© Edmundo Mireles, 2019
Published in agreement with the author, c/o Mireles Consulting llc,
Stafford, va, u.s.a.
© Editorial Melusina, s.l.
www.melusina.com
Traducción del inglés: Iñaki Domínguez
Revisión: Carlos Gual Marqués
Editorial Melusina desea agradecer el asesoramiento prestado por el Instituto Táctico de Estudios Policiales (itepol), cuya misión consiste en poner a disposición de las fuerzas y cuerpos de seguridad las mejores fuentes de conocimiento.
Diseño de cubierta: Silvio García Aguirre
Las fotografías que se incluyen en este volumen pertenecen a los archivos del fbi y al Departamento de Policía del Condado de Dade, y son de dominio público. Los dibujos fueron realizados por un artista gráfico por encargo del autor.
Primera edición: noviembre de 2019
Primera edición digital: junio de 2020
Reservados todos los derechos de esta edición
eisbn: 978-84-15373-93-3
CONTENIDO
Agradecimientos
Nota del autor
Prólogo
Introducción
1. Un chico de pueblo se las apaña
2. fbi: la delegación en Washington
3. Un reguero de atracos y asesinatos en Miami
4. Un golpe de suerte en el caso
5. 11 de abril de 1986: Los dominós comienzan a caer
6. Elizabeth: La otra Mireles
7. «¡Atención a todas las unidades!»
8. Detención de un vehículo por delito grave. ¡Hay disparos!
9. Un tiroteo en Miami
10. Decidido a finalizar el tiroteo
11. Transformación
12. Cuando las pistolas quedaron mudas
13. «Esto no nos está pasando a nosotros»
14. Recuperación
15. Reconocimientos y recuerdos especiales
16. Cinco minutos que cambiaron el fbi para siempre
17. La actitud psicológica y sus efectos
18. En la televisión
19. Un propósito superior
Epílogo
Apéndice Lista de participantes en la vigilancia, arresto y tiroteo
Biografías de los miembros del equipo de arresto
Sobre el autor
Segunda parte
Pliego de fotos
Bienaventurados los pacificadores,
porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Mateo 5:9
En memoria de Ben Grogan, Jerry Dove, Gordon McNeill y Ron Risner.
En memoria de mi amigo Ewell Hunt, sheriff del condado de Franklin. No tuvimos suficiente tiempo.
Este libro también está dedicado a los agentes y personal del fbi de la brigada c-1 de Miami, especialmente a John Hanlon, Richard Manauzzi y Gilbert Orrantia.
Agradecimientos
Los autores a menudo se apoyan en un equipo entre bambalinas que les ayuda a materializar sus trabajos, y yo no soy una excepción. Me gustaría dar las gracias a las siguientes personas por su perspicacia, consejos y apoyo a la hora de realizar este proyecto.
Mi querida esposa, Liz, por estar siempre a mi lado y por ser la mejor lectora que un escritor pueda imaginar.
Mi editora, Robin Widmar, por sus habilidades y consejos a la hora de transformar un borrador irregular en el libro que hace mucho que quería escribir.
A Tom Milne, de Fotografía Milne, en Fresno, California.
Nuestra más profunda apreciación y gratitud a nuestra prima Elizabeth Ann McGhee, que nos brindó su apoyo profesional para maquetar y publicar este proyecto.
Nota del autor
La información presentada en este libro procede de recuerdos personales relativos a los hechos acaecidos, junto con los informes oficiales del fbi y de la policía del condado de Dade, del sargento de homicidios del condado de Dade David Rivers, de fotos tomadas en la escena del crimen y de grabaciones de audio de las transmisiones de radio realizadas el 11 de abril de 1986. La información añadida proviene de los cinco agentes del fbi que sobrevivieron, comentada durante las sesiones posteriores al tiroteo, junto con artículos publicados en el Miami Herald. Otra información adicional proviene del Análisis forense del 11 de abril de 1986, del tiroteo del fbi, escrito por W. French Anderson, M.D.
He hecho todo lo posible para representar los hechos acontecidos con la mayor fidelidad. Las opiniones e impresiones expresadas en el presente libro pertenecen al autor y no representan las opiniones e impresiones del fbi. Cualquier error u omisión es mío, y solo mío.
Prólogo
martes, 11 de abril de 2017
Hace treintaiún años, en esta misma fecha, me encontraba en una calle secundaria cerca de una autopista en la periferia de Miami contemplando una de las escenas más sangrientas que jamás haya visto. Era reportero de un canal local de la nbc y acababa de llegar a la escena de un terrible tiroteo entre agentes del fbi y unos sanguinarios atracadores de bancos.
