V.1: junio, 2018
Título original: The Law of Moses
© Amy Harmon, 2014
© de la traducción, Cristina Ducrós, 2018
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018
Diseño de cubierta: By Hang Le
Imagen: CURAphotography / Shutterstock
Corrección: Anna Valor Blanquer y Miriam Lozano
Publicado por Oz Editorial
C/ Mallorca, 303, 2º 1ª
08037 Barcelona
info@ozeditorial.com
www.ozeditorial.com
ISBN: 978-84-17525-06-4
IBIC: YFM
Maquetación: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Traducción de Cristina Ducrós
A Mary Sutorius, mi yaya, a la que le habría encantado verme convertida en escritora.
Amy Harmon es una célebre autora best seller estadounidense. Desde una temprana edad, Amy supo que quería dedicarse a escribir y, gracias a su pasión por los libros, desarrolló una increíble habilidad que la ha colocado en las listas de los libros más vendidos del Wall Street Journal, el USA Today y el New York Times.
La ley del corazón es el tercer título de la autora en castellano, cuyos libros se han publicado en quince idiomas y cuentan con millones de seguidores en todo el mundo.
Una preciosa historia sobre nuevos comienzos y un amor eterno
A Moses Wright lo abandonaron en un cesto de ropa en una lavandería cuando era un bebé recién nacido. Desde entonces, siempre ha creído que no merece ser amado ni que nadie se preocupe por él y vive aislado en su propio mundo. Pero entonces, Georgia, una joven decidida, terca y valiente, se propone conocerlo mejor.
Todos intentarán convencerla de que se mantenga alejada de Moses, un joven incomprendido y muy problemático, pero la atracción que siente por él hará que ignore estas advertencias y siga el dictado de su corazón.
Novela ganadora del Premio Goodreads Choice Awards
«Amy Harmon nos ofrece una vez más una historia inspiradora que nunca olvidaremos. Su pluma es tan elegante, y en ocasiones tan poética, que te llega directamente al corazón.»
Natasha Is a Book Junkie
«Amy Harmon ha escrito una historia profunda, emotiva y conmovedora que jamás olvidaré. No me cansaré de recomendarla. Sin duda, tenéis que leer este libro.»
The Hopeless Romantics Book Blog
Página de créditos
Sinopsis de La ley del corazón
Dedicatoria
Prólogo
Parte 1
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Parte 2
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Epílogo
Agradecimientos
Nota especial
Sobre la autora
Calico the Wonder Horse or The Saga of Stewy Stinker [Cálico, el caballo maravilla en esta versión en español] es un cuento real escrito por Virginia Lee Button (1909-1968), autora de muchos cuentos clásicos para niños, incluidos Mike Mulligan and his Steam Shovel y Katy and the Big Snow. Calico the Wonder Horse fue publicado por HMH Books, en la colección infantil, y no se ha querido cometer aquí ninguna violación de los derechos de autor.
Queremos invitarte a que te suscribas a la newsletter de Oz Editorial. Recibirás información sobre ofertas, promociones exclusivas y serás el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tienes que clicar en este botón.
Queremos invitarte a que te suscribas a la newsletter de Oz Editorial. Recibirás información sobre ofertas, promociones exclusivas y serás el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tienes que clicar en este botón.
Las primeras palabras de una historia son siempre las más difíciles de escribir. Es como si al sacarlas, al escribirlas sobre el papel, te obligaran a verlo todo de principio a fin. Como si, una vez que empiezas, estuvieras obligado a acabar. ¿Y cómo terminar algo cuando a veces hay cosas que no acaban nunca? Esta es la historia de un amor sin final… Aunque me llevó bastante llegar a esa conclusión.
Si ya desde el principio os cuento directamente que lo perdí, lo llevaréis mejor. Sabréis que va a pasar y que será doloroso, que os dolerá el pecho y se os encogerá el estómago, pero lo sabréis y podréis prepararos para ello. Este es el regalo que os hago; conmigo nadie tuvo esa cortesía y no estaba preparado.
¿Y después de que se fuera? Todo empeoró, nada fue a mejor. Los días se hicieron más difíciles, no más fáciles. El remordimiento era igual de intenso, la pena, igual de punzante y el sinfín de días que me esperaban, los días que no pasé con él, igual de duros. En verdad, ya que he decidido que la verdad es lo único que tengo, habría preferido pasar por cualquier otra cosa, pero eso era lo que me había tocado. Y no estaba preparado.
No os puedo contar cómo me sentí, cómo me siento todavía. No puedo. Las palabras parecen vacías y carentes de sentido y todo lo que digo, todo lo que siento, parece el texto de una novela romántica barata llena de frases con florituras, que solo busca la lágrima fácil y la respuesta inmediata. Una respuesta que no tiene nada que ver con la realidad, pero sí con una emoción sincera de la que te puedes olvidar cuando cierras el libro. Lloras por la emoción y tienes un hipo alegre. Sabes que solo es una historia. Y, lo mejor de todo, sabes que no es tu historia, pero en este caso no es así.
Porque es mi historia. Y yo no estaba preparado.
Encontraron a Moses envuelto en una toalla en una cesta de la colada en una lavandería con apenas unas horas de vida y a punto de morir. Una mujer le oyó llorar, lo recogió, abrazándolo contra ella y lo envolvió en su abrigo esperando a que llegara la ayuda. No sabía quién era su madre o si acaso fuera a volver, lo único que sabía era que era un bebé no querido, que se estaba muriendo y que si no lo llevaba rápidamente al hospital sería demasiado tarde.
Dijeron que era el bebé de una madre adicta al crack. Mi madre me contó que esos niños nacen siendo adictos a la cocaína porque sus madres tomaban drogas cuando estaban embarazadas. Suelen ser más pequeños que el resto, porque la mayoría nacen demasiado pronto y de madres con problemas de salud. La cocaína altera la química cerebral y los niños sufren trastornos como el TDAH o tienen problemas para controlar sus impulsos. A veces sufren convulsiones y enfermedades mentales. A veces, alucinaciones o hipersensibilidad. Creían que Moses sufriría algunas de estas cosas o, incluso, todas ellas.
