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El alma del mar


V.1: mayo de 2020

Título original: RisingTideFallingStar


© Philip Hoare, 2017

© de la traducción, Joan Eloi Roca, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.


Publicado originalmente en Reino Unido en inglés en 2018 por Little, Brown, un sello de Little, Brown Book Group.


Ilustraciones de inicio de capítulo e imagen de cubierta: Joe Lyward

Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Corrección: Francisco Solano


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-18217-11-1

THEMA: DNL

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

EL ALMA DEL MAR

Philip Hoare

Traducción de Joan Eloi Roca

1

Sobre el autor

3


Philip Hoare formó parte del movimiento punk de Londres en la década de 1970. Cambió la música por las letras y en 1990 publicó su primer libro, Serious Pleasures: The Life of Stephen Tennant.

Leviatán o la ballena (Ático de los Libros, 2010) lo confirmó como uno de los grandes talentos de la nueva narrativa inglesa y le valió el premio BBC Samuel Johnson de 2009 al mejor libro de No Ficción publicado en el Reino Unido.

Tras El mar interior, mezcla de biografía y guía de viajes por Inglaterra, las Azores, Sri Lanka y Nueva Zelanda, en El alma del mar Philip Hoare aborda la relación entre el planeta del agua y la sensibilidad artística, con su acostumbrada maestría literaria.

El alma del mar

Una exploración del hechizo del mar y del arte



Del autor de Leviatán o la ballena y El mar interior, llega un maravilloso retrato compuesto por las sutiles, hermosas, inspiradoras y enloquecedoras maneras en que el ser humano se ha relacionado con el planeta del agua.

En el deslumbrante cierre de su trilogía sobre el mar, Hoare parte de nuevo en un viaje en busca de las historias humanas y animales del mar, desde las personas empujadas a la desesperación, a ballenas, gaviotas y espíritus de las aguas: esta es una odisea personal y literaria que nos llevará desde los suburbios de Londres hasta las costas europeas y del Atlántico.

Desfilan por sus páginas William Shakespeare, Henry David Thoreau, Wilfred Owen, Jack London, Herman Melville, Elizabeth Barrett Browning, Virginia Woolf, Percy Bysshe Shelley, Mary Shelley, lord Byron, el almirante Nelson, David Bowie, Stanley Kubrick y muchos otros poetas y artistas, escritores modernistas y héroes famosos o desconocidos, todos ellos relacionados con el mar, a veces de manera fatal y hermosa.




Del autor de Leviatán o la ballena



«Mitad historia cultural y mitad vibrante narración de su relación con el mar. [...] Philip Hoare ha escrito un libro maravilloso que es una delicia leer.»

The Sunday Times


«Hoare escribe sobre Shelley, Byron y Elizabeth Barrett Browning. [...] Poetas del mar en manos de un poeta del mar.»

The Literary Review


«Una historia idiosincrática de marineros, aventureros y artistas que evoca la majestuosidad del horizonte marino. [...] Es una obra maestra que se eleva al nivel de poesía sublime.»

The Times


«Rara vez he leído un libro que me haya hablado tan directa e íntimamente a mí.»

The Guardian


«Un libro extraño y maravilloso.»

Robert Macfarlane

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Cabo Cod, Nueva Inglaterra y Nueva York: Pat de Groot, Dennis, Deborah y Dory Minsky, John Waters, Mary Martin, Frank Schaefer (fallecido), Jen Bradley, Sacha Richter, Laura Ludwig y Stormy Mayo, John y Marilyn Gullett, Elspeth Vevers, Elizabeth Bradfield, Jonathan Sinaiko, Chris Busa, Jessica Strauss, Jo Hay, Sebastian Junger, Tom Thompson, Albert Merola y James Balla; Mark Dalombo, Todd Motta y John Conlon, de Dolphin Fleet; Robert Tarr Edmunds júnior; Jim Bride; James Russell, Christina Colnett y Robert Rocha, Museo Ballenero de New Bedford; John Bryant y la Melville Society; Peter Gansevoort Whittemore, Jim Bride, Biblioteca Pública de Concord, Andrew Delbanco, David M. Friedman, Mick Rock. Las Azores: Serge Viallelle y João Quaresma, Espaço Talassa. Países Bajos: Jeroen Hoekendijk, Ellen Gallagher. México: Laura Logar, Isabel Cárdenas Oteiza; Alfredo T. Ortega, Centro Universitaro de la Costa. Cataluña: Claudia Casanova y Joan Eloi Roca, Ático de los Libros; Francesc Serés, Faber Residency, Olot. Irlanda: Peter Wilson, Ann Wilson y Jim Wilson; Mark Wickham, Tara Kennedy, Eoin Wickham and Sinéad Ní Bhroin; Aengus O’Marcaigh, Barra Ó Donnbháin, Alicia St. Ledger, Paul O’Regan. Escocia y las Hébridas Occidentales: Roddy Murray, Ian Stephen, Julie Brook; WDC Centro del Delfín de Escocia; Centro de Aves Marinas de Escocia, North Berwick.

Reino Unido: Joe Lyward, Adam Low, Martin Rosenbaum, Jill Evans, James Norton; Andrew Sutton and Rachel Collingwood; Angela Cockayne, Alison Turnbull, Gareth Evans, Olivia Laing, Viktor Wynd, Iain Sinclair, Horatio Morpurgo, Jessica Sarah Rinland, Edward Sugden, Alex Farquharson, Volker Eichelmann, Marc Rees; Claire Doherty y Michael Prior, de Situations; Tim Dee, Chris Watson, Duncan Minshull, Mark Cocker, Robert Macfarlane, Cillian Murphy, Tilda Swinton, Neil Tennant, Michael Bracewell, Brian Eno, Nicolas Roeg, Merlin Holland, Rupert Everett, Hugo Vickers, Paul Kildea, Andrew Motion; Peter Owen, Jane Potter y los herederos de Wilfred Owen; Stephen Hebron y Helen Gilio, Biblioteca Bodleiana; Susan Usher, Biblioteca de la Facultad de Inglés, Oxford; Hal Whitehead, Luke Rendell; Museo de Torquay; padre Claro Conde, Mary Hallett, Anna Eades, Katherine Anteney, Nick Moore, Clare Moore, Sam Goonetillake, Nigel Larcombe-Williams, Clare Goddard, Michael Holden, Pamela Ashurst y Ron Ashurst (fallecido); Geoffrey Marsh, el Museo de Victoria y Alberto; Louise Simkiss, Amy Miller, Museo Marítimo Nacional; Harriet Williams, Jane Fletcher, Mehta Bhavit, British Council; Damon Teagle, Millie Watts, Centro Oceanográfico Nacional; Dan Brown, Will May, Rebecca Smith, Stephanie Jones, Carole Burns, Matt Kerr, Karen Robson, Joel Found, Universidad de Southampton. Y a mi familia y amigos: Lawrence, Stephen, Christina y Katherine; Oliver, Cyrus, Harriet, Jacob, Lydia y Max; Mark, Ruth, Lilian y Freddie; y Tangle.


