Ilustración de la Tapa:
Reproduce la obra conocida como «Duelo a garrotazos» o «La Riña», de Francisco de Goya (Museo del Prado, Madrid). Ejecutada entre 1819 y 1823, se ha visto en ella una representación de la lucha sin cuartel entre españoles. Podría decirse, con mayor alcance, que es una representación alegórica de la eterna lucha entre moderados y extremistas, de las posturas antagónicas que desembocan en discordia y conducen a la guerra civil. Acaso una velada metáfora de los hombres que se destruyen entre sí, sin poder escapar de su miseria terrenal. En la pintura, se representa la ignorancia del hombre empeñado en destruirse, en una guerra que carece de reglas o protocolo, como fue la guerra revolucionaria que vivió su etapa armada con intermitencias, en la Argentina, entre 1959 y 1994, y que desde entonces hasta ahora, cierto sector del país la continua mediante una batalla de relatos que se instrumenta a través del vaciamiento de los hechos históricos, y su reemplazo por la «narrativa militante». Subjetividades que adhieren a la teoría de la necesaria eterna rivalidad, cuya finalidad es suprimir de algún modo al Otro, que piensa distinto.
Al lector
Capítulo 1:LA HISTORIA RECIENTE
Capítulo 2:LA HISTORIA OFICIAL: EL «RELATO» Y LA MEMORIA
Capítulo 3: LA VIOLENCIA ARMADA
Capítulo 4: LAS ORGANIZACIONES ARMADAS: MONTONEROS
Capítulo 5: LAS ORGANIZACIONES ARMADAS: EL ERP
Capítulo 6: GUERRA REVOLUCIONARIA (1959-1973)
Capítulo 7: GUERRA REVOLUCIONARIA (1973-1979)
Capítulo 8: GUERRA CONTRARREVOLUCIONARIA (PRIMERA PARTE)
Capítulo 9: GUERRA CONTRARREVOLUCIONARIA (SEGUNDA PARTE)
Capítulo 10: LOS VENCEDORES VENCIDOS
Capítulo 11: EN BUSCA DE LA PAZ PERDIDA
Capítulo 12: LAS ORGANIZACIONES DE DERECHOS HUMANOS
Capítulo 13: LA TEORÍA DE LOS DOS DEMONIOS
Capítulo 14: GLORIFICACIÓN DEL REVOLUCIONARIO
Capítulo 15: LOS DESAPARECIDOS
Capítulo 16: LAS VÍCTIMAS Y SU REPARACIÓN ECONÓMICA
Capítulo 17: DOCTRINA FRANCESA Y SUBVERSIÓN ARGENTINA
Capítulo 18: INTERROGATORIO DE DETENIDOS Y VIOLENCIA. LOS FINES Y LOS MEDIOS
Capítulo 19: EXTERMINIO Y ANIQUILAMIENTO
Capítulo 20: GENOCIDIO Y NEGACIONISMO
Capítulo 21: TERRORISMO DE ESTADO
Capítulo 22: LESA HUMANIDAD
Capítulo 23: POLÍTICA E IDEOLOGÍA
Capítulo 24: CUBA Y LA EXPORTACIÓN DE LA REVOLUCIÓN
Epílogo
Bibliografía
El grado de objetividad de una persona
es la medida de su valor interior.
La objetividad absoluta es inalcanzable.
ERNST JÜNGER
(Diario de guerra 1914-1918)
En este breve ensayo historiográfico, hemos procurado identificar, comparar y evaluar los puntos de vista de historiadores de diversos signos y variada orientación que, en busca de la lógica de un proceso de lucha política que se reveló súbitamente organizada en torno a la muerte del adversario, han escrito sobre la violencia que se manifestó en nuestro país bajo las formas de guerrilla rural y urbana, fenómeno que irrumpió a partir de 1958 (tomamos la instrumentación del Plan de Conmoción Interna del Estado –Conintes– mediante Decreto Nacional 9880/58 y normas posteriores del presidente Frondizi) y culminó con su represión militar; guerrilla que tuvo su último coletazo en 1989 (copamiento del cuartel de La Tablada, Provincia de Buenos Aires) y cuyas secuelas todavía están vigentes, ya que siguen los enfrentamientos mediante un nada inocente «combate de las narrativas». Tanto como para pensar que el espíritu revolucionario que se funda en la supresión del Otro –característica propia de las «mentes jacobinas» que germinaron con la Revolución Francesa–, en cuanto sea un obstáculo para sus fines «humanistas», sigue con vida, pero con nuevas formas de aparición.
La escritura de la historia de esos años violentos ha dado lugar a un «relato oficial», por lo que nos ha interesado analizar lo que se ha escrito para justificar o impugnar dicho relato, los autores que lo han hecho y el espacio del cual proceden, sus teorías y enfoques, y las fuentes en que han apoyado sus hipótesis; en síntesis, las respuestas que ofrecen. Y como «los hechos son sagrados pero las interpretaciones son libres», intentaremos una reconstrucción de los sucesos más significativos de la época, que nos permitirán exponer cómo y por qué nos acercamos a determinadas posturas o nos alejamos de ciertas interpretaciones, o expresado en términos derridianos, trataremos de «deconstruir» los hechos y palabras, para desentrañar el verdadero sentido de los dichos, sobre los hechos de nuestro reciente pasado de guerra revolucionaria y los efectos que van produciendo culturalmente.
