror, de que la vida no nos da lo que creemos que debería darnos y poner fin, en nosotros mismos, al impulso de vivir? ¿Cómo podemos hacer caso al desencanto de la vida y apagar el impulso de vivir? Los casos del jainismo y del budismo primitivo ilustran perfectamente las mitologías negadoras del mundo y del cosmos que cumplen con esa función.

El jainismo quizás sea la religión más antigua del mundo. Un pequeño número de jainistas vive todavía principalmente en Bombay y sus alrededores. Y su primera ley es ahiṃsā (no violencia), que consiste en no dañar ninguna forma de vida. Paradójicamente se trata, en la India, de un grupo extraordinariamente rico porque, si quieres seguir una carrera que no dañe la vida –al menos físicamente–, la banca es una de las mejores opciones. Así es como han acabado convirtiéndose en una elite pequeña, pero extraordinariamente exitosa.

Como sucede con la mayoría de las sectas negativas, los jainistas están divididos en dos comunidades. Una es la comunidad de seglares, es decir, los miembros que viven todavía en el mundo, y la otra está compuesta por los monjes y monjas, que se ven sustentados por la comunidad. Pero esta última, a decir verdad, no necesita mucho apoyo, porque se retiran al bosque y ponen todo su empeño en escapar.

¿Y cómo lo consiguen? Empiezan renunciando a comer todo lo que parece estar dotado de vida. Obviamente, no comen carne, porque ese es el primero de los tabúes. Pero tampoco comen nada que parezca un vegetal vivo. Dejan de recolectar naranjas y piñas y esperan a que los frutos caigan solos del árbol (¡imaginen lo apetitosa que acaba siendo la dieta de un asceta jaín!) y finalmente solo ingieren hojas muertas y cosas parecidas. Sin embargo, gracias a la respiración yóguica, aprenden a asimilar cada pequeña partícula de alimento.

El segundo objetivo de este tipo de vida es sofocar todo deseo por la vida. La idea consiste en no morir sin antes haber perdido todo deseo por la vida, haciendo que el fin del deseo y el final de la vida coincidan. En los últimos estadios, se comprometen a no dar, cada día, más que un determinado número de pasos y así van caminando cada vez menos, especialmente en el bosque, para no dañar a los hongos, las hormigas y quizá hasta al mismo suelo.

La idea fundamental de esta tradición –y debo decir que se trata de una imagen fantástica del universo– es que todas las cosas son almas o mónadas vivas, como también podemos llamarlas, que se hallan en camino de ascenso. Todo lo que pisamos está vivo, de modo que, después de un gran número de encarnaciones, todo habrá alcanzado una vida humana que pisa algo que está vivo. Creo que esta es una de las imágenes más imponentes del universo en su totalidad, es decir, el creciente número de jīvas o mónadas vivas, algo que siempre me ha hecho pensar en las burbujas que aparecen cuando abrimos una botella de refresco carbonatado. ¿De dónde vienen y a dónde van todas esas burbujas? Vienen de más allá de todas las categorías y van más allá de todas las categorías. Entretanto, sin embargo, mientras viven, están en camino de ascenso.

Así que existen, ante el gran misterio, dos actitudes diferentes. Una es la afirmación completa, que consiste en decir «sí» a todo. Podemos controlar nuestra existencia, nuestro sistema de valores, nuestro rol social, etcétera, pero, en lo más profundo de nuestro corazón, no decimos «no» a nada. La otra consiste en decir «no» a todo y dejar de participar, en la medida de lo posible, en el horror que ello entraña, poniendo todo nuestro empeño en salir de esta situación.

Un tercer sistema emergió, según cuentan los documentos, durante la época del advenimiento del zoroastrismo, es decir, entre los siglos XI y quizás VII a.C. Entonces fue cuando apareció la noción de una divinidad en forma de Ahura Mazda, el señor de la luz y de la verdad, que creó un mundo perfecto, enfrentado a Angra Mainyu, el señor del engaño, que destruye y niega este mundo. Según Zaratustra (o Zoroastro), la restauración de este mundo perfecto está en marcha y podemos participar de ella. Poniendo nuestra vida y acciones a favor del bien y en contra del mal, recuperaremos poco a poco el buen mundo perdido.

Este tipo de creencia perdura en el legado transmitido por la tradición bíblica y la tradición cristiana de la Caída y la Resurrección.

