UNA JUSTA DE CABALLEROS
(LIBRO #16 EN EL ANILLO DE EL HECHICERO)
MORGAN RICE
Acerca de Morgan Rice
Morgan Rice tiene el #1 en éxito de ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de once libros (y subiendo); de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspense post-apocalíptica compuesta de dos libros (y subiendo); y de la nueva serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS, compuesta de seis libros. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.
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Algunas opiniones acerca de Morgan Rice
”EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico”.
-Books and Movie Reviews, Roberto Mattos
“Una entretenida fantasía épica”.
-Kirkus Reviews
“Los inicios de algo extraordinario están ahí”.
-San Francisco Book Review
“Lleno de acción... La obra de Rice es sólida y el argumento es intrigante”.
-Publishers Weekly
“Una animada fantasía...Es sólo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para adultos jóvenes”.
--Midwest Book Review
Libros de Morgan Rice
DE CORONAS Y GLORIA
ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1)
REYES Y HECHICEROS
EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)
EL DESPERTAR DEL VALIENTE (Libro #2)
El PESO DEL HONOR (Libro #3)
UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)
UN REINO DE SOMBRAS (Libro #5)
LA NOCHE DEL VALIENTE (Libro #6)
EL ANILLO DEL BRUJO
LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)
UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)
UN DESTINO DE DRAGONES (Libro #3)
UN GRITO DE HONOR (Libro #4)
UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)
UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)
UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)
UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)
UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)
UN MAR DE ESCUDOS (Libro #10)
UN REINO DE ACERO (Libro #11)
UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)
UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)
UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)
UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)
UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)
EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)
LA TRILOGÍA DE LA SUPERVIVENCIA
ARENA UNO: TRATANTES DE ESCLAVOS (Libro # 1)
ARENA DOS (Libro # 2)
LOS DIARIOS DEL VAMPIRO
TRANSFORMACIÓN (Libro # 1)
AMORES (Libro # 2)
TRAICIONADA (Libro # 3)
DESTINADA (Libro # 4)
DESEADA (Libro # 5)
COMPROMETIDA (Libro # 6)
JURADA (Libro # 7)
ENCONTRADA (Libro # 8)
RESUCITADA (Libro # 9)
ANSIADA (Libro # 10)
CONDENADA (Libro # 11)
OBSESIONADA (Libro # 12)
¡Escuche la saga de EL ANILLO DEL HECHICERO en formato de audio libro!
Derechos Reservados © 2014 por Morgan Rice
Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora.
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Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia.
Imagen de la cubierta Derechos reservados Razumovskaya Marina Nikolaevna, utilizada bajo licencia de Shutterstock.com.
ÍNDICE
CAPÍTULO UNO
CAPÍTULO DOS
CAPÍTULO TRES
CAPÍTULO CUATRO
CAPÍTULO CINCO
CAPÍTULO SEIS
CAPÍTULO SIETE
CAPÍTULO OCHO
CAPÍTULO NUEVE
CAPÍTULO DIEZ
CAPÍTULO ONCE
CAPÍTULO DOCE
CAPÍTULO TRECE
CAPÍTULO CATORCE
CAPÍTULO QUINCE
CAPÍTULO DIECISÉIS
CAPÍTULO DIECISIETE
CAPÍTULO DIECIOCHO
CAPÍTULO DIECINUEVE
CAPÍTULO VEINTE
CAPÍTULO VEINTIUNO
CAPÍTULO VEINTIDÓS
CAPÍTULO VEINTITRÉS
CAPÍTULO VEINTICUATRO
CAPÍTULO VEINTICINCO
CAPÍTULO VEINTISÉIS
CAPÍTULO VEINTISIETE
CAPÍTULO VEINTIOCHO
CAPÍTULO VEINTINUEVE
CAPÍTULO TREINTA
CAPÍTULO TREINTA Y UNO
CAPÍTULO TREINTA Y DOS
CAPÍTULO TREINTA Y TRES
CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO
Thorgrin estaba en la proa del elegante barco, agarrado a la barandilla, con el pelo hacia atrás por el viento mientras miraba fijamente al horizonte con un presentimiento cada vez más profundo. Su barco, que habían tomado de los piratas, navegaba tan rápido como el viento podía llevarlo, Elden, O’Connor, Matus, Reece, Indra y Selese manejaban las velas, Angel estaba a su lado y Thor, por más ganas que tuviera, sabía que no podía ir más rápido. Sin embargo, él deseaba que así fuera. Después de todo este tiempo, finalmente sabía con seguridad que Guwayne estaba allí delante, justo después del horizonte, en la Isla de la Luz. Y con la misma certeza, sentía que Guwayne estaba en peligro.