Hace siglos, se denominaron «cuestiones disputadas» a las que surgían de la exposición de un tema filosófico o teológico cuyos argumentos a favor y en contra se escuchaban con atención, se reflexionaban y se argumentaban o contra argumentaban. Ya finalizadas las dos primeras décadas de este tercer milenio, algunos aspectos esenciales de la historia argentina reciente, sobre todo de los años 70 del siglo pasado, todavía permanecen en la penumbra, son objeto –y posiblemente seguirán siéndolo, hasta donde es conjeturable– de exámenes, acalorados debates e interpretaciones encontradas, que justo es reconocer que también ponen en juego los sentimientos y creencias de muchas personas.
Nuestro país tuvo una guerra interna –para los griegos, sería la stasis– de 30 años, que encontraría su génesis en la Revolución cubana y epíloga en el asalto al cuartel de la Tablada, abarcando presidencias constitucionales y gobiernos de facto. Iniciado sin éxito en áreas rurales, el Cordobazo demostró su posibilidad urbana. Se espiralizó a partir de la asunción de Héctor Cámpora, elegido por el 49 % de votos en 1973, cuando se intentó —infructuosamente—, a través de una amnistía, borrar los crímenes hacia atrás, de unos y otros, y abrir un período de pacificación; pero nadie se desarmó y probablemente pocos querían efectivamente la pacificación. Entonces, la violencia fue in crescendo y alcanzó su máxima intensidad entre ese año y fines de 1975, durante las presidencias de Juan Domingo Perón y de su viuda, María Estela Martínez de Perón, electos con el 62 % de los votos.
Corrientes ideológicas diversas que constituyeron organizaciones partidarias tuvieron su brazo armado y confluyeron en el impulso bélico, aunque difirieran en su concepción de la guerra y en la forma de realizarla. Del conjunto de las más de 15 organizaciones político militares que actuaron entre los años 60 y 80 sólo se conoce con algún tipo de precisión las dos que alcanzaron mayor protagonismo –PRT-ERP y Montoneros– quedando algunas del resto condenadas a la marginalidad en alguna nota a pie de página, o en el recuerdo de algún militante memorioso. Entre las que existían en los años 70, estaban las que habían nacido como peronistas, las que surgieron como marxistas leninistas, un partido comunista armado, unas con posiciones maoístas y otras trotskistas. Más allá de su nombre todos eran soldados que en la Argentina habían montado uno de los tantos teatros de operaciones de la Guerra Fría, en favor del bloque comunista y en contra del occidental liderado por los Estados Unidos. Conflicto que se había desparramado por el mundo como una «pandemia», así como la del «Corona Virus» y ocasionado tantas muertes como la peor de ellas.
Fueron cinco los principales grupos guerrilleros que actuaron en los primeros años de esa década, con inspiraciones ideológicas diferentes, y existió convergencia y fusión entre algunos de ellas en la medida en que se dio mayor afinidad política. Grupos que instauraron en el país lo que Carl Schmitt denominó guerra partisana –pone como primera experiencia la lucha de los españoles contra la ocupación francesa (1808-1813) –, que se caracteriza por la ausencia de reglas, crueldad sangrienta, en donde es muy difícil distinguir amigos de enemigos.
Montoneros (una confluencia de nacionalistas, católicos de derecha, pero también tercermundistas, castristas y peronistas), conducido por Mario Eduardo Firmenich, se reclamaba peronista y nacionalista, predicando un socialismo nacional. El Ejército Revolucionario del Pueblo o ERP, con el activo liderazgo de Mario Roberto Santucho, hostil a un Perón que veía como obstáculo de la revolución que predicaba, era de orientación trotskista. Las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL), aunque vinculadas con escisiones del PC y del Partido Comunista Revolucionario (PCR), estaban próximas al maoísmo. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), castristas o guevaristas, a través de un debate interno definieron como tesis central que la estrategia y la identidad política del proceso que requería una formación social como la argentina era de naturaleza nacionalista-popular-revolucionaria, y que el movimiento político y social que lo expresaba en la realidad concreta era el peronismo. Las FAR convergieron tardíamente a este último y fueron la última organización que se fusionó dentro de Montoneros. Y, finalmente, las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP).
En medio de esa melange ideológica, se podía ser cualquier cosa o diversas a la vez: humanista y fanático, peronista y victimario de un dirigente gremial, marxista y ultranacionalista, católico y violento o cristo-guerrillero. Tales eran los ingredientes de un coctel tan inestable que, apenas agitado, devenía explosivo.
Durante el primer lustro de esa década, el ciclo vital de las estrellas mayores de la constelación guerrillera, puede dibujarse como una curva parabólica simple: ascenso, apogeo y caída. Pero no se puede hablar de extinción, ya que su propuesta ideológica ha tenido nuevas apariciones en los relatos y siguen el combate a través de éste.
Se propusieron batallar o disputarle la primacía a Juan Domingo Perón, un Júpiter tonante experto en el malabarismo discursivo, que había definido pragmáticamente a la política como «un juego de vivos». La crisis derivada de la muerte del líder desencadenó un tenebroso interregno que, en un país harto de violencia en las calles, por la incontenible corriente de los hechos inevitables, desembocó en una nueva intervención militar en su vida institucional, el 24 de marzo de 1976, que selló el destino armado de esas organizaciones.
Para Clausewitz, la guerra era la continuación de la política por otros medios, y para Lenin, a la inversa, la política era la continuación de la guerra por otros medios, pero en la originalidad argentina, una y otra parecen haber sido la continuación del pensamiento mágico, por otros medios.
Si guerra era un vocablo que circulaba abiertamente, otras tres palabras que por entonces eran consideradas mágicas (socialismo, revolución y liberación) cubren el panorama ideológico de la época. Aunque no siempre querían decir lo mismo porque su contenido dependía de quiénes las invocaban, cómo las proponían y qué esperaban de ellas, de modo que terminaron desgastándose por su «uso verbal ilimitado».
