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Travesía interminable

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© 2019 Editorial Reverté, S.A.

ISBN: 978-84-291-6461-9
eISBN: 978-84-291-9540-8

Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores.

Impreso en México por Intelli Impresores

Agosto de 2019

Travesía
interminable

ANTONIO
ARGÜELLES

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Nadar me producía un gozo enorme, una sensación de bienestar tan extrema que en ocasiones se convertía en una especie de éxtasis. Había un compromiso total con el acto de nadar, con cada brazada, y al mismo tiempo la mente podía flotar libremente, fascinarse en un tipo de trance. Nunca conocí algo tan poderoso, tan sanamente estimulante, y estaba enviciado, todavía lo estoy, y me irrito cuando no puedo nadar.

OLIVER SACKS

Prólogo

Usted, apreciado lector, está a punto de iniciar un recorrido fascinante. Gracias a este libro, podrá acompañar a Antonio Argüelles en un periplo asombroso que muy pocos seres humanos se han atrevido a intentar y sólo seis antes que Antonio han completado: cruzar a nado siete estrechos ubicados en siete distintos mares.

Una hazaña. Una proeza ambiciosa. Una aventura que linda en lo descabellado y que implicó nadar continuamente, en la travesía más corta, la del estrecho de Gibraltar, de 14.4 kilómetros, más de cuatro horas, y en la más larga, la del canal de Kaiwi, de 45 kilómetros, durante prácticamente un día completo. La gesta supuso tolerar aguas más gélidas de lo que, según los que saben, puede soportar el cuerpo humano, además de privarse del sueño durante larguísimas jornadas mientras se hallaba sometido a intensa actividad física. Por si fuera poco, Antonio completó este sueño a la madura edad de 58 años, más que ningún otro de quienes antes lo realizaron.

Usted, lector atento, disfrutará de una detallada, amena y a veces escalofriante crónica de los pormenores de cada uno de los cruces a brazadas en cada uno de los Siete Mares, pues sucede que Toño, además de ser buen nadador es buen narrador —su excelente colaborador en este texto, Adam Skolnick, no me dejará mentir—.

Me imagino, lector sensible, que usted sufrirá —como a mí me sucedió— en los muchos momentos difíciles, algunos casi trágicos, que el protagonista de esta aventura vivió al cubrir tan largas distancias en aguas abiertas e inhóspitas. También se regocijará con admiración al leer de sus arribos triunfantes en los estrechos conquistados, después de haber superado episodios que pusieron a prueba su capacidad física, su entereza y su voluntad y de que supo encontrar la fuerza para no darse por vencido y seguir nadando para superar, literalmente, las corrientes más adversas, hasta tocar la ansiada orilla.

Además, usted, empeñoso y curioso lector, acompañará a Antonio en el descubrimiento de la geografía, la cultura y la gente de los lugares que lo acogieron generosamente en cada una de las etapas de su proeza. Una parte muy importante de la historia que aquí se nos obsequia es lo que ha debido hacer el protagonista antes, mucho antes, de iniciar cada uno de sus siete exitosos nados. Tanto como en estos admirables logros de la voluntad y del esfuerzo físico, Antonio nos da una muy importante lección de vida cuando nos cuenta cómo tuvo la idea y decidió llevar a término estas siete epopeyas; cómo formuló un plan para prepararse y cómo lo cumplió paso por paso, con firme disciplina. En el camino, al contar estas cosas, Antonio nos lleva a conocer singulares circunstancias, ilusiones y vicisitudes de su infancia, juventud y madurez.

Otra gran lección está en la manera en que Toño reconoce la importancia de las personas que lo han motivado, entrenado y respaldado en sus extraordinarios emprendimientos deportivos. Nos transmite con sinceridad, gratitud y humildad que sus éxitos lo son también de esas otras personas, mensaje que no es poca cosa en esta época de abominables narcisismos e individualismos.

Sin vacilación, sumérjase el entusiasta lector en las muy especiales travesías de Antonio Argüelles, porque le aseguro que mucho las disfrutará.

DR. ERNESTO ZEDILLO

Universidad de Yale

Dedicatoria

A Shirley y Bill Lee, quienes me adoptaron y trataron como un hijo más, y cuyo cariño y generosidad nunca olvidaré. La oportunidad que me dieron fue un parteaguas en mi vida y el origen de esta travesía.

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Prólogo

Sueño

1El canal de la Mancha

2Pasión

3El estrecho de Gibraltar

4Adaptarse

5El estrecho de Tsugaru

6De vuelta a casa

7El canal de Catalina

8A la deriva

9El canal de Kaiwi

10Incertidumbre

11Catalina (de nuevo) y el estrecho de Cook

12Controlar la mente

13El canal del Norte

14Disfruta el viaje

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Bajo la luz

de la luna, la

lluvia o el sol

implacable,

nado, firmo

mi nombre en

la marea.

Sueño

Cuando todo marcha bien, puedo sentir su ritmo. La manera en que el mar sube y baja, mientras estiro el brazo derecho, luego el izquierdo, hasta mi límite físico. Mis piernas y mis pies se sacuden, y con su aleteo dibujan una estela que me sigue mientras cuento las brazadas que me impulsan hacia delante en medio de un abismo de tinta azulada.

Aun con un equipo de apoyo cerca, en el barco escolta, las horas se traslapan y empiezo a sentirme solo, a la deriva en el canal, a kilómetros de mi punto de partida, a kilómetros de la costa más cercana. Es un anhelo, una soledad hermosa. Bajo la luz de la luna, la lluvia o el sol implacable, nado, firmo mi nombre en la marea.

