BUSCANDO A JAKE y OTROS RELATOS
Un libro de
China Miéville
Copyright © China Miéville 2005
Ilustraciones de «Rumbo al frente» © Liam Sharp 2005
Foto China Miéville © Katie Cooke
© de la presente edición La máquina que hace PING!
Traducción
María Pilar San Román
«Detalles», «Mensajero»,
«Entrada extraída de una enciclopedia médica» e
«Informes sobre diversos sucesos acaecidos en Londres»
Silvia Schettin
«Buscando a Jake», «Cielos diferentes», «Cimiento»,
«Familiar», «Jack» y «Noche de paz»
Arrate Hidalgo
«Acaba con el hambre»
Cristina Jurado
«Rumbo al frente»
Marcelo Cohen y Cristian Arenós Rebolledo
«El Azogue»
Prólogo
Cristina Jurado
Ilustración de cubierta
Juan Alberto Hernandez
Diseño de cubierta
Carolina Bensler
Correcciones y edición
Cristian Arenós Rebolledo
Laura Ponce - Cristina Jurado
ISBN 978-84-948852-7-3
El derecho de China Miéville a ser identificado como el autor de este trabajo ha sido reivindicado conforme a la Ley británica Derechos de Autor, Diseños y Patentes de 1988. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida, de ninguna forma o por ningún medio (electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación u otro) sin el permiso previo por escrito del editor. Cualquier persona que realice cualquier acto no autorizado en relación con esta publicación podrá ser objeto de acciones penales y civiles por daños y perjuicios.
La cita de «La fauna de los espejos» ha sido reimpresa con el permiso de The Random House Group Ltd. La lista ubicada al final de este libro constituye una extensión de créditos.
La máquina que hace PING!
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Prólogo
Prólogo
Escribir este prólogo ha supuesto convertirme en arqueóloga de la obra de China Miéville (Norwich, 1972), un autor británico contemporáneo que se mueve con igual soltura en la ficción, en el ensayo y en el cómic. Como su primera publicación data de 19861, Miéville habría visto su primer cuento impreso con solo catorce años en Young Words 1986, un recopilatorio de jóvenes escritores. Después vendrían años de formación en Cambridge, donde se licenciaría en antropología social en 1994, y de una profunda concienciación política, que culminaría en 2001 tras su paso por la London School of Economics, con un máster y un doctorado en relaciones internacionales bajo el brazo.
Durante esta etapa escribió su primera novela, King Rat (Macmillan, 1998)2, y algunos de los relatos que vas a leer a continuación. La comprendida entre 1998 y 2005 supone una etapa muy fecunda para el británico en la que sale a la luz su aclamada trilogía Bas-Lag (Perdido Street Station, 2000; The Scar, 2002; Iron Council, 2004)3 y deja claro su compromiso político al presentarse como candidato a las elecciones a la Cámara de los Comunes en 2001 por la Socialist Alliance. No saldría elegido pero, lejos de apartarse del activismo político, Miéville reorientaría su mirada hacia el arte y seguiría escribiendo artículos para la revista marxista Historical Materialism, de cuyo consejo editorial forma parte. En 2005 publica su tesis doctoral Between equal rights: A Marxist Theory of International Law (Brill, 2005) y Looking for Jake (Del Rey para USA, 2005, y Macmillan para UK, 2015).
Esta última obra, que en español se titula Buscando a Jake, es una primera colección de relatos que comprende trece relatos y una novela corta con traducciones de Pilar San Román, Silvia Schettin, Arrate Hidalgo, Cristina Jurado, Marcelo Cohen y Cristian Arenós Rebolledo. En esos trece textos se recoge el material temprano confeccionado en los años de descubrimiento del mundo y del despertar de las inquietudes políticas del autor, que representa el inicio de su carrera como escritor de ficción y sus primeros triunfos4. Solo cuatro de los trece relatos («Mensajero», «Jack», «El parque de bolas» y «Rumbo al frente») son inéditos en la primera edición de 2005, mientras que el resto se pudieron leer en su momento en las páginas de publicaciones como Socialist Review, o en antologías seleccionadas por editores de la talla de Ann y Jeff VanderMeer o Michael Chabon.
Buscando a Jake es cualquier cosa menos una colección convencional, y no solo porque incluya historias que se distancian formalmente de lo habitual en una antología de relatos, como «Rumbo al Frente», un comic ilustrado por el artista británico Liam Sharp, sino porque da cabida a narraciones como «El parque de bolas», co-escrita con Emma Bircham y Max Schaefer. También el contenido de estos textos desafió las etiquetas literarias de tal manera que, la irrupción de Miéville en la escena artística e intelectual de finales de los ’90 y principios del tercer milenio, es un elemento importante en el advenimiento del new weird: una vanguardia no realista que recogía las ideas y la energía creativa del pulp, de la novela gótica, del simbolismo, del realismo mágico, del horror lovecraftiano, de la Nueva Ola británica de los ‘60, del surrealismo, el dadaísmo, de la hibridación de géneros, y de la experimentación. Aunque Miéville no fue ni el primer ni el único autor adscrito a este movimiento, es precisamente en el prólogo a una de las historias contenidas en esta colección —la novela corta El azogue5—, donde M John Harrison acuña por primera vez el término new weird para señalar la existencia de un fenómeno que revolucionó la escena literaria posthatcheriana. Es en esta novela corta donde se siente con más fuerza la influencia de los dadaístas (los “patchogues” son una réplica de Lord Patchogue6, el doble procedente del otro lado del espejo concebido por el escritor francés Jacques Rigaut7) y de Borges8.