La calle había sido acordonada al tratarse de la escena de un crimen. Pero a la vuelta de la esquina, en la autopista, había un pequeño centro comercial con un párking en la azotea. Ahí es donde aparcamos nuestra furgoneta y colocamos nuestra cámara. Desde la parte trasera del párking uno podía contemplar más abajo la escena del crimen. Ahí, en medio de la calle, había seis vehículos. Tenían más agujeros de bala que los de los automóviles en una zona de guerra en Iraq.
Recostados en uno de dichos vehículos estaban los atracadores; ambos muertos. Eran antiguos militares adiestrados para causar bajas de guerra. En este caso, las bajas eran ellos. Detrás del mismo vehículo acribillado a balazos estaban los cuerpos de dos agentes del fbi, Ben Grogan y Jerry Dove. Ambos habían sido asesinados con armas de gran potencia empleadas por los ladrones.
Uno podía ver signos evidentes por todos lados, recordatorios gráficos de lo que debió de ser una horrenda batalla de cinco minutos. Un chaleco antibalas blanco manchado de sangre reposaba en el suelo; un revólver de seis disparos cubierto de sangre y trozos de hueso pertenecientes a una herida recibida por uno de los agentes que no pudo acabar de recargar el arma. Una cazadora roja —de nuevo cubierta de sangre— se encontraba cerca de una escopeta.
No tenía ni idea de a quién pertenecía el arma. A la postre, descubriría que era propiedad del hombre que neutralizó a los malos con su único esfuerzo, mientras la mayor parte de sus compañeros permanecían tendidos en el suelo a causa de sus heridas o por carecer de munición.
No le gustaría la etiqueta que le acabaron colgando. Sin embargo, no podría impedir o denegar a otros la necesidad de llamarle por su nombre: un Héroe, con mayúscula.
La escopeta pertenecía al agente del fbi Ed Mireles, «Eddie» o «Mundo» para los amigos. Un descomunal gigante de origen mexicano que podría quizás machacarte con un abrazo, pero que, sin embargo, normalmente solo te partía en dos con el ingenio más agudo y rápido que jamás se haya visto.
Llegué a la escena del crimen una vez finalizado el tiroteo, pero seguí informando sobre este caso durante más de un año. No obstante, extraje las mismas conclusiones que el resto. Eddie Mireles es uno de los hombres más valientes con el que uno pueda toparse. También me odiará por hacer uso de un tópico recurrente, pero al que habré de recurrir de nuevo: Eddie fue, y es, el héroe de aquel día.
Es él quien mejor puede describir en este libro lo que ocurrió, en sus propias palabras. Este es un deslumbrante recordatorio de lo que alguien es capaz de hacer sobreponiéndose a tremendas dificultades mientras mira de frente a la muerte. Eddie tratará de minimizar su papel, pero yo nunca he conocido a nadie que no hable de él en términos elogiosos, en especial entre los agentes que estuvieron presentes ese día y que sobrevivieron a sus respectivas heridas.
Trate de imaginar el lector lo que ocurrió el 11 de abril de 1986. Imagine que es un agente del fbi que, junto a tus compañeros, acaba de dar con dos atracadores de bancos. Les están siguiendo mientras conducen su vehículo en una concurrida carretera. Ambos hombres son responsables de una serie de atracos, de dos asesinatos (posiblemente más) y del intento de homicidio de un tercero.
Usted y otros siete agentes de su brigada son capaces de arrinconarlos en un lado de la calle, y logran que su vehículo se estampe contra una pared, bloqueando su huida. En lugar de entregarse, los sospechosos se ponen a disparar una Ruger Mini-14 y otras armas de gran potencia en un fuego supresor que acaba con la vida de dos miembros de su equipo y hiere a otros cuatro. Los refuerzos están todavía muy lejos. Usted y sus compañeros están gravemente heridos. Usted y los demás agentes han herido a los atracadores de gravedad, pero todavía están tratando de escapar en un vehículo que apenas funciona. Si los ladrones son capaces de arrancarlo, arrollarán a sus compañeros, ya seriamente heridos.
Usted mismo ha recibido un disparo. Su brazo cuelga, inutilizado, tras haber sido alcanzado por la Mini-14. Cuenta con una escopeta que no puede cargar porque necesitas dos brazos. Aun así, la coloca entre sus piernas para cargarla, la apoya luego sobre un vehículo y dispara. Lo hace de nuevo, una y otra vez, hasta que se queda sin munición. Las detonaciones de la escopeta han hallado su objetivo, hiriendo a su enemigo de nuevo, pero sin incapacitarle. Los atracadores todavía están tratando de arrancar el vehículo para huir a toda velocidad.