Instrumento para la toma del poder, la violencia de los grupos de izquierda encarnada en una política de muerte cotidiana y víctimas inesperadas pretendía legitimarse en baños de sangre porque, como afirmaba el Che Guevara, la revolución no podía ser pacífica sino fundada en el odio intransigente al enemigo, y el revolucionario debía convertirse en «una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar». En su discurso e imaginario, la política era una construcción del socialismo mediante la guerra popular prolongada, donde la actividad militar o bélica ocupaba el primer término. Así también lo entendió Mario Eduardo Firmenich, significándolo en una frase de profunda resonancia: «El poder político brota de la boca de un fusil».
No devino el arte político en arte militar, sino que asumió la forma de una guerra que pretendía ser «popular» e integral, para enfrentar a lo que se consideraba violencia institucionalizada, circunstancia englobada en la fórmula «la violencia de arriba engendra la violencia de abajo», tan escuchada en aquellos años.
Se cuestionaba la representatividad y la legitimidad de los que mandaban, y cuando se creyó que no eran representativos ni legítimos, las minorías armadas se consideraron «auto habilitadas» para despejar a sopapo limpio los obstáculos que se interpusieran en su camino para el asalto al poder.
Postergada o desconocida abiertamente la importancia de las instituciones, el culto a la violencia se fue adueñando paulatinamente de la escena política argentina, llegándose al punto crucial en que la revolución ideal o teórica de la izquierda intelectualizada disputaba palmo a palmo con la revolución real, «caótica y oscura», como la definiera Ismael Viñas. Este lúcido pensador de base marxista, acerbo crítico de la lucha armada y de los mitos de la revolución exportada por Cuba, no solo a la Argentina, no perdonaba a la guerrilla su responsabilidad parcial por el efecto boomerang de la violencia y el «terrorismo de Estado» desencadenado en 1976, que consideraba que hizo perder conquistas logradas tras años de lucha sindical y política, crítica que extendió al populismo violento de la izquierda peronista, particularmente Montoneros, por la incapacidad que les adjudicó de realizar una lectura socioeconómica correcta de la realidad argentina.
En su ceguera, las conducciones de las organizaciones armadas clamaban por guerra y la iniciaron, pero no tardó en volver rápidamente de contragolpe la respuesta de signo contrario, con una violencia elevada a la enésima potencia, que se descargó sobre ellos como un mazazo y, en unos meses, casi los mismos que habían demandado a los franceses resolver la batalla de Argel dos décadas atrás, las aniquilaron al anular su capacidad bélica operacional. Pero no su aparatología ideológica que se puso a resguardo para resurgir con fuerza con el inicio del Siglo XXI, esta vez y por ahora, imponiendo su versión histórica.
Cuando llegó la paz y el agotado gobierno militar, tras un proceso eleccionario, transfirió el poder a uno civil, se creyó llegado el momento en que debían rendir cuentas tanto quienes habían desatado la violencia como quienes la habían reprimido.
En el conocido informe de la Conadep, publicado con el título Nunca Más, se afirmaba que, durante la década fenecida, «la Argentina fue convulsionada por un terror tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda», es decir, como resultado de dos violencias enfrentadas, argumento que constituye la llamada Teoría de los Dos Demonios.
Quienes han observado con atención esta cuestión advierten que primero se consideró que las Fuerzas Armadas y las organizaciones guerrilleras eran igualmente responsables de la violencia, mientras que el resto de la sociedad (incluida la llamada clase política) quedaba al margen de cualquier culpa sobre lo que había sucedido, como una víctima más de la violencia bilateral entre sectores enfrentados, que en el rol de espectadora escuchaba asombrada los relatos de un horror equiparable al desatado por el Khmer Rouge en Camboya. Se situaban en un mismo plano los crímenes cometidos por el poder con la fuerza que confiere un Estado militar y los de la militancia militarizada.
Las cúpulas guerrilleras (que no eran iguales a la militar, pero tampoco eran mejores) fueron consideradas responsables de entrar en la clandestinidad, de armarse, de poner bombas, de asesinar y de todos los delitos que cometieron. En el otro platillo de la balanza, estaban los que habían planificado la represión y usado la maquinaria y los recursos del Estado para aplastarlos sin respeto al orden jurídico. Se consideró que el punto de contacto entre ambas violencias de sentido opuesto estaba en que unos actuaron usando la maquinaria del Estado y otros lo hicieron sin ella o con otra distinta, pero ambos con voluntad criminal. Diferenciados en sus fines, eran igualados por los medios empleados, por lo que resultaban indisolublemente hermanados en una especie de danza macabra, un pas de deux siniestro.
Y como si alguien hubiese recogido el desafío de « ¡aquel que se considere impecable lance la primera piedra! », andando el tiempo, de argumentarse inicialmente que había existido más terror del lado militar se terminó afirmando que solo hubo terrorismo de Estado, en tanto que el otro «demonio» era sacado subrepticiamente de la escena y de su apesadumbrado papel de derrotado pasó al de exultante vencedor.
Usándose dos varas diferentes, se justificó la aplicación del paradigma marxista-colectivista para disculpar a los «revolucionarios» y del liberal-individualista para culpar a los militares que llevaron adelante la represión. Si las fuerzas represivas habían detenido terroristas o batían blancos, entonces se decía que «secuestraban y asesinaban», pero cuando el foquismo rural o el terrorismo urbano secuestraba y asesinaba, los calificativos eran diferentes: «capturaban y ejecutaban». El «robo» imputado a los primeros se transmutaba en una «expropiación» si sus autores invocaban la revolución y los ideales socialistas. Servidores del bien o del mal sin vacilación posible. Y entonces, muchos se preguntaron: ¿no es que dos varas y dos medidas son la peor receta para hacer justicia?
