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EL MUNDO PERDIDO

/ CAPÍTULO 1

NECESITABA SER UN HÉROE

Lo que viví y que voy a contar a continuación se lo debo a una persona en particular: Gladys Hungerton. Ella, de quien estaba profundamente enamorado, me empujó a esta aventura. Todo comenzó el día en que, por fin, me decidí a confesarle mi amor… y me rechazó.

–Tengo el presentimiento de que te vas a declarar, Ned –me dijo–. Y preferiría que no lo hicieras. Nuestra amistad es tan linda… ¡Sería una lástima echarla a perder! ¿No ves qué importante es que un chico y una chica puedan hablar sinceramente, como nosotros?

–No, Gladys... Yo puedo hablar con... con el jefe de redacción de La Gaceta. –No me imagino por qué di este ejemplo absurdo, que nos hizo reír a los dos–. Pero a ti… a ti quiero abrazarte y quiero...

Al ver que me proponía hacer realidad mis deseos, ella saltó de su silla y se quejó:

–¡Qué pena, Ned! Lo arruinaste todo.

–No elijo lo que siento –me defendí–. ¡Es el amor!

–Pero yo no estoy enamorada. Nunca me he enamorado –aclaró, lamentablemente.

–¿Y por qué no puedes enamorarte de mí? ¿Es por mi aspecto?

–No es eso. Es por algo más profundo.

–¿Mi carácter? –le pregunté, cada vez más desesperado.

Ella asintió, volvió a sentarse y me explicó:

–Es que estoy enamorada de otro. No es alguien en particular, sino un hombre ideal.

–¿Y cómo es ese hombre? ¿Qué hace? Dime cómo te gustaría que fuese...

–Está bien –respondió, riéndose de mi pedido–. En primer lugar, mi hombre ideal no hablaría como tú. Él sería más recio, más indiferente. Y lo más importante: debería ser capaz de mirar a la muerte cara a cara, sin temer. Tendría que realizar actos realmente heroicos, para que sus hazañas se reflejaran en mí y me hicieran famosa.

Sus ideas eran extrañas, pero se la notaba convencida. Buscaba un héroe que fuera admirado y que, sobre todo, hiciera que el mundo admirara a su esposa.

–No todos podemos ser héroes –es lo que pude responder–. Ni se presentan oportunidades todos los días. Por lo menos, yo nunca las tuve.

–Sin embargo, las oportunidades están a nuestro alrededor. Y los hombres de los que te hablo las buscan. Hay muchos actos heroicos esperando. Los hombres deben realizarlos y las mujeres debemos recompensarlos con nuestro amor. Piensa en los grandes héroes de la historia. ¡Y en sus mujeres! ¡Cómo las habrán envidiado otras mujeres! Esto es lo que me gustaría: que me envidiaran por mi hombre. Por ejemplo, el mes pasado me comentaste lo de la explosión en la mina de carbón. ¿Por qué no bajaste para ayudar a esa gente, a pesar del peligro?

–Lo hice. No te lo dije porque no quería alardear.

Ella me miró con más interés.

–Fuiste valiente.

–Tuve que hacerlo. Si uno quiere escribir un buen reportaje, tiene que estar donde suceden las cosas.

–¿Bajaste a la mina sólo por el reportaje? ¡Qué materialista! Eso le quita todo el romanticismo. Supongo que soy una tonta, pero estoy convencida de que, si me caso, lo haré con un hombre famoso.

–¡Dame una oportunidad y la aprovecharé! –le rogué.

–¿Por qué no? –respondió.

–¿Y si llego a...?

Su mano se posó como tibio terciopelo sobre mis labios.

–Ni una palabra más. Vete. Hace media hora que deberías estar en el periódico. Algún día, cuando ganes tu lugar en el mundo, volveremos a hablar.

Y así fue cómo, aquella noche de noviembre, terminé persiguiendo el tranvía, con el corazón estallándome en el pecho y con la firme decisión de no dejar pasar ni un día sin intentar realizar una hazaña digna de mi dama.

Pero nadie en el mundo habría imaginado lo increíble que iba a ser esa hazaña, ni el extraño camino que me llevaría a realizarla.