Philip Hoare, Pascua de 2017

ÉLMIRAHACIALAORILLA

7


La pista está salpicada de luces de colores, una constelación caída del cielo. Me conducen a través del frío nocturno y ocupo mi lugar junto al piloto. Me dice que adelante mi asiento y me abroche el cinturón. Los cuernos se mueven sobre mi regazo, operados por un fantasmal copiloto; diales e indicadores LED incomprensibles parpadean y se mueven en la consola. Las ventanas de plexiglás tiemblan con las vibraciones de las hélices al avanzar hacia la pista de despegue. Estamos listos para despegar tras un enorme avión de pasajeros, el tipo de aeronave en la que he pasado seis horas para llegar aquí. Pero estos últimos kilómetros parecen los más difíciles.

El avioncito sigue al mastodonte aéreo, extrayendo coraje de su estela. El piloto murmulla hacia su micrófono, la pista se despeja y las alas se tambalean. De repente, nos elevamos sobre la ciudad oscura, más oscura por el mar que la bordea.

Noto que contengo la respiración, como un niño la mañana de Navidad. Quiero volverme hacia el piloto y decirle: «¿No es increíble?». Pero él se limita a mirar hacia adelante, con su camisa blanca bien planchada, y contiene su éxtasis con tranquilidad. Todo se aleja, todas las casas, las calles, las oficinas y las instituciones, y solo queda el agua negra. 

Las luces de la pista de despegue se desvanecen y las reemplazan las estrellas invernales. Orión salta sobre el horizonte, tomando perezosamente su posición; en su silueta estelar se atisba el eco de la frágil forma del cabo Cod. Es una noche muy clara, más clara si cabe por el frío; en los espacios del Cazador veo las estrellas que ha engullido y las estrellas que están naciendo. Durante veinte minutos, somos astronautas, dentro del cielo, volando hacia otro sistema. Miro hacia arriba y hacia abajo: no hay diferencia, todo es igual arriba y abajo. El mar está lleno de estrellas, las estrellas están llenas de mar.

De la oscuridad frente a nosotros emerge una línea de luces rojas que nos saludan titilantes. Es un aterrizaje tentativo: lo único que hay debajo es arena. Regresamos a la Tierra con una sacudida. Por lo que sé, bien podríamos haber llegado a otro planeta. El piloto se vuelve en su asiento y dice: «Bienvenido a Provincetown».



En los últimos días, la bahía se ha llenado de serretas. Son aves de pico dentado y cresta plumada, que deambulan constantemente sobre el mar en busca de comida y sexo. Justo frente a la orilla, tres machos arquean el cuello con lujurioso esplendor, combatiendo por una hembra. Pat dice que los gaviones atlánticos, esas grandes gaviotas, a veces copulan con ellas. Pat es mi casera, aunque quizá sería mejor referirme a ella como mi marinera. Ha vivido aquí setenta años. Conoce este lugar tan bien como su cuerpo. Yo lo veo a través de sus ojos.

De cerca, las serretas de pecho rojo son aún más radicales: grandes, pugilísticas, como si fueran en busca de camorra. Veo la cabeza arrancada de una de ellas rodando en la línea de la marea. La recojo y recorro sus dientes de velociraptor con el índice. En invierno, esta playa no es un lugar de inocencia y juegos, sino de matanza y masacre.

Desde mi terraza, oigo las llamadas desoladas de los somorgujos que cruzan la bahía. A cierta distancia está el rocoso rompeolas, salpicado de guano. Se construyó para proteger el puerto, pero pronto lo colonizaron los cormoranes. Se los desprecia por sus excrementos, que gotean como gachas de pescado, y se los acusa de acabar con las presas de los pescadores. Son tan glotonas que se dislocan las mandíbulas para tragar peces enteros. Solo Pat las ve como son: seres centinela que ha dibujado una y otra vez, yendo en kayak hasta el rompeolas y atándose a una boya para trampas para langostas, con los binoculares Zeiss en una mano y un rotulador negro en la otra.


8


Cormoranes, dibujo a tinta, Pat de Groot, 3 de noviembre de 1982.


Pat —ella misma parece un pájaro, con su mata de pelo plateado, sus intensos ojos castaños y sus altos pómulos— encauza a estos carismáticos espíritus. Altivos ante nuestro desdén, posan retrato tras retrato; una dinastía de cormoranes, cada perfil digno de un príncipe Habsburgo. Aferrados a las rocas con sus garras y las cabezas inclinadas para acicalarse, extienden las alas —para refrescar el cuerpo y secar las plumas—, proyectando sombras de sí mismos. Algunos han visto en estas formas un crucifijo, un símbolo de sacrificio; otros, algo más oscuro.

En las primeras páginas de Jane Eyre, publicada en 1847, la joven heroína de Charlotte Brontë toma una noche de invierno Una historia de los pájaros de Gran Bretaña, de Thomas Bewick, del estante de una biblioteca y, escondida en un asiento tras una ventana, oculta por una cortina, se sumerge en las descripciones de «los lares de las aves marinas» del mar del Norte, rodeaba por «un mar de ondas y espuma» y «los fantasmas marinos» de los barcos hundidos.

