TRAIDORES A ROMA

 

 

 

SIMON SCARROW

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: Traitors of Rome

Diseño de la cubierta: Salva Ardid Asociados

Imagen de la cubierta: Nik Keevil/Trevillion Images

Primera edición impresa: noviembre de 2020

Primera edición en e-book: noviembre de 2020

© Simon Scarrow, 2019

© de la traducción: Ana Herrera, 2020

© de la presente edición: Edhasa, 2020

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4782-1

Producido en España

DRAMATIS PERSONAE

Quinto Licinio Cato: tribuno al mando de la Segunda Cohorte de la Guardia Pretoriana.

Lucio Cornelio Macro: centurión de alto rango de la Segunda Cohorte de la Guardia Pretoriana, un rudo veterano.

General Cneo Domicio Córbulo: comandante de los ejércitos del este del Imperio y encargado de someter Partia, sin los recursos necesarios para hacerlo.

Apolonio de Perga: agente del general Córbulo y ayudante de Cato. Obviamente, un hombre astuto y taimado, con un pasado opaco.

Lucio: hijo de Cato; un niño encantador, educado entre soldados, y que por tanto, ay, ha aprendido algo de su lenguaje…

Licinia Petronela: prometida de Macro, antigua esclava de Cato. Mujer fuerte de opiniones igualmente fuertes.

Casio: fiel perro rescatado de las tierras salvajes de Armenia, ahora dedicado a Cato y dispuesto a aterrorizar a aquellos que se dejan engañar por su aspecto feroz

Flaminio: antiguo legionario de la Cuarta Escítica que acaba como esclavo, comprado por Cato, a quien apenan sus circunstancias.

Segunda Cohorte pretoriana

Centuriones Ignatio, Nicolis, Placino, Porcino y Metelo.

Optios Pantelo, Pelio y Marcelo.

Cuarta Cohorte siria

Prefecto Pacio Orfito: recién promovido comandante de la unidad. Un ambicioso buscador de gloria.

Centurión Mardonio.

Optios Foco y Lecino.

Cohorte macedonia de la caballería

Decurión Espato.

Sexta Legión

Centuriones Pulino y Pisón.

Optio Martino, centurión en funciones.

Legionario Píndaro.

Legionario Seleno: un veterano desgraciado y hambriento.

Otros

Prefecto Clodio: nervioso comandante de la primera cohorte auxiliar dacia que vigila la frontera de Bactris.

Granículo: intendente de Bactris. Un horticultor contento que espera la paz.

Rey Vologases: rey de Partia, «rey de reyes», deseoso de inculcar en sus súbditos que el precio de la traición es una muerte espantosa.

Haghrar, de la casa de Ataran: príncipe de Ichnae, también conocido como Halcón del Desierto, que pisa con delicadeza en ese mundo mortal de la política cortesana.

Ramalanes: capitán de la Guardia Real de Palacio.

Democles: capitán de un barco de río que siempre tiene un ojo abierto para las ventajas fiscales.

Patrakis: tripulante del barco fluvial.

Pericles: posadero que desea que sus clientes siempre paguen las facturas por completo.

Ordones: portavoz de la gente de Thapsis.

Centurión Munio: centurión a cargo del destacamento de ingeniería, con la tarea ingrata de construir un puente sobre una corriente furiosa.

Mendacem Farageo: un agitador profesional.

Legionario Boreno: otro agitador que puede que no sea lo que parece.

mapa

Traidores a Roma está dedicado a Anne y Mel Richmond, mis queridos suegros. Tristemente perdimos a Mel durante los meses en que se escribió esta novela. Echamos de menos su humor y el entusiasmo con el que disfrutó de todos los días que le dio la vida...

CAPÍTULO TREINTA Y DOS

Dos días más tarde, el general Córbulo estaba sentado calentándose ante la chimenea en el salón de la casa más grande de Thapsis. Había pertenecido a uno de los mercaderes más ricos de la ciudad, uno de los líderes de la revuelta contra la autoridad romana. El mercader había pagado un alto precio por su traición y ahora permanecía esposado, junto con otros dos mil hombres, en lo que había sido el campamento de asedio, que ahora servía como prisión para los capturados por el ejército de Córbulo. Suponiendo que sobrevivieran al invierno, se enfrentaban a una vida de esclavitud.

La comida ya no era ningún problema para los romanos ni para aquellos a quienes habían derrotado. La rendición de Thapsis había revelado unos enormes almacenes de grano y otros suministros en unas cámaras excavadas en la roca por debajo de la ciudad. Córbulo había permitido a sus hombres que saquearan la ciudad un día después de la rendición, y sus soldados habían saciado su hambre y su sed de vino, así como sus apetitos carnales. Los carros con la caza habían suministrado carne para asar, y su aroma todavía se cernía sobre la ciudad. Incluso sobró algo para añadirlo a las ligeras gachas que se prepararon para los prisioneros, que sin embargo estarían así mejor alimentados de lo que sus antiguos enemigos lo habían estado en el último mes de asedio.

Por una cierta ironía inspirada por las divinidades, el convoy de suministros había llegado la segunda mañana después de la batalla, demasiado tarde para calmar el hambre que había sido la causa del motín, y por tanto cuando sus suministros ya no se requerían. Las antiguas y míseras condiciones de vida apenas fueron un vago recuerdo cuando los hombres pasaron a disfrutar de la comodidad de estar alojados en la ciudad. Calientes, secos, bien alimentados y victoriosos, habían olvidado el motín y la moral estaba tan alta como en el mejor momento. Tal es la naturaleza voluble de los soldados, que maldicen a su general al amanecer y lo vitorean como si fuera un héroe antes de que acabe ese mismo día.

La mayor parte de pérdidas la habían soportado los pretorianos, de los que apenas sobrevivían ciento cincuenta hombres de los quinientos que habían salido de Roma con Córbulo, menos de dos años antes. De ese número, quince se estaban recuperando con los demás soldados heridos en una de las casas de baños de la ciudad, que ahora servía como hospital. Uno de los tribunos de la Sexta Legión había muerto defendiendo la puerta norte; la única otra baja entre los veteranos había sido el prefecto Orfito, muerto la primera tarde de saqueo. Su cuerpo fue descubierto en un callejón, con la garganta cortada de oreja a oreja. Apolonio insistió en que seguramente era obra de los rebeldes, y al cuerpo se le hizo un funeral adecuado a la mañana siguiente.

