Instrucciones para contagiar la ciencia
se terminó de editar en noviembre de 2016
en las oficinas de la Editorial Universitaria,
José Bonifacio Andrada núm. 2679, Lomas de Guevara
44657 Guadalajara, Jalisco
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Índice |
Del contagio, sus beneficios y consecuencias
Diego Golombek | Juan Nepote
Museos y aulas
Historias de mis mejores fracasos museográficos
Jorge Wagensberg
Museítis, crónica de una enfermedad incurable
Claudia Aguirre
El aula contagiada de ciencia
Melina Furman
Contagiar el tiempo en un museo interactivo
Milena Winograd
Las conversaciones con los retos, las demostraciones,
los talleres… ¿y cuándo los experimentos?
Roberto Sayavedra
La fuerza de la osadía: la locura de montar
la NanoAventura
Marcelo Knobel | Sandra E. Murriello
Libros y revistas
Ciencia que ladra..., una colección de divulgación
científica para todo el mundo hispanohablante
Carlos E. Díaz
Receta para contagiar el periodismo científico
Valeria Román | Nora Bär
La ciencia y sus emociones
Tomás Granados Salinas
Iamiqué: contagiar la divulgación científica a los niños
Carla Baredes | Ileana Lotersztain
Ciencias: una revista, una comunidad, un proyecto de vida
Patricia Magaña Rueda
Imagen y sonido
Risa contagiosa
Eduardo Sáenz de Cabezón
La ciencia, esa linterna que ilumina la realidad
El Gato y la Caja
El placer de ser contagioso
Javier Crúz
Discurso en torno a dos nuevas
(formas de divulgar) ciencias
Alberto Rojo | Pablo Amster
El día en que hablé con Bashevis Singer
y me volví Richard Feynman
José Gordon
Contagiar la palabra
Gabriela Vizental
Un amor imposible… fue posible
Claudio Martínez
De regreso a Smallville
R. Ernesto Blanco
Instrucciones preliminares para contagiar la ciencia
Gerry Garbulsky
Juntos y revueltos
Los contagiados contagian
Julia Tagüeña
El placer de comprender
Lino Barañao
Envueltos, pero no revueltos
Luisa Massarani
Un contagio crónico de la ilusión por explicar el saber
Vladimir de Semir
Ciência dá samba!
Ildeu de Castro Moreira
La vida diaria no es muy científica en sus cosas
Diego Golombek | Juan Nepote
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Del contagio, sus beneficios
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Al oír aquellas historias, Jack había pensado que eran
exageraciones. Tras presenciar el rápido deterioro de
Terese y Richard ya no opinaba lo mismo. Era una terrible
demostración del poder del contagio.
Robin Cook, Contagio
En general comienza de manera imperceptible. Algo mínimo, escondido o transparente cambia, seguramente destinado a pasar desapercibido, borrado por las ráfagas del tiempo o la inutilidad. Pero cada tanto sucede que algo permanece oculto tras la superficie, dormido como una espora y acechando la oportunidad para desplegarse cuando ya nadie se lo espera, cuando ya las defensas han caído y son porosas a la novedad, y se esparce sin control y sin fronteras.
Hasta hay modelos matemáticos que intentan describirlo y desnudar sus intenciones, modelos deterministas, probabilísticos, caóticos. Estos modelos parten de unas pocas, minúsculas semillas que, poco a poco, van predicando su mensaje hasta pintar su aldea, el mundo, el universo.
Se trata, sí, del contagio, esa palabra que da escalofríos a las madres y trabajo a los farmacéuticos. Pero no sólo de virus, bacterias y epidemias vive el contagio: allí están, por ejemplo, los bostezos, las risas, los hábitos, hasta el malhumor. Y, según alguna investigación reciente, hasta la inspiración puede ser contagiosa.1 Sí: cuando un poeta se siente inspirado al escribir, hay más probabilidades de que inspire a sus lectores y les produzca sensaciones de admiración y maravilla (aun sin conocerlos).