Thor no comprendía cómo podía ser así. Al fin y al cabo, cuando los había dejado, Guwayne estaba a salvo en la Isla de la Luz, bajo la protección de Ragon, un hechicero tan poderoso como su hermano. Argon era el hechicero más poderoso que Thorgrin había conocido jamás –incluso había protegido el Anillo entero- y Thor no sabía cómo Guwayne podía sufrir algún daño mientras estuviera bajo la protección de Ragon.
A no ser que hubiera algún poder por allí del que Thorgrin nunca hubiera oído hablar, el poder de un oscuro hechicero que podía igualar incluso al de Ragon. ¿Podría ser que existiera algún reino, alguna fuerza oscura, algún hechicero malvado del que él no supiera nada?
Pero, ¿por qué iban a por su hijo?
Thor pensaba en el día en que se había ido de la Isla de la Luz a toda prisa, bajo el hechizo de su sueño, tan resuelto a marchar de aquel sitio al romper el alba. Echando la vista hacia atrás, Thor se dio cuenta de que alguna fuerza oscura lo había engañado intentando atraerlo lejos de su hijo. Solo gracias a Lycoples, que todavía estaba volando en círculos por su barco, chillando, desapareciendo en el horizonte y volviendo de nuevo, había vuelto a la Isla y estaba finalmente en la dirección correcta. Thor se dio cuenta de que las señales habían estado delante suyo todo el tiempo. ¿Cómo las había ignorado? ¿Qué oscura fuerza lo había llevado por el mal camino, para empezar?
Thor recordaba el precio que había tenido que pagar: los demonios liberados del infierno, la maldición del señor oscuro según la cual cada uno significaría una maldición en su cabeza. Sabía que le esperaban más maldiciones, más pruebas y tenía la certeza de que esta era una de ellas. Se preguntaba qué otras pruebas le esperaban. ¿Recuperaría alguna vez a su hijo?
“No te preocupes”, dijo una dulce voz.
Thor se dio la vuelta y vio a Angel tirándole de la camisa.
“Todo irá bien”, añadió con una sonrisa.
Thor le sonrió y le puso una mano sobre la cabeza, apaciguado por su presencia, como siempre. Había llegado a querer a Angel tanto como lo haría con una hija, la hija que nunca tuvo. Le tranquilizaba su presencia.
“Y si no es así”, añadió con una sonrisa, ¡yo cuidaré de ellos!”
Levantó con orgullo el pequeño arco que O’Connor le había tallado y le enseñó a Thor cómo sabía echar hacia atrás la flecha. Thor sonreía divertido, mientras ella levantaba el arco hacia su pecho, colocaba temblorosa una pequeña flecha de madera en ella y empezaba a echar la cuerda hacia atrás. Soltó el arco y su pequeña flecha de madera salió volando, temblorosa, por encima de la borda y hacia el océano.
“¿¡Maté algún pez!?” preguntó emocionada mientras corría hacia la barandilla y echaba contenta un vistazo.
Thor estaba allí, mirando hacia las espumosas aguas del mar y no estaba seguro. Pero igualmente sonrió.
“Estoy segura de que lo hiciste”, dijo para reconfortarla. “Quizás incluso un tiburón”.
Thor escuchó un chillido a lo lejos y se puso de nuevo en guardia. Todo su cuerpo se paralizó mientras agarraba la empuñadura de su espada y miraba hacia el agua, examinando el horizonte.
Las gruesas nubes grises lentamente desaparecieron y, al hacerlo, dejaron al descubierto un horizonte que hizo que el corazón de Thor se desplomara: en la distancia, unas negras columnas de humo se levantaban hacia el cielo. Al despejarse más nubes, Thor vio que salían de una isla lejana -no una simple isla, sino una isla con empinados acantilados, que se alzaban hacia el cielo, con una amplia explanada en la cima. Una isla que no podía confundir con otra.
La Isla de la Luz.
Thor sintió un dolor en el pecho al ver el cielo negro lleno de malvadas criaturas, parecidas a las gárgolas gárgolas, rodeando lo que quedaba de la isla, como buitres, sus gritos llenando el aire. Había un ejército de ellos y, bajo ellos, la isla entera estaba en llamas. No quedaba ni un solo rincón intacto.
“¡MÁS RÁPIDO!” gritó Thor contra el viento, sabiendo que era inútil. No se había sentido más desamparado en su vida.
Pero no podía hacer nada más. Observaba las llamas, el humo, los monstruos que se marchaban, escuchaba a Lycoples chillando por allá arriba y supo que era demasiado tarde. Nada podía haber sobrevivido. Todo lo que quedaba en la isla –Ragon, Guwayne, absolutamente todo –seguramente, sin duda alguna, estaría muerto.
“¡NO!” gritó Thorgrin, maldiciendo a los cielos, la espuma del mar le golpeaba en la cara mientras lo llevaba, demasiado tarde, hacia la isla de la muerte.