Había sido una muerte muy conveniente, reconoció la mayoría. Aunque la cohorte siria y su comandante hubieran luchado bien, no había la menor duda de que el general Córbulo no pasaría por alto el hecho, nada insignificante, de que Orfito había instigado un motín y amenazado con desertar a Partia si se rechazaban sus términos. El resto de los cabecillas habían sido detenidos, y sus castigos fueron desde la degradación a soldado raso a la licencia sin honor. Unas sentencias muy leves teniendo en cuenta el delito del que se les acusaba, pero Córbulo no tenía deseo alguno de proporcionar a sus hombres ninguna causa más para el descontento, al menos durante un tiempo.

El general tenía buenos motivos para estar complacido con el resultado del sitio. Los rebeldes habían sido aplastados, y se había dado ejemplo con ellos de severa advertencia para otras ciudades de la frontera y otros reinos menores, para que conocieran el precio que les costaría la traición a una alianza con Roma. Suspiró, contento, mirando hacia el fuego y notando que su calor abrazaba su cuerpo.

Su ensoñación se vio interrumpida por un golpecito en la puerta.

–¡Adelante!

Se abrió la puerta y el tribuno Cato entró en la habitación.

–Has enviado a buscarme, señor...

–Pues sí. Ven y caliéntate junto al fuego.

Cato hizo lo que le ofrecían, y el general llamó a través de la puerta abierta a su esclavo para que les trajera un poco de vino. Se volvió hacia Cato.

–Querrás tomar una copa, espero.

–Encantado, señor –respondió Cato, acercando una silla para unirse a su comandante.

Una vez estuvo instalado y ambos hombres tuvieron en la mano una copa de vino, Córbulo carraspeó y levantó la vista hacia su invitado.

–Te he mandado llamar por dos motivos. El primero se refiere a un tema bastante desagradable que hace referencia a la traición de Roma y a ti mismo.

Cato frunció el ceño.

–No estoy seguro de entenderte, señor.

–Pronto lo harás. Uno de los prisioneros fue reconocido por un legionario como uno de los instigadores de este motín. Al parecer, lo vieron en el campamento en diversas ocasiones provocando malestar entre los hombres. Daba un nombre falso. También lo vieron varias veces en compañía de Orfito. Resultó que estaba pagado por los rebeldes y sus amigos partos. En cuanto lo identificaron, Apolonio lo interrogó; tiene talento para saber con precisión cómo soltar mejor la lengua de espías y traidores. Bueno, el caso es que averiguarás tú mismo los detalles cuando venga con el prisionero. En cuanto hayan..., bueno, limpiado al hombre y lo hayan dejado presentable.

Cato asintió, sin estar seguro de la conexión que podía tener el prisionero con él, aunque empezaba a sospechar la verdad. Pero estaba igual de intrigado por el otro asunto que había mencionado el general.

–Has hablado de dos motivos, señor.

–Sí, eso he hecho –replicó Córbulo con un atisbo de tristeza en la voz–. Hay un despacho de Roma entre las cartas y documentos llegados de Tarso por el convoy de suministros. Me duele mucho decirlo, pero...

Lo interrumpió el sonido de pasos y el entrechocar de cadenas fuera de la habitación. Un momento más tarde, Apolonio entró seguido de otro hombre. El prisionero iba descalzo y llevaba una túnica destrozada. Mostraba hematomas en brazos y piernas y le habían puesto un collar de hierro en torno al cuello, con un trozo de cadena unida a él. Apolonio saludó a Cato y luego señaló al prisionero, dando un tirón a la cadena.

–Conoces bien a este...

Condujo al hombre a un lado de la chimenea y soltó la cadena, y se sentó en el borde del escritorio de Córbulo. El prisionero tenía la cabeza gacha, pegada al pecho, que subía y bajaba cansadamente.

–¡Levanta la vista! –soltó Córbulo, y el prisionero obedeció.

–¿Pero qué..., en nombre del Hades? –murmuró Cato cuando vio su rostro. A pesar de los moretones y cortes, no había duda alguna de quién era–. Flaminio...

–Nuestro buen amigo Flaminio –repitió Apolonio con desdén–. A quien vimos por última vez poco después de cruzar la frontera.

–Pensaba que había huido para escapar de la esclavitud –soltó Cato–. ¿Cómo ha acabado precisamente aquí?

–Es una historia muy larga. –Apolonio señaló al prisionero.

–¿Por qué no le cuentas a tu antiguo amo lo que me has dicho antes? Puedes empezar con tu primer acto de traición, cuando te apresaron los partos poco después de huir de nosotros. Les dijiste que, si te perdonaban la vida, les dirías dónde acampábamos. ¿Verdad?

Flaminio asintió.

Apolonio inclinó la cabeza a un lado y se llevó una mano al oído.

–Lo siento, no lo he oído. ¿Quieres que te dé un empujoncito para que hables?

Una mirada de terror se reflejó en los rasgos del hombre, que meneó la cabeza.

–¡No, señor! Se lo diré. Se lo contaré todo.

–Bien. A ver.

Flaminio volvió la mirada hacia Cato.

–Señor, ya conoces mi historia. Yo era un buen soldado. Pasé tiempos difíciles, como te conté. Me sentí muy complacido cuando me compraste. Te habría servido lealmente a cambio de un hogar cómodo. Pero entonces me obligaste a marchar a Partia. Yo sabía que era peligroso y no quería formar parte de aquello. Cuando cruzamos la frontera decidí escapar a la primera oportunidad que tuviera. Pero di con una patrulla partia. Iban a matarme en el acto, y entonces intercambié mi vida por información de dónde encontrarte.

–Me preguntaba cómo habrían averiguado que estábamos allí... –repuso Cato–. Sigue.

–Un grupo de ellos me llevó a Carras, mientras los demás te perseguían. Allí fue donde un oficial parto me ofreció dinero a cambio de servir a Vologases. Me dijo que se estaba preparando una revuelta en Thapsis, y que les iría muy bien un hombre que pudiera pasar por soldado. Yo dije que aceptaba su plata y haría el trabajo. –Flaminio bajó la cabeza, avergonzado.