Los grabados de Bewick de «islas melancólicas y desnudas» reflejan el abandono de Jane como huérfana, una «incómoda excrecencia». Luego, cuando conoce al señor Rochester, le muestra tres extrañas acuarelas que ha pintado. Una refleja el cuerpo de una mujer de la cadera para arriba, visto a través del vapor como una encarnación del lucero vespertino; otra, un témpano de hielo bajo el manto de la aurora boreal, dominado por una cabeza velada de ojos hundidos; en la tercera alegoría, un cormorán aparece posado en el mástil medio sumergido de un barco que se va a pique. El pájaro es grande y negro, «con las alas salpicadas de espuma. En el pico llevaba un brazalete de oro con piedras preciosas, dibujadas con el mayor detalle de que era capaz mi lápiz y teñidas con los colores más brillantes de mi paleta». Debajo de él «se vislumbraba el cadáver de un ahogado a través del agua verdosa; el único miembro bien visible era un delicado brazo del cual había sido arrancada la pulsera o banda por los embates del mar».

El nombre científico del cormorán orejudo, a pesar de su rigor linneano, tiene reminiscencias góticas. Phalacrocorax auritus une la palabra griega para «calvo», «phalakros», con «korax», que significa «cuervo», y «auritus», el lema latino para «orejudo», una referencia al penacho nupcial. Su nombre común trasluce la misma alusión, si no confusión, de la contracción de corvus marinus, «cuervo marino» —hasta el siglo xvi se creía que las dos especies estaban relacionadas—. Está claro que, como los cuervos, los cormoranes tienen una precedencia noble: Jacobo I tenía un criadero de cormoranes en el Támesis, supervisado por el guardián de los cormoranes reales, que encapuchaba a las aves y les ataba los cuellos para evitar que se tragaran sus presas. Bewick los llamaba corvoranes y creía que su linaje «poseía energías de un tipo no ordinario; tiene un carácter severo y silencioso, con unos ojos notablemente penetrantes y un cuerpo vigoroso, y su comportamiento se compadece con su apariencia de saqueadores circunspectos y cautelosos, de tiranos implacables»; subrayó, además, que el Satán de Milton se encarna en un cormorán en el Paraíso, un ángel negro desterrado posado sobre el Árbol de la Vida.

El cormorán, cuya oscuridad está implícita en su capacidad de sumergirse cuarenta y cinco metros bajo la superficie del mar, antecede a todos los monarcas tiránicos; su pose de pterodáctilo evoca el pasado reptiliano de todas las aves. Y, sin embargo, para algunos ojos modernos, el cormorán es demasiado común: un carroñero, un cuervo marino o, de acuerdo con la insensible denominación que recibe en el sur profundo de Estados Unidos, el ganso negro.8 Según Mark Cocker, los pescadores británicos lo llaman la «peste negra» y exigen su erradicación. Pero este desfile de descalificaciones nos describe a nosotros mismos: ponemos nombres para conocer y poseer, no necesariamente para comprender. Ni siquiera disponemos de palabras adecuadas para nosotros mismos.

Como otros animales, los cormoranes se han visto obligados a compartir la mancha humana. Lejos de comerse «nuestro» pescado, las presas que se cobran son poco valiosas para nosotros. Más bien, parece que les atraen los objetos que rechazamos. En 1929, E. H. Forbursh, el incansable ornitólogo estatal de Massachusetts —un hombre que se erigió en abogado defensor de las aves imputadas (aunque él mismo comía alguna de las especies que estudió)—, descubrió un nido de cormoranes frente a la costa de Labrador engalanado con objetos que los pájaros habían rescatado de restos de naufragios, sumergiéndose en el agua, como el ladrón de brazaletes de Jane Eyre, para recuperar navajas, pipas, alfileres y peines. Estos hallazgos decoraban sus nidos como si con ello nos ofrecieran sus comentarios artísticos a nuestra perecedera cultura.

Una mañana de otoño, tras una increíble tormenta que azotó el Cabo y me deprimió con su imponente violencia, me desperté al alba y encontré, frente a la casa de Pat, el mar lleno de cormoranes; cientos de ellos. Expulsados del rompeolas, se habían reunido en un apretado grupo, como refugiados avícolas en una formación abstracta compuesta por afilados picos amarillos elevados al cielo, gargantas blancas y sinuosos cuellos que se movían con un ritmo repetitivo, una especie de enloquecido expresionismo cormoranesco. Una bandada de cuervos marinos, marcas sobre el agua.

Algunos se posaron en los restos en descomposición del antiguo muelle, cuyos pilares habían quedado reducidos, tormenta tras tormenta, a ángulos de cuarenta y cinco grados que sobresalían del agua. Observé a los pájaros, que se elevaban y hundían con el subir y bajar de las olas. Luego los vi más lejos. Habían encontrado una fuente de alimento, y, mientras el sol hacia destellaba sobre sus oscilantes cuerpos, gaviotas argénteas americanas los sobrevolaban, como una capa gris parpadeante sobre sus formas, que parecían dibujadas con tinta negra. La escena tenía un frenesí silencioso, y yo era su único espectador.



Casi todas las mañanas, camino hasta la playa y me encuentro con Dennis y su perra, Dory. Dennis es apuesto y todo el mundo lo quiere. Es robusto, con cabello entrecano y barba bien recortada; me recuerda a Melville. Cuando bajamos del bote de observación de ballenas tardamos tres veces más en llegar a casa porque se detiene cada dos por tres a hablar con amigos y conocidos de la ciudad. Dennis fue profesor; realizó su servicio militar con los guardacostas, pero es un enamorado de las aves desde sus años de infancia en Pensilvania. Llegó a Provincetown por casualidad y se quedó. Todo el mundo ha llegado a esta orilla desde fuera, como el propio suelo, traído para lastrar sus inestables arenas; incluso la hierba se trajo de Irlanda, para ser extendida sobre los elegantes jardines del East End.