Contaron su historia en las noticias de las diez. Era una buena historia, de gran interés humano: un bebé al que habían abandonado en una cesta en una sucia lavandería de un barrio marginal de West Valley City. Mi madre dice que se acuerda bien de ella, de las imágenes patéticas del bebé, que se agarraba a la vida en el hospital, del tubo que tenía en el estómago para alimentarle y del gorrito azul
que le cubría la pequeña cabeza. Encontraron a la madre tres días después. No es que le quisieran devolver al bebé, pero ni siquiera hizo falta: estaba muerta. La mujer que había abandonado a su bebé en una lavandería fue declarada muerta, al parecer de sobredosis, en el mismo hospital en que el bebé luchaba por sobrevivir. A ella también la habían encontrado, aunque no en la lavandería.
La compañera de piso, que esa misma tarde había sido arrestada por prostitución y posesión de drogas, contó a la policía lo que sabía de la mujer y del niño abandonado con la esperanza de obtener a cambio algo de indulgencia. La autopsia de la mujer sirvió para confirmar que, efectivamente, había dado a luz hacía muy poco y, más tarde, una prueba de ADN confirmó que el bebé era suyo. Qué bebé más afortunado.
En las noticias se lo conocía como «El bebé de la cesta» y el equipo del hospital lo llamó Moses. Sin embargo, a este pequeño Moisés no lo encontró la hija del faraón, como al de La Biblia, no se crio en un palacio, no tenía una hermana que lo vigilara desde los juncos para asegurarse de que alguien encontraba la cesta del Nilo. Aunque algo de familia, sí tenía: mi madre me dijo que la ciudad se revolucionó cuando se enteraron de que la madre fallecida del pequeño Moses era una chica que se llamaba Jennifer Wright y que había pasado los veranos en el pueblo, en casa de su abuela, que ya por entonces vivía en la misma calle que nosotros. La abuela todavía vivía en esa zona; los padres de Jennifer, en un pueblo vecino y, aunque ya no vivían por aquí, mucha gente también conocía a otros parientes. Así que, a pesar de todo, el pequeño Moses tenía algunos familiares. Sin embargo, ninguno de ellos quería un bebé enfermo con un gran riesgo de tener todo tipo de problemas. Jennifer Wright les había roto el corazón y había dejado a la familia destrozada y cansada. Mi madre me dijo que eso es lo que causan las drogas, así que el hecho de que les hubiera dejado con un bebé adicto al crack no parecía especialmente sorprendente. Mi madre contaba que había sido una chica normal cuando era más joven, una chica guapa, maja e incluso lista, pero no lo suficiente como para mantenerse lejos de las metanfetaminas, la cocaína y lo que fuera a lo que se hubiera enganchado. Yo me imaginaba al bebé del crack, a Moses, con una enorme grieta que le atravesaba el cuerpo; como si se hubiera roto al nacer. Sabía que no era eso lo que significaba el término, pero tenía grabada esa imagen en la cabeza. Quizás el hecho de que estuviera roto fuera lo que me atrajo de él desde el principio.
Mi madre me dijo que, cuando pasó todo esto, el pueblo entero estuvo pendiente de la historia del pequeño Moses Wright, siguiendo las noticias, haciendo como si tuvieran información de primera mano e inventándose lo que no sabían simplemente para darse importancia. Yo nunca conocí al pequeño Moses, porque creció hasta convertirse simplemente en Moses. Vivió con diferentes miembros de la familia de Jennifer Wright, que se lo iban pasando cuando la situación los superaba. Iba de pariente en pariente, que se hacían cargo de él durante un tiempo hasta que conseguían que otro los relevara del turno poco después. Su historia ocurrió antes de que yo naciera y, para cuando le conocí, después de que mi madre me lo hubiera contado todo en un intento de ayudarme a entenderlo y ser amable con él, la historia era ya agua pasada y nadie quería saber nada de él. A la gente le gustan los bebés, incluso los bebés enfermos, incluso los bebés que nacen adictos al crack, pero los bebés crecen y se convierten en niños. A nadie le gustan los niños problemáticos.
Y Moses lo era.
Cuando lo conocí, ya sabía bastante acerca de niños problemáticos. Mis padres acogían a muchos niños así. Toda mi vida habían estado acogiendo a niños. Tengo dos hermanas mayores y un hermano mayor que ya se habían ido de casa cuando cumplí los seis años. Mi llegada al mundo había sido un pequeño descuido y, al final, acabé siendo educada junto con niños que no eran mis hermanos y que iban entrando y saliendo de mi vida revolviéndolo todo a su paso. Quizás fuera por eso por lo que Kathleen Wright, la abuela de Jennifer Wright y la bisabuela de Moses, se había sentado muchas veces con mis padres para hablar de él. Escuché muchas cosas que seguramente no me incumbían para nada, sobre todo aquel verano.
La anciana había decidido acoger definitivamente a Moses; iba a cumplir dieciocho años en un mes y todo el mundo estaba preparado para desentenderse de él. Desde que era pequeño, Moses había pasado todos los veranos con ella y estaba convencida de que juntos les iría bien si todo el mundo dejaba de entrometerse y la dejaban al mando. No parecía importarle el hecho de que el mes en el que Moses cumplía los dieciocho, ella cumpliría ochenta.
A pesar de que yo no había coincidido nunca con él, sabía quién era y me acordaba de haberlo visto en los veranos. Era un pueblo pequeño y los niños saben quién es quién. Kathleen Wright lo llevaba a la iglesia los pocos domingos que Moses estaba en el pueblo. Estaba en mi clase de catequesis y todos nos dedicábamos a mirarlo mientras la profesora intentaba hacer que participara. Nunca lo hizo. Simplemente se sentaba en su silla plegable de metal como si le pagaran por ello y movía los ojos, de un color peculiar, de un lado a otro mientras las manos se le revolvían sobre el regazo. Cuando se acababa la clase, corría hacia la puerta y, sin esperar a su bisabuela, salía disparado a la luz del sol, rumbo a su casa. Intenté alcanzarle alguna vez, pero siempre se las apañaba para levantarse de su sitio y salir por la puerta más rápido que yo. Incluso entonces, ya iba detrás de él.