Mención aparte requiere su indiscutible vinculación con el weird de finales del siglo XIX y principios del XX, que el propio Miéville ha definido como «un tipo de ficción escurridiza y macabra, capaz de cortarnos la respiración, un fantástico («terror» sumado a «fantasía») oscuro, que incluye monstruos alienígenas alejados de la tradición (aquí se une la «ciencia ficción»)»9. Con este género comparte una existencia intersticial poblada de tropos prestados de otros géneros, con el objeto de inspirar una sensación entre lo sublime y lo asombroso. La especificidad del new weird radica, sin embargo, en su interés por el espacio urbano, su capacidad para subvertir los tropos mencionados y un continuo cuestionamiento de las ideologías subyacentes de la sociedad.
Al igual que el resto de integrantes del new weird, Miéville pertenece a una generación inmersa, desde la cuna, en una cultura audiovisual y un sistema económico de libre mercado, en el que las obras de fantasía y ciencia ficción son abundantes y accesibles. Eso convierte la especulación con ingredientes fantásticos en un lenguaje legítimo para (re)conocer la realidad. No es de extrañar que el género se auto-cuestione constantemente su propia naturaleza debido, en buena medida, a la diversidad de fuentes de las que bebe. Es esa diversidad la que da lugar a la dificultad de encontrar una descripción precisa del new weird, como si resistiese cualquier definición y reivindicase su derecho a transformarse, e incluso contradecirse, y reclamase una fluidez que lo coloca en una postura de tensión constante con respecto a la industria editorial. La voluntad de publicar fuera de etiquetas comerciales familiares supone, en sí misma, una posición de resistencia contra el status quo, que incomoda a algunos tanto como fascina a otros.
Si en algo coinciden los lectores y los críticos del new weird es en la atención al detalle y en la sensación que evocan los textos de este género, una inquietud en la frontera entre el miedo, la repulsión y la incertidumbre que se deja sentir en muchas de las narraciones de Buscando a Jake. En ellas, Miéville se encarga de desdibujar las fronteras entre la fantasía y la ciencia ficción, y reclama para sus ficciones híbridas el extrañamiento cognitivo defendido por Darko Suvin10 como exclusivo de la ciencia ficción. La decisión del británico de emplazar sus historias en ciudades —normalmente Londres o un trasunto de la capital británica— no solo expone las contradicciones del homo urbanitas, sino que instala al lector en un escenario lo bastante familiar como para que cualquier disrupción de la lógica cotidiana resulte mucho más llamativa. Para poner de manifiesto el carácter fluctuante de la realidad, el británico introduce perturbaciones en estructuras arquitectónicas que, tradicionalmente, siempre han sido consideradas como espacios estables: desde puntos concretos de edificios como en «Cimientos», «Detalles», «El parque de bolas», o «Cielos diferentes», a las calles fluctuantes de «Informes sobre Diversos Sucesos Acaecidos en Londres», y ciudades enteras que mutan en «Buscando a Jake» o «El azogue». En este sentido, su ficción sigue los pasos de la tradición psicogeográfica que se popularizó en los círculos de la posvanguardia británica de los 90, y que proponía integrar el arte en su entorno, acabar con la distinción entre lo funcional y lo lúdico en la arquitectura, y reclamar tanto la ciudad como un espacio abierto al disfrute como la posibilidad de alcanzar nuevos niveles de sensibilización, más allá de las proposiciones constructivas previsibles del urbanismo tradicional. En nuestro país las propuestas creativas de Francisco Jota-Pérez con relatos como «Extractos de una última instantánea»11 y «Carnografía»12, o novelas como Aceldama (Origami, 2014) y Teratoma (Orciny Press, 2017), y de Albert Kadmon con su novela corta Ciudad Tumba (Cerbero, 2017) apuntan hacia una reinterpretación de los supuestos psicogeográficos del new weird.
Pero Miéville no se limita a jugar con la arquitectura e introduce alteraciones en otros aspectos más íntimos de la realidad, como el cuerpo humano. Esto se aprecia en: los «rehechos» de «Jack», la única narración que se localiza en Nuevo Crobuzon, la ciudad amalgama y remedo de Londres de su universo Bas-Lag, y que da nombre a los seres humanos modificados por la autoridad; la enfermedad de Buscard que aparece «Entrada Extraída de una Enciclopedia Médica» y que infecta a través de la palabra; los seres especulares de «El Azogue»; o la criatura creada a partir de materia orgánica en «Familiar». Asistimos a una relación particular del autor con lo monstruoso que, más allá de personificar terrores personales y sociales, saca a la luz la tramoya ideológica del presente, y remite a creadores como David Cronenberg y su “Nueva Carne”13.
Siendo Miéville quién es, una persona comprometida con sus ideas marxistas que defiende la capacidad de la fantaficción para desenmascarar el mercantilismo subyacente en las relaciones sociales de nuestro presente, no podía faltar en sus obras una crítica al capitalismo. El ejemplo más evidente se encuentra en «’Tis the Season», texto en clave de sátira sobre la mercantilización de ideas y objetos pertenecientes al colectivo social. En esta misma línea se sitúan: «El parque de bolas», donde se cuestionan las prácticas consumistas; «Acaba con el hambre», que aborda una supuesta cara oculta y oscura de las organizaciones caritativas; o la ya mencionada «Jack», donde las alteraciones realizadas al cuerpo humano se emplean como herramienta coercitiva social.
Los protagonistas de las historias, a excepción de Morley en «Mensajero», del propio Miéville en «Informes sobre Diversos Sucesos Acaecidos en Londres», de John en «’Tis the Season» y de Sholl en El Azogue son seres sin nombre, despojados de identidad, lo que los convierte en personajes más accesibles para el lector, que puede ubicarlos en cualquier comunidad urbana. En Miéville esta anonimidad desvía nuestra mirada del personaje y la dirige a su relación con el mundo, y con las superestructuras que lo conforman, para destapar una esquizofrenia, moral y cognoscitiva, generalizada.