Esa mañana, cuando Dennis y yo íbamos a nuestro encuentro, vi un pájaro posado en el rocoso rompeolas que había entre nosotros. Había metido la cabeza bajo el ala, así que supuse que estaba acicalándose, o durmiendo. Al acercarnos, Dennis sacó sus binoculares. Algo no encajaba. Me hizo un gesto con las manos abiertas y señaló al cormorán, que resbaló de las rocas y cayó al agua.

El pico del pájaro estaba atado a su espalda con un sedal y el ave tiraba patéticamente del filamento. Nadaba en paralelo a la orilla y lo seguimos. Quería regresar a tierra, confundido por lo que le había sucedido, picoteando para liberarse de sus ligaduras. Pero, según nos acercábamos, se adentraba en el mar. Dennis no era optimista. «Seguirá alejándose… o se sumergirá», dijo.

Me metí en el agua. Dennis corrió playa arriba, manteniéndose cerca de los contrafuertes para no llamar la atención. Intenté empujar al cormorán hacia la orilla, salpicándolo. Funcionó: el pájaro se dirigió a la playa y Dennis corrió hacia él, sin temor a su aleteante masa.

De súbito, allí estaba, en nuestras manos. Un asombroso círculo de zafiro alrededor de un ojo como un cabujón verde; una belleza fracturada, que devolvía la mirada sin pestañear. De cerca, sus facciones cobraban la definición con que Pat las dibujaba: pico de punta amarilla y curva, alas de un negro mate. Si de lejos parecía primitivo, a esta distancia parecía todavía más un archaeopteryx, como si tocásemos la evolución con nuestros propios dedos.

Todos los pájaros existen independientemente de nosotros: no son mamíferos y, por tanto, son extraños. No obstante, podía imaginarme como la pareja de un cormorán, fascinado por este tipo tan atractivo, construyendo un nido con él entre las rocas, elevando orgullosamente nuestros picos en el aire, celebrando nuestra cormoraneidad. Lo llevamos a la terraza de una casa que se estaba construyendo en la playa, donde un obrero nos prestó un cuchillo. Sin perder tiempo, Dennis cortó el sedal y retiró el anzuelo de la boca del cormorán. Brotó sangre, brillante y fresca sobre las plumas negras. Dennis recibió de inmediato un picotazo en el pulgar por sus molestias, lo que hizo que él también sangrara. Yo desaté las alas del pájaro. Enseguida, fue libre y, medio corriendo, medio volando, fue hacia el agua en busca de su almuerzo.

9

Cormorán, dibujo a tinta, Pat de Groot, 1983.



Tras un día amenazadoramente oscuro y gris, en el que la ciudad parece doblegada por la baja presión —«Todas las personas que me encuentro me dicen que se van a casa a dormir», dice Pat—, me retiro a mi estudio de la casa de madera. Sus dos gabletes se erigen sobre la playa como si fuera una capilla nórdica o un establo construido por los primeros colonos, sostenido por un par de chimeneas de obra. Duermo bajo sus aleros, en un ático que parece la buhardilla de un abastecedor de buques o la proa de un barco. Por la noche subo a mi cama elevada por una escalera de madera, asciendo a mis sueños; y por la mañana, desciendo, bajando los peldaños de espaldas como lo haría en la popa de un barco.

La casa es una construcción frágil y sólida, hecha para soportar condiciones climatológicas de todo tipo durante trescientos sesenta y cinco días al año. En invierno, el viento suspira en las ventanas, con sus capas de cristales y pantallas, ranuras y pasadores, que constituyen un complicado y, en último término, inefectivo sistema de defensa. Nadie puede vencer al viento, ni siquiera estos ojos por los que pasa.9 Frente a la casa está la terraza, una ancha plataforma de madera sobre la que Pat ha tendido un camino de harapientas alfombras de segunda mano para no pincharse con las astillas cuando va descalza. Estas alfombras aportan a los listones cierto lujo desastrado, como si se tratara de una alcoba desordenada. Agitadas por el viento y la lluvia, cobran vida propia, arrugándose como los surcos de un campo arado, desde los que emergen astillas cada vez mayores, como si fueran puntiagudos retoños.

La casa es en parte todavía árbol. Los nudos de sus paredes se han caído con los años, dejando mirillas y rutas de escape para todo lo que corre o mordisquea en su interior. Hay tantos compartimentos, armarios, escaleras y recovecos —tantos espacios dentro de otros espacios— que podría haber colonias enteras de criaturas viviendo bajo su techo. Cuando escribo estas líneas, descubro una estrecha escalera que no había visto en todos los años que llevo alojándome aquí, oculta en un armario; lleva al piso superior, como una vía de escape secreta. Y cuando abro el armario empotrado del primer piso, en el que hay ropa de cama, un gato me bufa, se encarama a una viga y desaparece en un interior donde, por lo que sé, podría habitar una colonia de felinos silvestres. Duermo con maderos desnudos cerca de mi cabeza, estampados con la marca de los madereros:


mill 50 mill 50 mill

w. c.

l. b.®

util 3/4 w. r. cedar


De vez en cuando, pececillos de plata corren por la madera de cedro rojo del Pacífico, palpando el camino con sus antenas de filigrana como pequeñas langostas, mientras los ratones arañan las vigas. Siento el tiempo y el mar a través de las paredes de madera, y el modo en que llega el día y se va la noche, y en mis sábanas hay arena en vez de migas. En ocasiones, la casa se convierte en un instrumento de viento tocado por un niño demente. Las puertas tiemblan, los espíritus impacientes exigen entrar. La madera cruje como la de un barco atrapado en el hielo; sombreretes de chimenea articulados chirrían como veletas girando con el viento. La casa reverbera como si recordara cómo fue construida, una cámara de ecos en la que resuena cuanto sucede fuera y lo que jamás ha sucedido dentro. Puede que esta cabaña en la playa sea un ente inanimado, pero me hace sentir más vivo. ¿Cómo podría sentirse nadie de otra manera, sabiendo que fuera está el mar y que la tierra ha desaparecido en el horizonte?