Fin capítulo 1

/ CAPÍTULO 2

PRUEBE SUERTE CON EL PROFESOR CHALLENGER

Un rato después, ya estaba en La Gaceta, decidido a embarcarme, esa misma noche, en una aventura digna de mi Gladys.

Cuando entré en su despacho, McArdle, el jefe de redacción, se subió los anteojos más arriba de su frente calva y me saludó:

–Bueno, señor Malone, parece que está haciendo las cosas bien. Lo de la mina de carbón estuvo excelente. Y también lo del incendio en el puerto. Sus descripciones realistas tienen estilo. ¿Para qué quería verme ahora?

–Para pedirle un favor.

–¡Vaya, vaya! ¿Y de qué se trata?

–¿Podría enviarme en alguna misión especial? Me esforzaría para traerle buenos artículos.

–¿En qué clase de misión está pensando, señor Malone?

–En cualquiera que tenga aventuras y peligros. Y cuanto más difícil, mejor.

–Parece que está deseando perder la vida.

–Justificar mi vida, señor McArdle.

–Es muy valiente de su parte. Pero las “misiones especiales” se encargan a periodistas con más experiencia y que se han ganado la confianza del público. Además, esos territorios desconocidos que antes llenaban los mapas ya fueron descubiertos y no quedan lugares para las aventuras novelescas. Sin embargo… ¡Espere un poco! –exclamó, de pronto, mientras una sonrisa asomaba en su rostro–. Eso que le dije de los territorios desconocidos me dio una idea. ¿Le interesaría desenmascarar a un farsante y ponerlo en ridículo? ¡Usted podría demostrar la clase de individuo que es ese mentiroso! ¿Le interesa?

–Me interesa cualquier cosa y en cualquier lugar –respondí, ansioso.

Durante unos minutos, McArdle se quedó en silencio, meditando, hasta que por fin continuó:

–Espero que pueda entablar un contacto amistoso con ese individuo. O por lo menos, dialogar. Usted parece tener facilidad para relacionarse con la gente. Supongo que es una cuestión de edad, o de simpatía, o de algo por el estilo. Entonces, ¿por qué no prueba suerte con el profesor Challenger?

Debo reconocer que el nombre me asustó y, por eso, exclamé:

–¡¿El profesor Challenger?! ¡¿El famoso zoólogo?! ¿No fue el que le rompió la cabeza a Blundell, el cronista de El Telégrafo?

El jefe de redacción sonrió.

–¿Y eso le importa? ¿No me dijo que buscaba aventuras?

–En este oficio hay que hacer frente a todo –le contesté, avergonzado.

–Exacto. Y supongo que el carácter del profesor no será siempre tan violento. Blundell lo habrá encontrado en un mal día o lo habrá encarado de manera equivocada. Tal vez usted tenga más suerte o más tacto.

–La verdad es que no sé nada de ese hombre –reconocí.

–Tengo algunas notas que le servirán. Vengo investigando al profesor desde hace tiempo. –McArdle sacó un papel del cajón de su escritorio y leyó–: «Antecedentes de Challenger, George Edward. Lugar y fecha de nacimiento: Largs, 1863. Estudios: Academia de Largs y Universidad de Edimburgo. Actividad: Ayudante en el Museo Británico, 1892. Ayudante del Departamento de Antropología Comparada, 1893 (renunció el mismo año, después de un conflicto). Premiado con la Medalla de Crayston por investigaciones zoológicas. Miembro extranjero de la Sociedad Belga, la Academia de Ciencias de La Plata... (y una larga lista de nombres). Expresidente de la Sociedad Paleontológica, la Asociación Británica (¡etc., etc.!). Publicaciones: Algunas observaciones sobre cráneos de calmucos: esbozos de la evolución vertebrada; La falacia básica del Weissmannismo, que ocasionó una acalorada discusión en el Congreso de Zoología de Viena, y muchos otros escritos. Pasatiempos: caminatas, alpinismo. Dirección: Parque Enmore, Kensington, Oeste». Llévese esto. Hoy, no tengo nada más para usted.

Me metí la hoja en el bolsillo. Pero antes de salir de la oficina, le dije:

–Un momento. No tengo muy claro de qué debo hablar con este caballero. ¿Qué hizo?