En las historias que estás a punto de leer, Miéville reivindica el poder de la imaginación como un medio válido para relacionarse con y en el mundo, al hilo de lo que señala Mark P. Williams14. Es su uso de tropos fantásticos (los monstruos) o antirrealistas (las arquitecturas fluidas) lo que vincula aquello que se supone distante y desconectado —-el materialismo histórico por un lado, y la tradición gótica y pulp, por otro— para descubrirnos las actuales relaciones globalizadas como una invisible red sináptica.
Buscando a Jake resulta una obra fundamental en la trayectoria literaria de China Miéville porque funciona como casilla de salida de una propuesta creativa –estética, moral y política-, cuyo alcance y calado solo podemos vislumbrar, y porque brinda una perspectiva de conjunto sobre la multiplicidad de referentes que se asoman a sus historias. Estas ficciones únicas, perspicaces y sorprendentes, que operan como catalizadores de las inquietudes más acuciantes de la condición humana, te esperan a vuelta de página.
Cristina Jurado
Dubai, marzo de 2019
1 «Highway 61 Revisited», cuento aparecido posteriormente en la antología Before they were giants (Paizo, 2010), en la que se recogen las primeras publicaciones de los grandes nombres de la ficción especulativa anglosajona.
2 Rey Rata (Factoría de ideas, 2008).
3 La estación de la calle Perdido, La cicatriz, El consejo de hierro (Factoría de ideas, 2012; Nova, 2017).
4 Premio Arthur C. Clarke en 2001 y 2005; British Fantasy Award en 2001 y 2003; premio Locus en 2003 y 2005; numerosas nominaciones a los premios Bram Stoker, Hugo, Nebula, World Fantasy y Philip K. Dick.
5 The Tain, PS Publishing 2002. Publicado en español en 2006, editorial Interzona.
6 RIGAUT, JACQUES (2011): Lord Patchogue. Paris, Les éditions de Chemin de Fer. En su blog, Rejectamentalist Manifesto, Miéville recoje una cita de esta obra: «The marvellous is not rare, incredulity is stronger than miracles. Miracles have difficulty in recruiting witnesses [.]»
7 El 20 de julio de 1924, Jaques Rigaut (1898-1929), de visita en USA, se lanza contra un espejo en casa de unos amigos en Long Island. A partir de este episodio, crea a su doble procedente del otro lado del cristal, Lord Patchogue, tomando prestado el nombre de una población cercana. Rigaut se identificaba tanto con el personaje que llegó a imprimir tarjetas de visita con este alias. La primera edición de Lord Patchogue se publicó en 1930 a instancias de Raoul de Roussy de Sales en el nº 203 de la Nouvelle Revue Française. Rigaut se suicidó utilizando un regla para marcar el lugar exacto en el que la bala debía penetrar su corazón.
8 Miéville atribuye el concepto de ‘imagos” a Borges, cuyo cuento «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» (El jardín de los senderos que se bifurcan) incluye la frase: “los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.” En Borges igual a sí mismo, entrevista de María Esther Vázquez, (JORGE LUIS BORGES, Veinticinco de Agosto 1983 y otros cuentos, Siruela, Buenos Aires, 1983, pp. 80-81), el argentino reconoce que su terror a los espejos procede de su infancia.
9 MIÉVILLE, CHINA (2009): «Weird Fiction». The Routledge Companion to Science Fiction. New York, Routledge.
10 SUVIN, DARKO (1984): Metamorfosis de la ciencia ficción. (Sobre la poética y la historia de un género literario). México, Edvisión.
11 Revista SuperSonic #7.
12 Revista SuperSonic #4.
13 CRONENBERG, DAVID (1983): Videodrome. Universal Pictures.
14 WILLIAMS, MARK P.(2010): «Weird of Globalization: Esemplastic power in the short fiction of China Miéville». The Irish Journal of Gothic and Horror Studies Issue #8.
A Jake
Agradecimientos
AGRADECIMIENTOS
Mi más sincero agradecimiento a Emma Bircham, Mic Cheetham, Simon Kavanagh, Peter Lavery, Claudia Lightfoot, Colleen Lindsay, Jemina Miéville, Jake Pilikian, Rebecca Saunders, Max Schaefer, Chris Schluep, Liam Sharp and Jesse Soodalter.
Mi más profundo agradecimiento a todos los editores que encargaron y/o publicaron algunos de estos relatos: Benjamin Adams, Michael Chabon, Pete Crowther, Eli Horowitz, Ian Irvine, Maxim Jakubowski, Pete Morgan, Bradford Morrow, John Pelan, Mark Roberts, Nicholas Royle, Peter Straub, Jeff VanderMeer and Tony White.
Me gustaría señalar que el detalle histórico en el relato «Cimiento» es veraz y está documentado. El ejército de los Estados Unidos enterró vivos a los soldados iraquíes, usando tanques con palas instaladas. Entre otras muchas fuentes, ver el artículo de Patrick Sloyan “How the Mass Slaughter of a Group of Iraqis Went Unreported”, Guardian, 14 de febrero de 2003.
Buscando a Jake
No sé cómo te perdí. Recuerdo aquel largo tiempo buscándote, frenético y con ganas de vomitar... Me sentía bastante acelerado debido a la ansiedad. Y entonces te encontré, así que salió bien. Solo que te perdí de nuevo. Y no logro entender cómo ocurrió.