Al fin y al cabo, se trata de compartir esa inspiración, esos sueños, hasta ese amor por lo que hacemos y, quizá si lo hacemos bien, lo contagiamos hasta generar una avalancha. “Después de todo, cuando estás enamorado, quieres contarlo a todo el mundo”, decía Carl Sagan. Pero no se refería sólo al amor romántico, sino al amor por lo que hacemos, lo que nos inspira y entusiasma. Es más: Sagan se refería a uno de los conceptos más extrañamente contagiosos de todos… la ciencia. Sí: sigue la cita del amor: “Por eso, la idea de que los científicos no hablen al público de la ciencia me parece aberrante”.
En lo que a contagios científicos se refiere, no cabe duda de que estamos en buenas compañías. Quizá el mejor ejemplo sea algo tan cercano como el bostezo, cuya sola mención hará que ustedes, lectores, no puedan evitar abrir la bocota, entrecerrar los ojos y tomar aire como si fuera la última vez. ¿Ya está sucediendo? Y… ¿nos creerían si les dijéramos que hay una sociedad internacional de estudios del bostezo, con papers y reuniones científicas incluidas? Pues bien: parece ser que el contagio del bostezo es una forma de empatía: la frecuencia de su contagio es mayor si se trata de parientes, intermedia con amigos y decididamente menor entre desconocidos. ¿Será que al bostezar compartimos emociones? Porque algo así sucede con otro contagio, no menos simpático: el de la risa. Como los bebés que nos devuelven la sonrisa (y nos llenan de alegría), la risa también es contagiosa, esta vez por culpa de las famosas neuronas espejo, promoviendo una cierta cohesión social. Algo parecido sucede con el contagio de sensaciones: ver a alguien con mucho frío… nos da frío (e incluso puede descender la temperatura de las manos del contagiado). Y hay más en este circo científico del contagio, que incluye nada menos que a la juventud: sí, los individuos más viejos pueden mantener y aumentar sus capacidades cognitivas si se ponen a cuidar a los jovencitos. O a las crías, ya que se trata de un experimento realizado con abejas veteranas que, en lugar de andar buscando polen y néctar, fueron obligadas a quedarse en casa cuidando bebés, lo que retrasó su reloj de envejecimiento, quizá contagiadas por las más jóvenes.
Y, como con el bostezo, la risa, el frío o la juventud, aquí estamos, proponiendo contagiar la gran aventura humana: la ciencia. En lugar de abrir la boca bostezando, contagiar el reflejo por el que se nos caen la mandíbulas frente a un descubrimiento, compartir la risa de un experimento, el escalofrío de saber que, por un momento, hay un secreto de la naturaleza que sólo conocemos nosotros (y la naturaleza, claro), la juventud que implica estar siempre a la caza de preguntas. Más allá de la ciencia profesional, aquí nos centramos en contagiar el pensamiento científico, aquella porción de la cultura que nos despierta curiosidades, inquietudes, cosquillas. Las herramientas de este contagio —sus virus y bacterias— son el objeto de este libro. Así, algunos de los más importantes contagiadores de Iberoamérica nos comparten sus secretos, sus pócimas y sus instrucciones confidenciales a la hora de esparcir brotes de ciencia. Todos los escenarios son lícitos, y por esta crónica hospitalaria circulan museos, libros, diarios, aulas, revistas, televisores, artes, radios y carnavales. No importan de dónde vengan los agentes infecciosos: tendremos científicos, periodistas, divulgadores, editores y hasta un ministro que nos dejarán entrar a la trastienda de sus métodos y nos compartirán sus misterios a la hora de inocular la ciencia, con la honestidad de comunicar eventos triunfantes… y de los otros.
Si somos exitosos —y confiamos en serlo— estas páginas tendrán, a su vez, un efecto multiplicativo y sus lectores, de manera inexplicable e inmediata, se convertirán a su vez en contagiadores, en parte de una epidemia zombie que, en lugar de comer cerebros, los celebre, los ilumine y predique esta manera tan particular de ver el mundo con ojos de científico.
No nos unen el amor ni el espanto, sino el contagio… de la ciencia.
1 T.M. Thrash et al. (2016). Writer-Reader Contagion of Inspiration and Related States: Conditional Process Analyses Within a Cross-Classified Writer × Reader Framework. J Personality Social Psychol.