–Hace dos años realizó una expedición solitaria y regresó el año pasado. Indudablemente, estuvo en Sudamérica, pero se negó a revelar exactamente dónde. Contó sus aventuras sin dar muchos detalles, hasta que alguien comenzó a señalar contradicciones. Entonces, cerró la boca como una ostra. O el hombre es un campeón del embuste –que sería lo más probable– o le sucedió algo realmente extraordinario. Tenía unas fotografías deterioradas, que sus colegas consideraron fraudulentas. Y se ha vuelto tan susceptible que agrede a todos los que le hacen preguntas, especialmente a los periodistas. En mi opinión, se trata de un homicida presuntuoso, con inclinación por la ciencia. Este es su hombre, Malone. Ahora vaya y vea lo que puede hacer. Ya es bastante grandecito como para cuidarse.

Me fui caminando hasta el Club Savage. Pero antes de entrar, saqué el papel y volví a leer los datos sobre el profesor Challenger. Entonces, tuve algo así como una ráfaga de inspiración. Por lo que había dicho McArdle, si le decía que era un periodista, el pendenciero profesor jamás me daría una entrevista. Pero estaba claro que se trataba de un fanático de la ciencia. ¿Tal vez ese tema me permitiría acercarme a él? Probaría.

En el club, encontré a la persona que buscaba: Tarp Henry, redactor de Nature y un ser lleno de generosidad. De inmediato, entré en tema.

–¿Qué sabes del profesor Challenger? –le pregunté.

–¿Challenger? –frunció el ceño con un gesto de desaprobación–. Challenger es el hombre que volvió de América del Sur contando unas historias increíbles.

–¿Qué historias?

–Una serie de locuras… Dijo que había descubierto unos animales ridículos. Creo que después se retractó. O dejó de hacer comentarios al respecto. Les dio una entrevista a los de la agencia de noticias Reuters y se produjo un verdadero escándalo. Fue algo vergonzoso. Al principio, algunos le creyeron. Pero él se encargó de disuadirlos enseguida.

–¿Cómo?

–Con su insoportable brutalidad. Por ejemplo, el pobre Wadley, del Instituto de Zoología, le envió un mensaje que decía más o menos así: «El presidente del Instituto de Zoología presenta sus respetos al profesor Challenger y recibiría como un favor personal que le hiciese el honor de asistir a la próxima sesión». La respuesta fue: «El profesor Challenger presenta sus respetos al presidente del Instituto de Zoología y recibiría como un favor personal que se fuera al demonio».

–¡Qué bárbaro!

–Sí, creo que eso fue lo que dijo el viejo Wadley.

–¿Sabes algo más sobre Challenger?

–Mira, yo soy bacteriólogo. Vivo en un microscopio y me siento fuera de lugar cuando salgo del laboratorio y me pongo en contacto con ustedes, los seres de gran tamaño. Estoy alejado de los chismes aunque algo oí sobre Challenger, porque es uno de esos hombres a los que nadie puede ignorar. Es muy inteligente y está lleno de energía. Pero también es un pendenciero y un chiflado sin escrúpulos. En ese asunto de Sudamérica hasta llegó a falsificar fotografías.

–Dices que es un chiflado. ¿Cuál es su chifladura preferida?

–Tiene miles, pero la más reciente es algo acerca de las teorías de la evolución. En Viena, armó un escándalo terrible con eso. Si quieres leer las actas, tengo una traducción en mi oficina.

–Es lo que necesito. Tengo que hacerle un reportaje y ando buscando algo que me guíe hasta él.

Media hora más tarde, estaba sentado en la redacción de Nature con un grueso libro frente a mí, abierto en el artículo “Weissmann versus Darwin. Vivas protestas en el Congreso de Viena. Bulliciosas sesiones”. Era evidente que Challenger había tratado el tema de manera muy agresiva, fastidiando a sus colegas. “Protestas”, “alboroto” y “quejas” fueron las primeras palabras que me llamaron la atención. Pero mis conocimientos científicos eran bastante limitados y la mayor parte del texto me resultó como escrito en chino.