Los números me hacen compañía. Mi conteo de brazadas mantiene ocupado mi cerebro con una tarea monótona e interminable. A medida que empujo mi cuerpo, es útil entretener mi mente; necesario, incluso. Una mente desocupada es una bomba de tiempo, un desastre en potencia cuando se suman el dolor y la incomodidad: se rebelará o hará corto circuito, como un país sin oportunidades.

¿No ansiamos todos tener un propósito? En los deportes de resistencia —en especial en la natación en aguas abiertas—, como en la política y la vida, la mayoría de los fracasos son producto de uno mismo. Así que alimento mi mente con números. Le entrego tareas insulsas hasta que renuncia a toda identidad y se unifica en torno a un solo propósito. Pierdo noción de mí mismo por completo.

Antes de comenzar un nado de larga distancia o después de terminarlo, una vez que he alcanzado el destino que mi equipo y yo imaginamos, y para el cual hemos trabajado durante años, hay un zumbido de inmediatez en el aire. Pero el nado en sí se siente tan elástico como un sueño sin un final discernible.

Un reloj en marcha hace tictac como ruido blanco que puedo escuchar incluso en esos momentos en que me entrego a la fantasía: dejo mi cuerpo y, como ave marina, vuelo lo suficientemente alto como para apreciar la escena en su totalidad y ver la verdad. Sin importar cuánto entrene o cuán fuerte me sienta, estoy a merced de la naturaleza. Soy un simple punto en una vasta extensión de agua oscura que se arremolina con corrientes guiadas por los vientos y que conecta o divide costas y personas.

Desde que era niño y viajaba en trolebús a las albercas de la Ciudad de México, cuya inmensidad me empequeñecía, nadar ha sido mi pasión, eso que he amado por encima de todo lo demás. En varios momentos de mi vida, la natación ha dado forma a todo mi ser. He perseguido sueños olímpicos. Nadé brevemente en la Universidad de Stanford en California. Y aunque durante mi vida adulta he trabajado en educación y política, corrido maratones, hecho triatlones y escalado montañas, es al agua a donde siempre regreso. Porque no importa lo que esté sucediendo en mi vida, bueno o malo, en el agua siempre me siento libre.

Eso es lo que recordé en 2012, cuando las corrientes de la vida me remolcaron una vez más y desperté en una cama de hospital. De hablar acerca de escalar el Monte Everest en una comida, pasé, en un abrir y cerrar de ojos, a resbalar por las escaleras, intentar detener la caída con mi pie, sentir mi pierna doblarse y escuchar el crujido de mi fémur.

Durante los largos meses de recuperación, estaba aburrido y deprimido porque no podía moverme. Pasé seis semanas en casa sin poder salir y eso implicaba un periodo largo lejos del trabajo. Mi mente desocupada estuvo al borde de la rebelión y la implosión, hasta que me quitaron el yeso y volví a la alberca por primera vez en tres años. En tierra firme aún cojeaba, pero en el agua no tenía problemas para moverme. Cuanto más nadaba, mejor me sentía.

Un día, después de un nado estimulante en Sport City, mi gimnasio en la Ciudad de México, me encontré a una buena amiga que me habló de un nuevo desafío: los Siete Mares. Lo había concebido Steven Munatones, uno de los promotores y documentalistas de la natación en aguas abiertas más dedicados. Había creado un desafío sin precedentes de siete nados en lugares con características geográficas distintas. Era la versión acuática de las Siete Cumbres, los puntos más altos en cada uno de los continentes y el sueño de todo alpinista de élite.

Cuando llegué a casa, me metí a internet a investigar. Mientras más leía acerca de los desafíos que conllevaba cada nado, más me entusiasmaba. El icónico canal de la Mancha, de 33.5 kilómetros, estaba en la lista de los Siete Mares junto con el canal de Catalina, de 32.3 kilómetros. El más largo era el canal de Kaiwi, cuyos 45 kilómetros separan las islas de Oahu y Molokái en Hawái. El estrecho de Cook en Nueva Zelanda, de 23 kilómetros, era el cruce más al sur, y el estrecho de Tsugaru, en Japón, tenía 19.5 kilómetros y representaba al continente asiático. Con sus 14.4 kilómetros, el estrecho de Gibraltar entre España y Marruecos era el más corto. Cada uno de esos seis nados tenía su propia combinación de peligros, que incluían vientos fuertes, marejadas imponentes, tiburones, medusas y rutas de navegación transitadas, pero, al parecer, el canal del Norte, que separa Irlanda del Norte y Escocia por medio de 35 kilómetros de agua oscura y gélida, era el más frío, impredecible y difícil de todos.

La mera idea de nadar en distintas partes del mundo despertó algo dentro de mí. De pronto, mi mente dejó de estar letárgica y arisca; estaba particularmente enfocada. Me comprometí de lleno y entrenaba todos los días en la alberca. Cada fin de semana, nadaba durante horas en Las Estacas, un río fresco que se alimenta de un borbollón cerca de Cuernavaca, a noventa minutos de la Ciudad de México. También volaba regularmente a La Jolla y San Francisco para sumergirme en las aguas frías del Pacífico. Un año después, esto había dejado de ser una noción pasajera o un sueño lejano; era la realidad. En julio de 2015, abordé un avión a España, donde comenzaría mi misión de convertirme en la séptima persona en el mundo, el primer mexicano y el nadador más viejo en completar los Siete Mares.

Cada nado me enseñó algo vital: lecciones de riesgo, pasión, adaptación y perseverancia. Aprendí a manejar mis miedos y mis dudas y descubrí cómo dejar ir. Sobre todo, aprendí lo pequeño que realmente soy, lo pequeños que somos todos.