Gwendolyn estaba sola, de vuelta al Anillo, en el castillo de su madre y, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que algo no estaba bien. El castillo estaba abandonado, vacío, habían quitado todas sus pertenencias; no tenía ventanas, se había perdido el hermoso vitral que una vez las había adornado, dejando tan solo los ranuras en la piedra, la luz del atardecer se colaba. El polvo se arremolinaba en el aire y parecía que aquel lugar no se había habitado en mil años.
Gwen echó un vistazo y vio la panorámica del Anillo, un lugar que una vez había conocido y amado con todo su corazón, ahora desolado, distorsionado, grotesco. Como si no quedara nada bueno vivo en el mundo.
“Hija mía”, dijo una voz.
Gwendolyn se giró y se sorprendió al ver a su madre allí de pie, mirando hacia atrás, con la cara demacrada y enfermiza, apenas era la madre que una vez quiso y recordaba. Era la madre que recordaba en su lecho de muerte, la madre que parecía que había envejecido demasiado en una vida.
Gwen sintió un nudo en la garganta y se dio cuenta, a pesar de todo lo que había sucedido entre ellas, de lo mucho que la echaba de menos. No sabía si era a ella a quien echaba de menos o simplemente ver a su familia, a alguien conocido, el Anillo. Daría lo que fuera por estar de nuevo en casa, por volver a lo conocido.
“Madre” respondió Gwen, apenas creyendo lo que veía ante ella.
Gwen alargó el brazo hacia ella y, al hacerlo, de repente se encontró en otro sitio, en una isla, al borde de un acantilado, que estaba chamuscada y había sido reducida a cenizas. El fuerte olor de humo y azufre colgaba en el aire, quemaba las fosas nasales. Miraba la isla y, cuando las olas de ceniza se disiparon en el aire, echó un vistazo y vio un moisés hecho de oro, calcinado, el único objeto en este paisaje de ascuas y ceniza.
El corazón de Gwen latía con fuerza mientras caminaba hacia delante, muy nerviosa por ver si su hijo estaba allí, si estaba bien. Una parte de ella estaba exultante por llegar allí y cogerlo, apretarlo contra su pecho y no dejarlo ir jamás. Pero otra parte temía que no estuviera allí –o peor, que pudiera estar muerto.
Gwen corrió hacia delante y se inclinó para mirar en el moisés y su corazón se partió al ver que estaba vacío.
“¡GUWAYNE!” exclamó angustiada.
Gwen escuchó un chillido, más arriba, parecido al suyo y, al alzar la vista, vio un ejército de criaturas negras, parecidas a las gárgolas, que marchaban volando. Su corazón se detuvo al ver, en las garras del último, un bebé colgando, que lloraba. Lo llevaban hacia un cielo de penumbra, elevado por un ejército de tinieblas.
“¡NO!” chilló Gwen.
Gwen se despertó gritando. Se incorporó en la cama, intentando adivinar dónde estaba. La tenue luz del amanecer se extendía por las ventanas y le llevó unos cuantos segundos darse cuenta de dónde estaba: la Cresta. El castillo del Rey.
Gwen sintió algo en la mano y, al mirar hacia abajo, vio a Krohn lamiéndole la mano y después reposando la cabeza en su regazo. Le acarició la cabeza mientras estaba sentada en la punta de la cama, respirando con dificultad, orientándose lentamente, con el peso de su sueño encima.
Guwayne, pensó. El sueño había parecido muy real. Ella sabía que era más que un sueño –había sido una revelación. Donde quiera que estuviera, Guwayne estaba en peligro. Alguna oscura fuerza lo estaba abduciendo. Podía sentirlo.
Gwendolyn se puso de pie, perturbada. Más que nunca, sintió la urgencia por encontrar a su hijo, por encontrar a su marido. Más que cualquier otra cosa, quería verlo y abrazarlo. Pero sabía que eso no iba a suceder.
Mientras se secaba las lágrimas, Gwen se puso la bata de seda por encima, atravesó corriendo la habitación, con los adoquines suaves y fríos a sus pies, y se detuvo ante la alta ventana arqueada. Tiró el cristal del vitral hacia ella y, al hacerlo, entró la tenue luz del amanecer, el primer sol que estaba saliendo, inundando el paisaje de escarlata. Era impresionante. Gwen miró hacia fuera, disfrutando de la vista de la Cresta, la inmaculada capital y el interminable paisaje de su alrededor, ondulantes colinas y abundantes viñedos, la mayor abundancia que jamás había visto en un sitio. Más allá, el azul centelleante del lago iluminaba la mañana y, más allá todavía, los picos de la Cresta, formando un perfecto círculo, rodeaban el lugar, que cubierto por la neblina. Parecía un lugar en el que no nada malo podía pasar.