El frente nos golpea, directamente. Las olas, que ayer lamían los cimientos de la casa, ahora se vuelven sobre sí mismas en su despiadado asalto contra la barrera que actúa como amortiguador entre la casa y el mar. Los reglamentos urbanísticos locales, diseñados para permitir el movimiento de la mutable arena, implican que incluso las terrazas y los comedores más lujosos sean provisionales. La casa de Pat, que va ya por su sexta década, se construyó más para ser parte del agua que para estar separada de ella; las mareas de la tormentosa primavera hacen que el mar pase debajo de ella, desdeñando sus cimientos. A final del siglo, tanto las propiedades más exclusivas como las chozas más humildes cederán ante las olas: «La verdad es que sus casas —escribió el filósofo Henry David Thoreau durante una de sus visitas al Cabo­ son flotantes, y su hogar está sobre el océano». 

Justo delante de la casa hay una balsa atada con una cadena al fondo del mar. Es otro escenario, una isla cuadrada de metro veinte de largo en la que actuar. En invierno, la colonizan las focas, que alzan sus caninas cabezas y sus aletas de cola para conseguir calor. Los visitantes veraniegos creen que la balsa está construida para nadadores humanos; pronto comprenden que está cubierta con los depósitos de otros inquilinos, los eíderes comunes que la alquilan en algunos momentos del invierno como un refugio seguro incluso cuando se sacude salvajemente con fuerte marejada.

Pat y yo vemos a un pato hembra y a un macho dando vueltas por la balsa como si estuvieran midiéndola. El macho realiza el primer movimiento, seguido por su compañera. Se quedan en distintas esquinas, como los miembros de una pareja que necesitan su propio espacio. Aparece otro macho con su compañera; a ella se le permite subir a bordo, pero a él lo rechaza el primer macho. Es un duelo. Entonces tiene lugar el ritual de hinchar los pechos y agitar las alas, como una competición en una pista de baile. Se llega al inevitable compromiso, y se admite a los recién llegados. Pronto, con la elegancia de la coreografía de los eíderes, llega una tercera pareja y se remeda el mismo ritual. Todos los gestos y arrullos, que tan extraños resultan a nuestros ojos antropomórficos —como si dijeran al recién llegado: «No hay sitio, no hay sitio»—, son, de hecho, crudas y decididas expresiones de violencia potencial y de lucha por la supremacía.

Los eíderes son otros espíritus animales de esta orilla. La presiden, junto a los cormoranes y las focas, imbuidos de su inescrutable cualidad. La balsa es su portal: los imagino sumergiéndose y emergiendo en un mundo de porcelana china para volver a asumir su imperial presencia, alzando sus señoriales alas. Puede que sean los patos más grandes, pero son también las aves más rápidas en vuelo horizontal, capaces de desplazarse a ciento diez kilómetros por hora contra el fuerte viento del noreste. Me resultan infinitamente interesantes, vistos desde mi terraza o con mis binoculares. Sus cabezas se reducen hasta terminar con picos en forma de cuña, que recuerdan a una aquilina nariz romana o al hocico de una foca gris. Las franjas negras de los ojos y las nucas color pistacho parecen un maquillaje exótico; a Gavin Maxwell le pareció que vestían el uniforme de gala de un almirante de Ruritania. Sus modales a la hora de comer no son en absoluto refinados: utilizan sus buches, forrados de piedras, para triturar y moler los mejillones y cangrejos que se tragan enteros. Pájaros que son como máquinas.

También han sufrido. En Gran Bretaña se los utilizó para el tiro al blanco en la Segunda Guerra Mundial; miles de ellos, posados en balsas en el mar, volaron por los aires. En el Cabo ese invierno encuentro muchos eíderes muertos sobre la arena, abiertos y asados a la parrilla, como si el violento frío hubiera sido excesivo incluso para ellos, a pesar de su mullido aislamiento. A una víctima hace tiempo que le han arrancado los ojos y sumergido en la oscuridad, pero su nuca sigue tensa, como la del cuello de un conejo, más piel que plumaje. Todavía se caza a los eíderes por sus esponjosas plumas para hacer edredones y abrigos, «robando nidos y pechos de aves para aportar aislamiento a este refugio», según escribió Thoreau. Toleran nuestro expolio, no les queda otro remedio. Pero, aunque les hayamos encontrado utilidad, sus características nos hablan de algo incognoscible.

Quizá sean esos ojos. Sí, son esos ojos; siempre son los ojos. Abarcan el mundo entero y, al mismo tiempo, lo ignoran.



Adentrándose en el Atlántico, Cabo Cod es como un arco tensado, doblado sobre sí mismo, una arenosa floritura que parece demasiado frágil para resistir las acometidas del océano. Castigado por sucesivas tormentas, su punta se ha transformado y ha cambiado durante siglos. Solo existe a medias y, asimismo, no está ahí en absoluto. Es poroso. El mar se filtra en su interior.

Aquí acaba América. En ocasiones, si la luz es la adecuada, como esta mañana, la tierra al otro lado de la bahía queda reducida a un espejismo, un Fata Morgana10 alarga las lejanas playas hasta que parecen acantilados que flotan sobre el horizonte como en un sueño. Cuanto más lejos te encuentras, menos real parece lo demás. En este lugar importa poco lo que sucede en el continente, o, más bien, lo pone todo en perspectiva. Es un sismógrafo en el océano americano que percibe al resto del mundo. No en vano, Marconi envió sus señales de radio desde esta orilla; creía que sus transmisores podrían captar de ese modo los gritos de los marineros ahogados en el Atlántico.

El interior de la bahía forma un arco alrededor del Cabo y pierde gente a medida que se extiende. Desde caminos que parecen vacíos con carteles que protestan educadamente —«Densamente poblado»—,11 como si hubiera tantos habitantes como árboles, atraviesas el bosque de Wellfleet y de segundas residencias hasta alguna esporádica casita de campo vacacional en North Truro, junto a la autopista, tan solitaria como las pinturas de Hopper, y luego hasta Provincetown, donde la tierra se ensancha brevemente antes de estrecharse hacia Long Point, una punta de arena tan delgada y elegante como la cola del pequeño mono verde de latón que Pat tiene sobre la estufa de madera. En la punta se encuentra el faro de Long Point, una torre cuadrada y baja, coronada con una linterna negra, que puede que salude o advierta a los visitantes, no importa. Una vez llegas aquí, ya no te marchas. Este es el final y el principio de las cosas.