Muchas veces, nuestros problemas y dificultades personales pueden parecer interminables. En realidad, sólo somos pequeñas manchas de conciencia que brillan efímeramente aquí en la Tierra, como bioluminiscencia pasajera en un mar infinito. Pero, mientras estemos aquí, ¿por qué no brillar lo más intensamente posible? ¿Por qué no arriesgarlo todo, despertar temprano y entrenar duro, desvivirse cada día en el trabajo, absorber todo lo que ofrece la vida? ¿Por qué no cruzar los océanos a brazadas?

Cada hora del día, en todo el mundo, los océanos se relajan y nutren a pecadores neuróticos como yo. Nos alimentan y sostienen toda la vida en el planeta. Absorben carbono de la atmósfera y, mediante la fotosíntesis de su fitoplancton, producen el oxígeno que nos mantiene vivos. Pero también engendran huracanes y tifones con una fuerza aterradora. Los océanos son poderosos, magníficos e impredecibles. Nos recuerdan lo frágiles que somos.

El mar, cualquier mar, es mi lugar favorito en la Tierra. Entro y salgo a su antojo.

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“En cada

sesión de

entrenamiento o

evento, uno debe

convertirse en

el héroe de su

propia historia”.

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El canal de la Mancha

Apenas dos horas después de haber iniciado el nado más difícil de mi vida, ya sentía nudos en el estómago. Estaba al borde del precipicio. Una capa de nubes, que no lograba vislumbrar, bloqueaba la luz de las estrellas en un cielo sin luna. No tenía ritmo, ni verdadero sentido de dónde estaba ni en qué dirección iba. Lo único que sabía era que estaba en algún lugar del océano Atlántico Norte, entre Inglaterra y Francia, y que enfrentaba una dura corriente impulsada por un viento feroz.

Las olas eran dos veces más grandes de lo que habíamos anticipado, así que cada brazada era un suplicio. A veces, ni siquiera podía sacar el brazo del agua. Lo único que podía ver a través de mis goggles, cuando el vaivén de las olas me lo permitía, era un tenue resplandor amarillo que provenía de mi barco escolta. Era como tratar de estabilizarse, pese a tener la mirada fija en un yoyo que sube y baja. El mareo me causaba náuseas.

En cada respiración, mientras luchaba por ubicar mi barco de apoyo, sentía que las olas constantes me sofocaban. Mi entrenador, Rodolfo Aznar, había colgado en la popa una lámpara que él mismo había construido con la idea de que la luz me guiara. Desafortunadamente, el foco amarillo que tanto había brillado en tierra sucumbió ante la oscuridad. A las tres de la mañana mis náuseas alcanzaron un punto álgido y vomité por primera vez. Esto era un problema porque no sólo pretendía cruzar el canal de la Mancha una vez. Salí del puerto de Dover con el objetivo de lograr algo que únicamente veintisiete personas habían conseguido antes: completar un cruce doble de 67 kilómetros sin parar, de Dover a Cap Gris-Nez y de vuelta.

En mi carrera, sólo en una ocasión había sentido mareo durante un nado. Sucedió en mi primer intento de cruzar los 32.3 kilómetros del canal de Catalina en California. En aquel entonces, nunca había intentado un nado tan difícil y largo como ése, y el viaje en barco del continente a la isla había sido escabroso. Todos los que íbamos a bordo nos mareamos y, cuando salté al océano Pacífico para comenzar el largo y lento nado hacia la costa sur de California, mi malestar persistía.

Quien se haya mareado en un barco sabe que es raro vomitar sólo una vez. Con cada vómito mi ansiedad se disparaba, porque eso quería decir que estaba perdiendo energía e hidratación. La temperatura de mi cuerpo comenzó a bajar. Mi margen de error, que de por sí ya era pequeño, se redujo rápidamente y, tras cuatro horas de nado, desistí. El dolor, el mal tiempo y el mareo fueron insoportables.

Ahora parecía que la historia se repetiría. Sin embargo, en mi mente había algo más —o, más bien, alguien más—. Su nombre era Fausta Marín, otra nadadora mexicana. Apenas dos semanas antes, se había desvanecido a medio nado en el canal de la Mancha y nunca volvió a despertar. Cuando la declararon muerta, se convirtió en la octava nadadora en ciento veinticuatro años en perecer durante un cruce del canal. Su muerte fue noticia importante en México. Tenía apenas 41 años.

Yo no era la única persona que pensaba en ella mientras intentaba canalizar mi energía para abrirme paso entre el viento y las olas. Mi equipo también la tenía en mente. Me observaban con atención, en especial mi amiga y asesora cercana Nora Toledano. Fausta era buena amiga suya y Nora había estado con ella el día de su muerte; de hecho, la estaba dirigiendo. La primera señal que Nora tuvo de que algo andaba mal fue cuando Fausta vomitó dos horas después de haber iniciado a nadar. En otras palabras, desde el punto de vista de Nora, parecía que la historia de terror comenzaba a repetirse.

Aunque actualmente la natación en aguas abiertas es uno de los deportes de resistencia que más rápido está creciendo en el mundo, no siempre fue así. Cuando me sumergí en el canal de la Mancha en 1999, todavía era un deporte relativamente desconocido. Nadie prestaba mucha atención en aquel entonces a quién cruzaba el canal de Catalina, y quienes osaban nadar alrededor de la isla de Manhattan en Nueva York sólo eran reconocidos por su auténtica locura. En un episodio de Seinfeld, el exitoso programa de televisión, a Kramer le da por nadar en los alrededores de los muelles de Manhattan. Lógicamente, el hedor que despedía al salir del río Este no ayudó a popularizar la natación en aguas abiertas en Nueva York.