Esta tercera alternativa refleja una mitología correctora según la cual podemos, mediante cierto tipo de acciones, cambiar las cosas. Según esta visión, la plegaria, las buenas acciones y otras actividades pueden ayudarnos a cambiar los principios fundamentales, los requisitos básicos de la existencia. En tal caso, afirmamos el mundo siempre y cuando se atenga a nuestra idea de cómo deben ser las cosas. Pero esta actitud se asemeja a casarse con alguien con la intención de mejorarlo, lo que poco tiene que ver con el matrimonio.

Estas son, en mi opinión, las tres grandes visiones mitológicas de las culturas superiores: una completamente afirmativa, la otra completamente negativa y una tercera que dice: «Aceptaremos el mundo en la medida en que se atenga al modo en que creemos que debe ser». En la actitud progresiva y reformadora que vemos en el mundo que nos rodea pueden advertirse ecos de esta última perspectiva.

Un orden mitológico es un conjunto de imágenes que proporcionan a la conciencia un atisbo del significado de la existencia…, pero la existencia, queridos amigos, simplemente es y carece de todo significado. Sin embargo, en su ansia de significado, la mente no puede jugar a menos que conozca (o establezca) una serie de reglas.

Las mitologías nos presentan juegos a los que jugar: por ejemplo, creer que estamos haciendo esto o haciendo aquello. Gracias al juego, experimentamos, en última instancia, esa cosa positiva que es la experiencia de ser en el ser y de vivir significativamente. Esta es la primera función de la mitología, es decir, despertar en el individuo una sensación de agradecimiento y afirmación respetuosa ante el terrible misterio de la existencia.

Su segunda función es la llamada función cosmológica, que consiste en ofrecernos una imagen del cosmos, una imagen del mundo que nos rodea que evoque y mantenga la experiencia del asombro.

Poco importa en este caso la cuestión de la verdad. Nietzsche decía que lo peor que podemos ofrecer a un hombre de fe es la verdad. ¿Es eso cierto? ¿A quién le importa? En la esfera de las imágenes mitológicas, el punto es que a la persona de fe le gusta de ese modo, porque toda vida está basada en ello. Cuestionemos la autenticidad cosmológica de la imagen arcaica del universo o de la noción de la historia del mundo que sustenta un sacerdote y nos responderá: «¿Quién eres tú, orgulloso intelectual, para dudar de esta cosa extraordinaria sobre la que he erigido mi vida?».

Las personas viven jugando sus juegos y, si asumimos el papel del Señor Perfecto y les decimos «¿Y todo esto para qué sirve?», podemos arruinar su juego. Las imágenes cosmológicas proporcionan el campo en que poder desarrollar el juego que nos ayuda a reconciliar la vida y la existencia con nuestra conciencia o expectativa de significado. Esas son las cosas que pueden ofrecernos una mitología o una religión.

Obviamente, el sistema en cuestión debe tener sentido. Una de las experiencias más sorprendentes de mi vida tuvo lugar durante el vuelo a la Luna del Apolo 10. Justo antes del alunizaje, esos tres hombres extraordinarios estaban orbitando la Luna el día de Navidad. Hablaban de lo árida y estéril que les parecía y, como forma de celebrar la festividad, empezaron a leer el primer libro del Génesis. Ahí estaban esos astronautas, leyendo un antiguo texto que ofrece una visión chata del mundo dividido en tres planos y creado en siete días por un Dios que supuestamente mora en algún lugar por debajo de la esfera que, en ese momento, estaban surcando. El texto habla de separar las aguas superiores de las aguas inferiores en un entorno que, como acababan de comentar, era cualquier cosa menos húmedo. La notable disparidad existente entre la situación física real y la tradición religiosa me impactó esa noche muy profundamente. ¡Me parece lamentable que nuestro mundo siga sin tener nada que despierte, como esos versículos, el corazón de los seres humanos y concuerde, no obstante, con el universo real observable!

Uno de los problemas de la tradición bíblica es que nos habla de un universo postulado, hace 5.000 años, por los sumerios y que, desde entonces, se ha visto reemplazado por dos modelos más. Después de esa visión, hemos pasado por la visión ptolemaica y, desde hace 400 o 500 años, por la visión copernicana, que nos habla del sistema solar y las galaxias. Mitológicamente, sin embargo, seguimos atrapados en esta divertida historieta del primer capítulo del Génesis, que poco tiene que ver con el resto…, ni siquiera con el segundo capítulo del Génesis

La segunda función de la mitología consiste, pues, en ofrecernos una imagen del cosmos que aliente la sensación de respeto místico y explique todo aquello con lo que, en el universo que nos rodea, entramos en contacto.