A veces, Moses y su abuela salían a dar una vuelta en bici o a pasear y ella lo llevaba a la piscina de Nephi prácticamente todos los días, lo que me daba mucha envidia. Yo tenía suerte si conseguía ir a la piscina de unas pocas veces en verano. Cuando necesitaba un chapuzón desesperadamente, cogía la bici hasta un hoyo pesquero en el cañón de Chicken Creek. Mis padres me habían prohibido nadar allí porque el agua estaba muy fría y era muy profundo y oscuro, incluso peligroso, pero la posibilidad de ahogarme era preferible a la de no bañarme y, de momento, me las había arreglado para que no me pasara nada.
Moses fue creciendo y dejó de pasar todos los veranos en Levan. Habían pasado dos años desde la última vez que había venido, a pesar de que Kathleen hacía mucho que insistía en que se mudara con ella de forma permanente. La familia le había dicho que iba a ser demasiado para ella, que Moses era demasiado emocional, explosivo y tenía mucho carácter, pero, al parecer, todos estaban muy cansados de la situación y tiraron la toalla. Así que Moses se mudó a Levan.
Íbamos a empezar los dos el último año de instituto, aunque yo era de las pequeñas de la clase y él era un año mayor. Los dos cumplíamos años en verano; Moses cumplió dieciocho el 2 de julio y yo diecisiete el 28 de agosto. Sin embargo, Moses no parecía tener dieciocho. En los dos años que había estado sin verle, había crecido muchísimo. Era alto y tenía la espalda ancha, con unos músculos fibrosos y definidos que recubrían su porte esbelto. Sus ojos claros y sus pómulos y mandíbula marcados le hacían parecer más que un pandillero, que era lo que siempre se había dicho de él, un príncipe de Egipto.
Le costaba hacer los deberes del instituto y tenía serias dificultades para concentrarse y estarse quieto. Su familia llegó a afirmar que tenía convulsiones y alucinaciones que intentaron controlar con diferentes tipos de medicación. Escuché a su abuela decir a mi madre que a veces estaba malhumorado e irritable, que tenía problemas para dormir y que muchas veces tenía los horarios cambiados. Dijo que era muy inteligente, incluso brillante, y que sabía pintar mejor que nadie que hubiera visto antes, pero toda la medicación que le hacían tomar para ayudarle a concentrarse y quedarse quieto en el instituto le dejaba atontado y lento y convertía su arte en algo más oscuro e inquietante. Kathleen Wright le contó a mi madre que le estaba retirando las pastillas.
—Le están convirtiendo en un zombi —le oí decir—. Prefiero tener un chico que no puede quedarse quieto y que no puede parar de pintar. En mi época, eso no era algo malo.
Pensé que un zombi parecía menos peligroso. Su belleza daba miedo. Su perfilado cuerpo de piel morena y sus intensos ojos claros me recordaban a un gato salvaje: elegante, peligroso, sigiloso. Al menos un zombi se movía más despacio; los gatos salvajes atacaban. Estar cerca de Moses era como ganarse la amistad de una pantera y admiraba a la anciana por hacerse cargo de él. De hecho, me parecía más valiente que nadie que hubiera conocido antes.
El hecho de ser una de las tres chicas que había en todo el pueblo me hizo solitaria, más de lo que me hubiera gustado, sobre todo porque a ninguna de las otras chicas les gustaban los caballos y los rodeos tanto como a mí. Nos llevábamos bien como para saludarnos y sentarnos juntas en la iglesia, pero no lo suficiente como para quedar o pasar los aburridos días de verano en compañía de las demás.
Ese verano fue especialmente caluroso. Lo recuerdo perfectamente. Había sido la primavera más seca que se recordaba y eso ocasionó que, en verano, hubiera incendios forestales por todo el Oeste. Los granjeros rezaban para que lloviera y, entre que la gente estaba de los nervios y que las temperaturas no hacían más que subir, los ánimos estaban cada vez más crispados y a la gente le costaba controlarse. Además, había habido una serie de desapariciones por los condados del centro de Utah; habían desaparecido un par de chicas en dos de ellos, aunque se creía que una de ellas se había escapado con el novio y la otra tenía casi dieciocho años y las cosas le iban mal en casa. La gente dio por hecho que estaban bien, pero la verdad es que había habido unas cuantas desapariciones similares en los últimos diez o quince años que nunca se habían llegado a resolver, cosa que ponía nerviosos a los padres y, como consecuencia, se volvían más protectores; mis padres no fueron la excepción.
Me había convertido en una muchacha inquieta y resentida. Estaba ansiosa por acabar el instituto y vivir mi vida. Solía participar en los rodeos, en la modalidad de carrera de barriles y mi sueño era enganchar el remolque de caballos a mi camioneta y seguir el circuito. Perseguir la libertad solo con mis caballos, ganar los rodeos y vivir en la carretera era mi gran ilusión. Pero con diecisiete años y con la desaparición de chicas a la orden del día, mis padres no iban a permitir que me fuera por ahí yo sola y tampoco podían llevarme ellos. Me prometieron que buscaríamos una solución cuando me graduara y cumpliera dieciocho, pero la graduación parecía muy lejana y el verano se extendía como un desierto vacío y seco. Tenía tantas ganas de algo diferente… Puede que fuera eso, puede que esa fuera la razón por la que me volqué tanto en él, la razón por la que se me metió en la cabeza de esa forma.
Fuera lo que fuera, cuando Moses llegó a Levan fue para mí como agua, agua fría, profunda, impredecible y, como la poza del cañón, peligrosa, porque nunca podías ver lo que había debajo de la superficie. Y, como había hecho toda mi vida, salté de cabeza, a pesar de que me lo habían prohibido y esta vez acabé ahogándome.