Llegué por primera vez a Provincetown en el verano de 2001. Me invitó John Waters, y estuve en la ciudad cinco días; entonces no tenía ni idea de lo que esos días significarían para mí. Como un perverso mentor, John me inició en los secretos del lugar. Bebimos en la A-House, donde hombres adultos se acicalaban los cuerpos unos a otros como animales espulgándose; y también en el Old Colony, una caverna de madera que da bandazos como si estuviera borracha; y bebimos en el Vets Bar, donde los hombres hétero de la ciudad habían formado su última defensa en la penumbra. Durante las calurosas tardes hacíamos autostop hasta Longnook, utilizando un gastado cartel de cartón con nuestro destino escrito con rotulador, y esperábamos en la Ruta 6 a que alguien nos llevara. En una ocasión paró un coche de policía. Nos sentamos en el enjaulado asiento de atrás, como si fuéramos delincuentes y, cuando llegamos, John dijo: «Nos han dado la provisional en la playa». Miró hacia el océano y declaró que era tan bello que parecía un chiste. Cuando pedaleábamos por la calle Commercial en su bicicleta, adornada con una cesta de mimbre como si fuéramos la Malvada Bruja del Oeste, alguien dijo «Su Majestad» al vernos pasar.

Fue al final de mi estancia, cuando estaba a punto de tomar el transbordador de vuelta a Boston, cuando decidí ir a ver ballenas. Abandoné la tierra y subí al bote. Cuarenta minutos después, frente al banco de Stellwagen, una yubarta emergió frente a mí. Todavía sigue ahí.

No es fácil llegar aquí. Nunca lo ha sido. Durante la mayor parte de su historia humana, Provincetown fue accesible solo en barco o a través de una delgada franja de arena que la conecta con el resto de la península. E incluso una vez llegabas, era difícil saber qué había allí y qué había aquí; qué era tierra y qué mar; mapas de la década de 1830 muestran un lugar aislado por el agua, con un perímetro parcialmente inundado. No hubo carretera hasta el siglo xx; en otros tiempos, el ferrocarril traía visitantes a Provincetown, pero fue abandonado hace mucho, al igual que los vapores que traían excursionistas desde Nueva York. Hoy en día los transbordadores operan solo de mayo a octubre, y la avioneta puede verse obligada a permanecer en tierra por una tormenta eléctrica sobre el aeródromo o porque la niebla envuelva el Cabo. Provincetown marca el inicio de la Ruta 6, que va de costa a costa a lo largo de cinco mil seiscientos kilómetros, hasta Long Beach, en California. Pero fue renumerada en 1964, y ahora la carretera más larga de América del Norte parece extinguirse en la arena, como si se hubiera dado por vencida antes de empezar. Es un trayecto larguísimo en coche desde Boston, y la carretera se vuelve más estrecha según avanzas, replegándose sobre sí misma, hasta que el mar la asedia por todas partes, dejando poco espacio al asfalto, las casas o la gente. Nadie llega aquí por casualidad, a menos que quiera. No está de camino a ninguna parte, excepto el mar.

La gente perdida que encuentra el camino hasta aquí descubre el consuelo de las mareas que anclan los interminables días, que de otro modo escaparían, fuera de control, enfrentados a la naturaleza que la rodea por completo. Mi tiempo lo define el mar, igual que en casa. Pero en lugar de tener que pedalear hasta él, solo tengo que levantarme de la cama y descender los escalones de madera. Olisqueo el aire como un perro y bajo de la barrera. Los eíderes arrullan como exagerados cómicos. El agua es el agua. Floto de espaldas, con el rostro hacia el cielo; en lo alto de la colina, detrás de mí, se halla el monumento que señala la llegada de los peregrinos que partieron de Southampton rumbo a esta orilla hace tres siglos. Giro mi cuerpo hacia él como si fuera la aguja de una brújula. Es como si hubiera nadado todo el trayecto hasta aquí. Cuento mis brazadas. El frío me obliga a salir. Subo de nuevo y pongo a hervir agua para el té, dejando un rato las manos sobre el incandescente fogón eléctrico para restablecer la circulación lo suficiente para poder escribir.

En mi escritorio están los objetos que resisten mi ausencia guardados en el desván como adornos de Navidad. Una ballena salomónica de cristal verde que compré en la tienda del pueblo. Una edición de la década de 1920 de Moby Dick, con una deslucida imagen en color pegada en la cubierta. Un listón de madera que encontré en la orilla, cuyas capas de pintura verde y blanca se pelan en oleadas. Una tabla de mareas pegada en la pared, que no necesito. Mi cuerpo está sincronizado con su ir y venir; lo oigo subconscientemente mientras duermo y lo percibo cuando estoy en la ciudad. Los demás también lo perciben, aunque crean que no. Me levanta de la cama y me convoca al mar, en cualquier momento del día o de la noche.

He pasado muchos veranos aquí; también inviernos. Conozco el lugar fuera de temporada, cuando la gente se cae con las hojas y sus huesos se revelan: las casas de tejuelas y las calles blancas bordeadas con conchas aplastadas, como si salieran del mar o llevaran a él. Constreñidas por todas partes por el mar, las casas están construidas con vista a la eficiencia, como barcos; en un lugar como este, no se desperdicia espacio ni recursos. El estudio de un artista tiene cajones empotrados en cada peldaño de la escalera, que la convierten en una gran y ascendiente unidad de almacenaje. En otra casa de campo, mientras disfruto un vaso de ginebra, admiro una cocina larga y estrecha, con los platos almacenados en estantes deslizables. El artista me dice que las diseñó el anterior propietario, Mark Rothko: «Nos hizo prometer que jamás las cambiaríamos».  