Se está desmayando por el shock y la pérdida de sangre. Maldice a los atacantes, se maldice a sí mismo por estar tan malherido y no ser capaz de ayudar a sus compañeros. Sin embargo, en lugar de dejarse atrapar por la inconsciencia, se pone en pie, apunta su revolver con seis balas en la recámara y empieza a disparar, apuntando lo mejor que puede, a través de una visión de túnel, a los hombres que se encuentran en los asientos delanteros del vehículo.
Corriendo, tropezando, cargando el arma y disparando contra el enemigo, las balas alcanzan su objetivo. Finalmente, logra matar al conductor y a su compañero. A pesar de que ya no le quedan balas, continúa apretando el gatillo hasta que uno de sus compañeros heridos le agarra y le dice que todo ha terminado.
Hasta el día de hoy no puedo relatar esta historia, contársela a otros o pensar en ella sin emocionarme. No sé si es un efecto de un estrés postraumático secundario tras haber conocido a Eddie y los demás agentes, o por haber cubierto esta historia, o si se trata del tipo de respuesta emocional inducida al ver izarse la bandera en un homenaje, o al contemplar una medalla en el uniforme de un veterano de guerra, o al escuchar una historia heroica que llevó a alguien a ocupar esa categoría humana, exclusiva y poco frecuente, del héroe, ya sea hombre o mujer.
Quizás todo se deba al hecho de que Eddie y dos de sus malheridos compañeros me permitieron conocerlos personalmente, algo que me sobrecoge. Entre ellos estaba Gordon McNeill, su supervisor ese día, el apuesto jugador de fútbol americano que casi quedó parapléjico tras ser herido; y John Hanlon, el malhumorado agente de origen irlandés conocido por no seguir los métodos ortodoxos, pero que sabía obtener resultados.
Comenté al fbi de Miami que en el primer aniversario del tiroteo me gustaría contar lo que ocurrió entrevistando a los propios agentes. La organización y los agentes estuvieron de acuerdo. No solo me hice con un gran material que dio lugar a varios reportajes y un documental sino que, más importante aún, sentí que había hecho nuevos amigos y que lo serían para el resto de mis días.
Es cosa poco común que el fbi otorgue a un reportero acceso sin restricciones para cubrir un caso tan personal para sus agentes. Habían perdido a dos de sus hermanos, al tiempo que sufrieron heridas que hicieron peligrar sus vidas. Pero se abrieron a mí y me relataron una historia increíble.
Aquí me hallo, en el trigésimo primer aniversario del tiroteo de Sunniland (donde tuvo lugar el incidente) y todavía siento un escalofrío emocional, el orgullo de conocer a Eddie y a esos hombres. Es un honor y privilegio que valoro todos los días.
El año pasado, en el trigésimo aniversario, fui invitado por el fbi a asistir a la inauguración de una de sus nuevas oficinas, dedicada a los agentes asesinados ese día, Ben Grogan y Jerry Dove. No estaba ahí para cubrir el evento sino para honrar la memoria de esos agentes caídos.
Vi a Eddie por primera vez en aproximadamente veintinueve años. John Hanlon y yo nos habíamos visto durante ese tiempo y permanecimos en contacto. Desafortunadamente, el tercer agente que entrevisté para mi historia, Gordon McNeill, murió de cáncer en 2004. McNeill sufrió lo indecible durante años tras quedar casi paralizado físicamente por sus heridas. Más tarde llegó a ser bien conocido por su buen hacer en el caso del secuestro de Polly Klass, que tuvo lugar en California.
Tenía muchas ganas de volver a ver a Eddie en el homenaje. Finalmente me lo encontré con su mujer, Liz, también antigua agente del fbi. Eddie era portador de una contagiosa sonrisa bajo su bigote de siempre.
Uno de los familiares de Eddie me preguntó de qué lo conocía. Al no querer sacar el tema del tiroteo y mi reportaje del mismo, simplemente le dije que fuimos amigos cuando él vivía en Miami. Sin perderse por un momento ningún detalle de esta solemne ocasión, Eddie metió baza: «Espera, eres reportero, tú no tienes amigos». Bueno, ahora ya sabéis algo de Eddie y su sentido del humor.
Resulta que yo, en realidad, tampoco sabía mucho de él. Su historia personal es mucho más que los acontecimientos que tuvieron lugar ese 11 de abril de 1986. La historia de sus inicios en la pobreza y de cómo llegó a ser un agente del fbi que estuvo presente en esa zona de muerte que era Miami ese día resulta conmovedora. Algo así como ascender desde la nada. Lo logró con esfuerzo, dedicación y sentido del humor.
