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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Patricia Wright

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El sabor del paraíso, n.º 2150 - agosto 2018

Título original: A Taste of Paradise

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-628-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

UN MATRIMONIO y la fusión de dos empresas –la voz de Jed Foster sonaba confiada, casi ufana–. Debo admitir que has hecho un buen trabajo, J.C.

Tori, que estaba a punto de entrar, se apartó de la puerta para escuchar la conversación entre su padre y el hombre con el que iba a casarse por la mañana.

–Ya te dije que no te preocuparas –le aseguró J.C. a su futuro yerno–. La boda tendrá lugar en menos de dieciocho horas y a final de mes, tu empresa será parte de Sherco. Tori, estando casada, consigue el control de las acciones de su abuelo de modo que, entre los dos, tendremos la mayoría. Ahora depende de ti convencerla sobre lo que debe hacer con sus acciones.

–No creo que sea difícil. He sido capaz de persuadirla para que viera las cosas a mi manera durante meses.

Tori se sintió enferma al oír la satisfacción en la voz de su prometido. El testamento de su abuelo era firme. Debía tener treinta años o estar casada antes de recibir su herencia.

Nerviosa, dio un paso atrás y, de alguna forma, se abrió paso por el vestíbulo del hotel hasta un lavabo. Allí, apoyó la cabeza en el espejo e intentó respirar.

Su matrimonio con Jed había sido arreglado como una fusión de dos empresas. Lo único que Jed quería era el control de sus acciones.

Tori abrió el grifo y se echó agua fría en la cara. Qué humillante. Su padre le había comprado un marido. ¿Por qué? ¿Pensaba que no podía encontrar uno por su cuenta? En fin, no debería sorprenderla. A J.C. Sheridan le gustaba controlarlo todo, desde el consejo de administración hasta la vida de su única hija.

Una ola de rabia subió hasta su garganta, junto con unas lágrimas que no quiso dejar escapar. J.C. pronto descubriría que eso se había terminado.

Victoria Sheridan no pensaba dejar que ni su padre ni nadie la manipulase. Furiosa, tomó el bolso y salió del hotel, dejando el ensayo de la cena nupcial y a su prometido atrás.

El encargado del aparcamiento le llevó su coche y Tori pisó el acelerador. No sabía dónde iba, sólo que tenía que marcharse. No pensaba seguir siendo sensata. Había dejado que su padre la convenciera de que casarse con Jed era lo mejor…

Pero, ¿amaba ella a Jed? ¿Lo conocía siquiera?

Con la maleta que pensaba llevarse a la luna de miel en el asiento de atrás, Tori se detuvo en el banco y sacó el límite en efectivo de la única tarjeta de crédito que llevaba con ella. La tarjeta de la empresa. Cuando su móvil empezó a sonar, lo apagó y siguió conduciendo por la autopista.

¿Al norte, al sur? No era capaz de tomar una sola decisión, pensó, enfadada consigo misma. Por fin, se dirigió hacia el sur y empezó a alejarse de San Francisco, en dirección desconocida… hacia una nueva vida.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL COMISARIO Nate Hunter estaba de patrulla una mañana de primavera, pensando en sus cosas, cuando se encontró de golpe con aquel espejismo. Era una belleza. Su corazón empezó a latir con fuerza. Allí estaba, en medio del desierto de Arizona, con el sol iluminando sus líneas perfectas. Por no hablar de todo ese brillante cromo…

Un Corvette descapotable, un clásico de 1966.

Nate intentó controlar los latidos de su corazón mientras bajaba del coche. Aunque estaba cubierto de polvo, parecía en perfecto estado. ¿Quién podría dejar un Corvette como ése en medio de ninguna parte? Tenía matrícula de California…

Mientras copiaba el número descubrió cuál era el problema. Había manchas de aceite en la carretera. Manchas que terminaban bajo el Corvette. Nate dejó escapar un gruñido al pensar en la factura del taller.

Luego se acercó al asiento del pasajero. Lo conducía una mujer. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Su largo pelo rubio caía en cascada sobre el asiento de piel color crema.

Apenas ocupaba espacio. Era tan delgadita… Nate miró entonces su torso. La camiseta de color rosa se ajustaba cómodamente a sus pechos, que se movían arriba y abajo con el ritmo de su respiración. Estaba dormida.

Nate golpeó la ventanilla con los nudillos, pero ella no se movió. Era joven, unos veintitantos años, y muy atractiva; con la nariz respingona y una piel perfecta. Era tan guapa que tuvo que tragar saliva para tranquilizarse.

