Cada especie animal posee una colección única de atributos y, por eso mismo, el conjunto de especies muestra una gran diversidad de patrones corporales. En contraste, no son muchas las herramientas en que basan su funcionamiento. Ahora bien, combinándolas de múltiples formas, han accedido a prácticamente todos los enclaves del planeta. El ganso indio, capaz de sobrevolar el Himalaya en unas horas, es buen ejemplo de la gran versatilidad de esas pocas herramientas y de su enorme potencial.
Juan Ignacio Pérez
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© Los Autores:
Juan Ignacio Pérez
Yolanda González
© Next Door Publishers
Primera edición: diciembre 2020
ISBN: 978-84-122556-0-7
DEPÓSITO LEGAL: DL NA 1471-2020
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Corrección: NEMO Edición y Comunicación
Juan Ignacio Pérez Iglesias es catedrático de fisiología en la Universidad del País Vasco, en cuya Facultad de Ciencia y Tecnología enseña fisiología animal. Ha investigado en diferentes laboratorios europeos sobre biología de bivalvos marinos. Escribe sobre ciencia y sus implicaciones sociales en diferentes medios (Deia, Vozpópuli, Cuaderno de Cultura Científica, Zientzia Kaiera y The Conversation) y sobre biología animal en ZooLogik (Naukas). Colabora o ha colaborado en diversos programas radiofónicos en espacios sobre ciencia (Onda Vasca, Radio Euskadi, Bizkaia Irratia, Bilbo Hiria Irratia y Onda Cero). |
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Yolanda González es licenciada en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid, completó su formación diplomándose en ilustración en la misma ciudad. Se especializó en el campo de la ilustración científica al entrar, en 2009, en el Museo Arqueológico regional de Alcalá de Henares (MAR). A partir de entonces siguió desarrollando esta labor y especializándose en ilustración arqueológica, científica, fauna y flora en el propio MAR; en diversos museos, como el IPHES, el MUPAC, el MAEF o el IIIPC y en yacimientos como Las cuevas de Altamira, en Santander; El valle de los neandertales, en Madrid o El Breal de Orocual, en Venezuela. Entre sus trabajos destacan las ilustraciones arqueológicas de la exposición «La primera Pedra. La Formentera prehistórica a través de sus herramientas» a cargo del MAEF, las reconstrucciones para la exposición «Caminando entre carnívoros», para el MUPAC o las ilustraciones para la exposición «Prehistoria en Vanguardia», para el IIIPC. Su obra ha sido expuesta en Madrid, Barcelona, Granada, Almería, Venezuela, Cantabria y Formentera. Su trabajo, cargado de investigación y con multitud de ramificaciones, se centra en la relación del hombre con la naturaleza. Yolanda es la ilustradora de Botánica Insólita. |
Pre-texto
Los animales
En las aguas de debajo de los cielos
1. Las sardas de la Valmuza
2. Peces viajeros
3. La rana que come cangrejos
4. Las focas sí beben agua de mar
En el comer está el vivir
5. Gusanos zombis
6. Sangre caliente para comer
7. Las hormigas del fuego
8. Extraña sociedad
El aire vital
9. Translúcidos
10. Paradójicos anfibios con escamas
11. Inmersión
12. Donde falta el aire
13. Las chovas del Broad Peak
Hazañas casi cotidianas
14. Viajeras y escurridizas
15. Los más pequeños
16. Viajes y tornaviajes
17. Cuervos de agua
18. Aves sobre el Himalaya
El fuego interior
19. De sangre casi caliente
20. ¿La última gran tortuga de mar?