Gwen pensaba en Thorgrin, en Guwayne, en algún lugar más allá de aquellos picos. ¿Dónde estaban? ¿Volvería a verlos alguna vez?
Gwen fue hacia la cisterna, se echó agua en la cara y se vistió rápidamente. Sabía que no encontraría a Thorgrin y a Guwayne sentada en aquella habitación y sentía más que nunca que necesitaba hacerlo. Si alguien podía ayudarla, era quizás el Rey. Él debía tener algún modo de hacerlo.
Gwen recordaba la conversación con él, mientras caminaban por los picos de la Cresta y obsevaron a Kendrick partir, recordaba los secretos que le había revelado. Que estaba muriendo. Que la Cresta estaba muriendo. Pero había más, más secretos que le iba a revelar, pero los interrumpieron. Sus consejeros se lo llevaron por un asunto urgente y, mientras se iba, le prometió que le contaría más y que le pediría un favor. ¿Qué favor era? se preguntaba ella. ¿Qué podía querer de ella?
El Rey le había pedido que se reuniera con él en la sala del trono al romper el alba y ahora Gwen se apresuraba a vestirse, pues sabía que ya llegaba tarde. Sus sueños la habían dejado mareada.
Mientras iba a toda prisa por la habitación, Gwendolyn sintió un retortijón de hambre, la hambruna del Gran Desierto todavía le pasaba factura, y echó un vistazo a la mesa de exquisiteces que le habían preparado –panes, fruta, quesos, postres dulces- y cogió rápidamente algunas cosas para irlas comiendo por el camino. Cogió más de las que necesitaba y, mientras caminaba, le daba la mitad de lo que tenía a Krohn que, gimiendo a su lado, se lo arrebataba de la mano deseoso de alcanzarlo. Ella estaba muy agradecida por esta comida, por la acogida, por el espléndido alojamiento –en algunos aspectos, se sentía como si estuviera de vuelta en la Corte del Rey, en el castillo en el que creció.
Los guardias se pusieron alerta cuando Gwen salió de la habitación, empujando la pesada puerta de madera de roble. Pasó dando largos pasos por delante de ellos, hacia los pasillos tenuemente alumbrados del castillo, las antorchas de la noche todavía quemaban.
Gwen llegó hasta el final del pasillo y subió unas escaleras de caracol de piedra, con Krohn a sus pies, hasta que llegó a los pisos superiores, donde sabía que estaba la habitación del trono del Rey, pues ya empezaba a familiarizarse con el castillo. Corrió hacia otra sala y estaba a punto de pasar por una apertura arqueada en la piedra cuando percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Se echó hacia atrás, sorprendida al ver a una persona entre las sombras.
“¿Gwendolyn?” dijo él con voz suave, demasiado refinado, saliendo de entre las sombras con una pequeña sonrisa petulante en la cara.
Gwendolyn parpadeó, atónita, y tardó un instante en recordar quién era. Le habían presentado a tantas personas en pocos días que todo se había vuelto un poco confuso.
Pero esta era una cara que no podía olvidar. Se dio cuenta de que era el hijo del Rey, el otro gemelo, el que tenía pelo y había hablado en contra de ella.
“Tú eres el hijo del Rey”, dijo, recordando en voz alta. “El tercero más mayor”.
Él sonrió, con una sonrisa pilla que a ella no le gustó, mientras daba un paso adelante.
“En realidad, el segundo más mayor”, le corrigió. “Somos gemelos, pero yo vine primero”.
Gwen lo observó mientras se acercaba un poco más y vio que estaba impecablemente vestido y afeitado, con el pelo peinado, olía a perfume y aceite y vestía la ropa más fina que ella había visto. Tenía aspecto de engreído y apestaba a arrogancia y prepotencia.
“Prefiero que no piensen en mí como un gemelo”, continuó. “Soy un hombre por mí solo. Me llamo Mardig. Es mi destino en la vida haber nacido un gemelo, no lo pude controlar. El destino, diría, de las coronas”, concluyó filosóficamente.
A Gwen no le gustaba estar en su presencia, todavía dolida por su trato la noche anterior y sentía que Krohn estaba tenso a su lado, con los pelos de la nuca erizados mientras se frotaba contra su pierna. Estaba impaciente por saber qué quería.
“¿Siempre merodea por las sombras de estos pasillos?” preguntó ella.
Mardig sonreía con aires de superioridad mientras se acercaba más, demasiado para ella.
“Al fin y al cabo, es mi castillo”, respondió, defendiendo su territorio. “Saben que deambulo por aquí”.
“¿Su castillo?” preguntó. “¿Y no es de su padre?”
Su expresión se volvió sombría.