Volvió a golpear la ventanilla de nuevo y, esta vez, ella despertó, sobresaltada. Cuando abrió aquellos ojazos de color miel, los ojos más bonitos que había visto nunca, Nate sintió como si lo hubieran golpeado en el estómago.

Tori Sheridan dio un salto al ver la figura masculina.

–¡Váyase! –le gritó, asustada.

–Señorita, no puede aparcar aquí. Es peligroso. ¿Necesita ayuda?

Tori llevaba tres días en la carretera y, en ese tiempo, había encontrado muchos hombres dispuestos a ayudarla. Si hubiera sido lista habría vendido el Corvette para comprar un coche que llamase menos la atención, pero le encantaba aquel descapotable.

–Si no me deja en paz, llamaré a la policía.

–Entonces vendría yo. Soy el comisario Nate Hunter.

Tori volvió a mirarlo y sólo entonces se percató de que iba de uniforme.

–Perdone, comisario –se disculpó, bajando la ventanilla–. Pero una mujer debe tener cuidado.

–Pues dormir en el arcén de la carretera no es precisamente muy seguro… por no decir que es ilegal. ¿Le importaría salir del coche, señorita? Y saque la documentación.

El nerviosismo de Tori no disminuyó. Seguramente su padre habría alertado a las autoridades. No, J.C. no podía saber dónde estaba. Además, ella no había hecho nada malo…

Para no irritar más al comisario, Tori abrió la guantera y sacó la documentación. Estaba saliendo del coche cuando otro pasó a su lado a toda velocidad. El conductor tocó el claxon y Tori notó la fuerte mano del comisario sujetando su brazo.

–¿Está bien?

–Sí, sí… ¿no debería ponerle una multa?

–¿Por qué? Es usted quien ha salido a la carretera.

El sol del desierto empezaba a quemarle la cara y Tori hizo una mueca.

–¿Me va a poner una multa?

–¿Se merece una?

–Yo creo que no. No había pensado pasar la noche aquí, comisario –dijo ella, entregándole la documentación.

–El permiso de conducir, por favor.

Tori buscó en su bolso.

–Ah, sí. Tome.

El comisario examinó el permiso y la miró a ella.

–Está usted muy lejos de casa, señorita Sheridan.

–Sí, supongo que sí.

¿Por qué tenía la impresión de que había hecho algo malo?

–¿Por qué ha venido a Arizona? ¿Viaje de negocios o turismo?

¿Qué tal «me he escapado de casa»?

–¿Me creería si le digo que subí al coche y empecé a conducir, sin pensar dónde iba?

El comisario miró el Corvette y luego se volvió para mirarla a ella.

–Sí, la creo –dijo, sonriendo–. Si yo tuviera un coche como éste… pero tendremos que llamar a la grúa.

–Ya me lo imaginaba –suspiró Tori–. Me pareció que se calentaba el motor, pero de repente no andaba y tuve que salirme de la carretera. Pensé que cuando se enfriara podría ponerme en camino otra vez.

–Yo creo que es algo más que un motor recalentado –dijo él, llevándola hacia la parte trasera del coche.

Tori observó al bien formado comisario quitándose las gafas de sol. No era bien parecido en el sentido clásico, pero su rostro era muy atractivo… y tenía unos penetrantes ojos grises. Cuando se volvió hacia ella, su intensa mirada la dejó medio mareada.

–Éste parece ser el problema –dijo, señalando el suelo–. ¿Ve la mancha de aceite?

–Por favor, no me diga que es la transmisión.

No le quedaba mucho dinero.

–No soy mecánico, pero sé algo de coches y me temo que es la transmisión, sí. Este Corvette es demasiado especial como para arriesgarse y está muy lejos de casa. ¿Quiere que llame a alguien?

–¡No! –exclamó Tori. Lo último que deseaba era pedirle ayuda a su padre. Tenía veintinueve años y ya era hora de solucionar las cosas por su cuenta–. Mejor no.

–¿Entonces llamamos a la grúa para que lleve su coche al pueblo?

Aparentemente, no había otra opción. Pero no tenía dinero para arreglar el coche… ni para mucho más. Le quedaban menos de cien dólares en el bolso. Y si no quería que J.C. supiera dónde estaba, eso era lo que iba a tener durante algún tiempo.

Estaría buscándola, sin duda. Nadie dejaba plantado a J.C. Sheridan sin pagar las consecuencias.

Había recibido una docena de mensajes en el móvil desde que se fue de la ciudad. La había llamado tantas veces que, por fin, tiró el teléfono por la ventanilla cuando cruzaba la demarcación de Arizona. Ahora, por fin era libre.

Tori levantó la mirada.