Este marine de los Estados Unidos, agente del fbi, esposo y padre encarna aquello que hace grande a esta nación. Un héroe silencioso que hizo del mundo un lugar más seguro al pagar un precio que no todos estarían dispuestos a afrontar. Te saludo, Eddie, y siempre estaré orgulloso y me sentiré honrado de poder llamarte amigo y uno de los más grandes hombres que jamás he conocido.
Bob Gilmartin
Bob Gilmartin es un antiguo reportero que trabajaba para la nbc de Miami cuando el tiroteo del fbi tuvo lugar. Es productor de Dateline nbc y vive en Nueva York con su mujer —también productora de la nbc— y sus dos hijos.
Introducción
Podía sentir la tensión en la voz de Ben.
«Estamos detrás de un Monte Carlo negro, matrícula de Florida ntj-891». Ben dio su orden por la radio: «Detenemos un vehículo por delito grave, ¡vamos!».
Inmediatamente supe que Ben, el agente especial más experimentado presente en la escena, había tomado una buena decisión al llamarnos para iniciar la acción.
Acabábamos de salir de la ruta 1, en el sur de Miami, que, al ser hora punta, estaba todavía colapsada. Había una escuela a unas pocas manzanas de donde nos encontrábamos. Había un muro entre nosotros y un centro comercial. Nos colocamos al lado del Monte Carlo robado. Comprendí la preocupación de Ben cuando crucé la mirada con la de William Russell Matix, en el asiento del conductor, sospechoso de asesinato y de atracar varios bancos. Era un despiadado asesino decidido a escapar. Yo estaba igualnente decidido a no dejarle escapar.
El 11 de abril de 1986 la ciudad de Miami, Florida, amaneció luminosa y soleada. Al atardecer, sin embargo, dos agentes del fbi junto con dos atracadores de bancos yacían muertos, y cinco agentes del fbi habían resultado heridos en el «Tiroteo de Miami», también conocido como el día más sangriento en la historia del fbi. Este incidente indujo a diversas agencias policiales del país a reexaminar los equipos de armas de fuego empleados para la protección de sus agentes, junto con las tácticas utilizadas para perseguir y capturar sospechosos. Las enseñanzas aprendidas en este caso siguen siendo estudiadas en los círculos policiales.
El incidente levantó críticas tanto entre los expertos en la materia como entre los «expertos de salón». Ha sido incluido en programas televisivos y documentales de temática criminal, y sirvió de base a un telefilme de 1988. No todos estos proyectos han presentado informaciones completas, al tiempo que el telefilme estaba repleto de inconsistencias. En mi opinión, el único que acertó fue el docotr W. French Anderson, autor de Análisis forense del 11 de abril de 1986, del tiroteo del fbi. Contó con el apoyo del Departamento de Policía Metropolitana de Miami y del fbi, Gordon McNeill y yo incluidos.
Es por esta razón que he querido escribir este libro: para dejar las cosas claras. Quiero que el presente libro sirva para acabar con todas las insinuaciones e inexactitudes.
Cuando miras la lista de agentes especiales del fbi que participaron en este incidente, encontrarás mi nombre entre ellos. Hace ya mucho tiempo que quería contar desde mi punto de vista lo ocurrido aquel día, pero las normas del gobierno de Estados Unidos y del fbi que prohíben cualquier trabajo al margen de sus instituciones lo han impedido. Ahora espero que este libro sirva de cierre a este caso, que representa un verdadero punto de inflexión y que recibió tanta atención en el ámbito policial. He tratado de documentar todo lo que ocurrió antes, durante y después del incidente para que el lector pueda ver las cosas a través de mis ojos y experimente los pensamientos, temores y angustia que sentí ese terrible día.
Escribí este libro para Ben Grogan, Jerry Dove, Gordon McNeill, Ron Risner, John «Jake» Hanlon, Richard Manauzzi, y Gilbert Orrantia. Este es el equipo que estaba conmigo esa mañana de abril.
Ernest Hemingway dijo en una ocasión: «Sin duda, no hay cacería como la caza de hombres y aquellos que han cazado hombres armados durante el suficiente tiempo y les ha gustado, en realidad nunca se interesarán por nada más». Yo amaba cazar hombres armados. ¿Por qué? Porque un hombre desesperado y armado es el animal más peligroso del mundo, más que cualquier león, tigre u oso. Cazar hombres armados es un reto y a mí me encantaban los retos. Al igual que Dios se interpuso entre mí y el mal, yo me interponía entre la sociedad y esos peligrosos animales, y me encantaba ir a trabajar cada día.