–¡Levanta la vista! –aulló Apolonio, y el prisionero dio un respingo–. Continúa.

–Me llevaron al norte como parte de un contingente parto enviado a ayudar a los rebeldes. Les enseñé cómo luchaba el ejército romano. Y entonces... entonces...

–No finjas que sientes vergüenza –le cortó Apolonio, indiferente–. Es demasiado tarde para eso, mi traicionero amigo.

Flaminio tragó saliva y luego continuó.

–Fui yo quien condujo al prefecto Orfito a la trampa, señor.

–Thermon –bufó Córbulo–. Uno de tus papeles, ¿eh?

–Sí, señor. Y, después, me enviaron a las líneas romanas del campamento de sitio para sembrar el descontento. Cuando estalló el motín, recibí instrucciones de cerrar un trato con Orfito: comida a cambio de que pusiera fin al sitio... Y eso es todo, señor.

Cato sintió una oleada de repugnancia por la confesión del hombre. Aunque al mismo tiempo era lo suficientemente humano para comprender hasta qué punto le podía haber sentado mal el convertirse en esclavo. Sabía por experiencia propia el estigma que supone la esclavitud. Pero la traición a aquella escala estaba más allá de todo perdón. La traición de Flaminio había costado muchas vidas. Las vidas de hombres con los cuales él había luchado codo con codo.

–Traidor...

–Pues sí –asintió Córbulo–. Si no tiene nada más que confesar, puedes apartar a esta basura de nuestra vista, Apolonio. Encuentro muy desagradable su compañía.

–Sí, señor. –Apolonio se apartó del escritorio y cogió la punta de la cadena–. De vuelta a tu celda. La última parada para ti, Flaminio.

Dio un empujón al hombre y cerró la puerta cuando salió. Cato se volvió hacia Córbulo.

–¿Qué le ocurrirá, señor?

–Será crucificado fuera de las puertas de la ciudad, mañana por la mañana. Pensaba que te gustaría verlo antes de irte.

–¿Irme, señor?

Córbulo asintió.

–Ése es el otro motivo por el cual te he mandado llamar. He recibido órdenes de Nerón de que tú y tus hombres volváis a Roma. No puedo demorarlo, deberás marchar ya mismo, si no quiero provocar la ira del emperador. Es una lástima. Eres un buen oficial y me habría sentido honrado de que sirvieras conmigo cuando estallase la guerra con Partia. Pero todos servimos a Nerón. Su voluntad es absoluta, por mucho que prefiramos no responder a ella.

Compartieron una sonrisa de complicidad.

–¿Cuándo sale mi cohorte? –preguntó Cato.

–De inmediato, es lo que decía la orden. Mañana por la mañana, por lo tanto. Apolonio se unirá a ti para entregar mi informe al emperador.

–Ah –murmuró Cato, sin saber si disfrutaría de la compañía del agente durante el viaje a Roma.

–¿Estarán dispuestos tus hombres para marchar, avisándolos con tan poco tiempo?

Cato pensó un momento. Necesitaría un par de carros para los heridos y suministros para el viaje, al menos para llegar hasta Tarso. Allí podrían requisar tres o cuatro barcos para navegar hasta Roma. No había motivo para que la cohorte no estuviera preparada para partir hacia Thapsis al día siguiente.

–Sí, estarán listos. Sólo necesito montar los preparativos con el centurión Macro. –Se acabó la copa y se puso en pie–. ¿Me permites, señor?

–Por supuesto. Haré que mi ayudante te redacte una autorización para sacar suministros y todo lo que necesites para el viaje.

–Gracias, señor.

Córbulo se puso en pie y se agarraron por los antebrazos. El general mantuvo su mirada y Cato se la devolvió, sin vacilar.

–Nos diremos adiós mañana, tribuno. Por supuesto, espero de verdad que algún día volvamos a servir juntos.

Córbulo lo soltó e intercambiaron un saludo, y luego Cato se volvió para ir a buscar a Macro y darle la noticia y las órdenes para que los demás hombres de la cohorte se preparasen para volver a Tarso.

* * *

–¿De vuelta a Roma? –Macro levantó una ceja. Apartó a un lado la bandeja de jabalí asado frío a medio comer y chasqueó los dedos para llamar la atención de una de las sirvientas de la posada que había elegido como alojamiento. Ella se llevó la bandeja, dedicándole una tímida sonrisa, y luego salió corriendo–. Bueno, estoy seguro de que los chicos se alegrarán mucho de volver a sus barracones. Sacaremos un buen pellizco de la venta de los prisioneros, ¿no?

–Me aseguraré de que sea así –dijo Cato–. Nos lo hemos ganado. Y las familias de los hombres que hemos perdido también tendrán su parte, como es justo. Será una suma de dinero bastante importante, en conjunto.

Macro sonrió, feliz.

–Justo lo que necesitaba para que todo fuera bien, después de pedir mi licencia.

Cato notó un dolor penetrante en las tripas.

–¿Te has decidido, entonces?

–Pues sí. He servido veintiocho años. Tengo poco más de cincuenta. Quiero hacerme viejo con mi mujer y disfrutar de la vida mientras pueda. Roma me lo debe. Yo he mantenido mi parte del trato, he dado un servicio leal. Es hora de que se me permita disfrutar de la recompensa.

–No se me ocurre nadie que merezca más un retiro largo y feliz, hermano.

Macro sonrió.

–Gracias, señor. Viniendo de ti, eso significa mucho.

–Esperemos que aprueben la licencia pronto, antes de que alguien encuentre otra campaña en la que meterte. Ya sabes cómo van esas cosas. –Cato meneó la cabeza–. Pero ¿qué estoy diciendo? Seguro que no habrá ningún problema.

Se hizo un silencio. Macro se rascó la nariz.

–Esto será bueno para todos. Puedes llevarte a Lucio a casa de nuevo y criarlo en paz. Sé que Petronela se alegrará de volver a ver a su hermana. En cuanto llegue mi licencia, tendremos más que suficiente para salir adelante con mi prima, con mi parte del botín de este sitio y los ahorros que tengo en el banquero. Si nos atenemos al plan que discutí con ella, probaremos lo de Britania. Nos meteremos en el negocio con mi madre.