“Todo a su tiempo”, respondió enigmáticamente y dio otro paso hacia delante.
Gwendolyn dio un paso hacia atrás involuntariamente, pues no le gustaba su presencia, mientras Krohn empezaba a gruñir.
Mardig miró a Krohn con desprecio.
“¿Sabía que los animales no pueden dormir en nuestro castillo?” respondió.
Gwen frunció el ceño enojada.
“Su padre no tuvo ningún recelo”.
“Mi padre no impone las normas”, respondió él. “Lo hago yo. Y la guardia del Rey está bajo mi mando”.
Ella frunció el ceño, frustrada.
“¿Por eso me ha parado aquí?” preguntó ella, enojada. “¿Para cumplir con el control sobre los animales?”
Él frunció el ceño en respuesta al darse cuenta de que, quizás, había topado con un igual. La miró fijamente, con los ojos clavados en ella, como si la estuviera analizando.
“No existe ni una sola mujer en la Cresta que no me desee”, dijo. “Y, sin embargo, no veo la pasión en sus ojos”.
Gwen lo miró boquiabierta, horrorizada, al darse cuenta finalmente de qué iba todo aquello.
“¿Pasión?” repitió, avergonzada. “¿Y por qué tendría que sentirla? Estoy casada y el amor de mi vida pronto regresará a mi lado”.
Mardig rió fuerte.
“¿Ah, sí?” preguntó. “Por lo que he oído, hace mucho tiempo que murió. O tanto tiempo que está perdido para usted, que nunca regresará”.
Gwendolyn lo miró enfurecida, mientras su enfado iba en aumento.
“Y aunque no regresara nunca”, dijo ella, “nunca estaría con otro. Y menos aún con usted”.
Su expresión se ensombreció.
Ella se dio la vuelta para irse, pero él le agarró el brazo. Krohn gruñó.
“Aquí yo no pido lo que quiero”, dijo. “Lo cojo. Está en un reino extranjero, a la merced de un anfitrión extranjero. Sería sabio por su parte complacer a sus captores. Al fin y al cabo, sin nuestra hospitalidad, estaría tirada en el desierto. Y existen un montón de circunstancias desafortunadas que pueden acontecer por accidente a una invitada, incluso con el mejor intencionado de los anfitriones”.
Ella lo miró con el ceño fruncido, había visto muchas amenazas reales en su vida como para asustarse de estas advertencias insignificantes.
“¿Captores?” dijo ella. ¿Es así como nos llama? Yo soy una mujer libre, por si no se había dado cuenta. Me podría ir de aquí ahora mismo si así lo decidiera”.
Él rió, haciendo un terrible ruido.
“¿Y hacia dónde iría? ¿De vuelta al Desierto?”
Él sonrió y negó con la cabeza.
“Puede que técnicamente sea libre de marchar”, añadió. “Pero permítame que le pregunte algo: cuando el mundo es un lugar hostil, ¿dónde la deja esto?”
Krohn gruñó con malicia y Gwen podía sentir que estaba a punto de saltar. Se sacudió la mano de Mardig de encima indignada y posó una mano en la cabeza de Krohn, reteniéndolo. Y entonces, cuando miró de nuevo a Mardig con una mirada asesina, tuvo una repentina percepción.
“Dígame una cosa, Mardig”, dijo con la voz dura y fría,. “¿Por qué no está usted allá fuera, luchando con sus hermanos en el desierto? ¿A qué se debe que es usted el único que se ha quedado atrás? ¿Es que el miedo le domina?”
Él sonrió, pero bajo su sonrisa ella notaba la cobardía.
“La caballerosidad es para los estúpidos”, respondió él. “Estúpidos cómodos, que preparan el camino a los demás para que consigamos lo que queremos. Cuélguele el nombre de “caballerosidad” y los podrá usar como marionetas. A mí no pueden utilizarme tan fácilmente”.
Él lo miró, enojada.
“Mi marido y nuestros Plateados se ríen de un hombre como usted”, dijo ella. “No duraría ni dos minutos en el Anillo”.
Gwen miraba de él a la entrada que estaba tapando.
“Tiene dos opciones”, dijo ella. “Puede apartarse de mi camino, o Krohn tomará el desayuno que con tanto entusiasmo desea. Creo que su tamaño es perfecto para él”.
Él echó un vistazo a Krohn y vio que le temblava el labio. Se apartó hacia un lado.
Pero ella todavía no se marchó. En cambio, dio un paso adelante y se acercó a él mirándolo con desprecio pues quería decirle lo que pensaba.
“Puede que esté al mando de su pequeño castillo”, gruñó de manera amenazante, “pero no olvide que habla con una Reina. Una Reina libre. Nunca responderé ante usted, nunca responderé ante nadie más mientras viva. Esto ya se ha acabado. Y esto me hace muy peligrosa –mucho más peligrosa que vos”.