Pero el canal de la Mancha, el primero de los cruces despiadados en aparecer en nuestro radar cultural, ha ocupado desde hace tiempo un lugar especial en los corazones humanos. Tal vez esto se debe a la intensa relación histórica entre Inglaterra y Francia; o quizá la explicación sea que la idea de nadar de un país a otro en el océano Atlántico Norte, con tan sólo traje de baño, gorra de natación y goggles, parece una locura total.

El canal de la Mancha es relativamente poco profundo, pero une partes del mar del Norte con el océano Atlántico y es una de las rutas marítimas más transitadas del mundo. Es un tramo de agua que han patrullado los romanos y la Armada española, barcos de vela napoleónicos y submarinos nazis. Por una parte, con excepción de los romanos y una fuerza francesa y flamenca liderada por Guillermo el Conquistador en el siglo xi, el canal ha logrado mantener a los ingleses a salvo de sus invasores potenciales —si bien los vikingos invadieron Inglaterra dos veces, lo hicieron desde Escocia—. Por otra parte, los británicos y sus aliados han cruzado el canal varias veces. La más famosa de ellas sucedió en 1944, con la invasión estadounidense de la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial.

El primer nadador en cruzar el canal de la Mancha fue el capitán de la Marina Real británica Matthew Webb, quien nadó de pecho entre el 24 y el 25 de agosto de 1875. Le tomó casi veintidós horas, tal vez porque su fuente de hidratación y energía era whisky escocés de malta.

Más de cincuenta años después, menos de diez nadadores —entre ellos una mujer, Gertrude Ederle, quien cruzó en 1926— habían logrado duplicar la hazaña. Sin embargo, docenas de personas aseguraban haber cruzado el canal. Por eso, en 1927 se fundó la primera asociación de natación en aguas abiertas como un organismo rector oficial con la facultad de autenticar y ratificar todos los nados. La asociación estableció las reglas básicas que actualmente siguen casi todas las demás asociaciones de canales. Con base en el precedente de Matthew Webb, los nadadores sólo pueden usar traje de baño, gorra y goggles. No obstante, a diferencia de lo que hizo el capitán de la Marina, ya no se permite que el nadador ni la tripulación de su barco consuman alcohol.

A la fecha, más de mil ochocientas personas han cruzado el canal de la Mancha sin asistencia. Pero nadar “sin asistencia” no quiere decir que los nadadores no hayan recibido ayuda; significa que nadie los tocó en el camino y que nunca se detuvieron para sostenerse de un bote, kayak o cualquier dispositivo de flotación. Ah, pero para cruzar el canal de la Mancha, para completar cualquier nado importante en aguas abiertas, los nadadores sí que necesitan mucha ayuda.

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La natación en aguas abiertas ni siquiera había pasado por mi mente hasta 1996, cuando tan sólo dos días antes del centésimo maratón de Boston, me desgarré el músculo de la pantorrilla durante un entrenamiento. Tenía 37 años y dirigía el sistema escolar más grande de México: el Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica (Conalep). Tenía una trayectoria en la política y la administración pública, y también había obtenido varios logros como atleta amateur. Era triatleta, Ironman y corredor. En una ocasión terminé el maratón de Nueva York en dos horas y cincuenta y cinco minutos.

Mi vida tenía un ritmo establecido. Me ponía grandes metas —tanto en el trabajo como en el deporte— y las utilizaba para dar a mi vida forma, textura, estructura y, especialmente, propósito. Pero una vez que alcanzaba cualquiera de mis objetivos, no pasaban más de unos segundos de celebración antes de que sintiera que un agujero negro se abría debajo de mí para llevarme, de nuevo, hacia el siguiente desafío.

Lo que intento decir es que nada de lo que hacía —sin importar qué tan bien lo hiciera— me hacía sentir bien conmigo mismo. Siempre había una inseguridad inherente que acechaba mi bienestar. Establecer un nuevo objetivo me permitía ignorar momentáneamente esa picazón existencial, pero una vez que lograba mi objetivo inmediato, mi sensación de insuficiencia siempre reaparecía. Nada era suficientemente bueno; yo nunca era suficientemente bueno.

En reposo debido a mi lesión de pantorrilla, me sentía desmoralizado. Sabía que tenía que centrar mi atención en otro objetivo antes de ahogarme en el alcohol. Al igual que en el deporte y el trabajo, una bebida nunca era suficiente en el bar. En cuanto veía el fondo de mi vaso, tenía que volverlo a llenar.

Un día, un amigo que conocía mis antecedentes como nadador me sugirió cruzar el canal de la Mancha. Me pareció extraño porque yo ya no me consideraba un nadador. Nadaba en las competencias de triatlón, pero pasaba mucho más tiempo andando en bicicleta y corriendo. Desde mi graduación universitaria, el nado más largo que había completado era el recorrido de 3.86 kilómetros en el Ironman de Kona. No había nadado más de 3,000 metros en una alberca en casi veinte años y no estaba ni cerca de haber completado 15 kilómetros, no se diga 33.5 de un jalón. Le dije a mi amigo que estaba loco y me dije a mí mismo que olvidara su sugerencia.

Excepto que no la olvidé; no podía. La semilla ya estaba plantada y, mientras más lo pensaba e investigaba la historia del canal, más me aferraba a la idea. En unas cuantas semanas, esa pequeña semilla —el comentario casual y pasajero de un amigo— había germinado en un sueño propio, un sueño que no tenía idea de cómo lograr.