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Historia de mis mejores
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El éxito es un concepto positivo para la autoestima, pero no se aprende mucho de él. Con el error en cambio ocurre lo contrario: la autoestima se tambalea pero se aprende. El error es la herramienta fundamental del conocimiento racional, el conocimiento obtenido a golpe de método científico. Lo mismo ocurre con lo que bien podríamos llamar el conocimiento natural, esto es, aquel que se acumula por la selección natural. En la materia viva los errores se amontonan a lo largo de la cuneta de la evolución. El error es un ingrediente central de la investigación científica. Cualquier ciudadano profesionalmente dedicado a ella sabe que la norma es equivocarse durante todo el día y, cuando deja de hacerlo, entonces publica un artículo o se hace digno del premio Nobel. Mi vida científica ha tenido tres vertientes: la investigación y la docencia universitarias dedicadas a la física de sistemas complejos, la escritura de ensayos en libros, diarios y revistas, y los museos. Los errores no son precisamente un honor pero tampoco son algo que deba avergonzarnos. En cuarenta años de actividad científica he acumulado una buena colección de sabrosos errores, una selección de los cuales me dispongo a confesar aquí.
No sólo se equivocan las personas: también hay errores masivos o, si se quiere, grandes malentendidos que se instalan en la ciudadanía y que luego persisten por pura inercia o por pura tradición. La primera vez que visité el celebrado Air Space Museum de Washington me llevé la impresión de que los grandes precursores de la aviación tenían pioneros indiscutibles: los hermanos Orville y Wilbur Whright. En este magnífico museo existe una réplica de lo que el imaginario colectivo considera como el primer objeto más pesado que el aire que logró remontar el vuelo y sostenerse en lo alto durante cierto tiempo. En los años noventa del siglo pasado usé este dato para una gran exposición sobre la historia del vuelo. Pues bien, hoy sé que la información es falsa y que yo contribuí al error al divulgarla. La visita a aquel museo se había grabado a sangre y fuego en mi memoria y las enciclopedias de la época lo confirmaban sin asomo de duda. Los hermanos Wright fueron unos admirables reparadores de bicicletas que habían pasado a la historia por un logro legendario que la humanidad había soñado desde siempre mientras envidiaba a los pájaros. Pero su hazaña de volar con su artefacto, fechada el 17 de diciembre de 1903, no tuvo testigos, no fue consumada despegando realmente del suelo sino lanzándose cuesta abajo por una ladera y, sobre todo, el hecho de volar con un artefacto fue reivindicado después de que el 12 de noviembre de 1906, el pionero francobrasileño Alberto Santos Dumont, en el campo parisino de Bagatelle y ante una multitud de testigos, despegara del suelo sin ningún tipo de ayuda externa. ¿Cómo reparar este monumental error? Los hermanos Wright fueron grandes pioneros de la aviación y la historia de sus esfuerzos técnicos es digna de ser contada, pero contradecir el desaguisado para rescatar la verdadera historia de Santos Dumont tiene muchas facetas: histórica, técnica, humana, social, económica, política, cultural… Los museos tienen una gran tendencia a cantar la gloria del colectivo humano que ha construido, diseñado y concebido. La moraleja es obvia: un buen museólogo no debe ceder ni un gramo de su método científico cuando concibe un museo. Un museo está dedicado a la creatividad humana, no tanto al gusto de sus patrocinadores. Por delante de todo se encuentra la objetividad, la inteligibilidad y la dialéctica con la evidencia experimental. Atención pues con los museos de arqueología o de historia, que la gloria nacional no les nuble la vista.