El Príncipe la miró fijamente y, ante su sorpresa, sonrió.
“Usted me gusta, Reina Gwendolyn”, respondió él. “Mucho más de lo que pensaba”.
A Gwendolyn le latía fuerte el corazón mientras observaba cómo él se daba la vuelta y se iba, escurriéndose en la oscuridad, desapareciendo en el pasillo. Mientras sus pasos resonaban y se desvanecían, ella se preguntaba: ¿qué peligros acechaban en aquella corte?
Kendrick cabalgaba por el árido paisaje del desierto, con Brandt y Atme a su lado, acompañados por su media docena de Plateados, lo único que quedaba de su hermandad del Anillo, cabalgando juntos como en los viejos tiempos. Mientras cabalgaban, adentrándose cada vez más en el Gran Desierto, Kendrick se sentía agobiado por la nostalgia y la tristeza; esto le hacía recordar su apogeo en el Anillo, rodeado de Plateados, de hermanos de armas, cabalgando hacia la batalla junto a miles de hombres. Él había cabalgado con los mejores caballeros que el reino podía ofrecer, a cual mejor, y a todos los lugares a los que había llegado cabalgando, las trompetas sonaban y los aldeanos corrían a recibirle. Él y sus hombres eran bienvenidos en todas partes y siempre se quedaban despiertos hasta tarde contando de nuevo las historias de batallas, de valentía, de refriegas con monstruos que aparecían del cañón –o peor, de más allá de lo desolado.
Kendrick parpadeó, tenía polvo en los ojos y volvió a la realidad. Ahora estaba en una época diferente, en un lugar diferente. Echó un vistazo y vio a los ocho hombres de los Plateados y esperaba ver a miles más a su lado. Pero la realidad pronto se hizo evidente al darse cuenta de que aquellos ocho eran lo único que quedaba y entendió cuánto había cambiado. ¿Recuperarían alguna vez aquellos días de gloria?
La idea de Kendrick sobre qué hace a un guerrero había cambiado a lo largo de los años y, estos días, sentía que lo que hacía a un guerrero no era solo la habilidad y el honor, sino la constancia. La habilidad de continuar. La vida, de alguna manera, te cubría de muchos obstáculos, desgracias, tragedias, pérdidas y, sobre todo, de muchos cambios; él había perdido más amigos de los que podía contar y el rey por el que había vivido siempre ya no vivía. Su verdadera patria había desaparecido. Y aún así, él continuaba, incluso cuando no sabía para qué. Él sabía que lo estaba buscando. Y era esta habilidad para continuar, quizás por encima de todo, lo que hacía a un guerrero, lo que hacía que un hombre soportara la prueba del tiempo cuando muchos otros abandonaban. Esto es lo que separaba a los verdaderos guerreros de los fugaces.
“¡PARED DE ARENA AL FRENTE!” gritó una voz.
Era una voz extraña, una a la que Kendrick todavía se estaba acostumbrando, y al echar un vistazo vio a Koldo, el hijo mayor del Rey, destacando entre el grupo por su piel negra, dirigiendo al grupo de soldados de la Cresta. Durante el breve tiempo que hacía que lo conocía, Koldo ya se había ganado el respeto de Kendrick, al observar la manera en que dirigía a sus hombres y el modo en que estos lo admiraban. Era un caballero al lado del cual Kendrick se sentía orgulloso de cabalgar.
Koldo señaló hacia el horizonte y, al echar un vistazo, Kendrick vio lo que estaba señalando –de hecho, lo oyó antes de verlo. Era un silbido estridente, como un huracán y Kendrick recordó el tiempo que estuvo en el Desierto, cuando fue arrastrado a través de él medio inconsciente. Recordaba las furiosas arenas, agitándose como un tornado que nunca se iba, formando un sólido muro que se alzaba hasta el cielo. Parecía impenetrable, como una pared de verdad, y ayudaba a ocultar la Cresta del resto del Imperio.
Mientras el silbido crecía, Kendrick temía volver a entrar.
“¡PAÑUELOS!” ordenó una voz.
Kendrick vio que Ludvig, el mayor de los gemelos del Rey, estiraba una larga malla de tela blanca y se envolvía la cara con ella. Uno a uno los otros soldados siguieron su ejemplo e hicieron lo mismo.
A su lado apareció cabalgando el soldado que se había presentado a sí mismo como Naten, un hombre que a Kendrick no le había gustado desde el primer momento. Se mostró rebelde e irrespetuoss hacia el mando que le habían asignado a Kendrick.
Naten sonreía con aires de superioridad mientras se acercaba a Kendrick y sus hombres cabalgando.