Mi amigo Alexander Kormanowski, bioquímico ruso que fue uno de los primeros científicos en México en analizar la sangre de los atletas y usar los hallazgos para ayudarlos a adaptar su entrenamiento, sugirió que me pusiera en contacto con Nora Toledano. Nora era apenas la segunda mujer mexicana en cruzar el canal. Para 1996, cuando la busqué, ya lo había hecho en cinco ocasiones distintas. Sin embargo, lo que la volvió una leyenda internacional de la natación en aguas abiertas fue un nado que hizo en 1994, cuando se convirtió en la decimosegunda persona, y la primera latinoamericana, en completar un cruce doble, de Inglaterra a Francia y de regreso. Le tomó casi veinticuatro horas. En 1996, pese a que muy pocas personas en México habían escuchado el nombre de esta joven de apenas 26 años, ningún otro nadador mexicano —y muy pocos nadadores en todo el mundo— tenía su nivel de experiencia en el canal de la Mancha.

Nos reunimos cinco semanas después de mi lesión, el 10 de mayo de 1996, en las orillas de Las Estacas. La parte del río en donde se puede nadar no es muy larga: mide tan sólo un kilómetro de un extremo a otro. El objetivo esa mañana no era cubrir una distancia predeterminada, sino nadar de un lado al otro durante tres horas sin parar.

Al principio estaba nervioso, pues no sabía si podría seguir el paso a una leyenda como Nora. Si en efecto me dejaba atrás, me preguntaba si todavía estaría dispuesta a asesorar a mi equipo. Tal vez se apiadó de mí, pero logré mantener el ritmo. Aunque fue un nado aburrido, la experiencia me sirvió, porque una cosa ya sabía: si iba a cruzar el canal de la Mancha, tendría que luchar incontables veces la batalla del aburrimiento. Después de ese nado inicial, nos sentamos juntos en la orilla del río. “Cruzar el canal —me dijo— no es nada más cuestión de resistencia. Nadar por horas y horas sin detenerse no es suficiente. Para superar las corrientes fuertes, es importante mantener un ritmo rápido”.

Nora ayudó a mi entrenador, Rodolfo Aznar, a diseñar un plan de entrenamiento centrado en mi velocidad. Establecimos objetivos de tiempo para cada serie de 1,500 metros que nadaba en la alberca. Una vez al mes, también hacíamos una prueba para ver cuántos metros podía recorrer en una hora. Complementé el trabajo en la alberca con nados ocasionales en Las Estacas y mucho tiempo en el gimnasio para fortalecer los músculos de la espalda y los hombros, los bíceps y los tríceps. Una vez que mejoró mi ritmo, programamos una serie de nados más largos para prepararme para el reto y demostrar mis capacidades a la Federación de Natación y Pilotaje del Canal. Los nadadores pueden contratar uno de los barcos y capitanes que reconoce la Federación, pero únicamente después de que se haya confirmado su nado de clasificación son elegibles para intentar el cruce. Luego, el día del nado, la Federación se asegura de que un observador oficial esté a bordo del barco de apoyo para ratificar que el nadador haya cruzado el canal de la Mancha de principio a fin sin ayuda.

Para clasificar tenía que nadar al menos seis horas seguidas en aguas abiertas a una temperatura de entre 16 y 18 °C. Nuestra mejor opción era Zirahuén, un lago natural en Michoacán rodeado de pastizales y colinas verdes que es especialmente hermoso durante el amanecer. Nora y yo llegamos la noche anterior a nuestro nado. Cuando dijimos a los encargados de la posada nuestras intenciones —despertar a las tres y media de la mañana para cruzar el lago a las cuatro— pensaron que estábamos locos y casi nos sacan. Logramos persuadirlos y nos entregaron las llaves de la posada para que pudiéramos salir lo más silenciosamente posible a la mañana siguiente.

Una niebla espesa se había formado durante la noche. Cuando salimos, no alcanzábamos a ver el lago desde la orilla: la visibilidad no era mayor a tres metros. Sin embargo, la temperatura del aire era bastante más fría que la del agua y eso hizo que nos metiéramos al lago y comenzáramos a nadar. El nado no fue sencillo porque mi nivel de glucosa sanguínea estaba bajo, pero la belleza natural atenuó mis molestias. A medida que el sol salía, sus rayos atravesaban la niebla y revelaban campos dorados y colinas salpicadas de pinos. El lago, profundo y cristalino, parecía no tener fondo. Eso evitaba mi aburrimiento; estaba embelesado. Nuestro regreso a la orilla, después de nadar seis horas sin parar, marcó mi clasificación al canal de la Mancha.

Ése fue sólo uno de los once nados largos que completé entre julio de 1997 y julio de 1999, mientras me preparaba para el canal de la Mancha. También rodeé la isla de Manhattan en Nueva York. Ver una de mis ciudades favoritas en el mundo desde el agua me llenó de energía. Nadé a la sombra de la Estatua de la Libertad y subí por el río Este, donde pasé por debajo de los puentes de Brooklyn, Manhattan y Williamsburg. Luego me incorporé al río Harlem y nadé hasta la punta de la isla, para después hacer un recorrido largo por el río Hudson, alrededor del corazón de la ciudad. Recuerdo ver las Torres Gemelas a la distancia conforme me acercaba a la línea de meta en Battery Park.

No todos mis entrenamientos largos fueron tan agradables. Mi nado en Las Estacas durante doce horas seguidas, de cuatro de la mañana a cuatro de la tarde, puso a prueba mi cordura más que nada. No es fácil combatir el aburrimiento cuando hay que recorrer el mismo tramo una y otra vez durante medio día. En la madrugada tuve el río para mí solo, mientras que al amanecer disfruté ver a las tortugas nadar, pescar y descansar en las orillas del río. A partir de las ocho de la mañana llegó tanta gente que el río parecía un vagón de metro en hora pico. Al caer la tarde, casi todos los visitantes se fueron y las tortugas se escondieron, así que tuve que lidiar con el vacío adormecedor que provoca un nado tan largo. Pero, después de terminarlo, había aprendido lecciones acerca de paciencia, resistencia y mi capacidad de superar el agotamiento físico y mental.