De modo que, mientras las Fuerzas Armadas que habían llevado adelante la represión quedaban expuestas a una feroz voracidad tribunalicia convirtiéndose en el «chivo expiatorio» de los males nacionales, la guerrilla se invisibilizaba, esfumándose del ámbito de la persecución penal, alegando que habían concebido la lucha armada como un medio o vía principal para la transformación radical de las estructuras políticas y sociales de la Argentina, o dicho lo mismo pero de otro modo, la transformación revolucionaria socialista de la sociedad.
Pero esta medalla no dejaba de tener su opaco reverso. Tales alegaciones tenían un vacío o laguna argumental, ya que no podían incluir el respeto por la democracia, que tanto en el ámbito nacional como continental estaba ausente del bagaje ideológico militante de esos años; ni había en la prédica teoría política consistente para repensarla.
Ese invocado respeto, si bien relegado en el mejor de los casos a mera retórica, había quedado reservado a los intentos de legitimación de los regímenes militares. Izquierdistas y derechistas no consideraban a la democracia como una «idea nueva», sino como una entelequia burguesa a la que miraban con escepticismo, cuando no con manifiesto menosprecio. Para los primeros, era una suerte de ilusión transitoria, que debería estallar en el momento en que «se agudizaran las contradicciones».
De modo que a la militancia armada no le causaba ninguna inquietud ni preocupación la destrucción del régimen constitucional; descreía de la clase política, a la que consideraba como un hato de burgueses oportunistas al acecho de privilegios y prerrogativas, y no creía en nadie, salvo en sí misma como vanguardia iluminada y redentora (¡El mesianismo en su esplendor!). Fe en su propia superioridad que, en definitiva, la arrastró a consecuencias desastrosas. Pretendía convertir a nuestro país, que con todas sus falencias era una República democrática, en un auténtico banco de pruebas de lo que creía que se avecinaba: una nueva Cuba, con los fusilamientos de militares y opositores, tal como Fidel Castro lo llevo a cabo.
Entonces, como hoy, era legítimo pretender el cambio de la legislación o de las estructuras legales y constitucionales del Estado, pero bajo dos condiciones: que los medios utilizados a tal fin fueran indudablemente legales y democráticos, y que el cambio pretendido fuera asimismo compatible con los principios democráticos. Por ello, era inadmisible que los responsables de cualquier organización incitaran a la violencia o propusieran imponer violentamente un proyecto político que no respetase una o varias normas de la democracia, o que tendiese a su destrucción, o a la de los derechos o libertades que esta reconoce.
Martín Caparrós, que perteneció al ERP, en un artículo que publicó en 2008 en el diario Crítica, descorrió el velo que ocultaba el verdadero propósito que los animaba en aquella década trágica:
La subversión marxista —o más o menos marxista, de la que yo también formaba parte— quería, sin duda, asaltar el poder en la Argentina para cambiar radicalmente el orden social. No queríamos un país capitalista y democrático: queríamos una sociedad socialista […] Vi a [Mario] Firmenich (jefe de Montoneros) diciendo por televisión que nosotros peleábamos por la democracia: mentira cochina. Nosotros creíamos muy sinceramente que la lucha armada era la única forma de llegar al poder […] y entendí que falsear la historia era lo peor que se les podía hacer a sus protagonistas: una forma de volver a desaparecer a los desaparecidos.
Por ello, la alegación defensista de haber emprendido la acción armada como si se tratase de un deber moral para realizar un valor universal, fuente de ilusiones y esperanzas, sonó a muchos como un sospechoso e hipócrita remedo de un demasiado manoseado «imperativo ético»; quedó rápidamente desacreditada y quienes la voceaban, con buen criterio, se llamaron a silencio.
Se dice vulgarmente que cada uno adjudica cualidades angélicas a su demonio favorito. Como resultado de ese proceso de «purificación» en cuanto a los fines tenidos en cuenta por la guerrilla al obrar, propio de un modelo explicativo hábilmente concebido, los violentos justificaban su impunidad y lograron modificar la escenografía: tras «barajar y dar de nuevo», en el escenario quedaron: por una parte, los ángeles libres (ellos); por la otra, los demonios encadenados (el colectivo militar); y en la platea, el público (la sociedad y sus políticos) siguiendo atentamente el drama y, como en el teatro griego, esperando el momento de la catarsis. Lo paradojal es que el sector político, conductores institucionalizados de la Nación, o sea actores primarios, se convirtieron en plateistas del drama argentino, cuando ellos naturalmente eran uno de los tantos responsables del estallido de la república, en los tiempos de guerra revolucionaria. Los principios de defensa del psicoanálisis funcionaron matemáticamente, el de negación –yo no fui– y el de desplazamiento –el mal lo produjo aquél– estaban a la orden del día.
A comienzos de los 90 –observa Caparrós–, se dio un cambio significativo en la representación de la izquierda militante: tanto el «sobreviviente» como el «desaparecido», primero presentados como carentes de expresión política y, por tanto, «víctimas inocentes» de la dictadura, en virtud de un giro copernicano o cambio radical de perspectiva, pasaron a ser reivindicados como combatientes «de armas llevar y bombas poner»
Esta reescritura del pasado tuvo su culminación al tomarse como eje central la figura arquetípica del «héroe revolucionario» que, en su quehacer político, es capaz de pensar su propia muerte y, al dar la vida, conjuga su heroísmo. Personificación del héroe que se acerca mucho más a la antigua concepción trágica que a la romántica.