Estoy aquí sentado en esta azotea que seguro que recuerdas, observando la peligrosa ciudad. Desde mi azotea, recuerda, se ve un paisaje insulso. No hay parques que rompan la monotonía urbana, ni torres que destaquen una mierda. Solo un interminable y aburrido entramado de ladrillo y cemento, un caos anodino de callejuelas que se entrelazan alargándose hasta el infinito detrás de mi casa. Cuando me mudé aquí por primera vez me sentí decepcionado; no vi lo que había en aquel paisaje. No hasta la noche de Guy Fawkes.
Acababa de sentir un golpe de aire frío y un sonido de tela mojada agitada por el viento. No vi nada, por supuesto, pero sé que un madrugador pasó volando cerca de mí. Veo cómo crece el anochecer detrás de las torres de gas.
Esa noche, el cinco de noviembre, subí y contemplé cómo unos fuegos artificiales baratos rugían subiendo hacia el cielo. Estallaron justo a la altura de mis ojos y recorrí sus trayectorias a la inversa para localizar los jardincillos y balconcitos desde los que despegaban los cohetes. No había forma de seguirlos de tantísimos que eran. Así que me quedé allí sentado, en medio de explosiones de rojo y oro, mirándolo todo boquiabierto. Aquella ciudad descolorida y gris, a la que no había prestado atención durante días, escupió todo ese poderío, aquella hermosa y tremenda energía.
En ese momento me cautivó. Jamás olvidé aquel despliegue ni volví a dejarme engañar por la quiescencia de las calles que veía desde la ventana de mi dormitorio. Eran peligrosas. Siguen siendo peligrosas.
Pero, claro, ahora es un peligro diferente. Todo ha cambiado. Trastabillé, tropecé contigo, te volví a perder, y estoy atrapado encima de estas aceras sin que nadie pueda ayudarme.
Oigo los siseos y suaves farfulleos del viento. Se están posando cerca de aquí, y con la creciente oscuridad se agitan y se despiertan.
Nunca te dejabas caer mucho por aquí. Allí estaba yo, en mi nuevo piso, encima de las casas de apuestas, ferreterías baratas y ultramarinos de Kilburn High Road. Era un lugar barato y lleno de vida. Yo estaba como un cerdo en una charca. Feliz como una perdiz. Comía en el indio del barrio, iba a trabajar y apoyaba tímidamente a la diminuta y angosta librería independiente, a pesar de sus patéticas existencias. Y hablábamos por teléfono, y tú incluso te pasaste por casa, unas pocas veces. Lo que siempre estaba genial.
Yo sé que nunca iba a la tuya. Vivías en el puto Barnet. Yo soy un simple mortal.
¿Tú en qué andabas metido, a todo esto? ¿Cómo podía yo sentir tanto apego, querer tanto a alguien, y saber tan poco de su vida? Tú llegabas al noroeste de Londres como transportado por el viento con tus bolsas de plástico, sin dar detalles de dónde habías estado, ni a dónde ibas, con quién estabas, qué hacías. Sigo sin entender de dónde sacabas el dinero para satisfacer tus caprichos de música y libros. Sigo sin saber qué pasó con aquella mujer con la que tuviste esa relación tan chunga.
Siempre me gustó lo poco que nuestras vidas amorosas afectaban a nuestra relación. Pasábamos el día jugando a las máquinas recreativas y rajando sobre esa peli o aquella otra, o de un tebeo, disco, libro y, tan solo de pasada, cuando te preparabas para irte, sacábamos a relucir lo mal que lo estábamos pasando por el desamor, o la beatífica perfección de nuestras nuevas parejas.
Pero siempre te tenía a mano. Igual no hablábamos durante semanas, pero bastaba una sola llamada de teléfono.
Eso ya no servirá. Ya no me atrevo a tocar el teléfono. Durante mucho tiempo no hubo tono de llamada, solo bruscas interferencias de estática, como si mi teléfono estuviese buscando señales. O como si las estuviese interceptando.
La última vez que levanté el auricular algo me susurró a través de los cables, me hizo una pregunta en tono reverencial, en un idioma que no comprendía, plagado de sonidos sibilantes y dentales. Colgué con cuidado y no lo he vuelto a descolgar.
Así que aprendí a contemplar el paisaje desde mi azotea en medio del estridente brillo de los fuegos artificiales, para guardarle la reverencia que merecía. Ese paisaje ya ha desaparecido. Ha cambiado. Tiene la misma topografía, es punto por punto la misma de siempre, pero se ha vaciado y llenado con algo nuevo. Esas avenidas principales no son menos hermosas, pero todo ha cambiado.
El ángulo de mi ventana y la altura de mi techo me ocultaban el asfalto y los adoquines: veía la parte superior de las casas, los muros, los escombros y contenedores, pero no lograba ver qué había a ras del suelo, nunca vi un solo humano caminar por aquellas calles. Y aquella panorámica sin vida la veía rebosante de energía potencial. Las carreteras podían estar atestadas, quizá había una fiesta callejera, un accidente de tráfico o un disturbio fuera de mi campo de visión. Era un vacío muy lleno el que aprendí a ver, la noche de Guy Fawkes, una desolación llena de energía.
Esa energía ha cambiado la polaridad. La desolación permanece. Ahora no veo a nadie porque no hay nadie allí. Las carreteras no están atestadas, y no hay ni una sola fiesta callejera, ni podrá volver a haberla.
A veces, claro, esas calles se vuelven nítidas de repente cuando alguien camina a zancadas por ellas, decidido y nervioso, como yo mismo camino por Kilburn High Road cuando salgo de casa. Y, por lo general, ese alguien tendrá suerte y llegará al supermercado desierto sin incidentes, encontrará comida, saldrá de allí y regresará a casa, como yo he tenido suerte.