–Si pudiera entender un solo párrafo, alcanzaría para mis propósitos –me dije–. Ah, sí, este puede servir. Casi lo comprendo. Lo voy a copiar. Será mi enganche con el terrible profesor.

–¿Puedo hacer algo más por ti? –se ofreció Tarp Henry.

–Sí. Voy a escribirle una carta. Si me permitieras enviarla desde la dirección de tu revista, parecería más seria.

A regañadientes, por temor a una represalia de Challenger, Tarp Henry accedió, me dio papel membretado de Nature y un lugar donde escribir la carta.

Redactarla no me resultó fácil, pero quedó bien. Con orgullo, se la leí. Decía: «Querido profesor Challenger: siempre he tenido interés en sus hipótesis sobre las diferencias entre Darwin y Weissmann. Recientemente, tuve ocasión de refrescar mis conocimientos al releer...»

–¡Mentiroso! –interrumpió Tarp Henry.

Seguí: «…al releer su conferencia de Viena. Esa admirable exposición parece ser la última palabra en la materia. Sin embargo, en un párrafo usted dice: “Protesto enérgicamente contra la afirmación insoportable y dogmática de que cada código genético es un microcosmos que lleva en sí una arquitectura histórica elaborada a lo largo de las generaciones”. Tomando en cuenta las investigaciones posteriores, ¿no desearía modificar esa afirmación? Como conozco el tema, me atrevo a solicitarle una entrevista, para hacerle algunas sugerencias. Si lo permite, tendré el honor de visitarlo pasado mañana miércoles, a las once.

»Asegurándole mi más profundo respeto, quedo a sus órdenes.

»Edward D. Malone».

–¿Qué tal? –pregunté, entusiasmado.

–Bien, si tu conciencia soporta semejante mentira... Pero ¿qué te propones?

–Quiero entrar en la casa de Challenger. Una vez que esté en su despacho, hasta puedo confesarle mi mentira. Si tiene alma de deportista, la curiosidad le hará cosquillas.

–¿Cosquillas? Le hará algo más que cosquillas. Vas a necesitar una armadura, o un equipo completo de futbolista americano. Si él se digna contestar, la respuesta llegará aquí el miércoles por la mañana. Pero recuerda que es un hombre violento, peligroso y pendenciero, odiado por todos los que se cruzan con él. Sería mucho mejor que ese fulano no te contestara.

Fin capítulo 2

/ CAPÍTULO 3

ABSOLUTAMENTE INSOPORTABLE

El deseo de Tarp Henry no se cumplió. El miércoles, cuando volví a Nature, había una carta para mí, escrita con una letra que se parecía a un cerco de alambre de púas. Decía así:

«Señor: recibí su carta, en la que acepta mis puntos de vista, aunque yo no sabía que necesitaban su aceptación ni la de nadie.

»Se arriesga a emplear la palabra “hipótesis” al referirse a mis declaraciones sobre el darwinismo, y me permito llamar su atención sobre lo ofensiva que resulta esa palabra. Sin embargo, deduzco que lo suyo es ignorancia más que malicia, así que paso por alto el asunto.

»Además, usted cita un párrafo de mi conferencia y parece tener dificultad para comprenderlo. Habría pensado que solo una inteligencia infrahumana sería incapaz de entender ese párrafo. Pero si realmente necesita una explicación, lo recibiré, a pesar de lo desagradable que me resultan las visitas. En cuanto a su sugerencia de que yo podría modificar mi opinión, quiero que sepa que no acostumbro a hacerlo.

»Cuando llegue a mi casa, muestre el sobre de esta carta a Austin, mi hombre de confianza, ya que él se ve obligado a tomar toda clase de precauciones para protegerme de esa gentuza entrometida que se autotitula “periodista”.

»Atentamente.

»George Edward Challenger».

Un taxi me llevó al lugar de mi cita. Y un extraño individuo de edad incierta, moreno, extremadamente delgado y vestido con una chaqueta oscura, abrió la puerta. Después, supe que Austin era el chofer, y el mayordomo, cada vez que uno de estos empleados huía dejando el puesto vacante. Me miró de arriba abajo y preguntó:

–¿Lo esperan?