21. La sacrificada vida del emperador
22. Por la Candelera sale el oso de la osera
Escuela de calor
23. Metafísico animal
24. Apéndices disparatados
25. Radiadores auriculares
26. La nariz del dromedario
Carreras de armamento
27. Un manjar peligroso
28. La salamandra y la serpiente
29. Tragarse un sapo
30. El Kraken
Creced y multiplicaos
31. El escarabajo enterrador
32. Pequeños pero taimados
33. Enigmática promiscuidad
34. Pescadores de caña
35. La serpiente travestida
Ir(racionales)
36. Las aves de Prometeo
37. Socios insospechados
38. Cánidos urbanitas
39. El duelo de los pecaríes
El ciclo de la vida
Lista de animales
Para Aintzane, la luz de cada día.
Este libro es una colección de historias de biología animal. Están ordenadas de acuerdo con una secuencia que, como tal, también configura una historia o, quizás, una metahistoria animal. Las páginas que siguen se pueden leer así, tal y como están ordenadas las historias, o sin ningún orden en particular. Cada una es autocontenida: no necesita las anteriores para entenderse.
Al final de cada historia he incluido una relación de las referencias que me han servido para documentarla. Sin embargo, hay tres fuentes que no he citado. He usado la Wikipedia (en inglés) para consignar datos sobre la biología básica de algunas especies. Otra fuente ha sido la, a mi juicio, gran referencia en fisiología animal de finales del siglo XX y principios del XXI: Animal Physiology, de Richard W. Hill, Gordon A. Wyse y Margaret Anderson (Sinauer Associates; 4.ª edición internacional, 2018). Esta obra es, a día de hoy, el corpus de conocimiento más completo y actualizado que existe sobre el funcionamiento de los animales, una fuente esencial en la disciplina. En sus páginas se encuentra el conocimiento básico en el que se sustentan muchos casos particulares presentados aquí. La tercera gran fuente son mis compañeros y compañeras y los estudiantes a los que he dado clase. Es difícil calibrar en qué medida las conversaciones y debates con ellos me han ayudado a entender la biología de los animales, pero es muy grande. Les estoy muy agradecido.
Cometo errores con frecuencia. No me fío de mi capacidad para evaluar la adecuación de ciertas expresiones al registro de lenguaje propio de cada ocasión. Tengo limitada confianza en mi habilidad para juzgar la pertinencia de una u otra asociación de ideas o la corrección de una deter-minada relación causal. Y me asaltan dudas acerca de mis conocimientos sobre la biología de los animales. Aintzane Fernández, Marta Magariños, Uxune Martínez, Txani Rodríguez, Pedro Ugarte y Miren Bego Urrutia han leído versiones anteriores o fragmentos del borrador de este libro. Gracias a sus observaciones he trabado un texto más legible, ameno y riguroso de lo que lo hubiera sido sin ellas. Agradezco de corazón la ayuda prestada. Los errores, incongruencias y oscuridades que subsisten son de mi entera y única responsabilidad.
Luís Alfonso Gámez, con Animaladas, y Javier Peláez, con Zoo Logik, me ofrecieron sendas plataformas para empezar a difundir en la red historias de biología animal. Antonio Casado da Rocha me dio a conocer los escritos de H. D. Thoreau sobre pájaros en sus diarios. También le debo la excelente traducción al español de los textos del norteamericano incluidos en estas páginas. Ander Izagirre me contó la historia de las chovas. Joan Sallés proporcionó la referencia de la serpiente que come salamandras venenosas. Los trabajos y seminarios de mis alumnos han sido una magnífica fuente de información e ideas durante estos años, aunque aquí solo he incorporado la historia de la tortuga del tamaño de un Seat 600, que conocí gracias a Josu Meléndez. Francis Villatoro siempre me ha surtido de referencias muy valiosas a través de Twitter, como la de la evolución del buceo de los mamíferos marinos. Antonio Martínez Ron lleva años contando en «Next» (Vozpópuli) las mejores historias de animales que he leído nunca y, además, cuando la historia es realmente buena, no deja de hacérmela llegar; algunas las he incluido aquí, como la de los gansos de la India o la de los vencejos. Miren Bego Urrutia escribió algunas historias ejemplares hace ya tiempo en Uhandreak, nuestro blog en euskera; sus historias sobre indicadores, dracos y avestruces, al menos, han sido el punto de partida para mis textos. Y de una forma u otra, muchas de las historias ejemplares de este volumen han pasado por sus manos en algún momento. A todos ellos les estoy muy agradecido y a Miren Bego muy en especial.