El caso del pez grande que engulle
un pez pequeño
En una ocasión cayó en mis manos un curiosísimo fósil en el que aparecía un pez que tenía otro a medio tragar. Inmediatamente me vino a la mente una máxima que siempre he aplicado en museología: si me emociono yo hay una gran probabilidad de que se emocione también el visitante al museo. ¿No es impresionante que una escena de más de cien millones de años haya quedado atrapada para la posteridad? ¿Qué ocurrió unos segundos antes de que empezara el proceso de fosilización? ¿No es extraño que un episodio que dura tan poco tiempo haya quedado fotografiado para siempre? Adquirí la pieza ilusionado, preparé una vitrina especial con más ilusión aún y me aposté con más ilusión todavía si cabe para espiar la sorpresa y admiración de los visitantes. El resultado de aquella experiencia la guardo hoy en la memoria como mi más grande fracaso museográfico. En las dos horas que permanecí al acecho no se detuvo ni un solo ciudadano por más de diez segundos. ¿Qué había fallado? Detuve a un adolescente para averiguarlo. “¿De verdad no te interesa la pieza de esta vitrina?”. Mi interlocutor le echó una mirada al pez, se encogió de hombros y contestó: “Pues no mucho, la verdad. Es un pez grande comiéndose a un pez chico y todo el mundo sabe que los peces grandes se comen a los peces pequeños”. Fue una gran lección, sí señor. La museografía no ayudaba en nada a apreciar el grado de verosimilitud de la escena que ofrecía el museo para su contemplación. El error me enseñó a no dejar nunca de lado el método científico, incluso cuando la actividad que tenemos entre manos no sea precisamente una investigación científica de vanguardia. Me di cuenta de que no podía exigir comprensión del visitante si sólo le mostraba un caso. Comprender es la mínima expresión de lo máximo compartido. Por lo tanto, lo mínimo que se necesita para empezar es disponer de más de un ejemplo. Con esta idea, que procede directamente de la esencia del método científico, di el paso siguiente: en la vitrina se podían ver ahora no uno sino hasta ocho ejemplos de peces grandes intentando devorar otros tantos peces pequeños. Segundo intento y segundo fracaso: nadie se detenía frente a los restos de aquel antiquísimo asesinato múltiple. Entonces se me ocurrió añadir una pregunta a la escena a modo de recordatorio del método científico: “¿Crees que hay algo en común entre los ocho casos que puedes observar aquí?”. Un niño de nueve años levantó la mano como movida por un resorte: “¡Yo, yo lo sé! Los peces grandes son demasiado pequeños”. Todos los labios se entreabrieron, todas las miradas se pusieron a brillar de gozo intelectual y un murmullo recorrió la audiencia como una deflagración. Ahora se entendía toda la historia. Unos cuantos peces habían quedado confinados en un pequeño espacio, quizá una charca después de una tormenta. Al principio los más grandes se comen a los más pequeños, así que poco a poco los tamaños se van igualando hasta que se alcanza un límite en el que un pez grande demasiado pequeño intenta tragarse un pez pequeño que es demasiado grande. Consecuencia: el pequeño se atasca dentro del cuerpo del grande sin que este consiga tragarlo, de modo que el depredador se atraganta y la presa se ahoga. Luego los dos mueren, se van al fondo y se inicia el proceso de fosilización. La museografía, por fin, funciona.
¿Y esto qué es?
Mientras preparaba la profunda reforma del Museo de la Ciencia de Barcelona, lo que a partir de 2004 se llamaría CosmoCaixa, organicé un viaje al Sahara marroquí. La intención era inspirarse para una gran exposición sobre el desierto en el museo. Durante una de las caminatas tropecé con lo que parecía una piedra. Pero era una pieza muy rara: rara estructura, rara forma, raro color… Lo más curioso de este avistamiento es que no era el único objeto de esas características, pero su ubicación sobresalía en el espacio. El área repleta de aquellos extraños objetos no superaba los cien metros cuadrados y los límites de este territorio eran nítidos. Las misteriosas formas desaparecían de repente en una frontera imaginaria. “¿Y esto qué es?”. Los geólogos del equipo no tenían la menor idea. Se parecían a esas formaciones conocidas como rosas del desierto, pero estaba claro que tenían poco que ver. Me llevé unas muestras para analizarlas. Quizá podrían incluirse algún día en alguna exposición. Dicho y hecho. Reuní toda la información y todas las opiniones disponibles y con ellas compuse un texto para acompañar la bellísima y enigmática pieza. En él intentaba no contradecir ninguno de los informes parciales pero, quizá justamente por ello, el escrito resultaba vacío, banal, obtuso, poco estimulante. De todos modos decidí presentarlo a la audiencia confiando sobre todo en la rareza y belleza de la pieza. La hipótesis de trabajo descansaba en la idea de que la fuerza visual de la pieza bastaría para arrastrar al visitante hasta la lectura del texto, aunque este no tuviera demasiado conocimiento que añadir. Ahora bien, tenía, como tienen la mayoría de los museógrafos y divulgadores científicos en general, la tendencia a destilar la mayor seguridad y brillantez posible. Es algo que siempre había pensado de una manera más o menos tácita: si en general un científico siempre está lleno de dudas, ¿cómo es posible que cuando divulga todo sean seguridades? En aquella ocasión, y arrastrado por esta inercia, no fui una excepción y reclamé del visitante admiración y sorpresa por un denominador común vacío e insulso de todo lo que había conseguido. El paso siguiente, como siempre, es esconderse para observar las consecuencias. Resultado: un nuevo fracaso. La museografía no conseguía capturar ni retener la atención y el interés del visitante. Tardé un cierto tiempo en ponerme en la piel del espectador, en comprender y, aún más, en aplicar lo aprendido en el museo.