1. Un chico de pueblo se las apaña
El camino que lleva a ser agente del fbi es diferente en cada caso, pero para muchos como yo, comenzó como un sueño de la niñez. Después de todo, yo era parte de una generación que creció viendo a Efrem Zimbalist Jr. en el programa de televisión fbi en acción. Sin embargo, no eran las pistolas ni los vehículos ni los trajes lo que me intrigaba. Era la misión, el trabajo que realizaban los agentes del fbi. Incluso siendo un niño, sabía que estos agentes representaban una estirpe especial que realizaba un importante trabajo en todo el país. Para un niño que nunca había viajado más de veinte millas de su casa, ¡eso era lo máximo y era algo de lo que yo quería formar parte! Pero había momentos en los que ese sueño parecía muy lejano. La jungla urbana de Washington, D.C., estaba muy lejos de las llanuras del sur de Texas.
Crecí en Alice, Texas, una pequeña población justo al oeste de Corpus Christi. Mis abuelos eran trabajadores migrantes que, finalmente, dejaron de migrar y se compraron su propia granja en Michigan. Mi madre fue también una trabajadora migrante hasta que se casó con mi padre. Mi padre trabajaba mientras mi madre permanecía en casa para cuidar de sus cuatro hijos. Ambos progenitores nacieron en ranchos del sur de Texas en los años veinte. Como producto de la Gran Depresión, trabajaban duro y no desperdiciaban nada. Reciclaban por necesidad, no porque estuviese de moda; el resultado era que vestíamos ropa prestada llena de remiendos. La nuestra era una casa pequeña de madera del tamaño de un garaje de dos plazas. Éramos pobres, pero yo simplemente no lo sabía por entonces porque todo el mundo era también pobre. No contábamos con teléfono ni fontanería, y la casa estaba escasamente amueblada. Las paredes estaban decoradas con un crucifijo y una foto de algún santo en cada habitación. No tuvimos televisión hasta que mi padre se hizo con un nuevo trabajo en 1962. Entonces nos mudamos a Beeville, Texas, y compró una de esas teles en blanco y negro de la época.
En marzo de 1971 cumplí dieciocho años. Mis posibilidades de ir a la universidad eran escasas. Mi familia no contaba con los recursos económicos para que yo pudiera estudiar y la posibilidad de que me hiciese con una beca de fútbol americano para la Universidad de Notre Dame era aún menor. Para colmo, mi fecha de nacimiento representaba uno de los números con más papeletas para ir a la guerra. Mi visión del futuro era fatalista; iba a tener que combatir en la guerra de Vietnam. Tras acabar el instituto, fui a la oficina de reclutamiento de los Marines y me alisté para realizar cuatro años de servicio. Me alisté por tres razones: no tenía fondos para ir a la universidad, contaba con un número propicio para ser reclutado (lo que quería decir que iba a ser reclutado de todos modos) y no quería que otras personas gobernasen mi vida. Antes que ser reclutado, escogí mi lugar, mi tiempo y mi rama del servicio. La decisión de convertirme en un marine en lugar de pasar a formar parte de otras ramas militares vino propiciada también por la influencia de dos de mis primos que habían sido marines antes que yo.
Para poder pasar el verano con mi familia obtuve una fecha de incorporación para septiembre. Fui a trabajar en la granja de mi abuelo en Michigan, como ya había hecho muchos veranos anteriores. Sin embargo, esta ocasión fue diferente porque tras terminar me dirigiría al campo de adiestramiento militar, en lugar de volver a la escuela. No había dicho nada a mis padres sobre mi alistamiento. Ya se sentían suficientemente mal por no poder ayudarme económicamente para ir a la universidad, y no quería hacerles sentir peor al irme de casa para hacerme con algunos ingresos y beneficios que me permitiesen estudiar en el futuro. Más adelante me di cuenta del daño que les hice con mi silencio. Si tuviese que hacerlo de nuevo, les consultaría primero.
Tras tres meses en el campo de adiestramiento de los Marines en San Diego, California, me presenté en el Regimiento de Formación para Infantería, una escuela avanzada de infantería en Campo Margarita, dentro del más amplio Campo Pendleton. Después fui destinado a la Escuela de Guerra de la Isla de Coronado, al otro lado de la bahía de San Diego. La Marina contaba con varios centros de formación en la Isla de Coronado, incluido uno para los Navy seals. Los marines también contaban ahí con su centro Naval Gunfire, y yo era uno de los veinte que iban a clase ahí. Cinco veníamos del mismo pelotón de adiestramiento previo. Finalmente estaba empezando a sentir que el Cuerpo de Marines era mi hogar.