–Eso sí que me gustaría verlo –rio Cato.

La expresión de Macro era seria.

–¿Crees que habrá problemas entre ella y Petronela?

–Como las conozco a ambas, mentiría si te dijera que no espero nada más que armonía y afecto mutuo. Pero tú estarás allí para poner paz entre ellas dos.

–Haces que la guerra con Partia suene como la opción fácil...

–Bah, es broma, hermano. Todo irá bien. Todos estaremos bien. Siempre volvemos a casa, al final, al sitio donde tenemos nuestro hogar. Y ahora mismo ese sitio es Roma.

Cato recogió la jarra de vino, llenó la copa en la que había bebido Macro y luego le tendió la jarra a su amigo.

–¡Un brindis! ¡Por Roma!

Macro levantó la jarra con ambas manos y dio un golpecito contra el costado de la copa de Cato, sonriendo.

–¡Por Roma!

TRAIDORES A ROMA

CAPÍTULO UNO

Otoño, 56 d. C.

–Ahí vienen –murmuró el centurión Macro mirando hacia el extremo más alejado del terreno de adiestramiento, donde una pequeña nube de polvo señalaba la columna de soldados que se aproximaba.

Acabó de masticar la punta de una ramita de anís y arrojó el extremo deshilachado a un lado, y luego escupió para sacarse de la boca la fibrosa pulpa. Se volvió a mirar a su superior, que dormitaba a la sombra, apoyado contra el tronco de un cedro cercano. El tribuno Cato era un hombre esbelto, de poco menos de treinta años. Se había cortado el pelo oscuro muy corto el día anterior, y la barba rala le hacía parecer un recluta. En el sueño, su rostro habría resultado sereno y juvenil de no haber sido por la blanca cicatriz que se lo cruzaba en línea diagonal irregular desde la frente, atravesando la ceja hasta la mejilla derecha. Era veterano de muchas campañas, y su aspecto iba acorde con ello. Junto a él se encontraba su perro, Casio, un enorme animal de aspecto feroz con el pelaje hirsuto y marrón. Una de las orejas había quedado algo desgarrada antes de que Cato se hiciera cargo del animal, un año antes, durante la campaña en Armenia. Apoyaba la cabeza en el regazo de Cato, y de vez en cuando su rabo se meneaba un poquito de un lado a otro, alegre.

Macro contempló a Cato en silencio un momento. Aunque había servido el doble de tiempo, reconocía que la experiencia no lo es todo. Un buen oficial debe tener cerebro también. Y músculos, añadió a la lista. Esto último quizá no lo tuviera Cato, pero lo compensaba con valor y resistencia. Y en cuanto a él mismo, Macro aceptaba de buen grado que la experiencia y los músculos eran sus principales cualidades. Sonrió al pensar en los motivos por los cuales Cato y él llevaban tantísimo tiempo siendo amigos íntimos. Cada uno de los dos compensaba las cualidades que le faltaban al otro. Habían servido bien durante casi quince años, peleado juntos en campañas en todo el Imperio romano, desde las orillas heladas del Rin a los desiertos calcinados de la frontera oriental. Los dos oficiales tenían un expediente envidiable, y sus cicatrices demostraban que habían derramado su sangre por Roma.

Sin embargo, Macro había empezado a preguntarse cuánto tiempo podría seguir tentando a los hados. Hasta el momento lo habían respetado, pero podía llegar un momento en que incluso su indulgencia se terminase. Ya llegase su muerte por la espada de un enemigo, una lanza o una flecha, o bien por algo tan poco glorioso como una caída de caballo o una enfermedad, presentía que el momento se acercaba. Lo que más temía era una herida que lo dejase de algún modo incapacitado durante el resto de la vida.

Frunció el ceño ante esos pensamientos tan escabrosos. Cinco años antes jamás se le hubieran pasado por la cabeza. Pero ahora era consciente de que sus músculos amanecían rígidos y de que al final de un día de marchas forzadas notaba un doloroso pinchazo en las rodillas. Peor aún: ya no se movía tan rápido como antes, en la flor de su edad. Aunque eso no era ninguna sorpresa para él. Después de todo, se dijo a sí mismo, había servido con el ejército más de veintiséis años. Estaba autorizado a pedir la licencia, tomar la paga y la concesión del pequeño trozo de tierra que le correspondía y establecerse allí para su retiro. Que hubiera decidido no hacerlo aún era sencillamente porque no había sido capaz de imaginarse una vida fuera del ejército. Aquél era su hogar, y Cato y los demás, su familia.

Pero ahora había una mujer en su vida.

Sonrió, y su mente se llenó con la imagen de Petronela: atrevida, estridente y bella. De una belleza que era que precisamente la que Macro más valoraba: era robusta, con los ojos oscuros y la cara redonda y, aunque su lengua podía ser muy afilada, su risa alegre le calentaba el corazón hasta la médula. En parte a causa de ella, y en parte debido al peso de los años, Macro pensaba ahora cada vez más en retirarse del ejército. Y, sin embargo, se sentía culpable al contemplar realmente la posibilidad de pedir la excedencia. Era como si traicionase a los hombres que estaban bajo su mando y, más importante aún, como si estuviera decepcionando a su amigo, el tribuno Cato.

Habría rumiado más sobre todo esto, pero no tenía tiempo en aquel preciso momento. Había trabajo que hacer.

Macro carraspeó un poco y se acercó al tribuno:

–Señor, los chicos sirios han llegado ya.

Cato abrió los ojos. Parpadeó cuando la brillante luz del sol que estaba justo detrás de las ramas del cedro lo cegó por un momento. El perro levantó la cabeza y lo miró con ojos interrogantes. Cato le dio una breve palmadita en el cuello, y luego se puso de pie y estiró los hombros, mientras calculaba mentalmente:

–Se lo han tomado con calma. Se suponía que tenían que estar aquí al mediodía. Eso ha sido hace al menos una hora...