La tercera función de cualquier orden mitológico consiste, por otra parte, en validar y mantener un cierto sistema sociológico: un sistema de correctos e incorrectos, apropiados e inapropiados, del cual depende la particular unidad social a la que se pertenece para su existencia.

En las sociedades tradicionales, las nociones de ley y orden se ven sostenidas por el marco de referencia del orden cosmológico. Por ello las leyes que rigen el orden social son tan válidas e incuestionables como las que determinan el universo cosmológico. La tradición bíblica, por ejemplo, nos habla de un Dios que creó el universo y entregó a Moisés las tablas de la ley en el monte Sinaí, los Diez Mandamientos, etcétera. La autenticidad, pues, de las leyes sociales de esta sociedad santa es la misma que la de las leyes del universo. No podemos decir «¡No me gusta que el sol salga tan temprano en primavera y en verano! ¡Quisiera que saliese más tarde!», como tampoco podemos decir «No me gusta que, en la misma comida, no pueda ingerir carne y leche». Ambos órdenes de reglas se derivan de la misma fuente y son apodícticas, lo que significa que son incondicionalmente ciertas y es imposible negarlas. Los órdenes sociales de una sociedad tradicional basada en el mito son inamovibles y tan verdaderos y ajenos a la crítica como las leyes del universo. No podemos ir contra ellos a menos que vayamos contra nosotros y nos arriesguemos a nuestra propia destrucción.

Este es el rasgo que caracteriza a las viejas nociones mitológicas de la moral tradicional, una moral que nos viene dada y ante la que no hay convención humana alguna que pueda decir «Esto está anticuado, es absurdo y acabará destruyéndonos. Seamos racionales y cambiémoslo». Ni la Iglesia ni las sociedades tradicionales pueden cambiar ese estado de cosas. Esa es la ley y las cosas son así. A ese problema se enfrenta actualmente el Papa con el tema de la contracepción, que le coloca en la absurda posición de afirmar que sabe lo que Dios piensa al respecto.

Me gustaría transmitirle al Papa un pequeño mensaje que todavía no he tenido ocasión de comunicarle. Cuando Dante, en La divina comedia, entra en el ámbito de la rosa celestial, Beatriz le señala a la multitud allí congregada contemplando esta rosa blanca y gloriosa en cuyo centro se halla la Trinidad (podemos imaginarnos, por ejemplo, un gran estadio de fútbol). Allí se hallan todas las almas creadas para ocupar el lugar de los ángeles caídos. Beatriz le dice entonces a Dante que el lugar está casi lleno. Esto ocurría en 1300 y, desde entonces, han pasado muchas cosas. El Papa no puede haber leído bien ese libro. Es el momento de abandonar todas esas cosas. El mensaje ya ha sido entregado. No es posible seguir manteniendo esa imagen. Ya no debe quedar ninguna plaza libre. Estos son algunos de los problemas a los que nos aboca la tradición bíblica.

Y algo semejante podemos descubrir también en la India, donde existe la idea, no de un Dios creador, sino de brahman, un poder impersonal que trae el universo a la existencia y lo destruye de nuevo. Una parte esencial de ese orden universal son las leyes que gobiernan las diferentes especies de animales y plantas, así como las leyes del orden social indio, el sistema de castas. Esto es algo que no puede ser cambiado, porque se trata de una expresión del orden universal.

En la India actual existe un conflicto entre la tradición de las castas y los tabúes establecidos por la tradición, por una parte, y las leyes laicas del estado indio, por la otra. Hace unos años, el sumo sacerdote de uno de los templos hindúes más importantes dijo: «Si quieres ser británico, abandona el sistema de castas, pero si quieres ser hindú, debes obedecer las escrituras». Y las escrituras afirman que cada casta ocupa un lugar y cumple con una función concreta. En la sociedad tradicional, el orden social forma parte del orden natural y lo mismo es aplicable a los códigos morales. Pero lo que ayer era moralmente aceptado puede haberse convertido hoy en un vicio. No sería la primera vez que, en mi vida, he sido testigo de esta situación.