Un día, durante el adiestramiento matutino, el comandante dijo que el cuerpo estaba buscando voluntarios para el programa de los Agentes de Seguridad de los Marines (msg). El programa msg asistía al Departamento de Estado en labores de seguridad en sus embajadas. El comandante nos explicó que los voluntarios debían contar con tres años de servicio por delante y ningún arresto en su historial. Esto provocó la risa entre los miembros del pelotón. En los marines, siendo lo que eran, casi todo el mundo contaba con algún arresto de alguna clase en su expediente. El comandante vino a decirnos que solo había dos individuos en el pelotón que daban la talla: yo y otro marine. Tras el adiestramiento fuimos a ver al comandante para que nos proporcionase más detalles. El otro candidato dijo que no estaba interesado, por lo que solo quedaba yo. Le pregunté al comandante qué pensaba sobre el programa msg y contestó que era un buen programa. La aprobación de mi comandante era todo lo que necesitaba. Él se encargó del papeleo y en dos semanas recibí orden de dirigirme a la Base Henderson Hall de los Marines, en Washington, D.C. Terminé mis servicios en una unidad de artillería en Las Pulgas, que es una pequeña base en el interior del más amplio campamento de Pendleton, y me tomé una semana de permiso para ir a casa en Beeville. Llegué para ver a mi familia por última vez antes de partir en lo que habría de ser una ausencia de tres años.
Hacia el final del programa del msg recibimos nuestras órdenes. Pasé el 4 de julio en el distrito de Columbia. Había bandas de música y gente en el parque del National Mall y fuegos artificiales por la noche. Fue estupendo. El 4 de julio supuso mi último «¡hurra!» en Estados Unidos durante un tiempo. La tarde del 6 de julio salí de la base de Henderson Hall y tomé un taxi para que me llevara al aeropuerto de Dulles. Tenía diecinueve años y me dirigía a Sofía, Bulgaria.
Tras servir un año en Sofía, fui recompensado con un destino en Madrid, España. Mujeres, comida y cultura exóticas, ¡un excitante destino para un chaval del sur de Texas! En enero de 1974 conocí a una secretaria que trabajaba para una de las unidades de la embajada, y comenzamos a salir juntos. Ambos éramos jóvenes e inmaduros, y en ese entorno lleno de solteros que era la embajada era fácil dejarse llevar y creer que se trataba de amor verdadero. Nos casamos pero la cosa no duraría.
Mientras completaba mi servicio en la embajada de Madrid, conocí a un agente del fbi también destinado ahí. Yo había estado realizando cursos universitarios y estaba a punto de finalizar mi diplomatura en administración de empresas, cuando tuve una interesante conversación con él. Me dijo: «Ed, he estado observándote y creo que estás listo. Acabarás tus estudios en menos de un año. Te he estado observando durante dos años y me gusta lo que veo. Eres honesto, trabajas duro y hablas español. ¿Nunca has pensado en trabajar para el fbi?».
Le dije que no, porque pensaba que tenía que tener un grado en derecho o en contabilidad para poder entrar en el fbi.
«No, esas son dos áreas de conocimiento importantes, pero los candidatos son seleccionados desde distintos ámbitos. Cuentas con las cualificaciones necesarias para presentar una solicitud; el resto depende de ti. ¡Usa mi nombre como referencia!». Así que consiguió reclutarme. Tan pronto como finalicé mi servicio, me centré en terminar mis estudios, pues contar con un grado de cuatro años es uno de los principales requisitos para entrar en el fbi. Al terminar, inicié mi proceso de solicitud para poder pasar a formar parte de la organización. En enero de 1979 volví a los Estados Unidos tras haber pasado seis años fuera, y me mudé a Washington, D.C. Todo estaba dispuesto.
Tras un proceso de solicitud bastante largo e intenso recibí una carta del Ministero de Justicia de los Estados Unidos fechada el 6 de septiembre de 1979, en la que se me ofrecía un nombramiento en el fbi durante un periodo de prueba, con paga correspondiente al grado gs-10, es decir, un salario de 17.532 dólares anuales. La carta venía a decir que, una vez completase mi formación junto con el periodo de prueba de un año, podría ser destinado a cualquier parte del país, sus territorios dependientes o a donde lo requiriesen las exigencias de mi servicio. La formación tendría lugar en la Unidad para la Formación de Nuevos Agentes en Quantico, Virginia y comenzaría el 17 de septiembre de 1979. Estaba eufórico. Iba a ganar diecisiete mil dólares por hacer algo que había deseado hacer toda mi vida: ser un agente del fbi.