Mi última aventura antes del reto principal —el cruce doble del canal de la Mancha— fue un segundo intento de cruzar el canal de Catalina el 12 de julio de 1999. De Catalina hablaré más adelante, pero por ahora basta decir que en esa ocasión lo logré. Con este nado y el de Nueva York en la bolsa, sólo me faltaba un cruce exitoso del canal de la Mancha para obtener la Triple Corona de Natación en Aguas Abiertas. Mientras estaba parado en la costa rocosa de California, al norte de Long Beach, recuerdo que pensé en lo frío que se sentía el océano Pacífico ese día. En julio, el Pacífico es casi tan frío como el canal de la Mancha. No obstante, después de ese nado de doce horas y treinta minutos, me sentí tan bien que estaba más convencido que nunca de que podría completar el cruce doble del canal de la Mancha. Pero todavía faltaban seis semanas para que pudiera probarlo, y muchas cosas pueden pasar en un tiempo tan corto.

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El 20 de agosto de 1999 estaba en mi oficina en Metepec, cerca de Toluca en el Estado de México, cuando escuché la noticia por primera vez. En aquel entonces todos teníamos bíperes y esa tarde recibí un mensaje de un amigo: un nadador había muerto en el canal de la Mancha. Sabía que Fausta iba a nadar ese día, pero puede haber hasta cinco nadadores que intenten cruzar el canal en un día cualquiera. Sin embargo, cuando me metí a internet y leí el reportaje, mi corazón se desplomó.

Fausta Marín nació pobre en el campo. De joven se mudó a la Ciudad de México para estudiar y trabajar. Encontró un puesto como trabajadora del hogar y su jefa pronto se percató de que era brillante y tremendamente ambiciosa, por lo que le dio tiempo libre para estudiar. Fausta comenzó la secundaria después que la mayoría, pero terminó la educación básica y luego entró a la universidad, donde conoció a Nora.

Pese a una diferencia de edad de quince años, Nora y Fausta se hicieron amigas mientras estudiaban biología. Nadaron juntas durante tres años. Fausta nunca fue la nadadora talentosa que era Nora —muy pocos lo son—, así que idolatraba a su joven amiga. Cuando Nora cruzó el canal por primera vez y la comunidad internacional de natación en aguas abiertas la elogió, una semilla se plantó dentro de Fausta. Nora nunca fue entrenadora formal de Fausta en México. Yo era el primer atleta que Nora asesoraba, pero ambos sabíamos que Fausta también estaba entrenando para el canal. Dado que la natación en aguas abiertas es un deporte caro y ella estaba haciendo todo lo que podía con un ingreso limitado, la invitamos a participar en algunos de nuestros nados de entrenamiento. Cuando se enteró de que Nora estaría en Dover para mi intento de cruce doble del canal, le pidió a Nora que fungiera como su entrenadora y jefa de equipo durante su cruce.

Después de leer el reportaje en línea, llamé a Nora hasta Inglaterra. No contestó el teléfono, pero seguí intentando durante horas. Cuando finalmente pude hablar con ella, estaba llorando. La prensa estaba encima de ella. Los medios de comunicación de todo el mundo querían saber qué había salido mal. Nora me contó toda la historia.

Fausta había estado mareada desde el inicio del nado y había tenido problemas para retener la comida y los líquidos. En los cruces largos, es común que los nadadores vomiten. Muchos nadadores vomitarán en algún punto durante un nado de 33.5 kilómetros. Es menos común sentirse mal desde el comienzo, pero, pese a eso, Fausta nunca pareció sentir la angustia que implica estar en riesgo de morir. Fiel a su personalidad, nunca se quejó.

A la tercera hora, Fausta comenzó a tener problemas para orinar y, a la cuarta, cambió su posición de crol a dorso. Obviamente se sentía incómoda, pero la incomodidad se da por hecho en cualquier nado de larga distancia. Su decisión de abandonar su brazada más eficiente —crol— tan sólo cuatro horas después de haber iniciado el cruce sorprendió a Nora, por lo que llamó a Fausta para que se acercara.

Nora se inclinó sobre la barandilla. Tenía una serie de preguntas sencillas que haría a Fausta para evaluar su capacidad de respuesta. Hasta ese momento, Fausta había estado alerta y comunicativa. Nora sabía que su amiga había completado nados mucho más largos antes, pero también estaba consciente de que la hipotermia puede tomar por sorpresa a cualquier nadador y, antes de que alguien se dé cuenta, su mente puede comenzar a fallar. Las preguntas simples permiten a los entrenadores y jefes de equipo evaluar a sus atletas: ¿su habla es clara?, ¿se ven confundidos?, ¿qué tan rápido responden esas preguntas fáciles?

Nora esperó, pero Fausta no contestó y siguió nadando. Llamó a su amiga una vez más y, de nuevo, no hubo respuesta. Fausta continuó braceando, así que Nora decidió actuar. Se quitó los zapatos, saltó al agua completamente vestida, nadó hacia Fausta y la miró con detenimiento. Parecía estar despierta, pero desorientada. Ni siquiera se dio cuenta de que Nora estaba nadando a su lado. Alarmada, Nora la tomó y, en cuanto lo hizo, Fausta quedó sin fuerzas. Nora la llevó hacia el barco con una brazada lateral —como lo haría un salvavidas durante un rescate— y, en el camino, Fausta perdió el conocimiento. El equipo tiró de Fausta y la tumbó en el piso de la cubierta. Empapada, Nora subió al barco y se arrodilló a su lado. Ya no estaba respirando.