Glorificación que se tradujo en una estatuaria hueca y alejada de la realidad al presentar una militancia vaciada de contenido. Podría decirse que fue un recurso al que se echó mano al no haberse logrado alcanzar consenso social sobre la legitimidad de las motivaciones que los impulsaron a tomar las armas, pese a una empeñosa prédica en tal sentido. Canonización vista con entusiasmo por el reducido círculo de la militancia, pero con indiferencia, cuando no con recelo o algo de sorna, por una juventud descreída de los héroes y por una sociedad apática, pero no dispuesta «a comerse ese caramelo».
La principal objeción que la intelectualidad de izquierda opuso a la Teoría de los Dos Demonios, una vez reconocida la superioridad de la fuerza del aparato del Estado en relación con la guerrilla (aunque sin dejar de asumir que hubo violencia de ambos lados), fue que esa teoría dejaba librado el conflicto a dos bandos, mientras la sociedad aparecía completamente por fuera, como inocente y ajena. En la realidad de los que vivieron esa época, salvo por los directa o indirectamente involucrados y afectados, el conflicto era visto por la sociedad como algo completamente ajeno a sus vidas cotidianas, que se conocía por lo divulgado en los medios. Y como esa indiferencia resultaba intolerable para muchos, se dio un paso adelante y, pensándose que no era bueno que el «demonio» represor estuviera solo, se le obligó a compartir su oprobio en grata compañía: como tocada por una varita mágica que transformó su naturaleza, la dictadura militar pasó a convertirse en la dictadura cívico-militar, colocándose en el encabezamiento del binomio a determinados actores concretos en la sociedad civil: casi toda la cúpula de la Iglesia católica, magistrados judiciales, representantes de la gran empresa y la banca, dirigentes políticos y sindicales, los grandes medios y ciertas personalidades todavía notorias. Un conjunto digno de estar representado en el fresco sobre el Juicio Final de Miguel Ángel, o tal vez mejor, en el infierno del Bosco.
Autores de vanguardia provenientes de la izquierda advierten que pensar y representar el pasado sobre la base de un régimen de memoria exclusivamente anclado en el concepto de «terrorismo de Estado» impide una reflexión amplia sobre las responsabilidades de las organizaciones de la insurgencia armada en el ciclo de violencia en el que se vio inserta la Argentina desde comienzos de los años setenta. Tienen razón, porque la voluntad de alcanzar la verdad histórica no solo requiere que a una parte se le atribuya la responsabilidad que admite, y hasta la que no acepta, sino también que la otra parte se abstenga de suprimir su contribución negativa a la historia. Pero dar ese paso significa para muchos cruzar un abismo infranqueable y no todos aceptan de buen grado que «se saquen a relucir los trapos sucios» del pasado.
¿Hay dudas sobre que los grupos guerrilleros de esa década tienen su mochila muy cargada de iniquidades, que usaron el terror para lograr fines políticos, que lo hicieron atacando a gobiernos constitucionales (1973-1976)?
Los delitos que para combatirlos se cometieron desde el Estado no hacen desaparecer los que ellos perpetraron en nombre de la revolución socialista, ni los transforma en abanderados de los derechos humanos, en los que no creían ni respetaban, y menos aún en luchadores por la democracia, la que abominaban.
Regis Debray, que acompañó al Che Guevara en la frustrada aventura boliviana, en su libro Julien le Fidèle ou le banquet des démons (2005), hace decir a Flavio Claudio Juliano, el emperador que reinó del 362 al 365, mejor conocido por el apodo de apóstata que le pusieron los cristianos: «Ten cuidado, un pequeño grupo de fanáticos resueltos puede acabar con una civilización milenaria». Y ese llamado de atención es valedero para los historiadores actuales, que se enfrentan a interrogantes que permanecen abiertos: ¿Fueron los combatientes de la guerrilla idealistas que solamente querían una sociedad más justa para todos y pretendían la restitución democrática? ¿O fueron un pequeño grupo de fanáticos resueltos a acabar con el modo de vida de una Nación para realizar a cualquier precio un proyecto específico de transformación de la sociedad? ¿Ángeles, demonios o qué? ¿Acaso una minoría autoritaria que no encontró ningún poderoso punto de apoyo en lo hondo del pueblo? ¿Una minoría que luchaba en nombre de una ideología que, de haber salido victoriosa, probablemente habría provocado tantas bajas, si no más, que las infligidas por su enemigo? Y no es este último interrogante una mera divagación, puesto que Héctor Ricardo Leis, que perteneció a Montoneros, da cumplida respuesta positiva a esto último en sus memorias:
El potencial terrorista de los Montoneros era imposible de prever. Existía un cálculo inconfeso de medio millón de víctimas, entre prisión y fusilamientos, que serían necesarias luego de tomar el poder para que el socialismo pudiera sobrevivir rodeado por un cerco de países capitalistas subordinados al imperialismo. Un miembro de la conducción regional de los Montoneros enunció esa cifra con total naturalidad en 1974, como respuesta a mi pregunta sobre las primeras tareas de la revolución triunfante.
Diez años antes, el 11 de diciembre de 1964, durante su segunda intervención en la Asamblea General de las Naciones Unidas, el Che Guevara había manifestado, impávido: «Nosotros tenemos que decir aquí lo que es una verdad conocida, que la hemos expresado siempre ante el mundo: fusilamientos, sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte». Y, al año siguiente, resumió la virulencia de su pensamiento en el conocido mensaje que envió a la Tricontinental:
El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal. Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aún dentro de los mismos: atacarlo donde quiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo.
Palabras que, mutatis mutandis, parecen provenir en línea recta de Dantón, quien al reprochársele las matanzas de septiembre de 1792 en las calles de París, dijo a su interlocutor: «Yo las he ordenado. Era necesario hacer correr un río de sangre entre los patriotas y los emigrados. Es Vd. demasiado joven para comprender la necesidad de semejantes sacrificios […]. Yo no retrocedo ante el crimen, cuando es necesario, pero lo desprecio, cuando es inútil».