Quizá el problema más extendido de los museos en general sea dar la impresión de que todo lo que se ofrece al visitante es una verdad poco menos que indiscutible y no contar para nada con su mente, ni con su opinión, ni con su posible crítica. No hay espacio para que el público pueda decir “sí, pero…”, quizá el menudillo lingüístico más frecuente durante una investigación científica. De repente caí en la cuenta de que la actitud del museo comunicaba el siguiente mensaje: “Gracias por venir, puedes pasar y disfrutar la ciencia, pero que conste que la ciencia ya está hecha, acabada, llegas un poco tarde para participar, lo siento pero no contamos contigo para nada, el discurso sólo tiene un sentido posible, el que parte del museo y se dirige hacia ti. Asimila lo que puedas”. ¿Cómo se puede lanzar este castrante mensaje a un adolescente ilusionado por la ciencia?
Entonces me acordé de que ya me había enfrentado antes con esta cuestión y durante un tiempo busqué una pieza para que la ciencia confesara con ella su ignorancia e invitara al visitante a participar. En aquella ocasión no encontré nada que valiera la pena, pero ahora lo tenía delante. Era la gran ocasión. Mientras mi amiga Lynn Margulis se llevaba un pedazo de aquel material y se lo ofrecía a uno de sus doctorandos para su estudio, el museo puso otro pedazo en exposición con el llamativo y provocativo rótulo: “¿Y esto qué es? ¡No tenemos ni la menor idea!”. El resultado fue inmediato y espectacular: los adolescentes frenaban en seco, ponían los ojos como platos y empezaban a conversar entre sí. Ya están adentro, la ciencia cuenta con ellos. Hoy, después de una década de investigaciones y de dos expediciones al lugar del desierto donde se hizo el descubrimiento de ese material, ya sabemos lo que es y por qué es tan raro y singular en el espacio y en el tiempo. Ya está publicado y se le puede dedicar toda una exposición sólo a este tema. Última enseñanza: la mejor museografía procede directamente de la investigación científica y las mejores emociones para los visitantes son las mismas que mueven a los científicos a hacer ciencia. Pero esa ya es otra cuestión.
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Museítis, crónica de una
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Atención: ¿es usted una persona sensible al gozo intelectual, interesada por aprender cosas nuevas (que a veces parecen inútiles), con propensión a las discusiones interminables acerca de ciencias (o cosas que hablen de ciencias: series, blogs, comedias, libros, películas, etcétera), a nuevos descubrimientos, a los retos de las próximas generaciones? ¿Está usted dispuesto a pelearse con su familia porque siempre en vacaciones, en cada ciudad nueva, usted insiste, persiste (y gana) en querer visitar cada museo que se encuentre —no importa de qué tipo—aunque esa ciudad sea la Ciudad de México, la urbe del mundo con más museos? ¿Sabe usted cómo atravesar una cuerda sobre un vacío subido en una bicicleta, qué sucede al mezclar bicarbonato con vinagre o cómo levantar el peso de un automóvil con sólo utilizar un dedo? ¿Sabe cómo se descompone la luz con una lente? ¿Sabe todo lo anterior porque lo ha experimentado en un museo de ciencias?