El capitán llamó a la guardia costera por radio y Nora y el equipo de apoyo empezaron la reanimación cardiopulmonar. La guardia costera tardó unos cuarenta minutos en localizarlos. Cuando llegaron, subieron a Fausta al barco de rescate y continuaron la reanimación mientras se dirigían hacia Inglaterra a toda velocidad. Una hora después, Nora y su tripulación llegaron a Dover y se enteraron de la noticia: Fausta había muerto. La causa de la muerte se identificó como edema pulmonar, una acumulación de líquido en los pulmones que impide el intercambio de dióxido de carbono y oxígeno. El edema pulmonar es como un ahogamiento interno, y es uno de los efectos secundarios más peligrosos de la hipotermia.

Si escuchar la historia había sido horrible, ni siquiera podía imaginar lo que había sido vivirla. Lo único que podía hacer era tratar de calmar a Nora y decirle cómo lidiar con la prensa. Con esta noticia, yo también tendría que hacer varias llamadas. A los pocos días, todas las personas cercanas a mí, especialmente mi esposa Lucía y mi hija Ximena, además de muchos de mis conocidos, me rogarían que cancelara el nado.

Entre las docenas de personas que se me acercaron la semana de la muerte de Fausta estaba Nelson Vargas, quien dirigía el equipo nacional de natación y, además, era mi antiguo entrenador y socio. Me preguntó que cómo podía confiar en alguien que había perdido a una nadadora de esa manera. No fue el único que me hizo esa pregunta, pero me parecía injusta. Nora no había ahogado a Fausta. En todo caso, su muerte simplemente había puesto de manifiesto los riesgos inherentes de la natación en aguas abiertas, algo que, desde un inicio, yo debía haber tenido presente. La natación de fondo en agua fría es un deporte extremo y no debía tomar a la ligera esos riesgos potencialmente mortales. Eso sí, nunca me había tomado el entrenamiento a la ligera. Había entrenado duro y habían sido Rodolfo y Nora quienes me habían impulsado y preparado. Estaba en gran forma y ahora dependía de mí permanecer mentalmente fuerte después de la crisis.

Esa noche llegué a casa y expliqué a Lucía que, aunque entendía por qué estaba preocupada, tenía que intentar el cruce. No le gustó mi decisión, pero la aceptó. Con Ximena, mi hija, la situación era mucho más delicada. Al principio, busqué protegerla de la noticia de la muerte de Fausta, porque no quería que se preocupara. Sin embargo, sus compañeros se aseguraron de que supiera la verdad. Se burlaron de ella y le dijeron que me pasaría lo mismo: que moriría en medio del océano. Le expliqué que los rayos rara vez caen dos veces en el mismo lugar y que planeaba hacerla sentir orgullosa.

Los tres nos fuimos a Europa unos diez días después de la muerte de Fausta. Volamos a París, donde nos encontramos con Nora. Juntos tomamos el tren a Calais, en la costa norte de Francia, y abordamos un ferri rumbo a Dover. Nora no había puesto un pie en el agua desde la muerte de su amiga, así que, mientras Lucía y Ximena nos registraban en el hotel, Nora y yo caminamos a la playa de los Nadadores en Dover. En ese lugar se reúnen y entrenan los nadadores antes de cruzar el canal.

Las aguas abiertas habían hecho que Nora Toledano fuera un nombre conocido en la comunidad internacional de natación de fondo. Tenía toda una trayectoria como atleta y entrenadora, pero ahora la idea de volver al mar la aterrorizaba. Titubeó. Tomé su mano y la conduje hasta la orilla. El agua bañaba los dedos de nuestros pies. “Tomaré tu mano durante el tiempo que sea necesario —le dije— y, cuando estés lista, nadaremos y verás que no nos va a pasar nada”.

Llorando, avanzamos hasta que el agua nos llegó a las rodillas y luego a la cadera. Cuando me llegó al ombligo, la volteé a ver, se enjugó las lágrimas y asintió. Empezamos a nadar. Al llegar a Dover me había dicho que no creía querer volver a nadar, pero dos horas en el agua bastaron para darle fuerza. Por primera vez desde que su amiga muriese, pudo relajarse.

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Una semana después, estaba en la cercana playa de Shakespeare. Era la una de la mañana y Nora no estaba conmigo, sino a bordo de mi barco de apoyo, el Aegean Blue, que esperaba a unos 100 metros de la costa. No había viento y el agua cercana al puerto se veía vítrea y tranquila. Cuando el capitán Mike Oram hizo sonar su bocina, el reloj se puso en marcha y, después de casi tres años de preparación, mi intento de cruce doble del canal de la Mancha finalmente comenzó.

Conforme me deslizaba por las aguas del puerto, mis brazadas se sentían vigorosas y pronto encontré un buen ritmo. Pero en cuanto dimos vuelta para entrar al canal en sí, el oleaje y la corriente aumentaron. Las condiciones, que en un inicio habían sido perfectas, se deterioraron rápidamente. Me costó trabajo ajustarme y me empecé a desgastar. Nora me vigilaba de cerca.

Pese a que nuestros nados relajantes en los días previos habían aliviado su mente hasta cierto punto, Nora no quería abordar el barco esa noche. Estaba ansiosa y dubitativa, pero le dije que la necesitaba y accedió. Durante las siguientes dos horas luché contra las corrientes y nadé casi sin avanzar, mientras hacía lo posible por ver el barco. Cuando empecé a vomitar, mi mente se descompuso otro poco más. Conforme peor me sentía, la preocupación de Nora aumentaba.

Cada vez que me acercaba al barco para hidratarme y comer, notaba que me observaba en busca de señales de angustia, preguntándose cuándo —y no si— me rendiría. Sentirse tan mal al comienzo de un nado no es normal. Como Nora era mi asesora más experimentada, le había dado la autoridad exclusiva para terminar mi nado si consideraba que estaba en problemas, aunque sabía que, después de la muerte de Fausta, no dudaría en dar la orden.