–Tengo una cita –respondí y le mostré el sobre.

Lo seguía por el pasillo, cuando una mujer salió de una habitación y me detuvo.

–Un momento –dijo–. ¿Puedo preguntarle si se ha encontrado antes con mi esposo?

–No, señora, no he tenido ese honor.

–Entonces, le pido disculpas por adelantado. Debo advertirle que es una persona absolutamente insoportable. Si nota que se pone violento, no se detenga a discutir con él y salga enseguida del cuarto. Varias personas resultaron heridas por intentarlo. Después, viene el escándalo público. Supongo que quiere verlo por lo de Sudamérica.

Yo no le podía mentir a una dama y se lo confirmé.

–¡Es el tema más peligroso! Usted no va a creer ni una palabra de lo que escuchará... y no me extraña. Pero no se lo diga, porque eso lo pone furioso. Finja que le cree y saldrá del paso sin problemas. Él está convencido de que eso es verdad. Se lo aseguro porque es el hombre más sincero del mundo. No demore. Y si se pone peligroso, toque el timbre y manténgase a distancia hasta que yo llegue. Suelo controlarlo aun en sus peores momentos.

Después de escuchar estas frases tan alentadoras, Austin me condujo hasta el final del pasillo. Un golpecito en la puerta, un mugido de toro en el interior y, acto seguido, me vi cara a cara con el profesor. Estaba sentado en un sillón giratorio, detrás de una mesa cubierta de libros, mapas y diagramas. Y cuando entré, hizo girar su asiento para quedar frente a mí.

Su aspecto me dejó boquiabierto. Lo que impresionaba era su tamaño... su tamaño y su presencia imponente. La cabeza era enorme, la más grande que he visto en ningún ser humano. Tenía la cara roja y la barba –tan negra que, por momentos, parecía azul– caía deshilachada sobre su pecho. También su cabello era raro, pues sobre la ancha frente se le pegaba una especie de mechón ondulado y largo. Los ojos de un azul grisáceo bajo cejas tupidas y largas resultaban en una mirada directa, penetrante y dominadora. Hombros anchísimos y un pecho con forma de tonel eran las otras partes del cuerpo que sobresalían de la mesa, además de unas manos enormes, cubiertas de vello largo y negro. Todo esto y una voz retumbante, como de bramidos y rugidos, formaron mi primera impresión del famoso profesor Challenger.

–¿Y ahora qué? –preguntó, clavándome la mirada desafiante.

Yo debía seguir simulando por lo menos un rato pues, de lo contrario, la entrevista iba a terminar ahí.

–Le agradezco la gentileza de recibirme –dije, humildemente.

–Ah, usted es el joven que no puede entender lo que está escrito en inglés sencillo… Y aun así, me hace el honor de aprobar mis conclusiones.

–¡Por completo, señor, por completo! –afirmé, con seguridad.

–¡Dios mío! Eso avala mi posición, ¿verdad? Por lo menos es mejor que esos cerdos de Viena, con sus gruñidos ofensivos.

–Se portaron muy mal con usted –coincidí.

–Le aseguro que me arreglo solo para pelear mis batallas y que no necesito su simpatía. Así que abreviemos esta visita, que difícilmente le resulte agradable a usted y que es indescriptiblemente fastidiosa para mí. Si no entendí mal, tiene algunos comentarios sobre mis teorías.

Su franqueza era tan brutal que se hacía difícil alargar la conversación. Pero yo tenía que seguir el juego hasta ganar su confianza. Debía inventar algo.

–¡Vamos! ¡Vamos! –me presionó con su voz retumbante.

–Yo no soy más que un simple estudioso –afirmé, con una sonrisa tonta–. Pero me pareció que usted fue muy severo con las teorías de Weissmann. ¿Acaso las pruebas aportadas desde esa fecha no revelan una tendencia…, una tendencia a confirmar su posición?

–¿Qué pruebas? –me preguntó con una calma amenazadora.

Yo no sabía qué responder, pero seguí intentando:

–Claro, ya sé que no hay ninguna prueba definitiva. Solo me refería a las tendencias científicas modernas.