La cuarta y última función de la mitología es la psicológica. El mito también cumple con la función de acompañar al individuo a través de los distintos estadios de su vida, desde el nacimiento y la madurez hasta la vejez y la muerte. Y esto es algo que la mitología hace ateniéndose al orden social de su grupo, de su visión del cosmos y del espantoso misterio de la existencia.

Las funciones segunda y tercera han acabado viéndose asumidas, en nuestro mundo, por órdenes más seculares. Nuestra cosmología está en manos de la ciencia. La primera ley de la ciencia es que la verdad no puede ser descubierta. Las leyes de la ciencia son meras hipótesis de trabajo. Los científicos saben bien que, en cualquier momento, pueden descubrirse nuevos datos que tornen obsoleta la teoría actual. Eso es algo que sucede de continuo. Es algo muy curioso.

En las tradiciones religiosas, se supone que una doctrina es más verdadera cuanto más vieja, pero en la tradición científica sucede lo contrario, porque un artículo escrito hace diez años ha quedado hoy obsoleto. Existe un continuo progreso. No hay ley ni roca eterna, pues, en la que podamos apoyarnos para descansar. No hay nada parecido. Todo fluye muy deprisa. Y sabemos que las rocas también fluyen, aunque lo hagan mucho más lentamente. Nada perdura. Todo cambia.

En el orden social ya no creemos que nuestras leyes estén dictadas por Dios. Este es un argumento que aún escuchamos ocasionalmente cuando, entre las opiniones en contra del aborto, oímos que Dios ha hablado con el senador Fulano o con el reverendo Zutano. Pero eso ya no tiene mucho sentido. Ya no podemos justificar las leyes de los hombres apelando a la ley de Dios. Compete al Congreso establecer los objetivos a los que debe apuntar el orden social y la institución a la que compete. En nuestra sociedad secular no podemos seguir considerando las funciones cosmológicas y sociológicas como un problema.

En nuestra vida, sin embargo, las funciones primera y cuarta siguen desempeñando un papel que debe, en consecuencia, ser corregido. Tenemos que ir mucho más allá de las viejas tradiciones. En primer lugar, tenemos la cuestión del temor reverencial y, como ya hemos dicho, son tres las actitudes que, al respecto, podemos asumir.

La cuarta función es la pedagógica. Básicamente, la función del orden pedagógico consiste en acompañar al niño hasta la madurez y ayudar luego al anciano a desidentificarse. La infancia es un periodo de obediencia y dependencia. El niño depende de los padres y en ellos busca consejo y aprobación. Pero llega un momento en el que la autoridad del individuo depende de sí. Veamos ahora la diferente actitud con que la tradición y el Occidente contemporáneo se enfrentan a este problema. La idea tradicional es que el adulto que ha pasado de la dependencia a la responsabilidad debe representar y asumir sin criticarlas las leyes de la sociedad. En nuestro mundo, necesitamos desarrollar las facultades críticas del individuo para evaluar el orden social y a nosotros mismos y hacer luego nuestra contribución crítica. Pero esto no significa que debamos tirarlo todo por la borda y mucho menos antes de haber visto de qué se trata.

Veamos esta última función más detenidamente.

El mito y el desarrollo del individuo

La función psicológica es, de las cuatro funciones del mito, la más constante a través de las culturas. Independientemente de que seamos sioux de las grandes praderas norteamericanas del siglo XVIII, congoleños de una antigua jungla africana o urbanitas contemporáneos sumidos en el entorno mecanizado en el que actualmente vivimos los occidentales, todos seguimos, desde la cuna hasta la tumba, un proceso de desarrollo psicológico muy parecido.

El primer rasgo distintivo de la especie humana es el nacimiento prematuro. El ser humano no puede cuidar de sí mismo hasta prácticamente los 15 años. La pubertad llega en torno a los 12, pero la madurez física no lo hace hasta los 20. Durante la mayor parte de este largo arco de vida, el individuo se encuentra en una situación de dependencia psicológica. Se nos enseña de pequeños a reaccionar a cada estímulo y a cada experiencia con un «¿Quién me ayudará?». Y, como dependemos de nuestros padres, cada situación evoca imágenes parentales: «¿Qué querrían, papá y mamá, que hiciese?». Fueron muchas las cosas que Freud dijo en este sentido.