Seguí mi lucha. Intentaba mantener la concentración mientras imágenes de Lucía y Ximena ocupaban mi mente. Esa noche, antes de partir rumbo a la playa, había prometido a Lucía que, si el nado no salía bien y mi salud se ponía en riesgo, me rendiría. Cuando le hice la promesa tenía toda la intención de cumplirla, pero ahora no estaba tan seguro. Tal vez seguiría nadando sin importar cómo me sintiera. ¿Estaba condenado, como Fausta, a nadar hasta que mi cuerpo se rindiese? La idea me caló hasta los huesos.

Mi única esperanza era dejar de preocuparme por la distancia y el tiempo, y comenzar a concentrarme en el control de daños. Necesitaba dejar de vomitar porque mi energía se agotaba y mi temperatura corporal caía, pese a que el agua no estaba tan fría para estándares del canal de la Mancha (16 °C). Tenía que disminuir el ritmo y tomar control de mi mente y mi cuerpo.

Bajé la velocidad y relajé mi respiración, pero las náuseas persistieron. Cuatro horas después de haber iniciado la travesía, a las cinco de la mañana, tenía que haber recorrido cerca de cuarenta por ciento del cruce de ida y apenas acababa de superar la marca de veinte por ciento. Pero ni siquiera podía pensar en eso, porque aún tenía un nudo en el intestino. Había estado luchando contra la necesidad de expulsar todo lo que tenía dentro de mí. Me preocupaba que tomara demasiado tiempo y que la corriente me hiciera perder terreno, pero lo tenía que hacer. Cambié de posición para dar brazadas laterales y me bajé el traje de baño.

Tomó un buen rato, pero finalmente pude sacar todo y mi dolor abdominal se aplacó. En ese momento me pegó el frío. Comencé a temblar de forma incontrolable, oía mis huesos sacudirse y me sentía débil; mis músculos se tensaron, la piel me ardía. Pensé que había hecho todo lo posible para prepararme para el frío. Me había equipado con quince kilos de músculo y grasa; no me había duchado con agua caliente durante meses; había completado muchos nados en agua casi tan fría como la del canal. Y, pese a todo, ahora estaba a su merced, temblando de frío. Vi la cara de Fausta. Me dije que estaba sintiendo todo lo que ella debía haber experimentado. Estaba nadando en su estela. Como una carga, la negatividad me hundía, me jalaba hacia las aguas más oscuras de todas.

Pero a medida que se acercaba el amanecer, el azul oscuro del cielo se tornó naranja y, por fin, se abrió paso el sol. Con la luz del día ya no tenía que seguir el resplandor amarillo y mis náuseas desaparecieron. Sin embargo, cada vez que echaba un vistazo a mi barco de apoyo, veía que Nora aún me vigilaba. Era hora de acelerar. Ésa era la única manera de calentarme e infundir confianza en mi equipo y, sobre todo, en mí mismo. Tenía que borrar toda negatividad de mi mente. Había subido esos kilos por una razón y me había desvivido en el entrenamiento. Para tener éxito, tenía que confiar en mi preparación e intentar acercarme a mi mejor nivel de desempeño.

Haber sobrevivido la noche me ayudó. ¿Cuántas veces no se despierta uno en medio de la noche, preocupado o ansioso por un trabajo inconcluso o un amor perdido? En la oscuridad, las sombras y los ruidos se vuelven desconcertantes y monstruosos. Si así se siente en tierra, sólo hay que imaginar cómo es en el mar. De día, todo se sentía diferente y establecí un buen ritmo. No obstante, mi progreso era lento porque la corriente me empezó a empujar hacia el noreste. En lugar de nadar en línea recta, tendría que recorrer una curva en S para llegar exitosamente a Cap Gris-Nez en Francia.

Durante una pausa de alimentación, calculé el tiempo que me tomaría completar el cruce de ida. Todo parecía indicar que necesitaría cerca de veinte horas en el agua para cruzar el canal en una sola dirección. Era momento de cambiar de perspectiva. De los cinco nadadores que habíamos empezado la travesía del canal de la Mancha durante la noche, sólo dos seguíamos en el agua por la mañana. Como las corrientes habían sido tan duras, los otros tres habían desistido. Dadas las condiciones, un cruce doble estaba más allá de mis posibilidades, pero, si lograba cruzar el canal en una dirección, aún podría obtener la Triple Corona de Natación en Aguas Abiertas.

A partir de ese momento, dejaron de importarme la distancia y el tiempo. Simplemente nadaría. La única razón por la que me importaba el reloj era que, a la mitad de cada hora, me detenía a beber, a los cuarenta minutos orinaba y a la hora comía. Eso me permitió dividir el nado en segmentos pequeños y digeribles, lo que lo hizo manejable para mi mente.

A las diez de la mañana nadé hacia un lado del bote para tomar un refrigerio, pero, en lugar de encontrarme sólo a Nora o Rodolfo, todos los miembros de mi equipo de apoyo estaban amontonados en la barandilla. Roberto López Peña, el entonces esposo de Nora y uno de los cinco miembros de mi equipo a bordo del Aegean Blue, se aclaró la garganta:

—Toño —comenzó—, llevas nueve horas en el agua y ni siquiera estamos a la mitad del camino a Francia. Estamos muy preocupados por ti y decidimos sacarte del agua por unanimidad. Lo siento, pero se acabó tu nado.

Furioso, lancé mi botella de agua hacia la cubierta. ¿Estaban ciegos? Sí, había tenido un mal comienzo, pero ya no me sentía mal y mi condición estaba mejorando, ¡no empeorando!

—No sé lo que pretenden hacer —les grité—, ¡pero voy a seguir nadando!