Se inclinó hacia adelante con gran seriedad y dijo, mientras contaba las preguntas con los dedos:

–Supongo que sabrá que el índice craneano es un factor constante.

–Naturalmente –respondí.

–Y que la telefonía se halla aún sin clasificar.

–Sin duda –confirmé, sin tener la menor idea de lo que decía.

–Y que el plasma es diferente del huevo partenogenético.

–¡Desde luego! –exclamé, entusiasmado por mi audacia.

–Pero, ¿qué prueba todo esto? –preguntó con voz suave y persuasiva.

–Ahí está –murmuré–. ¿Qué prueba?

–¿Quiere que se lo diga? –propuso con voz arrulladora.

–Se lo ruego.

–¡Prueba –rugió– que usted es el mayor impostor de Londres, un periodista rastrero que tiene en su cerebro tan poca ciencia como vergüenza!

Se había puesto de pie de un salto y sus ojos estaban llenos de furia. Incluso en ese momento de tanta tensión, tuve tiempo para asombrarme al descubrir que Challenger era un hombre bajo, ya que su cabeza no sobrepasaba mis hombros. O sea, que era un Hércules a medias, y su tremenda fuerza estaba concentrada en el ancho de su cuerpo, en su cabeza y en su cerebro.

–¡Frases sin sentido! ¡Inventos absurdos! –gritó, inclinado hacia adelante, con los dedos apoyados en la mesa y el rostro casi rozando el mío–. Eso es lo que le estuve diciendo, caballero... ¡Un galimatías científico! ¿Creyó que podía ser más astuto que yo? ¿Con su cerebro del tamaño de una nuez? Ustedes, condenados escritorcitos, piensan que pueden elevar a un hombre con sus elogios y destruirlo con sus críticas. ¡A ese hay que ponerlo por las nubes y a ese otro hay que aplastarlo! ¡Gusanos, los conozco bien! Se creen muy influyentes. Pero yo los pondré en su lugar. Sí, señor, con G. E. Challenger no han podido. Les advertí las consecuencias, pero ya que insisten en venir…. Decidió jugar un juego peligroso y tengo la impresión de que perdió, mi querido señor Malone. Ahora, exijo que pague la deuda.

–Mire –dije, mientras retrocedía y abría la puerta–, si quiere, puede ofenderme, pero todo tiene un límite. No permitiré agresiones.

–¿No? –Avanzó despacio, de un modo amenazador. Pero se detuvo de pronto y puso las manazas en los bolsillos de su chaqueta–. Ya arrojé de esta casa a varios colegas suyos. Usted será el cuarto o el quinto. Cada uno me costó una indemnización de tres libras y quince chelines. Caro, pero necesario. Ahora, no tiene más remedio que seguir el mismo camino.

Continuó avanzando. Yo podría haber escapado, pero habría sido demasiado cobarde. Además, empezaba a sentir una chispa de rabia justiciera.

–No le permitiré que me ponga las manos encima –le advertí.

–Ah, conque no me lo permitirá, ¿eh?

Sus negros bigotazos se elevaron y una mueca de burla puso al descubierto un reluciente colmillo blanco.

–¡No se haga el tonto, profesor! –le grité–. ¿Qué espera conseguir? Peso noventa y cinco kilos, soy tan duro como un clavo y juego de pilar izquierdo. No soy hombre para...

En ese momento, se arrojó sobre mí. Por suerte, yo había abierto la puerta porque, si no, la habríamos perforado. Rodamos por el corredor hechos un ovillo. No sé cómo, en el camino nos enredamos en una silla y nos la llevamos arrastrando. Mi boca se llenó de pelos de su barba; estábamos enganchados por los brazos; nuestros cuerpos, anudados, y la silla metía sus patas por todas partes. Austin, siempre vigilante, había abierto la puerta de calle y allí fuimos a parar, dando un salto mortal, por la escalera de entrada.

ilustración

La silla se rompió contra la vereda y nosotros rodamos hasta el cordón. El profesor se levantó de un salto, agitando los puños y respirando como un asmático.

–¿Recibió lo suficiente? –jadeó.

–¡Condenado fanfarrón! –grité, mientras me ponía en guardia.