Los dos oficiales entrecerraron los ojos para observar el otro lado del campo reseco que se extendía ante ellos, desde los árboles. Los auxiliares de la Cuarta Cohorte siria caminaban por el sendero que conducía desde la ciudad de Tarso a la zona de instrucción. Era una de las unidades del ejército que estaba reuniendo el general Córbulo para declarar la guerra al antiguo enemigo oriental de Roma, Partia. Varias cohortes auxiliares y dos legiones estaban acampadas a las afueras de Tarso, más de veinte mil hombres en total. Sería una cifra impresionante, reflexionó Cato, si no fuera por la mala calidad de la mayoría de los hombres y su equipo. No era posible pensar que la campaña empezase hasta la primavera, como muy temprano. Córbulo había dado instrucciones a sus hombres de que se ejercitasen con dureza en ese tiempo, mientras conseguían los equipos y la comida necesarios que suministrar al ejército.

A la cohorte siria, por su parte, se le había ordenado que hiciera una marcha de quince kilómetros en torno a la ciudad, y que luego se dirigieran al terreno de entrenamiento para atacar una zona de las defensas erigida por los hombres de Cato, a poca distancia a su derecha. Medía cien pasos de lado a lado, y tenía una única entrada a mitad de camino. Los hombres de la Segunda Cohorte pretoriana ya emergían de las sombras para ocupar sus posiciones a lo largo del terraplén de tierra apisonada que corría detrás de la empalizada de madera. Frente a ellos, una zanja completaba las defensas.

Cato miró a sus hombres con ojos expertos, y notó que se le hinchaba el corazón con un familiar brote de orgullo. Esos soldados, con sus túnicas de color crudo y su armadura por segmentos, eran sin duda los mejores hombres del ejército del general Córbulo. Ya habían demostrado su valor combatiendo en Hispania, y también en la campaña del año anterior en Armenia. Al pensar en esta última, el orgullo de Cato se desinfló un poco, pues recordó a aquellos hombres que había perdido mientras intentaba colocar a un simpatizante de Roma en el trono armenio. Los trescientos supervivientes representaban sólo un poco más de la mitad de los que habían salido de sus barracones de las afueras de Roma cuando la cohorte fue enviada a Oriente para actuar como guardia personal de Córbulo. Cuando finalmente volvieran a la ciudad, sus familias llorarían y lamentarían las pérdidas, y también habría que encontrar hombres para reemplazarlos, que deberían ser entrenados.

Cato esperaba que ese entrenamiento fuera mucho más rápido que el de las unidades del Imperio oriental. Durante demasiado tiempo habían servido como tropas de guarnición, manteniendo el orden entre los habitantes locales y asegurándose de que se recogían los impuestos. Entre ellos, muy pocos habían estado alguna vez en campaña, y por tanto carecían de habilidad y experiencia en el combate. Córbulo había pasado el año anterior reuniendo a sus fuerzas para la inminente invasión de Partia, y muchos de los hombres estaban mal equipados y mal preparados para la guerra. Los auxiliares sirios que ahora andaban hacia los pretorianos eran un ejemplo típico de la mala preparación de los hombres bajo el mando del general.

El perro lamió la mano de Cato. Luego se levantó de un salto y apoyó sus largas patas delanteras contra su pecho, tratando de lamerle la cara.

–¡Abajo, Casio! –Cato lo apartó–. ¡Siéntate!

De inmediato, el animal se sentó sobre sus patas traseras, pero sin dejar de menear en ningún caso la punta del rabo.

–Al menos alguien sí que obedece al adiestramiento –comentó Macro–. Empiezo a preguntarme si no estaríamos mejor con una jauría de perros, en lugar de con esos haraganes.

El oficial que cabalgaba a la cabeza de la columna siria lanzó un grito, al tiempo que levantó el brazo, y los soldados que, tras él, arrastraban los pies se detuvieron. Sin esperar a que les dieran permiso, algunos de los hombres bajaron sus lanzas y escudos y se doblaron en dos, jadeando, sin aliento. El oficial al mando dio la vuelta a su montura y cabalgó de nuevo hacia la columna, amonestando a sus subordinados y haciendo gestos furiosos.

Macro meneó la cabeza y escupió a un lado.

–Menos mal que la instrucción de hoy no ha sido una emboscada, ¿eh?

Cato asintió. Era bastante fácil imaginar el caos que se habría producido entre aquellos exhaustos auxiliares.

–Que se preparen tus hombres. Quiero que ataquen con fuerza cuando los sirios vengan a por nosotros. Necesitan entender de verdad que no estamos jugando a la guerra. Es mejor que haya unos cuantos golpes y huesos rotos ahora, que dejar que piensen que esto es un paseíto hacia Partia.

Macro sonrió y saludó, y después se alejó a grandes zancadas a lo largo de las murallas. Se detuvo a la mitad del camino y se volvió hacia los pretorianos. A éstos les habían suministrado armas de entrenamiento: escudos de mimbre, espadas y jabalinas de madera con la punta roma. Aunque estaban diseñadas para causar menos daño que las reales, tales armas podían, aun así, producir heridas y golpes dolorosos. Macro levantó su bastón de sarmiento y se golpeó con la punta retorcida y leñosa en la palma de la otra mano, mientras se dirigía a los hombres con la voz clara y potente que había perfeccionado a lo largo de los años para entrenar a soldados y dirigirlos hacia la batalla.

–¡Es hora de hacer un poco de ejercicio, chicos! Ahí tenemos casi seiscientos auxiliares. Dos veces más que nosotros. Y eso es mal pronóstico para ellos. –Hizo una pausa para que los hombres pudieran sonreír y lanzar risitas–. Dicho esto, si uno solo de esos cabrones holgazanes consigue subir al terraplén, haré que todos y cada uno de los pretorianos que estáis destinados a esta zona os encarguéis de las letrinas durante un mes. Y como los demás seguirán una dieta de ciruelas..., ¡estaréis tan metidos en la mierda que soñaréis con aire fresco!

Sonó un coro de risas entre los pretorianos. Macro los dejó reír un momento, y luego levantó el bastón para ordenar silencio.

–No os olvidéis nunca de que somos la Segunda Cohorte pretoriana, el mejor cuerpo de toda la guardia imperial. Y ahora, ¡mostradles a esos vagos sirios por qué!