“Crees que diriges esta misión”, dijo, “solo porque el Rey te la asignó. Pero todavía no sabes lo suficiente para protegera tus hombres del Muro de Arena”.
Kendrick le lanzó una mirada de furia al hombre, veía que en sus ojos había un odio hacia él que él no había provocado. Al principio, Kendrick pensó que quizás se había sentido amenazado por él, un extraño, pero ahora veía que simplemente era un hombre al que le encantaba odiar.
“¡Dale los pañuelos!” gritó Koldo a Naten impaciente.
Después de que pasara más tiempo y el muro se acercara todavía más, mientras la arena se enfurecía, Naten finalmente se acercó y lanzó el saco de pañuelos a Kendrick, golpeándole bruscamente en el pecho mientras cabalgaba.
“Repártelos entre tus hombres”, dijo, “o el muro os cortará en pedazos. Tú decides, a mí realmente no me importa”.
Naten se fue cabalgando, dando la vuelta para ir hacia sus hombres y Kendrick repartió rápidamente los pañuelos a sus hombres, acercándose cabalgando al lado de cada uno de ellos y entregándoselos. Entonces Kendrick se envolvió su propio pañuelo en la cabeza y en la cara, como hacían los soldados de la Cresta, dando más y más vueltas hasta que lo sentía seguro pero aún podía respirar. Apenas podía ver a través de él, ocultaba el mundo, que se veía borroso a la luz.
Kendrick se preparaba a medida que se iban acercando y el ruido de los remolinos de arena se volvía ensordecedor. Cuando ya habían avanzado casi cincuenta metros, el aire se llenó con el ruido de la arena golpeando las armaduras. Un instante después, la sintió.
Kendrick se metió en el Muro de Arena y fue como meterse dentro de un océano de arena removido. El ruido era tan fuerte que apenas podía escuchar el sonido de su propio corazón, pues la arena cubría cada centímetro de su cuerpo, luchando por entrar, por destrozarlo. Los remolinos de arena eran tan intensos que no podía ver a Brandt y Atme, que estaban tan solo a unos metros a su lado.
“¡SEGUID CABALGANDO!” gritó Kendrick a sus hombres, mientras se preguntaba si alguno de ellos podía oírlo, tranquilizándose a él mismo igual que a los demás. Los caballos relinchaban como locos, iban más lentos, actuaban de forma extraña y Kendrick bajó la vista y vio que les estaba entrando arena en los ojos. Le dio una patada más fuerte y rezó para que su caballo no se quedara allí parado.
Kendrick siguió avanzando más y más, pensando que aquello nunca acabaría y, entonces, por fin, gracias a Dios, salió. Salió al otro lado, junto a sus hombres, de vuelta al Gran Desierto, el cielo abierto y el vacío lo estaban esperando para recibirlo al otro lado. El Muro de Arena gradualmente se calmó mientras se alejaban cabalgando y, a medida que volvía la tranquilidad, Kendrick se dio cuenta de que los hombres de la Cresta lo miraban a él y a sus hombres sorprendidos.
“¿Pensabáis que no sobreviviríamos?” preguntó Kendrick a Naten mientras este lo miraba boquiabierto.
Naten se encogió de hombros.
“Me hubiera dado igual”, dijo, y se fue cabalgando con sus hombres.
Kendrick intercambió una mirada con Brandt y Atme, mientras todos ellos se preguntaban de nuevo por los hombres de la Cresta. Kendrick sentía que el camino hasta ganarse su confianza sería largo y duro. Al fin y al cabo, él y sus hombres eran extranjeros y habían sido los que habían creado ese rastro y les habían causado el problema.
“¡Hacia delante!” exclamó Koldo.
Kendrick alzó la vista y vio allí, en el desierto, el rastro que habían dejado él y los demás del Anillo. Vio todas sus pisadas, ahora endurecidas por la arena, dirigiéndose hacia el horizonte.
Koldo se detuvo donde acababan e hizo una pausa, igual que todos los demás, sus caballos respiraban con dificultad. Todos miraron hacia abajo, examinándolas.
“Esperaba que el desierto las hubiera borrado”, dijo Kendrick, sorprendido.
Naten lo miró con desprecio.
“Este desierto no borra nada. Nunca llueve y lo recuerda todo. Estas huellas vuestras los hubieran llevado hacia nosotros y eso hubiera llevado a la Cresta a la ruina”.
“Deja de atosigarle”, dijo Koldo a Naten de manera amenazante, con una severa voz autoritaria.
Todos se giraron al verlo allí cerca y Kendrick se sintió muy agradecido hacia él.
“¿Por qué debería hacerlo?” respondió Naten. “Esta gente crearon este problema. Ahora mismo podría estar de vuelta en la Cresta, sano y salvo”.