Ha sido un privilegio que Next Door me propusiera escribir este libro, por la oportunidad que me ha dado, por el exquisito trato que me ha dispensado y por haber propuesto a Yolanda González que ilustrara el texto con sus magníficas creaciones.
Soy un tipo con suerte. Esta y las dos páginas anteriores son buena prueba de ello.
Me devora
mi miedo devorador
a ser devorado
por tu miedo devorador
a que te devore.
Kiko Veneno («Los animales»)
Son sistemas orgánicos autoorganizados cuya estructura y funciones se modifican a lo largo del tiempo con arreglo a un patrón preestablecido. Hasta que mueren, claro está.
Todos están formados por multitud de células eucariotas1 y la energía que necesitan la obtienen de materia orgánica procedente de otros organismos. Casi todos necesitan oxígeno. La inmensa mayoría han de ingerir el alimento, ya que no lo pueden absorber directamente del exterior como hacen los hongos. Prácticamente todos disponen también de sistemas de control e integración. Casi todos se reproducen sexualmente, aunque algunos pueden hacerlo asexualmente también y unos pocos solo se reproducen de esta forma. Muchos son capaces de desplazarse.
Intercambian materia y energía con el exterior y sobre ese intercambio ejercen grados variables de control. Agua y sales fluyen a su través, normalmente de forma controlada. Incorporan materiales para renovar y reparar sus estructuras, crecer y reproducirse. Toman el oxígeno y la energía necesarios para fabricar las moléculas de alto contenido energético —trifosfato de adenosina (ATP) principalmente— con las que alimentar sus actividades. Como consecuencia de todo ello, producen residuos que han de ser expulsados y disipan una parte de la energía en forma de calor.
Surgieron probablemente hace unos setecientos millones de años. Los primeros no eran más que agrupaciones o colonias de protozoos2. Lo más parecido a aquellas cooperativas animales que existe en la actualidad son las esponjas, organismos marinos sésiles sin tejidos diferenciados y que se alimentan de partículas en suspensión en la columna de agua. Las esponjas más antiguas de las que tenemos noticia datan de hace unos seiscientos cincuenta millones de años.
Después de las esponjas aparecieron ctenóforos y cnidarios, con simetría radial y muy pocos tipos celulares. Hace seiscientos treinta millones de años hicieron acto de presencia los primeros cuyo cuerpo tenía simetría bilateral. Seguramente eran gusanos planos, sin cavidades internas, con pocos tipos celulares y tejidos diferenciados y cuyo sistema nervioso era, quizás, una red difusa de neuronas. Pero tenían un eje anteroposterior, lo que resultó todo un hallazgo porque proporcionaba dirección al movimiento y esa novedad impulsó la concentración de estructuras sensoriales en la zona anterior del cuerpo, en el sentido de la marcha. También propició la formación, en esa misma zona, de los primeros ganglios o coalescencias de neuronas que procesaban la información procedente de los receptores sensoriales. El sistema nervioso empezó poco después a funcionar bajo el control que ejercían esos ganglios.
Las formas que fueron surgiendo después eran cada vez más complejas, con más tipos celulares y más tejidos y órganos. Hace alrededor de seiscientos millones de años, un grupo de organismos con simetría bilateral generó el celoma, una cavidad interna llena de líquido (calificado, muy propiamente, como celómico) que desempeña tareas importantes: cumple funciones de esqueleto hidrostático y alberga tejidos y órganos. Hoy, casi todos poseen esa cavidad, aunque en muchos de ellos está muy reducida o transformada. El líquido del interior del celoma, o cavidad equivalente, es el que baña las células, porque no hay discontinuidad física entre los líquidos de las cavidades internas y el intersticial, el que está en contacto directo con ellas.