***
—¿Qué miras? —dije con brusquedad, prestándole, finalmente, la atención que imagino que quería. Todos los niños a los que mis padres acogían necesitaban atención como si de aire se tratara y tuvieran dificultades respiratorias. Lo aborrecía. No el hecho de que necesitaran la atención de mis padres, sino que también parecía que la necesitaran de mí. No había otra cosa que me gustara más que estar a solas con mis caballos. Los caballos no necesitaban atención, pero el resto del mundo sí y creía que iba a acabar volviéndome loca. Ahora Moses estaba allí, en el establo, mirándome, invadiendo mi espacio con Sackett y Lucky, mis caballos, aspirando todo el oxígeno de la habitación igual que los niños que acogíamos.
Kathleen Wright les había preguntado a mis padres si Moses podría liberar algo de esa nueva energía que tenía sin los medicamentos trabajando en nuestra pequeña granja. Dijo que limpiaría los establos, quitaría las malas hierbas del jardín, cortaría el césped, daría de comer a las gallinas o lo que fuera con tal de mantenerse ocupado ese verano e, incluso, durante el curso si todo iba bien. Esas eran mis tareas y estaba bien que me ayudara si eso significaba que no tendría que hacerlas yo, pero mi padre encontró otros quehaceres en los que Moses se empleó a fondo, tanto que mi padre no tenía nada más que mandarle. Iba a ser imposible mantenerlo ocupado durante todo el verano.
Al parecer, una de las tareas que mi padre le había mandado era limpiar el establo y Moses había estado apilando los sacos de heno, barriendo, cavando y ordenando los arreos como un loco durante toda la mañana. No sabía bien si quería que estuviera allí o no. Sobre todo cuando, de repente, se paró en seco y se quedó quieto con las manos en jarras y la mirada fija. Pero no me miraba a mí; miraba por encima de mi hombro con sus feroces ojos amarillos verdosos bien abiertos. Estaba completamente quieto, cosa que no había visto ni siquiera una vez desde que había llegado. Moses no respondió a mi pregunta, pero movió los dedos doblándolos y cerrándolos como si quisiera mejorar la circulación. Era lo que hacía yo cuando se me olvidaban los guantes y tenía que esperar el autobús, pero era junio y las temperaturas eran más altas de lo normal, así que no creía que tuviera frío en los dedos.
—¡Moses! —grité en un intento de sacarlo de ese ensimismamiento. Pensé que, si no lo hacía, lo siguiente sería verlo retorcerse en el suelo con espasmos y tendría que hacerle el boca a boca. Me sentí extraña al imaginarme mis labios sobre los suyos. Me pregunté si sería capaz de poner mi boca sobre la suya aunque solo fuera para meterle aire. No era feo, sentí otra vez ese cosquilleo en la tripa, y no era del todo desagradable. Moses no era para nada feo. De hecho, tenía una belleza peculiar; un aspecto diferente, sobre todo con esos extraños ojos de lobo, y tuve que reconocer que esa peculiaridad le sentaba bien: lo hacía interesante. Qué pena que estuviera roto.
Mis padres usaban los caballos para hacer terapia con los niños de acogida. De hecho, era como una especie de programa conocido a nivel mundial, basado en la comunicación no verbal, ya sabéis, los caballos no hablan. Eso era lo que decían mis padres en sus discursos para hacer reír a la gente y ganarse su confianza. Los caballos no hablan, pero a veces los niños tampoco y mis padres se ganaban la vida haciendo terapia equina, un término sofisticado para referirse a una terapia basada en hacerse amigo de un caballo y resolver cada uno sus problemas observando al animal. Además de eso, mi padre era veterinario, que era lo que yo quería ser de mayor. Nuestros caballos estaban bien entrenados y acostumbrados a los niños. Sabían quedarse quietos cuando se acercaban. Eran muy pacientes en todo momento. Dejaban que un extraño les colocara la brida e incluso apartaban los labios para que les metieran la embocadura. Los niños respondían ante esta terapia de un modo que los adultos calificaban de milagroso y rompedor cuando, al acabar la terapia, volvían con sus padres o seguían su camino.
Moses se había pasado por allí las últimas dos semanas trabajando, desmalezando, comiendo (¡cuánto comía!) y casi siempre me ponía de los nervios porque era muy inquietante. No es que hiciera nada mal, simplemente me ponía nerviosa. Nunca me hablaba, cosa que, según me dije a mi misma, era lo único que lo salvaba. Eso y sus increíbles ojos. Y sus músculos. Me estremecí, sintiendo cierto rechazo. Era un chico raro, ¿qué hacía pensado en él así?
—¿Has montado alguna vez a caballo? —le pregunté queriendo pensar en otra cosa.
Moses, que estaba quieto y mirando a la nada, salió de su ensimismamiento. Enfocó los ojos hacia mí un segundo, pero no hubo respuesta. Así que se lo repetí.
Negó con la cabeza.
—¿No? ¿Alguna vez has estado cerca de alguno?
Volvió a negar con la cabeza.
—Vamos, acércate —le dije, señalando con la cabeza al caballo. Estaba pensando en que quizás pudiera ayudar a Moses con algo de terapia equina como lo hacían mi madre y mi padre. Los había visto hacerlo y pensé que podía hacer lo mismo. Quizás pudiera arreglarle un poco el cerebro roto.
Moses dio un paso hacia atrás como si tuviera miedo. Durante las semanas que había estado trabajando en la granja nunca se había acercado a los animales. Nunca. Simplemente los miraba; nos miraba. Y nunca hablaba.
—Vamos, Sackett es el mejor caballo del mundo. Al menos acaríciale un poco.
—Lo voy a asustar —respondió Moses. Una vez más me volvió a inquietar. Era la primera vez que le oía hablar. Su voz no era como la de mi hermano de acogida Bobbie o como la de los otros chicos, que oscilaba por diferentes tonos hasta que llegaba finalmente al tono grave adecuado. La voz de Moses era profunda y cálida y tan suave que al escucharla me llegó al corazón.