El Che, profeta de la violencia y sembrador de vientos que desataron tempestades, terminó siendo su más selecta víctima, cumpliéndose así aquel famoso paradigma proveniente de Karl Marx: los hombres que hacen la historia no saben la historia que hacen…
Valorar que vivimos en paz y en libertad debe ir de la mano con hacer presente que en nuestra sociedad tuvieron lugar hechos como los que las páginas que siguen documentan, y todavía se viven sus secuelas. Los autores de este libro pertenecemos a la generación que vivió ese tiempo. No pretendemos exponer una explicación única, porque no tenemos «la llave que abre todas las cerraduras». Solamente aspiramos a despejar la densa bruma que sobre aquel tiempo se cierne tornándolo impenetrable, siquiera por un instante, como el fugaz reguero luminoso que traza el faro sobre las aguas nocturnas. Nuestra tarea, alejada de teorizaciones mesiánicas, alegatos defensistas, requisitorias de condena y revelaciones sensacionalistas, más bien se parece a la simple y nada sofisticada de un modesto restaurador de cuadros que se ocupa de quitar a la obra original toda la suciedad que el tiempo ha acumulado sobre ella, restituyéndole sus colores originales.
Una visión de lo sucedido en la década violenta de los 70 que se aproxime lo más posible a la realidad tal vez no deje de tener sus ventajas para el futuro, porque en la historia de los pueblos, en algún momento, sin que se sepa cuándo, cómo, por qué ni con qué efectos, con ocasión de ciertas coyunturas políticas, reverdecen viejas y olvidadas antinomias, y entonces, como dice Borges en uno de sus poemas («Himno»):
«Todo el pasado vuelve como una ola».
En el prefacio a su Breve Historia Contemporánea de la Argentina (1994), el historiador Luis Alberto Romero afirmaba que el rigor profesional se desequilibra si el trabajo del historiador se orienta a pensar las épocas cercanas. A mayor proximidad con los hechos históricos, más deformada sería la interpretación y por ende menos científica y verídica la investigación. Dos años después, en su artículo ¿Para qué sirve la historia? (Clarín, 11 de octubre 1996) reforzaba esta idea sosteniendo que «la historia termina hace cincuenta años; lo que sigue es política». Puso de relieve el pretendido profesionalismo de aquellos sensibles al impacto de la historia reciente –y a las consecuencias de ese pasado en el presente–, que en muchos casos se ubicaban dentro de la perspectiva teórica marxista o integraban organizaciones políticas de izquierda y progresistas, cultores de la praxis política, clasificándolos dentro de una corriente historiográfica calificada con el mote de «militante», en la que iba de suyo el desprestigio por unir los saberes disciplinares a los intereses políticos. Nada que ver, por cierto, con el claro concepto de historia que solía pregonar el historiador Carmelo Busaniche en universidades de Santa Fe y Rosario, cuando decía a sus alumnos: «Historia es el estudio de los hechos del pasado con la mente del pasado». Lejos de esto, los «historiadores militantes», acomodan lo acaecido en el pasado con su conveniencia de hoy en día.
Los afectados por la crítica replicaron que la operación de divorcio entre política e historia, por una parte apuntaba a sustraer de la investigación histórica un pasado reciente donde el intento de revolucionar el orden vigente había sido el horizonte de amplios sectores sociales y políticos, y por otro lado acometía contra el compromiso político que persistiera del lado de los historiadores en la búsqueda de un cambio de raíz para la sociedad.
Queda claro que lo que vuelve «recientes» a los acontecimientos es su reinstalación, por diversos motivos, en el espacio público, y las disputas en torno a las interpretaciones y los usos que se hace de ellos en el presente; más específicamente en las luchas políticas del presente.
Durante mucho tiempo se consideró que el historiador no debía ocuparse de temas que no estuvieran a una distancia no menor a cincuenta años. Romero señala respecto de esta idea de la distancia investigativa:
Ha circulado sólo entre los historiadores. Sociólogos, economistas y antropólogos explican libremente el presente y el futuro y no dudan de sus credenciales científicas. Los etnógrafos inclusive están presentes en el momento mismo en que ocurre lo que estudian. La historia es una disciplina más vieja, y efectivamente esas ideas existían en la época en que se creía en una objetividad posible, similar a las de las ciencias experimentales (que hoy tampoco creen mucho en eso) y que requería separar el análisis de la pasión. De allí la idea de los cincuenta años. A lo largo del siglo XX esa idea se fue desvaneciendo y en general se piensa que nadie que estudie lo humano puede estar a salvo de alguna perspectiva o sesgo, ya sea desde el presente o el lejano pasado. En suma, la objetividad está relativizada, y convertida en una «aspiración a la objetividad», respaldada –igual que en el periodismo– en la honestidad, las reglas del oficio – el doble chequeo – y sobre todo el control de los otros historiadores. Con ese recaudo, ya hay mucha gente que está haciendo lo que llaman «historia del tiempo presente» (un recurso de marketing, en realidad).
Todo el pasado argentino reciente confluye en el marco de un problema organizador: la violencia política desde fines de los años sesenta, luego de un proceso con intermitencias de guerra revolucionaria, o terrorismo, con génesis en 1958. La radicalización política y violencia insurreccional, por un lado, y la violencia de la respuesta estatal, por el otro, o a la inversa. La sociedad y los distintos y sucesivos gobiernos han encarado, de distintas maneras, la cuestión del pasado violento y sus responsabilidades.