El líquido celómico, en los primeros, tenía una composición muy similar a la del agua de mar. Así sigue siendo en los invertebrados marinos actuales. Es un pequeñísimo mar interior que baña y protege los tejidos y los mantiene en contacto con el resto del organismo. Lo llamamos medio interno y, en la mayoría de las especies, el buen funcionamiento del organismo depende de su estado.
En el periodo cámbrico, hace entre quinientos cuarenta y cuatrocientos ochenta millones de años, se produjo una gran diversificación de formas. Surgieron entonces, todavía en el mar, la mayor parte de los grandes grupos actuales.
Hace cuatrocientos millones de años unos artrópodos, los milpiés3, invadieron la tierra firme. Algo después, hace trescientos cincuenta millones de años, también se mudaron los anfibios. Los peces habían surgido hace unos quinientos veinte millones de años y ochenta millones de años después se produjo una divergencia de consecuencias profundas. Los peces óseos se dividieron en dos grupos, el de aletas radiadas, al que pertenecen la inmensa mayoría de los peces óseos actuales, y el de aletas lobuladas, del que solo quedan ocho especies, dos celacantos y seis dipnoos (peces pulmonados). Fueron esos peces de aletas lobuladas los que dieron lugar a los anfibios y, por lo tanto, también al resto de los vertebrados terrestres.
Al parecer, el ancestro de todos los peces óseos migró de las aguas oceánicas a las aguas dulces y, como parte de la adaptación a ese ambiente más diluido, su medio interno perdió dos terceras partes de la sal que contenía. De esa forma era menos costoso mantener la diferencia de concentración entre ambos medios, el externo y el interno. Los peces óseos surgieron, por tanto, en agua dulce. Eso explica que, con la excepción de celacantos y peces cartilaginosos, el medio interno de todos los vertebrados tenga una concentración de sales disueltas que viene a ser una tercera parte de la del agua de mar: su mar interior está formado por agua salobre. Me refiero a los peces óseos que permanecieron en los ríos, también a los que más adelante recolonizaron los mares, a los que dieron lugar a los anfibios y conquistaron el medio terrestre y, por supuesto, a todos sus descendientes, reptiles y mamíferos.
Hace trescientos treinta millones de años surgieron los amniotas, que nacen en el interior de una estructura protectora formada por cuatro membranas que se encuentra llena de líquido. Con esa protección, las crías pueden nacer en tierra firme porque están inmersas en un recipiente que contiene el agua que necesitan en sus primeras etapas. Primero fueron los reptiles (los sinápsidos, hace trescientos diez millones de años) y más tarde los mamíferos (doscientos diez millones de años). Hace doscientos treinta millones de años surgieron los dinosaurios, aunque desaparecieron hace sesenta y cinco millones, salvo las aves.
En el curso de la evolución, los animales se han ido haciendo cada vez más complejos. Conforme aparecían nuevos linajes se producía una mayor división del trabajo biológico, una mayor especialización. Los tipos celulares se diversificaban más y más, y así las funciones ganaban en eficacia. Los tejidos, órganos y aparatos son agrupaciones de células de unos pocos tipos asociadas para desempeñar funciones específicas. Y lo hacen de forma coordinada y armónica con el resto de las agrupaciones que conforman el organismo.