—No lo harás. A Sackett no le altera ni le asusta nada, nunca se pone nervioso o nada por el estilo. Si quisieras abrazarlo se quedaría ahí todo el día; Lucky te mordería la mano y te patearía la cara, pero Sackett no.
Había querido tener a Lucky durante meses. Alguien se lo había dado a mi padre como pago por unos servicios que no se podía costear. Mi padre no tenía tiempo de educar a un caballo tan díscolo, así que me lo asignó a mí advirtiéndome de que tuviera cuidado.
Me reí; nunca había sido muy prudente.
Mi padre se rio también, pero me advirtió: «Lo digo en serio George, este caballo, se llama Lucky, afortunado, por algo. Considérate afortunada si alguna vez deja que lo montes».
—No le gusto a los animales.
La voz de Moses sonó tan débil que no estaba segura de si lo había escuchado bien. Dejé de pensar en lo que estaba pensando y acaricié a mi fiel compañero, el caballo que había sido mío desde el momento en el que fui capaz de montar.
—Sackett quiere a todo el mundo.
—A mí no. O puede que no se trate de mí, sino que no le gusten ellos.
Miré al rededor confundida. No había nadie en el establo aparte de Sackett, Moses y yo.
—¿Quiénes son ellos? —pregunté—. Estamos solos, tío.
Moses no respondió.
Así que me quedé mirándolo, esperando, y arqueé las cejas a modo de desafío. Acaricié la nariz de Sackett y la parte de atrás de su cuello; no movió ni un músculo.
—¿Ves? Es como una estatua. Solo absorbe el amor. Vamos.
Moses dio un paso adelante y levantó la mano titubeante, acercándola a Sackett, que relinchó nervioso.
Bajó la mano de inmediato y retrocedió.
—¿Qué pasa? —dije entre risas.
Quizás debí haberme creído que a los animales no les gustaba Moses, pero no lo hice. No le creí y no sería la última vez.
—No tendrás miedo ¿no? —le provoqué—. Tócale, no te va a hacer daño.
Moses dirigió sus ojos verdosos hacia mí, consideró lo que acababa de decir, y entonces volvió a intentarlo, dando un paso hacia adelante mientras levantaba los dedos.
Y, de repente, Sackett se puso sobre las patas traseras como si le hubiera parecido que Moses había estado cerca demasiado tiempo. No le había visto comportarse así en toda mi vida; en todos los años que lo había cuidado, nunca se había revuelto así. Ni siquiera me dio tiempo de gritar o de alcanzar el dogal; recibí una coz en la frente y caí al suelo como un saco de harina.
La sangre me escocía en los ojos cuando los abrí y miré las vigas del viejo establo. Estaba tumbada de espaldas y me dolía la cabeza como si un caballo me hubiera golpeado; y de repente me di cuenta de que eso era lo que había pasado: Sackett me había golpeado; el asombro era mayor que el daño.
—¿Georgia?
Intenté fijar la vista en el rostro que tenía ante mí y que no me dejaba ver bien los destellos entrecruzados y las motas de polvo bailando en las rayas de luz de las grietas de las paredes.
Moses recostó mi cabeza en su regazo y me puso su camiseta en la frente. Incluso en ese estado de aturdimiento, me percaté de sus hombros y pecho desnudos y sentí la suavidad de la piel de su abdomen contra mis mejillas.
—Voy a buscar ayuda, ¿vale? —dijo apartándose y dejando mi cabeza en el suelo aún con la camiseta en la frente. Intenté no mirar la cantidad de sangre que había en esa camiseta.
—¡No! ¡Espera! ¿Dónde está Sackett? —contesté mientras intentaba levantarme. Moses volvió a tumbarme y miró hacia la puerta como si no tuviera ni idea de qué hacer.
—Ha huido… —respondió despacio.
Me acordé de que no estaba atado. Nunca había tenido que contenerlo. No podía imaginar qué había hecho que mi caballo se encabritase y huyese así del establo. Mis ojos se encontraron con los de Moses.
—¿Es muy grave? —intenté parecerme a Clint Eastwood o a alguien que pudiera soportar una herida grave en la cabeza y seguir manteniendo el tipo, pero me tembló un poco la voz.
Moses tragó saliva compasivamente, la nuez le subió y le bajó en la garganta oscura. Le temblaban también las manos. Estaba tan preocupado como yo, eso se veía claramente.
—No lo sé. No es muy profunda, pero está sangrando mucho.
—No le gustas mucho a los animales, ¿no? —susurré.
Moses no fingió sorpresa. Negó con la cabeza.
—Les pongo nerviosos. A todos, no solo a Sackett.
A mí también me ponía nerviosa, pero en el buen sentido. Nerviosa de un modo que me fascinaba y, aunque me doliera la cabeza y tuviera sangre en los ojos, quería que se quedara y que me contara todos sus secretos.
Como si se hubiera dado cuenta del cambio en mi interior y no le gustara, Moses se levantó y se fue corriendo dejándome con su camiseta en la cabeza y con un repentino e insaciable interés por el chico nuevo del pueblo. No pasó mucho tiempo hasta que volvió con mi madre y su abuela corriendo tras él. Traía cara de susto, igual que mi madre, lo que hizo que me preguntara si la herida sería peor de lo que pensaba. Experimenté por primera vez una sensación de vanidad femenina. ¿Me quedaría una cicatriz en la frente? Hacía una semana hubiera pensado que me haría más interesante, pero, en ese momento, no quería una cicatriz; quería parecerle guapa a Moses.
Moses se quedó atrás, bastante atrás, dejando espacio libre a los adultos para que pulularan y se revolvieran. Cuando pareció que podría apañármelas sin tener que ir a urgencias y me pusieron un par de vendas para contener el corte, Moses desapareció. La terapia equina no iba a curar las grietas que tenía Moses Wright, pero me prometí a mí misma que conseguiría abrirme camino entre esas grietas y rincones, aunque fuera la última cosa que hiciera. De repente, el desierto del verano se había convertido en una selva tropical.