A veces, en cambio, caerán por una falla abierta en el pavimento y desaparecerán con un gemido de desesperación, y la calle quedará vacía. A veces les llegará un olor apetecible desde una casa de aspecto acogedor, entrarán tropezando del entusiasmo por la puerta principal, que estará abierta, y se irán. A veces pasarán entre los filamentos brillantes que cuelgan de los árboles sucios y quedarán atrapados en ellos.
Imagino algunas de estas cosas. No sé cómo ha desaparecido la gente, en estos tiempos extraños, pero cientos de miles, millones, de almas se han evaporado. Las calles principales de Londres, como la carretera elevada que veo desde la parte delantera de mi casa, contienen solo algunos ansiosos individuos: un borracho, quizá, un policía con aire de estar perdido atento a los galimatías de su radio, alguien sentado desnudo en un umbral, todos evitando la mirada del otro.
Las callejuelas están casi desiertas.
¿Cómo se está ahí dónde estás tú, Jake? ¿Sigues en Barnet? ¿Está lleno? ¿Se ha producido una avalancha hacia las zonas residenciales?
Dudo que sea tan peligroso como Kilburn.
No hay lugar más peligroso que Kilburn.
He terminado viviendo en una tierra baldía.
Aquí es donde está todo, es aquí donde está el centro. Solo unos pocos cretinos sin criterio como yo viven aquí ahora, y estamos desapareciendo uno a uno. Llevo días sin ver al tipo vestido de pana, y la airada joven que acampaba en la panadería ya no está allí.
No deberíamos quedarnos aquí. Al fin y al cabo, ya nos lo han advertido.
Kill. Burn1.
¿Por qué me quedo? Podría abrirme paso hacia el sur con razonable seguridad, hacia el centro, ya lo he hecho antes, sé cómo hacerlo. Viajar a mediodía, con el mapa apretado contra mi pecho como si fuese un talismán. Juro que me protege. Se ha convertido en mi grimorio. Tardaría una hora o así en llegar hasta Marble Arch, y todo el trayecto es por la carretera principal. Puede salir bien.
Lo he hecho antes, bajé por Maida Vale, por encima del canal, que estos días está lleno de detritus oscuro. Pasada la torre en Edgware Road con el exoesqueleto de vigas rojas que sobresalen hacia el cielo seis metros por encima de la azotea. He oído unas pisadas sordas y resoplidos en los confines de esa alta prisión, he vislumbrado el brillo de los músculos y el pelo grasiento de un animal sacudiendo el metal con nerviosismo.
Creo que las cosas aleteantes de allá arriba tiran comida en la jaula.
Pero si paso todo eso estoy a salvo, en la calle Oxford, donde vive ahora la mayor parte de Londres. La última vez que estuve allí fue el mes pasado, y habían hecho un trabajo decente. Hay algunas tiendas en funcionamiento que aceptan los absurdos billetes garabateados a mano que hacen las veces de moneda, y que venden los objetos que pueden rescatar, o fabricar, o que les son inexplicablemente entregados por la mañana.
Está claro que no pueden escapar de lo que está ocurriendo en la ciudad. Sobran las señales.
Con tanta gente desaparecida la ciudad está generando su propia basura. En las grietas de los edificios y los espacios oscuros bajo los coches abandonados, los nuditos de materia se organizan formando envoltorios de patatas fritas, juguetes rotos y cajetillas de tabaco antes de romper el diminuto cordón umbilical que los ancla al suelo y alejarse flotando por las calles. Incluso en la calle Oxford se ve cada mañana un nuevo cultivo de basura, cada asquerosa pieza recién nacida tenía la marca de un minúsculo ombligo fruncido.
Incluso en la calle Oxford aparecen todos los días, sin falta, los fardos frente a los quioscos: el y el . Los únicos periódicos que han sobrevivido al silencioso cataclismo. Se generan a diario, escritos, publicados y repartidos por una persona, personas o fuerzas invisibles.
Hoy ya he bajado con sigilo por las escaleras, Jake, para coger mi copia del en el otro lado de la calle. El titular es «Masas autoctónicas, aullantes y con la boca húmeda». El subtítulo: «Nácar, heces, máquinas rotas».
Pero incluso a pesar de esos avisos, la calle Oxford es un lugar tranquilizador. Aquí la gente se levanta y va al trabajo, se viste con ropa que reconoceríamos de hace nueve meses, toma café por la mañana y se aferra con fuerza a ignorar la imposibilidad de lo que están haciendo. Así que ¿por qué no me quedo allí?
Creo que es la invitación del Gaumont State lo que me mantiene aquí, Jake.
No puedo marcharme de Kilburn. Aún me quedan secretos por descubrir. Kilburn es el centro de la nueva ciudad, y el Gaumont State es el centro de Kilburn.
El Gaumont está inspirado, con toda su absurdidad, en el Empire State de Nueva York. A escala de miniatura quizá, pero sus rectas y curvas se muestran dignas e imperturbables, ignoran con facilidad el barato camuflaje de ladrillos y suciedad de su entorno. Todavía era un cine cuando yo era un niño y recuerdo la curvatura simétrica de las dos escaleras también simétricas del interior, la opulencia de la lámpara de araña, la alfombra y las réplicas de mármol.
Los multicines, con sus endiosadas pantallas de vídeo y su chabacana decoración, se muestran indiferentes a los cines. El Gaumont pertenece a una época de cuando el cine era aún un milagro. Era una catedral.
Cerró y se volvió una ruina. Luego volvió a abrir, al son de los acordes electrónicos de las máquinas tragaperras del vestíbulo. Fuera, dos letreros de neón enormes explicaban el nuevo propósito del Gaumont en letras verticales, leídas hacia abajo: BINGO.
Fuiste el primero en acudir a mis pensamientos, tan pronto como supe que había ocurrido algo. No recuerdo despertarme cuando el tren estacionó en Londres. Mi primer recuerdo es bajarme del vagón, adentrarme en el frío del atardecer y tener miedo.