–Tengo seguro, pero podría aconsejarme dónde llevar el coche.

Tendría que usar la tarjeta de crédito de la empresa para pagar las reparaciones. Algo que había evitado desde que salió de San Francisco.

–El taller de Ernie es bueno y cobra precios razonables.

–¿Dónde está?

–En Haven –contestó el comisario–. Es un pueblo pequeño a unos cuatro kilómetros de aquí.

Y luego sonrió, mostrando unos dientes muy blancos. Y Tori sintió un cosquilleo en el estómago.

–No se preocupe, la gente de por aquí es muy honrada. Claro que usted llamará un poco la atención.

–¿Por qué?

–Porque tiene todo lo que un hombre podría desear –sonrió el comisario, con un brillo de burla en sus ojos–. Un Corvette del 66.

 

 

–Hola, Sam, ¿nos pones un par de refrescos? –sonrió Nate cuando entraron en el café Good Time–. Venga, señorita, vamos a la barra.

Allí era donde solía sentarse cada mañana para desayunar. Tori Sheridan se sentó en un taburete y él lo hizo a su lado, respirando el delicado aroma de su perfume.

A aquella hora, entre el desayuno y el almuerzo, el café estaba desierto. Pero su amigo, Sam Price, parecía un poco acalorado cuando salió de la cocina.

–Voy enseguida.

Era un hombre más bien tirando a grueso, pero con una cara muy simpática.

–¿Qué pasa, amigo?

–Menuda mañanita –suspiró Sam, dejando dos refrescos sobre la barra.

–Veo que no has encontrado camarera –dijo Nate, sabiendo que Sam estaba en la cocina y atendiendo a los clientes desde que Nancy Turner se había ido a vivir con su hermana.

Sam negó con la cabeza.

–Buenos días, señorita.

–Sam, te presento a Victoria Sheridan. Se le ha estropeado el coche en la carretera y Ernie le está echando un vistazo.

–Encantado de conocerla, señorita Sheridan.

–Por favor, llámeme Tori.

–Es usted un soplo de aire fresco en esta mañana tan calurosa, Tori.

Ella tomó un sorbo de refresco.

–No estoy yo tan segura… pero esto me está refrescando bastante.

Nate desearía que a él le pasara lo mismo, pero Tori Sheridan lo estaba acalorando desde que se detuvo al lado del Corvette.

Habían pasado tres horas desde que Ernie fue a buscar el coche. Nate había dejado a la bonita rubia con el mecánico y había vuelto al coche patrulla. Pero un par de horas después se encontró a sí mismo entrando en el taller. Cuando la encontró sentada en la sucia oficina echándole un vistazo a una revista, decidió que no podía dejarla allí y sugirió que fuesen a tomar algo fresco.

–Pensé que estaría más cómoda aquí.

Tori se había quedado sorprendida cuando el comisario fue a buscarla y más cuando sugirió que fuesen al café. Habría querido protestar, pero él la convenció fácilmente. Después de todo, sólo estaba siendo amable, se dijo a sí misma.

Tori miró entonces alrededor. El café estaba decorado estilo años cincuenta, en rojo y blanco, con sofás de cuero y una barra de formica y cromo, a juego con los taburetes. En una esquina había una máquina de discos, de las que funcionaban con monedas y que ya casi no quedaban en ningún sitio. Era un pueblo anticuado, pensó. Pero una de las primeras cosas que había notado al entrar fue que no había hamburgueserías. Y eso le gustó.

–Este sitio es muy agradable, Sam.

–Gracias –contestó él, levantando una ceja–. ¿No estarás buscando un trabajo de camarera, por casualidad?

Tori soltó una carcajada.

–Gracias por la oferta, pero estoy sólo de paso.

–¿Hacia dónde vas?

–A ningún sitio en particular. Soy estaba… conduciendo.

–Y tiene un cochazo –dijo Nate–. Un Corvette del 66. Rojo.

–No te creo –rió Sam–. Yo tuve un Corvette hace muchos años, pero el mío era negro.

–¿Y lo vendiste? –preguntó Nate, incrédulo.

–Digamos que es una de las cosas sin las que mi ex mujer decidió que no podía vivir –Sam sacudió la cabeza–. Una mujer nunca debe entrometerse entre un hombre y su coche. Sigue soltero, hijo, y no tendrás esos problemas.

Tori se tocaba distraídamente el dedo anular, ahora sin el diamante que Jed le había regalado. No quería que la acusaran de robo, de modo que se lo había enviado por correo, junto con una nota diciéndole que se fuera al infierno. No quería nada ni de Jed ni de su padre.