Más o menos una semana después de que Moses asustara a mi caballo y yo recibiera el golpe en la cabeza, mi padre y yo descubrimos un mural en una de las paredes del establo. En algún momento de la noche, alguien había pintado una increíble representación del atardecer en las colinas del oeste de Levan. Delante del fondo rosado había un caballo que parecía Sackett con la cabeza ladeada y un jinete sentado cómodamente en la montura. El jinete estaba de perfil y los últimos rayos de sol solo dejaban vislumbrar su silueta, que, sin embargo, resultaba familiar. Mi padre se quedó mirando melancólicamente el retrato durante bastante tiempo. Creía que se enfadaría porque alguien había usado una pared del establo como lienzo, algo parecido a lo que imagino que hacen las bandas callejeras en las grandes ciudades, pero aquí no se trataba de símbolos geométricos de letras con forma de burbujas de colores chillones. Esto estaba guay; era algo por lo que se podría pagar, algo por lo que se podría pagar mucho.
—Se parece a mi padre —susurró mi padre.
—Se parece también a Sackett —añadí sin poder contener las lágrimas.
—Tu abuelo Shepherd tenía un caballo que se llamaba Hondo; el bisabuelo de Sackett. ¿Te acuerdas?
—No.
—Bueno, supongo que eras muy pequeña. Hondo era un buen caballo. El abuelo lo quería tanto como tú a Sackett.
—¿Le enseñaste una foto? —pregunté.
—¿A quién? —Se volvió hacia mí desconcertado.
—A Moses. ¿No lo ha hecho él? Escuché a la señora Wright decirle a mamá que había ido al reformatorio por vandalismo o destrucción de la propiedad o algo así. Al parecer le gusta pintar cosas. La señora Wright dice que lo hace de forma compulsiva, aunque no sé a qué se refiere. Pensé que se lo habrías mandado tú.
—Eh… No, no le pedí que pintara el establo, pero me gusta.
—A mí también —reconocí.
—Si ha sido él, y no se me ocurre otra persona que pueda haberlo hecho, tiene un don. Aun así, Moses no puede ir por ahí pintando lo que le apetezca cuando le apetezca. Lo próximo será un mural de Elvis en el garaje.
—A mamá le encantaría.
Mi padre se rio ante el sarcasmo, pero no bromeaba con el tema. Esa tarde dijo que iba a ir a visitar a Moses y a Kathleen Wright y le pedí que me dejara acompañarle.
—Quiero hablar con Moses —le dije.
—No quiero hacerle pasar vergüenza, George, y seguramente eso es lo que pase si estás tú allí mientras hablo con él. No se necesita público para este tipo de conversación. Solo quiero decirle que no puede hacer este tipo de cosas, no importa lo bien que se le dé.
—Quiero que Moses pinte algo en la pared de mi habitación. Tengo algo de dinero ahorrado para pagarle. Así que tú le dices que no puede pintar lo que le dé la gana y luego yo le ofrezco un lugar en el que puede hacerlo. Eso estaría bien, ¿no?
—¿Qué quieres que te pinte?
—¿Te acuerdas de ese cuento que me solías contar cuando era pequeña? El del hombre ciego que se convertía en caballo cada vez que se hacía de noche y que volvía a convertirse en hombre cuando salía el sol.
—Sí, es una vieja historia que me contaba mi padre.
—No dejo de pensar en ella. Quiero el cuento en la pared de mi habitación o, al menos, al caballo blanco corriendo por las nubes.
—Pregúntale a tu madre; si a ella le parece bien, a mí también.
Suspiré; sería más difícil vendérselo a mi madre.
—Es solo un mural —refunfuñé.
Para mi sorpresa, a mi madre le pareció bien lo de la pintura, le preocupaba más el hecho de que Moses estuviera en mi habitación.
—Es muy intenso, Georgie. Me da un poco de miedo. No sé qué pensar de que seáis amigos, la verdad. Sé que no es muy amable por mi parte, pero eres mi hija y siempre te ha atraído el peligro, como a una polilla le atrae el fuego.
—Estará pintando, mamá, y no voy a estar en picardías mientras lo hace. Creo que estaré bien. —Le guiñé el ojo.
Me pegó una palmadita en el culo y cedió con una risa. Sin embargo, había acertado aconsejándome que no me acercara a él. Tenía razón; me tenía totalmente fascinada y no creía que la fascinación fuera a desaparecer en un futuro cercano.
Mi padre y yo nos fuimos y llamamos a la puerta de Kathleen Wright poco después del atardecer. Moses estaba en la mesa de la cocina comiendo el mayor bol de cereales que jamás había visto antes y su bisabuela, sentada enfrente de él, pelaba una manzana, cuya piel serpenteaba como un solo lazo rojo sobre la mesa. En ese momento, me pregunté cuántas manzanas había tenido que pelar en su vida para perfeccionar tal habilidad.
—No volveré a pintar en tu propiedad —dijo Moses con sinceridad tras haberle dicho mi padre con delicadeza que no podía hacerlo. Kathleen parecía estar algo preocupada, pero mi padre la tranquilizó diciéndole que la pintura era preciosa y que no quería que Moses la borrara. Después de eso, se relajó y parecía que yo era la única que se había dado cuenta de que Moses no había prometido no pintar en la propiedad de otros, solo en la nuestra.
—Plasmaste muy bien la apariencia de mi padre
—añadió mi padre casi como si le acabara de venir la idea—. A él le habría gustado tu pintura.
—Trataba de pintarte a ti —dijo Moses evitando mirar a los ojos a mi padre.
De alguna forma, supe que estaba mintiendo, pero no entendí por qué. Tenía mucho más sentido que se hubiera inspirado en mi padre, porque si de algo estaba segura,es de que no había conocido a mi abuelo.