El domingo 6 de septiembre de 1979 me presenté en el Edificio J. Edgar Hoover de Washington, D.C., para jurar mi cargo como miembro de una nueva promoción de agentes. El juramento corrió a cargo de un agente especial supervisor, o un ssa para ser breve:
Yo, Edmundo Mireles, Jr., juro solemnemente que apoyaré y defenderé la constitución de los Estados Unidos contra todos los enemigos extranjeros y nacionales. Que profesaré verdadera fe y lealtad a la misma y que tomo la presente decisión libremente sin ninguna reserva mental ni propósito de evadir dicha responsabilidad. Que llevaré a cabo las obligaciones del puesto en el que ahora me integro con la ayuda de Dios.
De ahí fuimos llevados a la academia del fbi, en Quantico, para iniciar un riguroso proceso de formación de cuatro meses.
El fbi había estado empleando los campos de tiro de los marines en Quantico durante muchos años. Dicha relación llegó hasta el punto de que los marines donaron al fbi quinientos acres de tierra de los cien mil acres con los que contaban en Quantico. Llegamos a la academia el fbi y era un lugar espléndido. Era de un ladrillo color arena que destacaba en el exuberante y verdoso paisaje de Virginia como si fuera un camuflaje para el desierto en medio de la jungla. Era enorme. Nos fueron asignadas nuestras habitaciones y empezamos a ayudarnos unos a otros con nuestras maletas.
Mi compañero de habitación, Paul Moskal, era un joven abogado de Buffalo, Nueva York. Tener un compañero abogado era una cosa buena ya que tres de los ocho grandes exámenes que debíamos superar tenían que ver con asuntos legales. ¡Ya tenía pensado usar y abusar de los conocimientos de Paul!
Uno de los compañeros con los que compartíamos el baño era Tommy Norris, un antiguo Navy seal. Tenía un rostro algo deformado y un ojo protésico fruto de una grave herida de bala sufrida en el lado izquierdo de su cabeza mientras luchaba en Vietnam. Luego descubriría que Tommy había recibido la Medalla de Honor al Valor en Combate del Congreso. Tenía las heridas que así lo atestiguaban.
Tommy suponía un problema peculiar para el fbi. Había pasado muchos años en hospitales, recuperándose de sus heridas de guerra. Cuando Tommy tenía treinta y seis años o así, decidió que quería ser agente del fbi. Solo había un problema: el límite de edad para ser agente del fbi estaba en los treinta y cinco. Para complicar las cosas, Tommy contaba con toda una lista de problemas médicos que podían impedir su integración en el cuerpo. Tommy escribió a un congresista explicándole su problema y el Congreso le dijo: «¡No te preocupes!». Si Tommy quería ser un agente del fbi tendría su oportunidad para intentarlo, y el resto dependería de él. Nadie iba a decirle al receptor de una Medalla de Honor al Valor en Combate del Congreso: «No, no puedes solicitar ese cargo público porque estás incapacitado». El Congreso aprobó un proyecto de ley específico para que Tommy pudiera solicitar trabajo en el fbi a pesar de su edad. Se graduó en la academia del fbi para retirarse veinte años después de iniciar su carrera.
Nuestros instructores nos explicaron las reglas y regulaciones, junto con los estándares de suspenso y aprobado relativos a los exámenes de la academia, cualificación de armas de fuego y pruebas físicas. El aprobado estaba en los ochenta y cinco puntos de cien; ochenta y cuatro o menos suponían un suspenso. Dos suspensos académicos suponían el decaimiento automático del candidato. Si suspendías, te sería proporcionado otro examen sobre el mismo asunto. Si aprobabas, continuabas, pero si suspendías, fallabas a la academia por completo. Desaparecías; nadie veía cómo te marchabas o a dónde te ibas. Si suspendías tus exámenes de armas de fuego, se te concedía una hora extra de formación y tiempo para centrarte, para luego probar de nuevo. Si suspendías de nuevo, desaparecías. Las pruebas físicas eran iguales: si suspendías dos veces, desaparecías. Era todo bastante directo. El estrés en la academia era artificial y, más que nada, auto-inducido.
La formación legal representaba el bloque de temas más extenso a estudiar durante nuestra estancia en la academia. Pensé que era interesante y exigente porque era en su mayoría nuevo para mí. Estudiábamos las enmiendas de la Constitución que afectaban a las órdenes judiciales, de arresto o de registro, autoincriminación, imputaciones, penas crueles, inhumanas o degradantes, y el debido proceso. También estudiábamos los «derechos Miranda», el uso de la «fuerza letal», y otros asuntos legales que afectaban a diferentes agencias policiales.