¿Se siente identificado? Entonces, por favor, no se pierda estas divagaciones. No está solo. Es muy posible que usted esté aquejado de este creciente mal… y aquí le contamos cómo empeorar. Si usted no es esa persona, podría figurar como el primer caso en la historia de la literatura y de la medicina (sin contar El Quijote y El nombre de la rosa) en enfermar por leer un texto (sí, ya sé, los hongos de los libros y todo eso. Hablo en un sentido más… poético). Así que no se pierda la oportunidad de hacer parte de esta epidemia, contágiese. He aquí las fases de la experiencia de enfermedad.
Fase I, en la que se experimenta el síntoma
¿Cómo se contagia uno por el gusto hacia los museos, y más específicamente, por los museos de ciencias? Es entendible que, humano y fetichista como la mayoría, uno se entusiasme por objetos (la Mona Lisa, un sarcófago egipcio, un dedo de Galileo), pero ¿entusiasmarse por fenómenos, metáforas, demostraciones, preguntas, errores?
Nada es más impresionante que la naturaleza. Es un hecho sobre el que, más o menos, todo el mundo está de acuerdo. Los museos de ciencias nos dan la oportunidad de aprender de ellas, más interesante aún, de experimentar con ellas; de observarlas desde diferentes ángulos, de verlas de maneras insospechadas; de recorrer los caminos de antiguos científicos, de cometer sus errores y llegar, por diversos medios, a nuestras propias conclusiones. Los museos de ciencias son lugares para experimentar el gozo intelectual, esa sensación que el físico español y gran museólogo de ciencias Jorge Wagensberg define como “el que ocurre en el momento exacto de una nueva comprensión, una nueva intuición”.1
Para llegar a un gozo intelectual es necesario preguntar, investigar, conversar, opinar, argumentar, equivocarse. Los museos de ciencias son los lugares perfectos para cometer errores. Nadie reprueba (en el sentido escolar de reprobar un examen) una visita al museo. Si alguien se equivoca en la búsqueda de una solución, entonces es la oportunidad perfecta para buscar otro camino. Sale barato (en el ego y en el bolsillo, pues cuesta menos una entrada al museo que una sesión en el terapeuta) y la iteración segura y controlada en la búsqueda de la comprensión puede llevar a resultados tan sorprendentes como aprender del error y, más aún, aprender de uno mismo.
No pelee, reconózcalo: es grave. Claro, el museo también debe poner de su parte. Si por casualidad, en una visita, un mediador (o un explicador, o un guía, o un intérprete, o un explorador… como quiera que el museo haya elegido nombrar a sus conversadores profesionales) le hace una pregunta que lo deja como un idiota, o sin necesidad de pregunta lo hace sentir indigno de pisar un espacio de alto conocimiento… ¡Abandone! ¡Corra! ¡Dé un portazo! (No es fácil, no todos tienen puertas). Ese museo no lo merece. Váyase a buscar otra fuente de contagio.
Pero si encuentra otros errores, a su juicio corregibles: textos aburridos o muy largos; una interpretación muy técnica de un fenómeno; ideas un poco raras acerca de la interacción (que se limiten a pulsar botones, o a halar palancas); o los mismos conversadores que invoqué líneas atrás, pero con vocación de profesor de colegio… dele una oportunidad. Los museos de ciencias están aprendiendo, escuchan a sus visitantes, se preocupan por su experiencia. ¡Y ellos también tienen derecho a cometer errores!
Ahora, debemos reconocer que hay museítis de dos tipos: la aguda y la crónica. De la primera hemos hablado un poco, usted mismo la ha experimentado (o no). Normalmente por ahí empieza la infección. Uno visita el primer museo y cuando menos piensa está riéndose a carcajadas (de sí mismo) o sintiéndose muy orgulloso (de la misma persona). Los museos de ciencias son los mejores lugares para descubrir cosas de las que uno mismo no tenía ni idea: capacidad de encontrar soluciones inesperadas a retos matemáticos, o físicos, o sociales; conocimiento acerca de leyes de la física que usted tomaba como meras intuiciones; talentos escondidos para el arte, la innovación, el trabajo en equipo (de la segunda hablaremos en el siguiente apartado). Lo importante es que usted ya se reconoce como enfermo.