Si queremos obtener un doctorado, por ejemplo, tenemos que permanecer sometidos a la autoridad hasta cumplidos los 45 años. Y ese proceso puede ser interminable. El número de notas a pie de página con que un autor adorna sus textos es un claro índice de su grado de dependencia. Uno debe tener el valor de asumir sus propias creencias y dejar que sean los demás quienes determinen, por sí mismos, nuestra autoridad.

Si comparamos, por ejemplo, los casos del profesor y del atleta que son entrevistados por televisión, veremos que el académico carraspea y vacila innumerables veces, hasta que empezamos a preguntarnos: «Pero ¿qué le pasa a este tipo? ¿Sabrá de verdad algo?». El jugador de béisbol, por el contrario, responde sin ningún problema. Habla con autoridad. Habla con facilidad. Esto es algo que siempre me ha impresionado. El atleta abandonó el nido cuando, a los 17 o 18 años, empezó a destacar, mientras que el pobre profesor permaneció sometido a la autoridad hasta encanecer y ahora es demasiado tarde y casi está a punto de abandonar la escena.

Llega un momento en la vida en que la sociedad pide a esta criatura dependiente que, dejando de refugiarse en el nido, emprenda el vuelo y acabe convirtiéndose en papá o mamá.

Los ritos de pubertad de las culturas antiguas cumplían con la función de propiciar una transformación psicológica sin importar que el individuo supiese sumar 2 + 2 o 962.000 + x. Lo importante era que asumiera, en un instante y sin vacilar, su responsabilidad. La persona que se halla a mitad de camino entre la dependencia y la responsabilidad, la persona que, cuando se encuentra en una encrucijada, no sabe decidir el camino que debe seguir, es el ambivalente, el neurótico.

Los neuróticos son personas que aún no han alcanzado ese umbral psicológico. Su primera respuesta, cuando tienen una experiencia, es: «¿Dónde está papá?», hasta que súbitamente se dan cuenta de que: «¡Oh, pero si yo ya soy papá!». Esos niños de 40 años, llorando en el diván freudiano, son personas cuya primera reacción es la dependencia y que solo después se dicen: «¡Oh, espera un segundo, pero si ya he crecido|».

Son personas atrapadas en una actitud de sumisión a la autoridad y miedo al castigo, mirando siempre hacia arriba en busca de la aprobación o el reproche de los mayores. Luego, súbitamente, en la pubertad, se supone que nos convertimos en adultos y asumimos la responsabilidad de nuestra vida. Se suone que todas las respuestas automáticas que en alguien de 20 años revelan la sumisión a la autoridad acaban conduciendo a asumir la propia autoridad. El rito de iniciación a la pubertad representado por el cachete que, en el momento de la confirmación, da el obispo al niño significa: «Despierta, deja atrás a tu niño y despierta a la madurez».

Entre los aborígenes arandas australianos, por ejemplo, cuando una madre tiene dificultades para controlar a un hijo, las mujeres se reúnen y le propinan una buena azotaina en las piernas con palos. A las pocas semanas, ocurre algo muy interesante, porque todos los hombres, ataviados con ropajes extraños de un aspecto similar al que se les enseña a todos los niños que llevan las divinidades, llegan con bramaderas [zumbadores] y todo tipo de instrumentos ruidosos y aterradores. Los niños corren entonces a refugiarse en sus madres, que simulan protegerlos hasta que llegan los hombres y se los llevan.

Así es como la madre deja de ser buena y el niño debe enfrentarse solo a esa situación. Y debo advertir que la situación no es nada divertida. Llega un momento, por ejemplo, en el que los hombres colocan a los niños tras una fila de arbustos, con la orden explícita de no mirar. A mitad de la noche parece estar ocurriendo, al otro lado, algo muy interesante (danzas y similares). ¿Y qué les ocurre a quienes, pese a esa prohibición, se atreven a mirar? ¡Son asesinados y devorados!

Eliminar a quienes no cooperen con la sociedad que les está apoyando es una forma drástica de acabar con la delincuencia juvenil. Lo malo de este método, obviamente, es que solo sobreviven los buenos chicos y priva a comunidad de talentos originales.

Al cabo de un rato, se permite que esos niños asustados de 12 o 13 años vean la llegada, desde más allá de los arbustos, de un hombre extraño, ejecutando el mito del Canguro Cósmico, y luego aparece el Perro Cósmico y ataca al canguro. Toda esta representación forma parte de la mitología del ancestro totémico. Y, cuando más tranquilo parece estar contemplando el niño el espectáculo, los dos personajes empiezan a abalanzarse una y otra vez sobre él.