No fue percepción extrasensorial, tampoco fue el sexto sentido lo que me dijo que algo iba mal. Fueron mis ojos.
El andén estaba lleno, como cabría esperar, pero la multitud se desplazaba de una manera que no había visto antes. No había flujos ni mareas de gente yendo y viniendo hacia el monitor de salidas y llegadas. No se distinguía ningún patrón fractal en aquella masa. El aleteo de una mariposa en una esquina de la estación no provocaría huracanes, ni tormentas, ni tan siquiera un soplo de viento en otros lugares. El complejo orden del caos se había roto.
Tenía el aspecto de como me imagino el purgatorio. Una habitación enorme llena de almas huecas arremolinándose atomizadas e inservibles, cada una encerrada en su íntima desesperación.
Vi un guardia, que estaba tan solo como los demás.
¿Qué ha ocurrido? Le pregunté. Estaba confuso, negaba con la cabeza. No quería mirarme. Algo ha ocurrido, dijo. Algo… hubo un derrumbe… nada funciona bien… ha habido un… colapso…
Estaba siendo muy inexacto. No se le puede culpar. Fue un apocalipsis muy inexacto.
En el tiempo que pasó desde que cerré los ojos en el tren y los abrí de nuevo, algún principio organizador había fracasado.
Siempre he imaginado el suceso en términos muy literales. Siempre he concebido un edificio vasto e imposible, una central eléctrica espiritual con un núcleo inestable excretando la energía y la conectividad del mundo. Siempre he evocado los engranajes de esa impensable maquinaria sobrecalentándose, una masa crítica siendo alcanzada… los mecanismos flaqueando y trabándose al estallar el núcleo en silencio, escupiendo su combustible venenoso por toda la ciudad y más allá.
En Bhopal, la planta de Union Carbide vomitó una bilis mortificante y asesina. En Chernóbil, los efectos fueron un terrorismo celular más insidioso.
Y ahora Kilburn estalla en confusa entropía.
Lo sé, Jake, lo sé, no puedes reprimir una sonrisa, ¿verdad? De lo alucinante y lo terrible a lo ridículo. Aquí no hay muros con cadáveres apilados hasta arriba. Rara vez se derrama sangre cuando los habitantes de Londres desaparecen. Pero la ciudad se está desinflando, Jake, y Kilburn es el epicentro de ese vaciado.
Dejé al guardia solo con su confusión.
Tengo que encontrar a Jake, pensé.
Probablemente estés sonriendo al leer esto, menospreciándote como haces siempre, pero te juro que es verdad. Estabas en la ciudad cuando ocurrió, lo viste. Piénsalo, Jake. Yo estaba dormido, en tránsito, ni aquí ni allí. No conocía esta ciudad, nunca había estado aquí antes. Pero tú la habías visto nacer.
No me quedaba nadie más en la ciudad. Podías ser mi guía, o al menos podíamos estar perdidos juntos.
El cielo estaba completamente muerto. Parecía hecho de papel negro mate y pegado sobre las siluetas de las torres. Todas las palomas se habían ido. No lo supimos entonces, pero esas cosas invisibles y aleteantes habían nacido con una explosión, ya adultas y voraces. En las primeras horas surcaron los cielos sin ser apenas presas de nada.
Las farolas todavía funcionaban, igual que ahora, pero de todos modos tampoco había nada profundo en aquella oscuridad. Deambulé nervioso, encontré una cabina de teléfono. No parecía querer mi dinero, pero me dejó hacer la llamada igualmente.
Contestó tu madre.
Hola, dijo. Sonaba apática y perpleja.
Me quedé en silencio demasiado tiempo. Estaba buscando a ciegas cuál era el nuevo protocolo apropiado para los nuevos tiempos. Era un completo ignorante de las normas sociales, y tartamudeé mientras ponderaba si decir algo del cambio.
¿Está Jake ahí? Dije al fin, ridículo y banal.
Se ha ido, dijo. No está aquí. Se marchó esta mañana a comprar y no ha vuelto.
Entonces se puso tu hermano y habló con brusquedad. Fue a no sé qué librería, dijo, y supe dónde estabas.
Era la librería que encontramos a la derecha cuando sales de la estación Willesden Green, donde la cuesta de la calle en pendiente empieza a empinarse. Es barata y tiene un inventario caprichoso. Nos sedujo por la inmaculada edición de del escaparate, y nos divirtió la yuxtaposición de Kierkegaard y Paul Daniels.
Si hubiera podido elegir dónde estar cuando Londres perdió potencia, habría sido en esa zona, allí donde la ciudad recibe al cielo, en la cima de una colina, rodeada de calles bajas que dejan escapar los sonidos hacia las nubes. Kilburn, zona de impacto, justo encima del delgado baluarte de callejuelas. Quizá tuviste un presentimiento aquella mañana, Jake, y cuando ocurrió el colapso estabas preparado, esperando en aquella atalaya perfecta.
Aquí en la azotea está oscuro. Lleva un tiempo oscuro. Pero veo lo suficiente como para escribir, gracias a la luz desviada de las farolas y quizá de la luna también. El aire se siente cada vez más racheado por el paso de esas cosas hambrientas e invisibles, pero no tengo miedo.
Puedo oír cómo luchan, se posan y se cortejan en la torre del Gaumont, proyectándose sobre las casas y las tiendas de mis vecinos. Hace poco se sintió un chisporroteo y resquebrajamiento seco, y un zumbido sordo y constante sustenta ahora los demás sonidos nocturnos.
Estoy muy familiarizado con ese sonido. El murmullo del neón.