No obstante, el bloque de temas más extenso relativo al proceso académico en su conjunto fue la formación con las armas de fuego. Nos fue entregado un Smith & Wesson modelo 10-6, que era un revólver de cañón corto de cinco centímetros, con funda de pistola y cartuchera con munición extra. Era un revólver de cañón corto con una pinta muy chula, como el que se veía en las series policiales de la televisión. Durante mi primer contacto con dicha arma me percaté de lo malo que era con ella. Tendría una pinta chula, pero se trataba de un arma de corto alcance, no precisamente la mejor para disparar a cincuenta metros de distancia. Yo era un ex marine, muy macho, que podía sacarle los ojos a una hormiga con un rifle a trescientos metros de distancia, pero iba a descubrir que las pistolas eran un mundo aparte. Afortunadamente, el fbi contaba con grandes conocimientos sobre armas de fuego como para ofrecer formación adecuada en este terreno.
Existía una corriente subterránea de urgencia en la Unidad de Formación en Armas de Fuego, y en la academia entera para el caso. Uno podía percibirlo, especialmente en las sesiones de tiro. Justo el mes antes de empezar mi formación, tres agentes del fbi habían sido asesinados a tiros en dos incidentes distintos. Esos tres agentes fueron asesinados un mismo 9 de agosto de 1979. ¿Cuántas posibilidades había de que tal cosa ocurriese? Había oído hablar de ambos incidentes, pero desconocía los detalles. El primer incidente fue la muerte de dos agentes a tiros en la Oficina Regional El Centro, una Resident Agency (ra). La ra era una oficina satélite de una oficina local, y El Centro era una oficina satélite de la oficina principal de San Diego. Al parecer, uno de los informadores de los agentes fallecidos llamó para decir que quería ir a la oficina, que estaba a cargo de dos agentes, para aportar nuevas informaciones, algo rutinario en la policía. Cuando el tipo hizo su aparición, estaba armado con una escopeta y una pistola. Hubo un tiroteo y ambos agentes, Charles W. Elmore y J. Robert Porter, perecieron. El tipo hizo lo correcto y se suicidó.
El segundo incidente tuvo lugar en la oficina de Cleveland. Varios agentes habían estado buscando a un fugitivo, cuando el agente especial L. Oliver fue sorprendido y asesinado por el fugitivo en cuestión en el pasillo de un edifico de viviendas. El fugitivo pudo escapar pero fue luego capturado. Era suficientemente duro lidiar con la pérdida de un agente, ni que hablar tiene de tres profesionales el mismo día. Cuando llegamos a la academia en septiembre, pudimos sentir que había un compromiso añadido, una determinación en la Unidad de Formación en Armas de Fuego a hacer de la formación un asunto de primera y máxima importancia. Era todo muy real puesto que, a pesar de que el fbi era una organización a escala nacional, seguía siendo una pequeña y muy unida familia. Yo, personalmente, así lo experimenté y me beneficié de ello en años posteriores.
Mi ilusión de graduarme en la academia del fbi era enorme, y los cuatro meses pasaron rápidamente. Habíamos llegado como materia prima para ser moldeados hasta convertirnos en agentes del fbi. Diciembre llegó y estábamos a punto de recibir la placa dorada y las credenciales para las cuales tan duramente habíamos trabajado. Nos llamaron a los veintinueve presentes por orden alfabético. Cuando fui llamado, me acerqué con mi mejor porte al estilo de los marines, me planté en el lugar estipulado, estreché la mano, tomé mis credenciales y sonreí para la foto. Mientras volvía a mi lugar, pensaba: «Vaya, lo logré, lo logré». Estaba tan orgulloso: «Un chico de pueblo está prosperando». Traté de no mirar mi placa y credenciales; les eché un masculino vistazo del tipo «esto no es para tanto» mientras me sentaba. Una vez en el asiento miré atentamente ambos artículos. En las credenciales se lee:
Edmundo Mireles Jr. es un Agente Especial Regular del Federal Bureau de Investigación, del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Y, como tal, cuenta con el deber de investigar violaciones de las leyes de los Estados Unidos, recoger pruebas en casos en los que los Estados Unidos puedan tener algún interés, al tiempo que cumple con otras obligaciones impuestas por ley.
Mientras salía memoricé algunas sabias palabras que uno de nuestros instructores nos había comunicado. Dijo: «Cuidad de vosotros mismos, de vuestras familias, de unos y otros, y no olvidéis, ¡vuestro trabajo consiste en meter a gente en la cárcel! Algunas veces no quieren ir pacíficamente, así que tendréis que ayudarles».
No sabía yo entonces lo atinado que iba ser este consejo en tiempos venideros.
2. fbi: la delegación en Washington