Ahora ya no olvidará nunca más al Canguro y al Perro Cósmico. Es cierto que no es un asunto muy sofisticado, pero una vez que el niño entiende esto, no quedan muchas cosas más por entender. Todas las imágenes tempranas depositadas en el padre y la madre se ven así transferidas a las imágenes ancestrales de la tribu.

Hay otros ritos que también son muy interesantes. Cuando el niño es circuncidado, por ejemplo, se le entrega un objeto especial llamado churinga, una especie de amuleto personal que se supone que le protegerá y curará sus heridas. Los hombres alimentan al niño con su propia sangre, le hacen cortes en los brazos y en otras partes y vive sumido en la sangre (come pasteles de sangre, sopa de sangre y acaba cubierto también de sangre).

El niño que atraviesa este ritual ya no es el mismo que quien lo comenzó. Son muchas las cosas que han pasado. Su cuerpo ha cambiado, su psique ha cambiado y se le envía donde están las chicas. Entonces se le asigna una esposa, la hija del hombre que le circuncidó. No tiene otra alternativa. No tiene posibilidad alguna de elegir. No puede decir: «Esta no me gusta. Prefiero aquella». Ahora es un pequeño hombre y se comportará como debe hacerlo un hombre de su tribu.3

Estas sociedades se enfrentan a un problema de supervivencia y el individuo que accede al orden social debe ser iniciado para que sus respuestas espontáneas sirvan a las necesidades de esa sociedad. Es la sociedad la que impone el orden y le obliga a convertirse en un órgano de cierto organismo. Y no cabe, fuera de ese orden, independencia alguna.

La madurez, en las sociedades tradicionales, consiste en aprender a vivir dentro del marco establecido por la tradición cultural. Así es como uno acaba convirtiéndose en un eslabón más de la cadena de transmisión del orden moral. Nos lo imponen, creemos en ello y acabamos imponiéndolo.

En nuestra cultura, tenemos exigencias diferentes. Nosotros esperamos que nuestros alumnos y nuestros hijos sean críticos, utilicen su cabeza, se conviertan en individuos y asuman la responsabilidad de sus vidas. Y aunque haya quienes, en mi opinión, empiezan demasiado pronto, se trata de una situación que alienta una gran potencia creativa. Pero eso también genera, con respecto a nuestras mitologías, un problema nuevo. Y es que, a diferencia de lo que sucede en las culturas tradicionales, nosotros no pretendemos estampar, en la persona, la tradición con tal fuerza que el individuo se convierta en un mero estereotipo. La idea, muy al contrario, consiste en desarrollar la personalidad individual, una cuestión que, por más sorprendente que pueda parecer, constituye un rasgo contemporáneo característico de Occidente.

En la India, por ejemplo, se espera que el individuo haga lo que la tradición espera de una persona de su casta. El rito de satī, tan terrorífico para nuestra sensibilidad, que obliga a la viuda a arrojarse a la pira funeraria en que arde el cuerpo de su esposo fallecido, se deriva de la palabra sánscrita sat, la forma femenina del verbo «ser». La mujer, pues, que cumple con su obligación como esposa es algo precisamente por ser esposa. Y quien desobedece este dharma, este sat, es asat, es decir, «no ser».

Esta es una visión diametralmente opuesta a la de Occidente, porque para nosotros la persona que vive sometida a la autoridad, se identifica con su rol social y no se sale del marco establecido por la tradición es considerada anticuada y retrógrada, es decir, «sin personalidad».

Más tarde, tiene lugar una transformación psicológica a la que todo el mundo debe enfrentarse: el paso de la madurez a la senilidad y el declive de las capacidades. Debido a la sofisticación de la ciencia médica, esta es una transición que, en nuestro caso, ocurre más tarde que en las sociedades primitivas y en las culturas arcaicas superiores. Resulta sorprendente lo temprano que se presenta, en la mayoría de las sociedades, la crisis de la vejez. En cualquiera de los casos, se trata de una crisis que, más pronto o más tarde, siempre llega.