Existe un intenso debate sobre el pasado reciente, inicialmente copado por obras de corte militante, trabajos de investigación periodística y textos testimoniales, que muy pocas veces fueron el producto de una empresa serena nacida únicamente del interés histórico, al que se han sumado nuevas voces de historiadores y especialistas provenientes de otras ciencias sociales (la antropología, la sociología, la ciencia política, la filosofía, el psicoanálisis, las artes y las letras) que, con sus saberes, análisis y síntesis, enriquecen la bibliografía sobre los violentos años 70. Una vertiginosa expansión en la cantidad de investigaciones –plasmadas en tesis, artículos, libros y ponencias– donde se examinan causas y responsabilidades y se consideran las secuelas de la experiencia violenta han sido posible gracias al incremento de los recursos disponibles para la investigación universitaria o subsidiada, producto de la interesada ampliación de la política estatal de financiación de las ciencias en este aspecto. Pero su mayor marca es, sin duda, la irrupción de la historiografía en ese campo que es propio de la política.
Los temas están sobre la mesa y se abren en abanico. Ya no interesa exclusivamente el estudio de la acción represiva clandestina vinculada a los grandes centros de detención, las desapariciones y sus denunciantes, los familiares y la lucha por los derechos humanos, sino que el temario se expande sobre aspectos cuya reapertura no deja de escandalizar a los nostálgicos de las utopías totalitarias: la responsabilidad del peronismo en el desencadenamiento de la violencia y la revisión de la actuación de las organizaciones armadas en el marco de las miserias del terrorismo revolucionario argentino, aspectos, el número de desaparecidos, donde lo puramente aritmético suscita asociaciones emocionales intensas, o la reparación de las víctimas (por las que el Estado ha erogado a la fecha un monto sideral) que inexplicablemente se mantiene en secreto bajo siete llaves, aspectos cuya sola mención inspira sin tardanza hondos acentos, matices e inclinaciones emocionales, ya que los traumas de un pasado relativamente reciente aún explican la especial sensibilidad de algunas personas en este terreno. Y cabe también preguntarse: ¿por qué –más allá de la caracterización jurídica– se ha limitado la reparación histórica a una sola categoría de víctimas, excluyendo a las que lo fueron del terrorismo?
Desentrañar la naturaleza de la guerra revolucionaria y la contrarrevolucionaria librada reclama precisar exactamente en qué consistió tanto la influencia francesa en el Ejército Argentino como el apoyo prestado por Cuba y la OLP a la organización Montoneros, aspectos que se presentan como variaciones ejecutadas sobre una misma cuerda de violencia.
«Guerra», «genocidio», «terrorismo de Estado», «aniquilamiento», «exterminio», «ataque indiscriminado» y «lesa humanidad» son expresiones empleadas a veces más en un sentido militante que ajustadas al sentido cabal del concepto, como si los tiempos de tragedia fueran menos conmovedores si se discute la propiedad de una expresión; y todavía se encuentran, en buena medida, en la etapa nebulosa de la confusión de las ideas, a veces deliberadamente promovida.
La historia reciente presenta una arista conflictiva, pues remite a procesos cuyas consecuencias directas negativas (secuelas) conservan aún fuertes efectos sobre el presente, en particular, en áreas muy sensibles, muchas décadas después de ocurridos los acontecimientos. No parece posible disociar la producción en materia de historia reciente de los contextos políticos y de los avatares en la esfera pública y judicial.
Entre los interrogantes pendientes de respuesta, hay algunos que, a su vez, por su propio peso específico, gravitan hasta el presente, al punto que hoy muchos se preguntan, sin encontrar respuesta fundada en argumentos serios y creíbles: ¿por qué se juzga a los militares que participaron en la represión violenta de los 70 por «crímenes de lesa humanidad» y no a las organizaciones armadas por los que cometieron, cuyos integrantes son glorificados y presentados como mártires? ¿Por qué se les ha aplicado retroactivamente una ley penal más gravosa? ¿Por qué detenidos por delitos de lesa humanidad que son ancianos y enfermos no reciben el mismo trato y posibilidad de la detención domiciliaria como los demás? ¿Es que la Constitución Nacional no consagra iguales derechos para todos, o qué? ¿Por qué no se aplican en esta temática, las convenciones internacionales que se refieren a los derechos humanos, y que son ley suprema en la Argentina?
Muchos de estos procesos judiciales, observa el historiador Luis Alberto Romero, se apartan radicalmente del principio de la igualdad de la ley; para ellos rige un derecho diferente: el llamado derecho de los vencedores:
La retaliación, la venganza, han pesado más que la preocupación por afirmar, con estos juicios, un Estado de Derecho que en la Argentina es extremadamente débil. Esto ha sido posibilitado por una opinión pública militante y facciosa, a la que los jueces han seguido. Muchos actuaron -por voluntad o presionados- según estos criterios de retaliación, tanto en los juicios como sobre todo en el tema de las prisiones domiciliarias. Aún quienes afirman defender la ley, en estos temas suelen hacer concesiones al «estado de la opinión» y a la «interpretación».
La tarea del historiador es tranquila cuando solo tiene que revolver papeles y documentos de épocas lejanas, fiscalizar testimonios de los coetáneos y emitir una opinión evaluativa con la relativa imparcialidad del que nada siente de las pasiones que agitaron la época que estudia. Pero no es tarea fácil escribir la historia contemporánea reciente, y no lo es para nuestra generación porque conservamos en nuestra memoria la impresión fidedigna de lo que en aquel tiempo pasó, hemos podido conocer y oír a los hombres que actuaron entonces, escuchamos sus relatos (palabras vivas, rebeldes a la esclavitud del papel y de la letra), las recriminaciones de los unos, las explicaciones de los otros, y a veces hemos sorprendido en sus fisonomías el reflejo de las pasiones, de las ansiedades o de las aspiraciones de su tiempo.