Levantó el bastón en el aire con un salvaje rugido, y los pretorianos lo imitaron, apuñalando los cielos con el extremo romo de sus jabalinas de instrucción, y lanzaron sus gritos de batalla. Macro los animó un momento más, y luego se apartó y volvió a reunirse con Cato y su perro. La oreja que le quedaba a Casio se levantó al oír el sonido de los vítores; se quedó erguido sobre las cuatro patas, y sus cuartos traseros se balancearon mientras su frondoso rabo se agitaba rápidamente de un lado a otro. Cato cogió una gruesa traílla de cuero de su cinturón y la ató al collar del perro, tachonado de hierro, murmurando:

–No puedo dejar que te comas a alguno de los sirios... Sería malo para la moral.

Agarrando con firmeza la correa, se incorporó y miró por encima del terreno abierto, hacia los sirios. Los centuriones y optios estaban muy ocupados conduciendo a sus hombres hacia la línea de combate, frente a la fortificación. Cato se dio cuenta enseguida de que las filas estaban muy mal formadas, aunque los oficiales iban empujando para intentar colocar a los auxiliares en la posición correcta.

Macro se incorporó, con la parte superior de su bastón apoyado contra sus hombros, y dejó escapar un hondo suspiro.

–Joder, por Marte, ¿has visto una mierda semejante alguna vez? No creo que sean capaces de luchar ni contra un rollo de papiro húmedo. Si alguna vez tenemos que enfrentarnos a los partos, será mejor que recemos para que el enemigo se muera de risa o, si no, no tendremos esperanza alguna...

De repente, un brillo en el camino, detrás de los sirios, atrajo la mirada de Cato. Se aproximaban varios jinetes. Iban con la cabeza descubierta, pero llevaban unos petos de armadura resplandecientes.

–Parece que Córbulo se interesa por el entrenamiento de hoy.

Macro aspiró aire entre los dientes.

–Entonces se va a llevar una pequeña decepción, señor.

El general y sus oficiales del Estado Mayor cabalgaron en torno al flanco más alejado de la cohorte siria, para después detenerse a poca distancia, más allá, para observar. Cato miró al prefecto al mando de los auxiliares y sintió un breve pinchazo de piedad por ese hombre grueso y calvo. Pacio Orfito era un oficial bastante decente. Había servido como centurión legionario en la frontera del Rin antes de ser promovido al mando de la cohorte siria, hacía apenas un mes, y acababa de empezar a entrenar a sus hombres para la campaña que se avecinaba. Y ahora tenía la responsabilidad adicional de tener que llevar a cabo la instrucción bajo el escrutinio de su general al mando.

Con la cohorte ya formada en dos líneas de tres centurias, Orfito desmontó, cogió su escudo y su casco de los cuernos de la silla y se armó para dirigir la formación. Como los pretorianos, los auxiliares tenían también equipo de entrenamiento, que era más pesado que su equipo de campaña, y que sin duda contribuía a aumentar su evidente cansancio. Orfito esperó hasta que el grupo abanderado ocupó su lugar entre las dos filas, y entonces se colocó al frente de su cohorte y dio la orden de avanzar. El sol resplandeció en los cascos conforme la formación se ponía en marcha.

Macro miró un momento más y comentó, de mala gana:

–Al menos saben mantener el paso. El prefecto debería dar gracias de que sea así.

Cato asintió, y luego movió el pulgar hacia la muralla.

–Será mejor que te prepares con los chicos.

–¿No vas a unirte a la diversión, señor?

–No. Sólo miraré.

Macro se encogió de hombros. Saludó de nuevo y, sin más, se alejó trotando hasta cruzar la muralla, donde recogería su equipo y se uniría a sus hombres. Cato se quedó a solas con el perro. A veces, reflexionaba, era mejor mantenerse aparte de esos entrenamientos para tener una mejor visión global; era fácil perderse detalles importantes cuando estabas en el corazón de la acción. Quería ver cómo se comportaba su cohorte durante el ejercicio.

Los auxiliares sirios fueron aminorando la distancia regularmente y, cuando estaban a tiro de flecha, Orfito dio la orden de detenerse. Por un momento, los hombres se removieron inquietos entre los gritos de los oficiales de que compusieran bien la fila, pero al fin la formación se detuvo y esperó la siguiente orden.

–¡Segunda Centuria! ¡Preparados para el testudo!

Casio tiró de la correa, y Cato lo arrastró de nuevo hacia atrás, sin dejar de contemplar cómo los auxiliares en el centro de la línea frontal formaban una columna. Cuando estuvieron dispuestos, su comandante se desplazó hasta la fila delantera.

–¡Formad el testudo! –ordenó a voz en grito.

Lo que siguió fue tan mal como había anticipado Cato. Los que estaban en la primera fila se suponía que debían presentar los escudos al enemigo antes de que la segunda levantase los suyos por encima de la cabeza, y cada fila debía seguir así por turno. Por el contrario, muchos levantaron los escudos en cuanto se dio la orden, lo que provocó el caos: golpearon a los hombres que tenían a su alrededor y entrechocaron los escudos con las filas que los rodeaban. Una vez más, resonaron fuertes maldiciones e instrucciones a gritos por parte de los oficiales de menor rango, que luchaban por mantener el orden. Al final, Orfito se vio obligado a abrirse paso entre la columna y supervisar los esfuerzos de cada fila para adoptar la formación. Desde la muralla llegó un coro desigual de burlas y risas, mientras los pretorianos miraban.

Cuando al fin la centuria estuvo preparada, Orfito volvió a su posición y dio la orden de avanzar. Las dos centurias de los flancos empezaron a abrir sus filas, preparándose para arrojar las jabalinas de entrenamiento. Al mismo tiempo, levantaron sus escudos hasta que los bordes cubrieron gran parte de las caras. Mirando hacia atrás, a la muralla, Cato distinguió la cresta del casco de Macro, y vio que el centurión levantaba su jabalina a la espera de que los sirios llegasen a su alcance. Las bromas y pullas se desvanecieron, y una tranquilidad relativa reinó sobre el terreno de entrenamiento mientras ambos bandos se preparaban para el ataque. Cato lo analizaba todo con valoración profesional. Todo resultaba como debía. La instrucción era un asunto serio. Era la calidad de su instrucción lo que permitía a los ejércitos de Roma dominar un vasto imperio y derrotar a los bárbaros, que contemplaban sus riquezas con ojos codiciosos.