Cuando hemos aprendido lo que nuestros instructores nos han enseñado y erradicamos todos los movimientos del espíritu incompatibles con el orden de nuestra sociedad particular, cuando ya sabemos cómo funcionan las cosas, cómo movernos y cómo dirigir, empezamos a perder el control. Es entonces cuando comienzan a presentarse los problemas de memoria, las cosas se nos caen de las manos, nos sentimos mucho más cansados al finalizar el día, y el sueño empieza a parecernos mucho más atractivo que la acción o, dicho en otras palabras, comenzamos a pensar en la jubilación. Además, uno ve llegar una nueva generación muy vigorosa con un aspecto diferente y piensa: «Bueno, habrá que dejarles paso». De esta situación de desamparo se hacen cargo las mitologías.

Cuando descubrimos que los objetivos a los que un determinado orden social nos había pedido que dedicásemos nuestra energía han cambiado o han dejado de responder a nuestras acciones, entramos en una suerte de picado psicológico. Las energías de la psique vuelven entonces a una profundidad para las que la sociedad no nos ha preparado, la misma profundidad que se cerró cuando accedimos a la madurez.

Y entonces es cuando aflora lo que Freud denominaba «libido disponible» y cobran súbitamente interés las cosas que antes no se nos permitía hacer. Esa es la historia, por ejemplo, del hombre de mediana edad que ha aprendido a hacer todo lo que le dijeron y él creía que debía hacer. Y, como no tiene dificultad alguna para hacer las cosas, dispone de mucho tiempo libre.

¿Qué hace ahora con el tiempo libre? Súbitamente piensa: «¡De cuántas cosas me he privado para conseguir esto!». Los logros, además, le parecen cada vez menos interesantes. No me gusta decir esto a mis alumnos universitarios, pero en realidad no merece la pena. Entonces es cuando uno piensa: «¡A cuántas cosas he renunciado!».

Sea como fuere, papá empieza a ver entonces cosas en las que antes ni siquiera había reparado. Las jóvenes le parecen más hermosas de lo que le parecían en su juventud y la familia empieza a preguntarse: «Pero ¿qué diablos le está pasando a papá?».

Mitos para el futuro

Me parece evidente, por todo lo que llevamos visto hasta ahora, que la mitología cumple con la función de cuidar a una criatura que ha nacido demasiado pronto. La mitología nos ayuda a transitar desde la infancia hasta la madurez, desde la madurez hasta la segunda infancia y finalmente nos acompaña hasta la puerta oscura. Como ya sabemos, la mayoría de las mitologías nos dicen que ahí nos encontraremos con papá y mamá, con los viejos ancestros, con Dios Padre y con la Diosa Madre, que disfrutaremos de todos nuestros amigos y que, en consecuencia, no debemos tenerle miedo. ¡La muerte es, desde esa perspectiva, una suerte de guardería psicológica!

Otros animales que nacen prematuramente son los marsupiales (como el canguro, el ualabí y la zarigüeya) o animales no placentarios, los cuales no permanecen en el útero de su madre el tiempo suficiente para crecer. Nacen unos 18 días después de la gestación y trepan hasta una pequeña bolsa ubicada en el vientre de su madre. Y, aferrándose a un pezón, no salen de esa especie de segundo útero, un «útero con vistas», hasta ser capaces de caminar por su cuenta.

Hace ya mucho tiempo se me ocurrió la idea de que la mitología desempeña en el ser humano una función semejante a la de la bolsa marsupial. Necesitamos mitología como los marsupiales precisan de una bolsa que les permita pasar del estadio de cría indefensa a otro en el que puedan salir de ahí y decir: «¡Et voilà, aquí estoy!».

Pero para contribuir al desarrollo personal la mitología no tiene que ser razonable. Lo que importa, en este sentido, no es que sea verdadera, sino que sea cómoda como una bolsa. Nuestras emociones crecen hasta que nos sentimos lo bastante seguros para salir. Pero la ruptura de esa bolsa que tuvo lugar en nuestro mundo cuando la razón dijo que esos viejos mitos eran absurdos, nos dejó sin este segundo útero.

A ello se debe que haya, hoy en día, tantos nacidos despojados de este segundo útero que se han visto arrojados al mundo demasiado pronto y obligados a sacarse solos las castañas del fuego.

¿Y qué sucede cuando un pequeño feto se ve arrojado prematuramente al mundo? Basta con pensar en un bebé en una incubadora, pero sin la bolsa marsupial proporcionada por la pedagogía mitológica, para entender cómo la psique acaba deformada.