Fase III, en la que se toma contacto
con el agente de salud
Y así llegamos al segundo tipo de museítis, el más grave, el incurable: trabajar en un museo de ciencias. El pobre paciente ya ni siquiera se reconoce como tal. No sólo piensa, desayuna, almuerza y cena de su museo de ciencias, también se obsesiona con los demás: visitarlos, analizarlos, entenderlos, criticarlos… y trabajar con ellos. Porque no existe otro gremio en el mundo que colabore tan fácilmente con sus colegas como el de los museos de ciencias. El éxito de uno es la alegría de todos. Y los problemas de uno, la preocupación de todos.
Diseñar exhibiciones en conjunto; compartir exposiciones propias y alquiladas; proponer y desarrollar proyectos de investigación de públicos; hacer intercambios de mediadores; preparar eventos comunes para la formación de su personal; socializar cifras, preguntas, campañas, temas, problemas, soluciones, datos… En fin, las opciones de colaboración son enormes, y por fortuna, son ampliamente aprovechadas por los museos de ciencias en América Latina.
Últimamente, los museos han reconocido su importante papel en la transformación de la educación en todo el mundo. Varias entidades, gubernamentales y supragubernamentales (como la unesco) están buscando trabajar en conjunto con los museos de ciencias en la búsqueda de objetivos comunes para la humanidad. Existen redes de museos de este tipo (¡muchos enfermos juntos!) que trabajan por convertir esta epidemia en pandemia.
Ya lo ve: existimos. Y no somos pocos. Y cada vez seremos más. ¿Se siente más enfermo de lo que pensaba? ¿Se identifica como un típico caso agudo en transición hacia el crónico? Acérquese al museo de ciencias más cercano y empeore, por favor.
Si cada vez más sociedades reconocen el rol que los museos de ciencias deben jugar en el sistema educativo de un país, quiere decir que muy pronto necesitaremos muchos enfermos crónicos: gente que se divierta tanto en su trabajo que la mayoría del tiempo olvide que, de hecho, está trabajando. Gente capaz de compartir ideas, de reírse de sus errores; más importante aún, de aprender de ellos, dispuesta a no tener un manual entre las manos, a inventarse su trabajo día tras día (total ausencia de aburrimiento garantizada), a cambiar de temática, a enfrentarse a su propia ignorancia sin un asomo de pereza, a discutir con sus compañeros en un plano meramente intelectual y ser capaz de salir juntos a almorzar para seguir debatiendo sin confundir ni por un segundo el plano personal.
¿Que da susto? ¡Por supuesto! Decía el gran violinista Yehudi Menuhin, después de ser el más aclamado del mundo, que el día que dejara de sentir temor antes de salir a un concierto, dejaría de tocar. Para él significaría que el público había dejado de importarle.
La museítis es una enfermedad que al afectar a sus víctimas las hace más conscientes de los demás; las vuelve más empáticas, exacerba las ganas de conversar, de hacer parte de las historias de otros, de involucrarse en las preguntas de los demás y da muchísimas ganas de participar en la construcción de soluciones.
Dicho todo lo anterior, la invitación es a evitar la vacunación. A contagiar a cuanto pasante nos sea dado inocular. A que hagamos todo lo posible para que la museítis se convierta en una verdadera pandemia.
Porque al fin y al cabo, la museítis es tal vez la única enfermedad que nos saca, con todo éxito, de la cálida comodidad de un sillón y nos empuja a descubrir el mundo. Y a involucrarnos con él.
1 Y sigue: "cada salto en la comprensión, sea positivo o negativo (comprender lo que no se había comprendido o dejar de comprender lo que se creía haber comprendido), tiene asociado un gozo intelectual. Cuanto mayor es el salto, mayor es el gozo". Jorge Wagensberg (2013). La educación vía el gozo intelectual, en El Museo y la Escuela, conversaciones de complemento. Medellín: Explora.