Habríamos seguido la pelea –porque él desbordaba de ganas de pelear– pero, por suerte, fui rescatado de tan abominable situación: un policía estaba a nuestro lado, con su libreta de notas en la mano.

–¿Qué significa todo esto? Debería darles vergüenza –dijo.

Era lo más razonable que había escuchado desde mi llegada a la casa del profesor. El policía insistió, dirigiéndose a mí:

–Vamos a ver, ¿qué pasó?

–Este hombre me atacó –contesté.

–¿Atacó a este muchacho? –le preguntó al profesor.

Challenger respiró con fuerza y no dijo nada.

–No es la primera vez –añadió severamente el policía, sacudiendo la cabeza–. El mes pasado tuvo el mismo problema. Le puso un ojo negro a otro joven. Y usted, ¿mantiene la acusación?

–No, no la mantengo. La culpa fue mía. Me metí en su casa y él me lo advirtió –respondí, más calmado.

El policía cerró su libreta de un golpe y dijo:

–Será mejor que no vuelva a suceder una cosa así. Y ustedes, circulen, vamos, circulen.

Esto último iba dirigido al muchacho de la carnicería, a una joven y a uno o dos vagos que habían formado una rueda a nuestro alrededor. El profesor me miró. En sus ojos brillaba algo de humor.

–¡Venga adentro! –me gritó–. No terminé con usted.

A pesar de su tono amenazante, lo seguí. Austin, que parecía una estatua de madera, cerró la puerta detrás de nosotros.

Fin capítulo 3

/ CAPÍTULO 4

¿EL DESCUBRIMIENTO MÁS GRANDIOSO DEL MUNDO?

Apenas se cerró la puerta de calle, la señora Challenger vino hacia nosotros como una flecha. Estaba de un humor terrible.

–¡Eres una bestia, George! –gritó–. Lastimaste a ese joven tan amable.

Parecía una gallina enfurecida haciéndole frente a un bulldog. Él señaló hacia atrás, con su dedo pulgar.

–Ahí está, sano y salvo.

–Le aseguro que todo está bien, señora –la tranquilicé.

–¡Le dejó marcas en la cara, pobrecito! ¡Oh, George, qué bruto eres! En las últimas semanas solo hemos tenido escándalos. Todos empiezan a odiarte y se burlan de ti. No lo soporto más.

–¡La ropa sucia se lava...! –rugió él.

–¡No es ningún secreto! –lo interrumpió ella–. ¿No sabes que toda la cuadra, todo Londres..., todos hablan de ti? Tú, que deberías ser profesor en una gran universidad, con mil alumnos haciéndote reverencias... ¿Dónde está tu dignidad, George?

–Sé buena, Jessie.

–¡Un matón pendenciero y vulgar: en eso te has convertido!

–¡Esto ya es demasiado! ¡Al banquillo de penitencia! –dijo él, de pronto.

Para mi asombro, lo vi levantar por el aire a su esposa y sentarla en un pedestal de mármol que había en un rincón del vestíbulo. Tendría un metro y medio de alto y era tan estrecho que ella apenas conseguía mantener el equilibrio. Es difícil imaginar un espectáculo más absurdo que el de la señora Challenger subida allí, con la cara roja de rabia, los pies balanceándose en el aire y el cuerpo tieso, para evitar una caída.

–¡Déjame bajar! –gritaba.

–Di “por favor”.

–¡Eres un bruto, George! ¡Bájame enseguida!

–Venga a mi despacho, señor Malone.

–La verdad, profesor... –comencé, mirando a la señora.

–Aquí está el señor Malone defendiéndote, Jessie. Di “por favor” y te bajo.

–¡Qué bestia eres! ¡Por favor! ¡Por favor!

La bajó al suelo como si hubiese sido un canario.

–Es necesario que te comportes bien, querida. El señor Malone es un periodista y mañana publicará todo en su periodicucho. Imagínate este titular: “Curiosa historia en la clase alta”. Porque estabas bastante alta sobre ese pedestal, ¿no es cierto? Malone es un devorador de carroña, como todos los de su especie. ¿Qué le pasa, Malone?

–Usted es realmente intolerable –le dije, ofendido.