El Gaumont State me hace llegar su mensaje como un estruendo a través de la corta y desierta distancia que lo separa de la acera.
Me reclama por encima del sinsentido orgánico de los folletos y los constantes susurros de la basura nueva agitada por el viento.
Lo he oído todo antes, lo he leído antes. Me estoy tomando mi cochino tiempo con esta carta. Luego veré qué es lo que se me está pidiendo.
Fui en metro hasta Willesden.
Doy un respingo ahora que pienso en ello, me lo sacudo de encima. No tenía forma de saberlo. Entonces era más seguro, de todos modos, en aquellos primeros días.
En los meses posteriores me colé muchas veces en las estaciones de metro para investigar por mí mismo los rumores que corrían entre susurros. He visto trenes pasar con rostros aullantes pegados a las ventanas, demasiado rápido para ver con claridad, algo parecido a perros, he visto trenes arder con luz fría, trenes largos y lentos vacíos salvo por una mujer que parecía muerta mirándome fijamente a los ojos, camino a Dios sabe dónde.
Por entonces no tenía un aspecto semejante, ni por asomo tan sobrecogedor. Hacía demasiado frío y había demasiado silencio, recuerdo. Y no estoy seguro de que el tren tuviera un conductor. Pero me dejó ir. Llegué a Willesden y cuando salí a aquella estación al aire libre pude sentir que había cambiado algo en el mundo. Bajo la piel de la noche se estaba formando lentamente una epifanía, supuraba por los poros de la ciudad, se derramaba sobre mí lentamente.
Subí por las escaleras y abandoné aquel inframundo.
Cuando Orfeo volvió la vista atrás, Jake, no fue por estupidez. Los mitos son calumniadores. No fue el miedo repentino de que ella no estuviera allí lo que le hizo girar la cabeza. Fue la luz amenazante que venía de arriba. ¿Y si ahí fuera no era lo mismo? Es tan humano, girarse y llamar la atención de tu acompañante en el viaje de vuelta, compartir ese momento en el que temes que todo cuanto conoces haya cambiado.
A mí espalda no había nadie a quien mirar, y todo cuanto conocía había cambiado. Abrir las puertas que daban a la calle fue lo más valiente que he hecho nunca.
Me quedé en el puente sobre las vías. Me golpeó el viento. Al otro lado de la calle delante de mí, saliendo de debajo del puente, debajo de mis pies, se extendía y se alejaba el elegante desfiladero curvado que contenía las vías, bordeado por laderas empinadas llenas de matorrales, arbustos rechonchos y malas hierbas que se erguían petulantes en el pedregal.
Apenas se oían sonidos. Apenas veía unas pocas estrellas. Sentía como si todo el cielo se desplazara rápidamente por encima de mí.
La tienda estaba a oscuras pero tenía la puerta abierta. Fue un alivio entrar en un sitio donde el aire estuviera en calma.
Está cerrado, coño, dijo alguien con voz que sonaba desesperada.
Serpenteé entre pilas de libros que desprendían un olor intenso camino de la caja registradora. Distinguía las formas y las sombras en esta mustia oscuridad. Un hombre viejo y calvo estaba desplomado en un taburete detrás del escritorio.
No quiero comprar nada, dije. Estoy buscando a alguien. Te describí.
Mira a tu alrededor, tío, dijo. Vacío de la hostia. ¿Qué quieres de mí? No he visto ni a tu amigo ni a nadie.
Me puse histérico al momento. Me tragué el deseo de correr hacia todas las esquinas de la tienda y tirar pilas de libros, gritando tu nombre, para ver dónde te escondías. Mientras forcejeaba con las palabras, el viejo sintió alguna clase de desdeñosa compasión por mí y suspiró.
Un tipo parecido al que me has descrito se ha pasado el día entrando y saliendo de aquí. La última vez hace un par de horas. Si vuelve otra vez se puede ir a tomar por culo, está cerrado.
¿Cómo relatas lo increíble? Parece raro lo que nos resulta increíble.
Había aprendido, muy rápido, que las reglas de la ciudad habían implosionado, que la lógica se había desmoronado, que Londres era una cosa rota y ensangrentada. Acepté aquello con torpor, tan solo estaba un poco asombrado. Pero casi vomito por la incredulidad y el alivio que sentí al salir de aquella tienda y ver que esperabas fuera.
Estabas debajo del alero del quiosco, medio en sombras, una silueta inconfundible.
Si lo pienso un momento me parece todo tan prosaico, tan obvio, el que me estuvieses esperando allí. Cuando te vi, en cambio, fue como un milagro.
¿Temblaste de alivio al verme?
¿Podías creer lo que veías?
Es difícil recordar eso, ahora mismo, cuando estoy aquí en la azotea rodeado por esas cosas hambrientas que aletean y no se pueden ver, sin ti.
Nos encontramos en la oscuridad que se derramaba por la parte delantera de la fachada del edificio. Te abracé con fuerza.
Tío… dije.
¡Eh!, respondiste.
Nos quedamos ahí de pie como idiotas, en silencio durante un rato.
¿Entiendes lo que ha pasado?, pregunté.
Negaste con la cabeza, te encogiste de hombros y moviste los brazos confusamente para abarcar todo cuanto nos rodeaba.
No quiero irme a casa, dijiste. Sentí cómo se iba. Estaba en la tienda y estaba mirando este librito extraño y sentí algo enorme… esfumarse sin más.
Estaba dormido en un tren. Me desperté y lo vi así.
¿Y ahora qué?
Pensé que tú sabrías decírmelo. ¿No os dieron… libros de normas o algo? Pensé que se me castigaba por estar dormido, que por eso no me enteraba de nada.