Puede que Provincetown sea para algunos un lugar de vacaciones, pero su mejor versión es la más austera, cuando todo es gris, blanco y vacío, y puedes observar por encima de las cercas de madera las vidas de los otros; patios traseros llenos de boyas o viejas camionetas donde hace un siglo habría redes y arpones. En otros tiempos, este fue un lugar industrial entregado a la caza de ballenas y a la pesca. Luego se vació, olvidado por el futuro, que dejó a su gente atrás, la gente insular que conoció Melville, personas que «no reconocían el continente común de los hombres, sino cada isolado que vive en un distinto continente propio».

En las noches calurosas, la calle Commercial, una de las dos arterias que atraviesan el pueblo, es un lugar abierto y sensual; en invierno, cuando el frío entra y no está dispuesto a marcharse de buen grado hasta medio año después, la crudeza del clima la convierte en una calle oscura, que no lleva a ninguna parte. En 1943, cuando la ciudad se vio amenazada por ataques aéreos y desembarcos alemanes —como si su posición avanzada la convirtiera en un chivo expiatorio de la guerra que trascurría al otro lado del océano—, el joven Norman Mailer caminó por la calle, cuyas casas tenían tapadas las ventanas como protección, y sintió que caminaba hacia el siglo xviii, o al menos hacia lo que le pareció «una aproximación muy cercana a lo que debió de ser vivir en Nueva Inglaterra entonces». Es difícil imaginar un lugar habitado tan vacío. Incluso ahora, en el siglo xxi, durante el día, una fría niebla marina puede adueñarse de sus caminos en primavera —aquí todas las estaciones se retrasan— y llenar las relucientes calles blancas de fantasmas. Los espíritus pueblan esta vieja ciudad llena de crujidos. Sus sombras se ven en las escaleras, atisbas su silueta por el rabillo del ojo. En invierno, caminan por la calle. También están aquí en verano, solo que tienen el mismo aspecto que el resto de la gente.

El mar acelera y ralentiza el tiempo. Esta ciudad ha cambiado mucho, incluso en los escasos quince años que llevo viniendo aquí, aunque, al mismo tiempo, sigue siendo la misma. Cuando regreso, nunca estoy seguro de si me aceptarán sus gentes, su clima, sus animales, o si se acordarán de mí, y siempre me sorprende que lo hagan. Siempre estoy yéndome, siempre estoy llegando; como dice mi amiga Mary, que vive enfrente, el momento en que llegas a cualquier lugar marca el inicio de tu partida. La vida aquí se mide con la espera de la primavera, el anhelo del otoño, la espera del verano y el anhelo del invierno; todo está inquieto, como el mar. En ocasiones, parece tan perfecto que me pregunto si de verdad existe, si no será una ilusión que emerge por el parabrisas del avión cuando aterrizo y desaparece por la popa del transbordador cuando me marcho; y, en ocasiones, me pregunto por qué vengo en primer lugar, aquí, donde el viento gime y las voces discuten, donde cunde la fobia a estar encerrado en casa y las puertas se te abren en las narices.

No es un lugar clemente. Somete a sus habitantes a una biopsia, como las cicatrices en una piel demasiado expuesta al sol. Los pulmones se colapsan por el exceso de aire frío. Como sus antepasados, sufren por presumir que viven en esta frontera. Es un desafío constante para la mente y el cuerpo. Un lugar de oscuridad y luz, día y noche, tormentas, mareas y estrellas; un lugar donde tienes que sentirte vivo porque te muestra la alternativa con diáfana claridad.

La casa de Pat se parece tanto a un barco que podrían haberla traído flotando de Long Point, como se hacía con las casas en el siglo xix, o transportada en una arrastrera, como las mansiones de los capitanes balleneros de New Bedford, «valientes casas y floridos jardines, que vinieron del Atlántico, Pacífico e Índico, arponeados y arrastrados hasta aquí desde el fondo del mar». Dentro de su estudio, el modernísimo kayak de Pat está colgado de las vigas junto a un modelo de madera más antiguo y ambos parecen cocodrilos disecados en un gabinete de curiosidades. Entre ellos se ha extendido una gran sábana de plástico para recoger el agua que se cuela por el techo con la lluvia. Con la creatividad típica de Provincetown, Pat ha instalado un sistema compuesto por una serie de intrincadas poleas y cuerdas que drena con un tubo el creciente vientre de la ballena de plástico hacia un cubo colgado que, cuando está lleno —como lo está ahora, por la tormenta de ayer noche—, puede bajarse y vaciarse, igual que pueden bajarse los kayaks de Pat, listos para los días en que rema hasta Long Point y más allá, sin preocuparse de la vuelta.

Todo este cordaje convierte su estudio en una especie de yate vuelto del revés. Es, en sí mismo, una obra de arte cinética. Las bombillas cuelgan de sus cables como si fueran los señuelos del pez anzuelo, pero no hay luces dentro porque toda la luz está fuera. Las puertas se deslizan y revelan armarios que albergan enormes lienzos, como si fueran parte de un decorado teatral. Toda la casa está cuidadosamente ensamblada y encaja a la perfección; un patio de juegos serio, un lugar para trabajar, ser, pensar y dejarse llevar por las estaciones. Es parte de su cuerpo, una extensión de su yo. Es completamente práctica, acondicionada más que construida. En las paredes del estudio cuelgan las pinturas de Pat del paisaje que se ve en el exterior: la misma escena, pintada una y otra vez, como los cormoranes; la misma proporción de mar y cielo, las mismas dimensiones divididas entre el aire y el agua, en la neblina, en la bruma, en la nieve y a la luz de la luna. No son tanto pinturas como meditaciones. Ven más allá del momento de ver: la llegada de la niebla, los remolinos de la nieve, la luna creciente. Son el mar reducido a su esencia. No son conceptos. El marido de Pat, Nanno de Groot, le dijo: «Analiza tu estupidez». «Cuando trabajo, no pienso en nada más», me dice Pat. Eso es porque su obra no se parece a nada.