“Sigue así”, dijo Koldo, “y te mandaré a casa ahora mismo. Te echaremos de nuestra misión y le contaremos al Rey por qué trataste al comandante que él designó sin respeto”.
Naten, finalmente, bajó sus humos, bajó la vista y se fue cabalgando hacia el otro lado del grupo.
Koldo miró a Kendrick y le hizo una señal de respeto con la cabeza, de comandante a comandante.
“Le pido disculpas por la insubordinación de mis hombres”, dijo. “Como seguramente ya sabrá, un comandante no puede responder siempre por todos sus hombres”.
Kendrick le hizo una señal de respeto con la cabeza, admiraba a Koldo más que nunca.
“¿Es este el rastro de su pueblo?” preguntó Koldo mientras miraba hacia abajo.
Kendrick asintió con la cabeza.
“Eso parece”.
Koldo suspiró y se dio la vuelta para seguirlo.
“Lo seguiremos hasta que termine”, dijo. “Una vez lleguemos al final, retrocederemos y lo eliminaremos”.
Kendrick se quedó perplejo.
“Pero ¿no dejaremos nuestra propia marca al volver?”
Koldo hizo un gesto a Kendrick para que siguiera su mirada y este vio varios aparatos, que parecían rastrillos, sujetos a la parte posterior de los caballos de sus hombres.
“Escobas”, explicó Ludvig, acercándose al lado de Koldo. “Borrarán nuestro rastro mientras nosotros cabalgamos”.
Koldo sonrió.
“Esto es lo que nos ha mantenido invisibles a los enemigos durante siglos”.
Kendrick admiró los ingeniosos aparatos y se oyó el grito de los hombres mientras todos daban una patada a sus caballos, se daban la vuelta y seguían el rastro, galopando a través del desierto, de vuelta al Gran Desierto, hacia un horizonte de vacío. A su pesar, Kendrick echó la vista hacia atrás mientras se iban, dio una última mirada al Muro de Arena y, por alguna razón, le inundó la sensación de que nunca jamás volverían.
Erec estaba en la proa del barco, con Alistair y Strom a su lado, y observaba con preocupación que el río se estrechaba. Siguiéndolos de cerca estaba su pequeña flota, todo lo que quedaba de lo que había partido de las Islas del Sur, todos abriéndose camino como una serpiente por este río interminable, adentrándose más y más en el corazón del Imperio. En algunos puntos, este río era ancho como el océano, sus bancos se perdían de vista y las aguas eran claras; pero ahora Erec veía que se estrechaba en el horizonte, cerrándose en un cuello de botella de quizás menos de veinte metros de ancho y sus aguas se volvían turbias.
El soldado profesional que Erec llevaba dentro estaba en máxima alerta. No le gustaban los espacios confinados cuando llevaba a sus hombres y sabía que el río que se estrechaba haría a su flota más susceptible a una emboscada. Erec miró hacia atrás por encima de su hombro y no vio ni rastro de la enorme flota del Imperio de la que habían escapado en el mar; pero esto no significaba que no estuvieran por allí, en alguna parte. Sabía que no dejarían de buscarlo hasta que lo encontraran.
Con las manos en las caderas, Erec miró se dio la vuelta y entrecerró los ojos, estudiando las desoladas tierras que había a ambos lados, extendiéndose sin fin, una tierra de arena seca y piedras duras, sin árboles, sin señal de ninguna civilización. Erec examinó los bancos del río y agradeció que, por lo menos, no divisó ningún fuerte ni ningún batallón del Imperio situado a lo largo del río. Quería llevar a su flota río arriba hasta Volusia lo más rápido posible, encontrar a Gwendolyn y a los demás y liberarlos –y salir de allí. Los llevaría, atravesando el mar, de vuelta a las Islas del Sur, donde podría protegerlos. No quería distracciones durante el camino.
Sin ambargo, por otro lado, el ominoso silencio, el paisaje desolado, también le preocupaba: ¿se estaba escondiendo el Imperio por allí, esperando para una emboscada?
Erec sabía que todavía existía un peligro más grande que estar a la espera del ataque del enemigo y era morir de hambre. Era una preocupación mucho más urgente. Estaban atravesando lo que era esencialmente una tierra desértica y todas las provisiones que tenían allá abajo prácticamente se habían acabado. Mientras Erec estaba allí, podía oír cómo rugía su barriga, pues se habían racionado a una comida por día durante demasiados días. Sabía que si no aparacía un botín pronto en el paisaje, tendría un problema mucho más grande en sus manos. ¿Se acabaría alguna vez este río? se preguntaba. ¿Y si nunca encontraban Volusia?
Y peor: ¿Y si Gwendolyn y los demás ya no estaban allí? ¿O ya habían muerto?
“¡Otro!” exclamó Strom.