No, tío. Ya sabes, un huevo de gente ha desaparecido, así sin más. Te lo juro. Cuando estaba en la tienda había mirado hacia arriba justo antes de… Y había otras cuatro personas más allí. Y entonces, justo después, miré y estábamos solo ese otro tío, el dependiente, y yo.
El sonrisas, dije. El alegre.
Sí.
Nos quedamos en silencio de nuevo.
Así es como termina el mundo, dijiste.
No con una explosión, proseguí, sino con un…
Pensamos.
¿Con una prolongada exhalación?, sugeriste.
Te conté que estaba caminando a casa, hacia Kilburn, justo al otro lado de la ciudad. Ven conmigo, dije. Quédate en mi casa.
Se te veía indeciso.
Estúpido, estúpido, estúpido, estoy seguro de que fue culpa mía. La vieja discusión de siempre, esa de que no venías a verme mucho, que no te quedabas más tiempo, traducida al nuevo idioma del mundo. Antes de la caída habrías hecho sonidos desesperados aduciendo tener que ir a otra parte, insinuar enigmáticamente compromisos que no podías explicar, y te irías. Pero en este tiempo nuevo aquellas excusas se volvieron absurdas. Y la energía que le dedicabas a las evasivas estaba canalizada en otra parte, en la ciudad, que estaba hambrienta como un recién nacido, que te absorbía la ansiedad, que asimilaba tus incipientes deseos y los satisfacía.
Al menos vente conmigo hasta Kilburn, dije. Podemos preparar lo que sea que vayamos a hacer cuando estemos allí.
Sí, claro, tío, solo quiero…
No logré descifrar eso que querías hacer.
Estabas distraído, no dejabas de mirar por encima de mi hombro hacia algo, y yo me apresuraba a mirar mi alrededor para ver qué es lo que te estaba intrigando. Había una sensación de interrupciones, aunque la noche estaba en silencio como siempre, y yo no paraba de mirar hacia atrás para verte, y tiré de ti para que vinieras conmigo y decías «claro tío claro, solo un segundo, quiero ver algo», y empezaste a cruzar la calle con los ojos fijos en algo que no estaba en mi campo de visión, y me estaba enfadando y te me soltaste porque oí un sonido encima de la cresta del puente del ferrocarril, uno que venía del este. Oía sonidos de cascos de caballo.
Tenía el brazo estirado, todavía, pero ya no te estaba tocando, y giré la cabeza en dirección al sonido, con la mirada fija en la cúspide de la colina. El tiempo se elongó. La oscuridad de justo encima de la acera se partió por una endiablada astilla que crecía y crecía a la vez que algo largo, fino y afilado aparecía sobre la colina. Rajó la noche en un ángulo agudo. Lo agarraba con fuerza un puño cerrado y enguantado que surgió de debajo. Era una espada, un espléndido sable ceremonial. La espada vino con un hombre tras de sí, uno con un extraño casco, con una larga pica plateada que le adornaba la cabeza y una pluma blanca ondeando tras su estela.
Cabalgaba en frenético galope, pero no sentí ningún apremio cuando irrumpió ante mi vista, y dispuse de todo el tiempo necesario para verlo, para estudiar sus ropas, su arma, su rostro, para reconocerlo.
Era uno de los jinetes que están fuera del palacio… ¿Los llaman la caballería de la guardia real? Con el penacho saliendo de la cimera de sus yelmos en un cono impecable, las botas como espejos y sus apáticos caballos. Son legendarios por su inmovilidad. Los turistas juegan a mirarlos fijamente, a burlarse de ellos y acariciar las narices de sus monturas mientras ni un parpadeo de emoción humana mancha su deber.
Cuando la cabeza del hombre sobresalió por la cima de la colina, vi que su rostro estaba fruncido y arrugado mostrando una sorprendente mueca de guerrero, como el gruñido de un perro en pleno ataque, una necia expresión de valentía como la que estuvo pintada en los rostros de la Brigada Ligera.
Llevaba la chaqueta roja desabrochada, titilando como una llama. Estaba casi de pie, apoyado sobre los estribos, encorvado, cogiendo las riendas con su mano izquierda, y sosteniendo con la derecha esa hermosa espada que me escupía luz en la cara. Su caballo ascendió hasta hacerse visible, con enormes venas bajo la piel blanca y ojos desorbitados con una ansiosa mirada equina, con baba chorreando desde detrás de los dientes y los cascos martilleando el asfalto desierto del puente del ferrocarril de Willesden.
B
IN…
GO…
IN.
GO IN.
GO IN.
Entra.
De acuerdo. Está bien. Entraré. Arreglaré mi casa, echaré la carta y me pondré delante de ese edificio, mirando con ojos entornados el cristal ahora opaco que guarda sus secretos, y entraré.
No creo de verdad que estés ahí dentro, Jake, si es que estás leyendo esto. En realidad ya no creo eso. Sé que eso no es posible. Pero no lo puedo dejar estar. No puedo dejar piedra sin remover.
Qué solo me siento, joder…
Subiré por esas espléndidas escaleras, si es que llego tan lejos. Cruzaré sus magníficos y amplios pasillos, serpentearé entre los túneles hasta el gran salón que sospecho que estará brillando con suma intensidad. Si es que llego tan lejos.
Puede ser que te encuentre. Que encuentre algo, que algo me encuentre a mí.
Sé que no volveré a casa, estoy convencido.
Entraré. La ciudad no me necesita por ahí mientras se cae. Iba a catalogar sus secretos, pero eso solo era en mi provecho, no en el de la ciudad, y esto me parece igual de bien.
Entraré.
Nos vemos pronto, espero, Jake. Espero.
Con todo mi amor,
1 En inglés, significa matar y quemar, de ahí que el nombre de Kilburn se considere una advertencia. N de la T.