En las páginas que siguen encontraremos una colección de historias. Cada una ejemplificará algún aspecto de su funcionamiento. En ese sentido, estas historias deben entenderse como modelos que ilustran los mecanismos que les han permitido mantener su integridad funcional y satisfacer sus necesidades en contextos ambientales muy diversos. Veremos cómo se las arreglan para mantener un balance equilibrado de agua y de sales; aprenderemos que prácticamente todos los materiales orgánicos pueden servir de alimento; conoceremos los mecanismos que han permitido a no pocas especies frecuentar enclaves donde prácticamente no hay oxígeno; sabremos de sus proezas desempeñando actividades con una exigencia altísima; descubriremos los mecanismos que ayudan a muchas especies a vivir en entornos muy fríos o, lo contrario, muy cálidos; nos encontraremos con verdaderas carreras de armamento entre especies, cuyos participantes luchan por devorar e intentan no ser devorados; entenderemos que esas tareas, quehaceres y empeños adquieren pleno significado en virtud de su consecuencia última y razón de ser: procrear nuevos individuos que porten en su interior la información genética de quienes los antecedieron. Y comprobaremos, finalmente, que los considerados irracionales tienen capacidades cognitivas que hasta hace bien poco no podíamos ni imaginar.
He tratado de mostrar un abanico lo suficientemente amplio de historias y aspectos de su funcionamiento como para ofrecer una imagen fiel de su diversidad. Esta es, en cierto modo, una colección de historias ejemplares porque ejemplifican soluciones, mecanismos y adaptaciones variadas. Espero que la lectura de estas páginas resulte amena y, también, instructiva, porque no son pocas las enseñanzas que pueden extraerse del modo en que los animales resuelven los retos que afrontan. También en este sentido las recogidas en esta colección son, con toda propiedad, historias ejemplares, y sus protagonistas, animales ejemplares.
BONNER, J. T., Why Size Matters, Princeton, Princeton University Press, 2006.
HEIM, N. A. et al., «Cope´s rule in the evolution of marine animals», Science, vol. 347, núm. 6224, 2015, pp. 867-870.
LEDOUX, J., The Deep History of Ourselves, Nueva York, Viking, 2019.
1 Las células eucariotas son aquellas cuyo interior se halla organizado en compartimentos que desempeñan funciones diferenciadas. Esos compartimentos están delimitados por membranas.
2 Los protozoos son organismos unicelulares eucariotas.
3 Milpiés es el nombre común de los Diplopoda, una clase de artrópodos similares a los insectos; no tienen mil patas, pero la especie Illacme plenipes tiene setecientas cincuenta, que no está nada mal.
1/ Las sardas de la Valmuza
2/ Peces viajeros
3/ La rana que come cangrejos
4/ Las focas sí beben agua de mar
[…] te regalaré un pez para que entiendas cómo crece, cuánta agua necesita para respirar, cuánta para vivir […]
Anari Alberdi («Harriak»)
Por Vega de Tirados, provincia de Salamanca, discurre la ribera de la Valmuza, un riachuelo que desemboca en el río Tormes, muy cerca de Ledesma, aguas arriba, en la antigua aceña llamada Palacios de los Dieces. En Vega de Tirados lo llaman «la ribera»; agrupan bajo el mismo nombre el riachuelo y la explanada que en ambas orillas sirvió desde siempre para labores de trilla. El riachuelo solo corre algunas semanas de lluvias fuertes de otoño o, más frecuentemente, primavera. El resto del año, el agua queda detenida en charcas de aguas someras o en pozas más profundas.
A su paso por las tierras de Vega de Tirados, la ribera forma una de esas pozas que llamamos cadozos (aunque pronunciamos caozos). Es así como se denomina la olla donde se forman remolinos cuando corre el riachuelo. No debíamos acercarnos allí, nos prevenían los adultos una y otra vez. La advertencia era inútil, por supuesto. Íbamos al cadozo a pescar sardas. Lo hacíamos con un saco abierto, sujeto por dos cordeles, que sumergíamos en zonas someras. Empujábamos las sardas hacia el saco hasta que entraban y tirábamos de los cordeles hacia arriba. Pasábamos las tardes calurosas de agosto sentados en la hierba, a la sombra en una chopera, a veces boca abajo, sosteniendo los cordeles o asustando a las sardas, con paciencia, hasta que algunas entraban en el saco.