—Moses —me metí en la conversación—, me estaba preguntando, de hecho, si podrías pintar un mural en la pared de mi habitación. Te pagaría; probablemente no tanto como te mereces, pero algo es algo.
Me miró y luego torció la mirada.
—No sé si puedo.
Su abuela, mi padre y yo nos quedamos sorprendidos mirándole. La prueba de que sí que podía hacerlo había quedado plasmada en una de las paredes de nuestro establo.
—Necesito… estar inspirado —acabó de decir con voz débil y levantando las manos como si quisiera alejarme—. No es que pueda pintar cualquier cosa, no funciona así.
—A Moses le encantaría, Georgia —interrumpió categóricamente Kathleen, y dirigió una mirada de advertencia a su bisnieto—. Se pasará mañana por la tarde para ver qué quieres que te pinte.
Él apartó el bol vacío y se levantó con brusquedad.
—No puedo hacerlo abuela. —Después se dirigió a mi padre—: No habrá más pintadas en su propiedad, se lo prometo.
Y salió de la habitación.
***
Pasaron dos semanas hasta que Moses y yo nos volvimos a encontrar, aunque las circunstancias fueron incluso menos agradables que la primera vez. La feria del condado de Juab es un acontecimiento más importante que las Navidades para casi todos los habitantes del condado. Tres días y tres noches de desfiles, atracciones de feria y, por supuesto, de rodeos. Todos los años llevaba la cuenta atrás; caía siempre en la segunda semana de julio y era el evento más destacado del verano. Para rematarlo, ese año iba a poder competir en la carrera de barriles. Mis padres me habían dicho que tenía que terminar el instituto para poder unirme al circuito de rodeos, pero que podía participar en todos los eventos para los que estuviera preparada dentro del estado. Había ganado la ronda de la noche del jueves, lo que me llevó al torneo de la noche del sábado, que también gané. Mi primera noche como vaquera profesional y había ganado todas las rondas.
Después de eso había decidido acercarme al desfile para celebrarlo, pero mi amiga Haylee, que vivía en Nephi, a unos quince minutos al norte de Levan, había venido con su novio Terrence, que no me caía demasiado bien. Siempre estaba haciendo bromas pesadas y, en vez de llevar un sombrero de vaquero, llevaba una de esas gorras que llevan los camioneros, sin calarla demasiado en la cabeza.
—Llevas así la gorra porque es la única forma de ser más alto que las chicas —le dije.
—Las chicas altas no me van —me contestó y me dio un empujón.
—Perfecto entonces; menos mal que soy una chica alta.
—Menos mal.
—De todas formas, no podría salir contigo, Terrence. Todo el mundo pensaría que eres mi hermano pequeño —me mofé. Luego, le tiré esa estúpida gorra a una papelera cercana y le di unos golpecitos en la cabeza, sudorosa.
Después de eso, no dejó de hacerme comentarios desagradables y Haylee estaba deseando que paráramos de pelear. Me estaba aburriendo de todas maneras, así que me fui con la excusa de que tenía hambre y de que necesitaba ver a hombres altos. Me di cuenta de que me estaba alejando de la feria e iba hacia los estercoleros y los establos cercanos; allí estaban los animales durante los tres días que duraba el rodeo.
Estaba oscuro y no había nadie más por allí, pero quería ver bien a los toros. Siempre había querido montar uno y estaba segura de que sería capaz. Subí el primer peldaño de la valla aferrándome a ella una vez estuve lo suficientemente arriba como para mirar a los establos que separaban la bestia del hombre. El ruedo aún estaba iluminado y, aunque en los establos solo se veían sombras, se podía vislumbrar fácilmente la musculada espalda del toro que Cordell Meecham había montado hacía unas horas. Le habían dado noventa puntos. Aquella noche había ganado con una actuación perfecta: las rodillas en alto, los tacos en posición, la espalda inclinada y el brazo derecho apuntando hacia el cielo como si intentar alcanzar las estrellas lo convirtiese en una. Y, de hecho, así había sido. La multitud había gritado, yo había gritado. Y, cuando por fin el toro, llamado Alias de Satán, le lanzó por los aires, el timbre ya había sonado y había derrotado a la bestia. Sonreí al recordarlo y me imaginé que era yo.
La carrera de barriles era la única competición en la que podían participar las vaqueras y a mí me encantaba. Me encantaba ir a toda velocidad en la recta final, con la cabeza agachada y la crin de Sackett entre las manos, como si me arrastrara una ola hasta la orilla. Pero a veces me preguntaba cómo sería montar un terremoto en lugar de una ola.
Alias de Satán no tenía ningún interés en mí, ni ninguno de los toros que estaban ahí encerrados. Olía a abono fresco y a paja. Tomé aire; a mí no me importaba el olor que molestaba a otros cuando pasaban cerca del ganado y me quedé un rato más mirando a los animales antes de bajarme de la valla. Era tarde. Tenía que encontrar a Haylee e ir tirando para casa. Me molestaba tener que volver a la hora que me mandaban mis padres e inmediatamente me puse a pensar en un futuro en el que no tuviera que responder ante nadie más que yo misma.
Cuando de entre las sombras apareció una figura no me asusté. Para nada. Nunca he tenido motivos para temer a los vaqueros, eran las mejores personas del mundo. Si vais a cualquier rodeo, en cualquier parte de Estados Unidos, os dará la sensación de que los hombres y mujeres que participan en él podrían salvar el mundo sin ayuda. No era porque fueran los más ricos, los más inteligentes o los más guapos, sino porque eran buenos y se querían los unos a los otros. Y amaban a su país y a sus familias; cantaban el himno y lo sentían de verdad, se quitaban los sombreros cuando alzaban la bandera. Vivían y amaban con devoción. Así que no, no me puse nerviosa. No me puse nerviosa hasta que me empujaron al barro, que por el paso de pezuñas y tacos de hombres y bestias estaba recién removido.