No utiliza pinceles, sino que aplica la pintura con un cuchillo, quitando, en lugar de añadir, para revelar lo que estaba allí desde el principio. La pintura está alisada, suavizada, apretada; se siente el poder de su mano, su brazo y su hombro en el trazo. Pero, al mismo tiempo, el color —el medio entre lo que ve y lo que refleja— asciende rítmicamente como las olas y las nubes que representa, gris y verde y blanco y azul. Pat pinta el recuerdo de la realidad de la cosa… la cosa que se extiende en el exterior. Todo se reduce al agua. Cuando admiro un cuadro de un cielo oscuro y un mar plateado, dice: «He esperado media vida para ser capaz de pintarlo».



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Luna, regalo de Pat de Groot, 22 x 15 cm, 30 de abril de 2015.



Todo está aquí y todo desaparece. Cada ventana es un marco para su obra: las ventanas del comedor, las ventanas por las que se asoma desde el dormitorio, las ventanas del baño y las ventanas de su cabeza. Todas admiten posibilidades e imposibilidades; un trabajo que sigue en marcha. Su mente está expuesta aquí. El curso de su imaginación puede seguirse desde su estudio hasta el interior de la casa. Tubos de pintura medio exprimidos yacen bajo banderas de plegaria budistas, junto a trozos de papel amarillento y rollos de cinta de carrocero, diminutas espátulas y pilas de ejemplares descoloridos de National Geographic. En una mesa de trabajo hay una concha de almeja en la que un pinzón está acurrucado, durmiendo tranquilamente, casi sin respirar, con sus perfectas plumas todavía ruborosamente rosas.

Pat tiene más de ochenta años. Ya no pinta mucho. No tiene que hacerlo. Cuando habla conmigo por la mañana —el sol ya calienta la terraza a las ocho—, levanta como si tal cosa la pierna y se la coloca detrás de la cabeza haciendo una postura de yoga. Pesa cuarenta y cinco kilos. No solo tiene los músculos en su sitio; también la cabeza. Todavía toma el sol desnuda sobre las dunas de la playa, donde los guardias del parque nacional la han amenazado con multarla por saltarse las normas. Pat les dice que hagan lo que quieran, que lleva haciéndolo setenta años y que no piensa parar ahora. Camina descalza todo el día —«los pies desnudos son más viejos que los zapatos», dice Thoreau—, paseando por la playa, más animal que humana. Desde que la conozco, siempre ha estado rodeada de pastores alemanes. Son lobos disfrazados, del mismo modo en que ella es mitad can. He necesitado quince años para conocer su historia; la guarda reservadamente, oculta en sus armarios y cajones. Ese ocultamiento hace que el pasado esté aún más presente.

Pat nació en Londres en 1930, pero en 1940, cuando tenía diez años, sus padres la enviaron junto con su hermano a Estados Unidos. Esto le parece extraordinario, como si aún no creyera que ha sucedido. Su padre, Ernald Wilbraham Arthur Richardson, de la aristocracia terrateniente, había nacido en 1900; el padre de este, que sirvió en la Segunda Guerra de los Bóeres, era anglogalés, y su madre, irlandesa; la familia tenía una gran propiedad rural en Carmarthenshire. Ernald emuló el avance de su clase y fue a una escuela privada de Oxford, pero su auténtica pasión era esquiar, y fue un pionero del esquí alpino en la década de 1920; en una fotografía se lo ve descendiendo por las laderas, un gallardo joven del equipo británico de esquí. En 1929 viajó a Estados Unidos, donde conoció y se casó con Evelyn Straus Weil, una joven neoyorquina inteligente y chic de veintitrés años, de cabello negro y ojos grandes y relucientes, a quien su propia hija describiría como una flapper.12 Desde luego, tenía un pasado más cosmopolita que su marido inglés.

El abuelo de Evelyn, Isidor Straus, era un judío nacido en Alemania que se había reunido con su padre, Lazarus, en Nueva York en 1854. Allí, la familia forjó una notable sociedad. Lazarus Straus se alió con un cuáquero de una célebre familia de balleneros de Nantucket, Rowland Hussey Macy. Abrieron unos grandes almacenes que tuvieron un éxito espectacular. En 1895, Isidor y su hermano Nathan pasaron a ser los propietarios de la tienda. A estas alturas, se había convertido en parte de la vida de Estados Unidos. Ambos eran filántropos; Isidor recaudó miles de dólares para ayudar a los judíos amenazados por los pogromos de Rusia y el hijo de Nathan, también llamado Nathan, intentaría conseguir visados para la familia de Anna Frank. Isidor, el bisabuelo de Pat, fue congresista y rechazó el cargo de director general del Servicio Postal de Estados Unidos que le ofreció el presidente Grover Cleveland. Isidor adoraba a su esposa, Ida, y a sus siete hijos, entre ellos Minnie, la abuela de Pat.

El 10 de abril de 1912, tras pasar el invierno en Europa, Isidor e Ida subieron a bordo de un nuevo transatlántico de lujo que partía de Southampton con destino a Nueva York. Cinco días después, en la madrugada del 15 de abril, cuando el Titanic chocó con un iceberg y empezó a hundirse a 375 millas al sur de Terranova, la devoción de esta pareja se convirtió en toda una leyenda moderna. Ida se negó a subir a un bote salvavidas sin su Isidor. Y puesto que aún había mujeres y niños a bordo, Isidor se negó a aceptar la oferta de una plaza en el bote junto a su mujer.

«No me iré antes que el resto de los hombres —se dice que declaró, con formalidad y educación—. No deseo ningún favor del que no disfruten los demás». 

Ida envió a su doncella inglesa, Ellen Bird, al bote número ocho. Le dio a Ellen su abrigo de pieles, diciéndole que ella no iba a necesitarlo: «No me separaré de mi marido. Moriremos igual que hemos vivido: juntos».



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La pareja se sentó en sendas tumbonas en cubierta. Fue, según los testigos, «una excepcional muestra de amor y devoción». Veo esa determinación en el rostro de Ida y en el de Pat: el mismo ceño, los mismos ojos.