En un primer momento, la producción fue más política que académica, donde las certidumbres a priori eran mucho más importantes que el trabajo de investigación. De modo que el abordaje temático no tenía otro propósito que convertir ese saber en un arma de intervención social o política. Hoy se cuenta con muchas fuentes y cada tanto salen a luz, a veces con estudiado retardo, testimonios fehacientes. De modo que la historia reciente se reforma constantemente y los historiadores tienen que rehacer lo que hasta ayer se consideró definitivo, por variar el criterio con que se juzgó determinadas cuestiones y por cambiar el punto de vista que para considerarlos se adoptó, o por aparecer elementos desconocidos que arrojan luces impensadas.
Nunca está de más plantear problemas que otros ya pensaron y creyeron resolver. En materia histórica, no existe la clausura definitiva que impone el principio de la «cosa juzgada». Los principios jurídicos no pueden transferirse de modo directo a la investigación histórica. Es cierto que la operación historiográfica y la acción judicial tienen algo en común: la búsqueda de la prueba documental y la explicación-comprensión de los hechos. Pero después difieren: el juez debe pronunciar un juicio judicialmente definitivo conforme el derecho, pero al historiador, que no tiene como función instruir un caso, no le incumben ni la acusación, ni el alegato, ni la pronunciación del veredicto que inculpe o exculpe, porque su verdad, resultado de la investigación, no tiene un carácter normativo, sino que es parcial y provisoria, nunca definitiva.
El historiador no juzga, sino que emite una opinión evaluativa. De modo que, así como no debe vestir la toga, tampoco compete a los Tribunales adentrarse en los dominios de la diosa Clío, olvidando que el pasado puede ser explorado con categorías de análisis diferentes. El fallo del juez tiene los límites que el derecho impone y, si es definitivo, en algún momento se convierte en irrevisable, pero la búsqueda de la verdad histórica forma parte integrante de la libertad de expresión y es objeto del debate abierto y siempre en curso entre los historiadores. Con los elementos que su oficio le provee, el historiador argumenta en la arena de la investigación histórica. Y puede reabrir su causa tantas veces como resulte necesario hacerlo, aun corrigiendo su propia interpretación anterior cuando es necesario, ya que el propio precedente no lo obliga.
¿Resulta necesariamente falso todo lo que no coincide con lo que habitual u oficialmente se tiene por verdadero, o con las creencias dominantes? El proceso judicial que condujo a Juana de Arco a la hoguera, para algunos historiadores, es una obra maestra de parcialidad bajo la apariencia de un procedimiento por demás regular, pero para otros estaba de acuerdo con los cánones de su tiempo. Pocas veces un resultado se ha revertido por un inverso proceso de rehabilitación judicial y, cuando ello ha ocurrido, muchas veces ha sido en realidad el resultado de un paciente trabajo de los historiadores.
La expresión del espíritu de investigación en acción está comprendida en la libertad de expresión, consagrada en el artículo 14 de la Constitución Nacional y ampliada en el 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos, y es uno de los derechos fundamentales más valiosos en el sistema constitucional argentino, que disfruta de la posición privilegiada de superioridad o preferencia que ha alcanzado en los Estados Unidos, donde prevalece por una concepción liberal que se sostiene en las decisiones judiciales de su más alto Tribunal, cuyos fallos han sido siempre orientativos de la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación.
En nuestro país, toda restricción a ese derecho de expresión sería inmediatamente sospechada de encubrir una manipulación para suprimir la verdad por razones políticas, para imponer una versión única de la verdad histórica que no fuera susceptible de ser puesta en tela de juicio. No le corresponde a la autoridad política ni al legislador arbitrar en esta cuestión, es decir, sobre hechos históricos que deben ser discutidos libremente en una sociedad democrática y ser objeto de debate entre los historiadores. Sin un debate libre, la razón podría quedar sepultada bajo el fanatismo de un grupo.
Más grave aún resultaría crear delitos que interfirieran en la libre investigación histórica y en la expresión de opiniones polémicas que merecen ser debatidas, porque se trataría de un mecanismo de censura solapada con la finalidad de restringir de forma abusiva la libertad de expresión, al criminalizar opiniones propias del debate historiográfico. Aunque la experiencia indica que semejantes prohibiciones terminarían resultando contraproducentes para quienes pretendieran imponerlas, porque solamente lograrían amplificar la difusión del mensaje que por ese medio se tratase de silenciar.
Años atrás, le parecía a Romero que un balance de la producción historiográfica sobre la Argentina reciente se parecía un poco a un mapa antiguo, en el cual algunas partes están dibujadas con cuidado, otras mucho mayores se resuelven con algunas grandes líneas y, en muchas otras, a falta de información precisa, el mapa se completa con dibujos fantasiosos. Agregaríamos que el vacío a veces se llena con genéricos: grandes esquemas hipotéticos a la espera de la investigación minuciosa que los llene de contenido y los confirme, o matices con más práctica militante que interés y rigor historiográfico, sin que falten las versiones adscriptas a una suerte de épica de la democracia.
Los científicos sociales realizan un trabajo indispensable para abrir el camino, pero resulta insuficiente para las exigencias del conocimiento histórico, y las investigaciones ayudan a la formulación de nuevas matrices interpretativas. La historia es la ciencia del claroscuro, de los matices, porque el historiador no es el dueño de la verdad. Por algo, Ernest Renan, en el capítulo IV de sus Souvenirs d´enfance et de jeuneusse (París, 1883) expresaba su escepticismo frente a «las ciencias históricas, pequeñas ciencias conjeturales que se deshacen sin cesar después de haber sido hechas, y que se descuidarán dentro de cien años. En efecto, se ve aparecer una época en que el hombre no prestará mucho interés a su pasado».