Me quedé aturdida un momento, lo suficiente para que me ataran las manos a la espalda como en un rodeo de terneros. El hombre sabía cómo atar y soltar. Me di la vuelta e intenté gritar, pero se me llenó la boca de estiércol y entonces me di cuenta de que estaba en la mierda. Me di cuenta del juego de palabras incluso cuando noté unas manos en el cinturón. Y ahí fue cuando me enfadé de verdad, el shock se convirtió en ira cuando sentí unas manos donde no debían estar. Me retorcí y le di en la cara con la parte de atrás de la cabeza. Maldijo y me volvió a hundir la nariz en el estiércol atándome las manos a los talones, como si fuera un cerdo, antes de darme la vuelta. Estaba en una posición imposible: tenía las piernas y los brazos atados por la espalda, sentía todo el peso en la cabeza y el cuello y me dolían los cuádriceps. Me tiró barro a los ojos y me apretó la mano con las manos, mientras mis ojos, cegados por la tierra, se movían como locos. Tenía la nariz llena de barro y, con sus manos en la boca, no podía respirar. Jadeé, me retorcí e intenté morderle los dedos. El dolor que sentía en los pulmones era peor que el miedo y pensé que iba a morir. Con un gruñido, me colocó sobre su espalda y se dio la vuelta como si fuera a salir corriendo. Entonces, se quedó paralizado, indeciso, cuando se oyó el ruido de una puerta de coche que se cerraba y alguien me llamó por mi nombre.
Me soltó, así como así, y se fue. Creo que lo escuché maldecir mientras corría y sus botas golpeaban el suelo. No reconocí la voz. Habían pasado unos sesenta segundos desde el momento en el que había salido de entre las sombras hasta que se había vuelto a perder en ellas; seguramente otro récord en el ruedo.
Aún tenía atadas las muñecas y los pies y, cuando me soltó, caí tan de golpe contra el suelo sin nada que amortiguara la caída que me quedé sin aire. Estaba jadeando, no podía respirar así que me coloqué de lado para escupir la porquería que tenía en la boca. Notaba la hebilla del cinturón clavada en la cadera. Había tirado de mis vaqueros y el cinturón se había desabrochado. No podía tenerme en pie, ni siquiera podía limpiarme los ojos. Estaba tirada como un ternero en un rodeo, indefensa y atada de pies y manos. Traté de limpiarme la cara contra mis hombros para quitarme la arenilla de los ojos y por lo menos poder ver. Tenía que ver para poder reconocerle si volvía y, así, poder protegerme. Y atacarle. No sé cuánto tiempo estuve ahí tumbada; pudo ser una hora o diez minutos, pero me parecieron diez años.
Hubiera jurado que había oído a alguien llamarme. ¿No fue por eso por lo que salió corriendo? Y, entonces, como si le hubiera invocado, volvió. La adrenalina corrió de nuevo por mis venas y me revolví y sacudí intentando moverme centímetro a centímetro. Grité, pero solo conseguí toser desesperadamente escupiendo la arenilla que aún me quedaba en los pulmones. Se paró como si no se hubiera imaginado que aún estuviera ahí.
—¿Georgia?
No era él, no era el mismo tío.
Se acercó a mí rápidamente reduciendo las distancias. Apreté los párpados como un niño cuando trata de hacerse invisible cerrándolos. Oh, no, no, no, no. Conocía esa voz. Moses no. Moses no. ¿Por qué tenía que ser Moses?
—¿Llamo a alguien? ¿Llamo a la ambulancia?
Podía sentirle a mi lado. Me limpió la cara como para verme mejor. Sentí un tirón en las cuerdas que me ataban las muñecas y tobillos y, de repente, pude estirar las piernas. La sangre se precipitaba hacia los pies y empecé a llorar. Las lágrimas me hacían sentir bien y parpadeé todo el rato para aclararme la vista mientras Moses me quitaba la cuerda que me apretaba las muñecas. Al liberarme las manos, solté un quejido por el peso muerto de los brazos y el intenso dolor de los hombros.
—¿Quién ha sido? ¿Quién te ha atado?
Miré hacia todos lados excepto hacia él. Llevaba una camiseta negra metida dentro de unos pantalones piratas y unas botas militares que ningún vaquero que se precie llevaría al rodeo. Mi atacante llevaba ropa de vaquero: una camisa de botones con botones a presión. Había notado los botones contra la espalda. Empecé a temblar y sentí ganas de vomitar.
—Estoy bien —mentí carraspeando y deseando desesperadamente que Moses se diera la vuelta para no tener que vomitar enfrente de él. No estaba bien. Para nada. Me sequé las mejillas y escudriñé su rostro para ver si me creía o no y desvié la mirada rápidamente.
Me preguntó si podía mantenerme en pie y me ayudó a levantarme. Lo logré con su ayuda, pero tambaleándome como un potro recién nacido.
—Puedes irte. Estoy bien —volví a mentir desesperada, pero no se fue. Me di la vuelta, caminé unos cuantos pasos hasta la valla con las piernas temblando y vomité. Barro, estiércol y la hamburguesa de rodeo que había tomado me salieron en un chorro de caldo de Pepsi. Me cedieron las rodillas. Me agarré a la valla para no caerme mientras jadeaba y vomitaba, pero Moses no se movió. Los resoplidos y los pisoteos de los toros al otro lado de la valla me recordaron dónde estaba. Alias de Satán y sus secuaces estaban cerca y no me costaba nada creer que había caído por un agujero justo a las entrañas del infierno.
—Estás cubierta de barro y tienes el cinturón desatado.
La afirmación era clara, casi acusadora y yo sabía que Moses no se había creído que estuviera bien. Raro, ¿verdad? Seguí dándole la espalda, me abroché la brillante y gran hebilla con los dedos rígidos y estiré el cinturón hasta el último de los agujeros, obviando el hecho de que el botón se hubiera desatado y la cremallera estuviera bajada. Tenía la camiseta por fuera, así que puede que no se hubiera dado cuenta y yo no iba a atraer su atención hacia ello. El cinturón me mantendría los pantalones en su sitio. Me estremecí.
—Alguien te ha atado.