–¡Preparad las jabalinas! –aulló Macro.

Los hombres que estaban a lo largo de la fortificación se prepararon: echaron atrás el brazo con el que arrojaban las armas y separaron los pies. Luego se quedaron muy quietos, como esculturas de atletas, pensó Cato, en tanto los sirios continuaban acercándose, ocultándose precavidos detrás de sus escudos de entrenamiento de mimbre.

–¡Lanzad las jabalinas! –ordenó Macro.

Los pretorianos echaron atrás los brazos y las armas volaron por el aire, entre un coro desigual de gruñidos. Cato vio pasar los mangos, oscuros ante el cielo claro, formando un arco hacia los auxiliares. Los hombres de la fila delantera se detuvieron en seco, entorpeciendo a los que iban detrás, que se vieron obligados a pararse también. Aun así, tuvieron el tiempo justo de agacharse detrás de sus escudos, mientras llovían sobre ellos las jabalinas de entrenamiento. Al tener la estructura ligera y la punta roma, las heridas serían pocas y no de gravedad, pero el instinto les hizo dudar y protegerse, igual que habrían hecho en un combate real. Incumbía a los oficiales obligarlos a seguir adelante.

–¡Nos os detengáis! –aulló Orfito–. ¡Seguid avanzando! ¡Avanzad!

Marcó el ritmo del paso. Tras él, el testudo siguió avanzando, con las centurias flanqueándolo a ambos lados. En la fortificación, a lo largo de la empalizada, los pretorianos levantaron nuevas jabalinas y se prepararon para lanzar una nueva andanada. Pero los atacantes llegaron primero; el centurión de la derecha de la fila levantó su espada y llamó a sus hombres.

–¡Primera Centuria! ¡Alto! ¡Jabalinas preparadas! ¡Lanzad!

La precipitada secuencia de órdenes condujo a una respuesta desigual de los sirios. Ya cansados de su marcha forzada, la mayoría de ellos fue incapaz de arrojar las jabalinas de entrenamiento lo bastante lejos, de modo que sus mangos levantaron puñados de tierra a los pies de la fortificación o cayeron en la zanja. Menos de la mitad, juzgó Cato, habían dado en la empalizada o a los hombres que estaban de pie detrás de ella. Los pretorianos habían levantado los escudos; los mangos de las lanzas chocaron con ellos y se apartaron, salvo un tiro afortunado que dio a uno de los hombres en un hombro. Éste retrocedió un paso y perdió el equilibrio, y luego cayó rodando por la parte trasera de la muralla entre una nube de polvo y tierra suelta.

Tan pronto como en el otro flanco se dieron cuenta de que sus camaradas habían soltado una andanada, los imitaron, con el mismo efecto casi nulo. Por contraste, el segundo lanzamiento de los pretorianos fue muy ordenado, y las jabalinas chocaron contra los escudos de los auxiliares con un breve y vibrante ruido entrecortado, forzando a algunos de los más nerviosos a soltar sus escudos.

Orfito continuó marcando el paso mientras dirigía el testudo hacia la estrecha carretera elevada frente a la puerta, donde Macro estaba situado. A cada lado, algunos hombres recogían las jabalinas de entrenamiento procedentes del intercambio de ataques, y las devolvían a los contrarios en un flujo constante de proyectiles que iban y venían. Cuando el testudo llegó a la carretera elevada, Orfito ordenó a sus hombres que se detuvieran, y Cato se preguntó qué planeaba hacer el prefecto a continuación. Las escalas de asalto estaban ya detrás, las tres centurias de la línea de reserva preparadas. Hubo una breve pausa mientras avanzaban y formaban el testudo, dispuesto para arrojarlo contra la muralla para que empezara ya el ataque. Entonces sería una cuestión de lucha cuerpo a cuerpo entre auxiliares y pretorianos, y tenía muy pocas dudas de que su cohorte, aunque superada en número, sería capaz de mantener la fortificación.

–¡Formad pontus! –gritó Orfito. De inmediato, las primeras filas del testudo subieron corriendo la carretera y levantaron sus escudos, colocando los brazos libres contra los maderos de la puerta. Mientras las siguientes filas se adelantaban, añadiendo sus escudos, cada uno asumiendo una postura más baja, el puente de escudos superpuestos empezó a formar una rampa que conducía hasta la empalizada.

Cato se tensó por la sorpresa y luego sonrió, aun a su pesar. No había esperado una maniobra tan atrevida, sobre todo procedente de una unidad que consideraba de tercera fila.

–Bien, bien –murmuró en voz baja, dándose cuenta de que todo aquello tenían que haberlo ensayado mucho.

Algunos de los pretorianos a lo largo de la empalizada, igual de sorprendidos, se inclinaron hacia delante para observar a Orfito y sus hombres, hasta que sus oficiales les aullaron que se pusieran de frente.

–Parece que nuestro amigo Orfito tiene bastantes recursos... –Cato chasqueó la lengua y acarició las orejas de Casio.

El perro retorció la cabeza a un lado y dio un rápido lametazo a los dedos de su amo, y luego suavemente se inclinó hacia delante hasta que quedó sujeto por la correa, bien tirante.

–Deseando meterte en la pelea, ¿eh? Esta vez no. Esos hombres están de nuestro lado, chico.

Cato centró la atención de nuevo en la carretera elevada. La nueva formación ya estaba casi completa, y la centuria que seguía al testudo trotaba hacia delante para avanzar por encima de la improvisada rampa de asalto. Por delante de ellos, los pretorianos los estaban ya aguardando con las espadas de entrenamiento al nivel de los escudos de mimbre, dispuestos a golpear. Pero no se veía señal alguna del casco con cresta de Macro entre ellos. Cato frunció el ceño, preguntándose qué habría sido de su amigo mientras el perro lo había distraído. ¿Lo habrían derribado? ¿O bien se había deslizado hacia abajo por la fortificación? Le resultaba difícil de creer, ya que Macro tenía la conciencia del peligro de un veterano, así como una seguridad total en pleno calor de la batalla. ¿Qué había ocurrido, entonces?