La ciencia, en nuestra tradición moderna, ha desatendido las demandas de nuestras principales religiones. Las afirmaciones cosmológicas de la Biblia se han visto refutadas, porque nos ofrecen una imagen del universo que nada tiene que ver con la que nos brinda el telescopio del observatorio del monte Wilson. Y su visión de la historia es, comparada con la que nos ofrece la mirada de los arqueólogos y paleontólogos, igualmente inadmisible.

El conocimiento proporcionado por la ciencia ha barrido la creencia de que Dios no está en nosotros, sino en esta sociedad sagrada. Nadie puede seguir creyendo sinceramente, hoy en día, en esas cosas, sino que solo lo finge: «Muy bien, pero a mí me gusta ser cristiano».

A mí también me gusta jugar al tenis. Pero como no es ese el modo en que se nos enseña a abordar la cuestión, acabamos desorientados. Y a eso hay que añadir la llegada de ideas orientales, congoleñas y esquimales. Estamos en una época a la que Nietzsche llamaba «la época de las comparaciones». Ya no existe un único horizonte cultural en el que todos crean. Cada uno, dicho en otras palabras, se ve arrojado a un bosque sin ley y no hay verdad que pueda ser presentada de un modo que todos puedan aceptar.

En la ciencia no hay hechos, solo teorías. Y no podemos creer en ellas porque son hipótesis de trabajo provisionales que, apenas aparezca nueva información, pueden verse transformadas. La ciencia nos enseña a permanecer abiertos y no depender de nada.

Pero ¿puede la psique asumir esto?

En la historia de la civilización occidental, hubo una época en la que, como en esta, coexistían mitos culturales contrapuestos. En los últimos años del Imperio romano, el cristianismo de Oriente Próximo se había impuesto al individualismo europeo. Donde la tradición bíblica subrayaba la necesidad de subordinar el yo a la sociedad santa, la tradición europea insistía en la necesidad de valorar la inspiración y el logro individual. En el siglo XII d.C. se abrió en Europa una gran brecha entre estas tradiciones enfrentadas, una brecha perfectamente representada, como sabrán quienes tengan una inclinación literaria, por los romances artúricos en los que los caballeros que desfilan como héroes cristianos son, en realidad, dioses celtas, los dioses del romance de Tristán, en donde Tristán e Isolda, como antes Eloísa, dicen: «Mi amor es mi verdad y, por él, arderé en el infierno».

Este conflicto abocó finalmente, durante el Renacimiento y la Reforma, a la Edad de la Razón y todo lo demás.

Creo que ahora debemos buscar respuestas en los mismos lugares en donde las halló la gente de los siglos XII y XIII, cuando su civilización se estaba hundiendo, es decir, en los poetas y los artistas. Ellos pueden ver más allá de las ruinas de los símbolos del presente y forjar nuevas imágenes transparentes a la trascendencia. Obviamente, esto es algo que no se halla al alcance de todos los poetas y de todos los artistas, porque no hay muchos interesados en las cuestiones mitológicas, los que sí lo están no saben gran cosa y los que saben algo incurren en el error de considerar su vida personal como si se tratara de la vida de la humanidad y su ira, en consecuencia, como si fuese la ira de todos los hombres. Pero ha habido, entre nosotros, grandes artistas que, conscientes del escenario contemporáneo, han ilustrado las grandes ideas elementales, permitiendo que resplandezcan de nuevo, reflejando e inspirando el viaje individual.

Dos grandes artistas que me han guiado en este sentido han sido Thomas Mann y James Joyce en La montaña mágica y Ulises, respectivamente. Los dos han interpretado mitológicamente el escenario contemporáneo, al menos el escenario previo a la I Guerra Mundial. Es más probable que resonemos con las experiencias de Stephen Dedalus y Hans Castorp que con las de san Pablo. Algo parecido –y otras muchas cosas más– hizo san Pablo, pero lo hizo hace ya casi un par de milenios. Ahora no llevamos sandalias ni vamos a caballo –al menos, la mayoría no lo hace– y Stephen y Hans se mueven en un escenario mucho más parecido al nuestro. Ambos forman parte de culturas modernas y tienen experiencias relevantes sobre conflictos y problemas que nos afectan, razón por la cual se convierten en modelos apropiados para reconocer nuestra propia experiencia.