Un grupo de hombres se reunía en aquel momento detrás de la puerta, media centuria o así, en estrecha formación. Por encima de ellos, sus compañeros se estaban ocupando de los primeros auxiliares que alcanzaban la empalizada, golpeando los escudos de mimbre, cascos y todo lo que pudieran con la parte plana de sus espadas de madera. Ya uno de los sirios intentaba trepar, para hacer pie en la pasarela que quedaba por encima de la puerta.

Justo entonces se oyó el aullido de Macro, y los pretorianos abrieron las puertas y rugieron sus gritos de guerra, abalanzándose hacia delante. Un temblor recorrió a los auxiliares que formaban la rampa de asalto. Unos cuantos de los sirios que estaban subiendo en ese momento cayeron y rodaron hasta la zanja, a ambos lados, y toda la formación se deshizo entonces en un confuso montón de hombres que luchaban por permanecer en pie. Entonces Cato vio que habían abierto la puerta, y que el penacho de Macro oscilaba por encima de la lucha; él y sus hombres se arrojaron hacia delante, empujando para atrás a los atacantes y haciendo que más hombres cayeran en la zanja. El prefecto Orfito intentó reagrupar a sus hombres al final de la carretera elevada, pero no tuvo tiempo de estabilizarlos, pues de inmediato los pretorianos cargaron contra sus desordenadas filas. Cato atisbó por última vez a Orfito justo antes de que se viera abatido y cayera, y entonces sus hombres se dieron la vuelta y huyeron ante la masacre que estaban produciendo los pretorianos de Macro.

Casio volvió a tirar de la correa. Hizo fuerza y miró a Cato, quejoso.

–¿Quieres jugar?

El perro meneó el rabo, y Cato soltó su presa. De inmediato, Casio saltó hacia delante, con la correa agitándose de un lado a otro tras él.

Cato se encogió de hombros.

–Uf...

Más pretorianos bajaban desde las defensas y salían en tropel por la puerta, persiguiendo a los sirios que se retiraban, tirándolos al suelo con rudeza o tropezando con ellos. Casio corría entre ellos, saltando hacia los hombres de ambos lados mientras serpenteaba a través de todo aquel lío. Cato se quedó mirando un momento más, pero al poco dio un paso adelante y se colocó las manos en torno a la boca. Cogió aire con fuerza:

–¡Segunda Pretoriana! ¡Alto! ¡Ya basta, chicos!

Los más cercanos se volvieron y frenaron su ímpetu, obedientes. Los que estaban más lejos atacaron por última vez a sus oponentes, pero enseguida también obedecieron, mientras los oficiales transmitían la orden de un lado a otro. Macro dio la orden de que las centurias formaran de nuevo y, con una mueca divertida, contempló cómo los auxiliares vencidos luchaban por ponerse en pie, recuperaban su equipo y volvían dando tumbos a través del campo de entrenamiento hacia el lugar donde estaba el resto de su cohorte, sin dejar de mirar de reojo a los pretorianos y tratando de recuperar el aliento.

Cato buscó la cresta del casco del prefecto. Al poco, Orfito consiguió incorporarse y se quedó sentado, meneando la cabeza. Cato se dirigió hacia él, se agachó y le tendió la mano. Orfito parpadeó y guiñó los ojos a la silueta que se inclinaba hacia él, antes de darse cuenta de que se trataba de Cato.

–Tus hombres no parecen propensos a coger prisioneros, tribuno Cato –jadeó, y luego tosió para aclararse la garganta.

Cato soltó una risita.

–Ah, sí, se ponen muy contentos cuando consiguen prisioneros como botín de guerra, pero no había provecho alguno en respetar a tus chicos, me temo.

Se agarraron de los antebrazos, y Cato ayudó a levantarse al oficial. Orfito se quitó un poco el polvo y, al examinar el campo de entrenamiento, se fijó en que los últimos de sus hombres corrían a la pata coja a unirse al resto de sus camaradas. Entonces miró hacia Córbulo; el general estaba sentado muy erguido en su silla, y sus oficiales, con aire divertido, intercambiaban comentarios a un lado.

–No creo que el general esté muy complacido de cómo se han portado...

–No te lo tomes demasiado a pecho –respondió Cato–. Ha sido un movimiento muy bueno, lo de usar el pontus. No lo he visto venir.

–Pero no nos ha servido de gran cosa, ¿no?

–Esta vez no –admitió Cato–. Pero has sido más ingenioso que mis pretorianos. Aunque los hombres como Macro conocen todos los trucos de rigor, y cómo contrarrestarlos.

De repente, se oyó un coro de gritos furiosos desde el otro lado del campo de entrenamiento, y los oficiales se dieron la vuelta. Casio había agrupado a varios hombres a un lado y corría en torno a ellos, mordiendo a cualquiera que intentara salir del círculo.

–¿Te importa llamar a tu caballería, tribuno? Creo que ya ha causado suficientes estragos...

Cato se metió dos dedos en la boca y soltó un silbido penetrante. Casio se detuvo en seco y miró hacia atrás. Cato silbó de nuevo; el perro lanzó una mirada añorante a su presa, pero luego se dio la vuelta en redondo y volvió corriendo con su amo.

–Te debo una bebida cuando te vea la próxima vez en la cantina de oficiales –dijo Orfito–. A ti y a ese salvaje, el centurión Macro.

Intercambiaron una inclinación de cabeza y Orfito se marchó, muy erguido, a hacerse cargo de su cohorte, intentando preservar toda la dignidad posible. Casio apareció corriendo y se detuvo de repente, jadeante, y con la larga lengua sobresaliendo de las mandíbulas. Cato lo agarró por la correa y volvió a dirigirse al sitio donde estaba Macro, de pie frente a los pretorianos alineados en la fortificación. Los hombres estaban de pie, en posición de descanso, con los escudos de mimbre apoyados en el suelo, riendo y haciendo bromas.

–Buen trabajo, centurión. Eso ha sido pensar rápido.

Macro sonrió.