Las sardas, como el resto de los peces de agua dulce, viven en un mundo muy diluido. El agua de la Valmuza, como la gran mayoría de las aguas dulces, apenas contiene sales disueltas. La concentración es bajísima, mucho más que la de los fluidos corporales que, como acabamos de ver, son aguas salobres. Para un pez óseo como la sarda, la vida no es fácil en agua dulce porque el agua tiende a invadir su interior.
Las membranas biológicas son semipermeables; quiere esto decir que, cuando separan dos disoluciones acuosas con diferente concentración de sustancias disueltas, el agua atraviesa la membrana pero las sustancias disueltas no. El movimiento de agua se produce del fluido con menor concentración de sales al de mayor. Y solo se detendrá si se igualan las concentraciones en ambos fluidos. Este fenómeno, denominado ósmosis, es de importancia capital en los seres vivos, pues rige los movimientos de agua entre compartimentos líquidos separados por una gran parte de las barreras biológicas.
Calificamos de osmótica la presión que impulsa ese trasiego de agua que busca igualar las concentraciones de solutos a ambos lados de la barrera. Potencialmente, podría incluso provocar que un organismo se deshidrate cuando el interior tiene menor concentración que el exterior o, por el contrario, que llegue a reventar si es el exterior el más diluido. Las sustancias disueltas en agua tienen efectos osmóticos, y la concentración de solutos susceptible de provocarlos también la calificamos con el adjetivo «osmótica»4. La del agua dulce puede encontrarse entre 1 y 10 mOsm l-1 (la del agua de mar, entre 1000 y 1150 mOsm l-1) y el medio interno de los peces de agua dulce puede encontrarse entre 280 y 330 mOsm l-1.
Al parecer, la sarda solo se encuentra en la actualidad en los ríos que llevan sus aguas hasta la orilla izquierda del Duero, tras la desembocadura del río Tormes.
Debido a los efectos de la ósmosis, las sardas han de contrarrestar la tendencia del agua a entrar en su interior; de lo contrario, su medio interno, primero, y sus células, después, se llenarían de agua y podrían dañarse de manera irreversible. Por eso su piel es impermeable; minimiza así la invasión osmótica de agua desde el exterior. El problema es que hay zonas limítrofes con el exterior del organismo que, como las bran-quias, no se pueden impermeabilizar porque entonces no podrían captar oxígeno y liberar dióxido de carbono; en otras palabras: no podrían hacer su trabajo. Así, por las branquias penetra agua. Por esa razón, las sardas compensan esa entrada produciendo grandes volúmenes de orina y expulsando de esa manera el exceso de agua.
Ahora bien, esa gran producción de orina las obliga a resolver un segundo problema. La concentración de sales en la orina es mucho mayor que en el agua dulce que se ha colado por la superficie branquial, de manera que, de no mediar otras actuaciones, el medio interno de la sarda —plasma sanguíneo y líquidos intersticiales— acabaría perdiendo demasiadas sales y se diluiría en exceso. Como consecuencia, el agua fluiría desde los espacios intersticiales al interior de las células, pues también estas se tendrían que diluir, ya que sus membranas, como se ha dicho antes, permiten el paso de agua a su través.
Deben adquirir sales para evitar la dilución interna y, con ese fin, las toman del alimento, a través del sistema digestivo, e incluso las introducen también a través de las branquias, transportándolas con dispositivos específicos. Ese transporte cuesta energía, pues se produce en contra de la diferencia de concentraciones o, en jerga técnica, en contra de un gradiente de concentración. Podemos imaginar algo análogo en un vagón del metro atestado de gente: es muy fácil salir cuando se abren las puertas, pero no es fácil entrar; en ese caso hay que hacer un esfuerzo para empujar a la gente y hacer que entre. El vagón atestado sería aquí el medio interno del pez y la gente serían las sales, mucho más concentradas en el vagón que en el andén. Este último sería el agua del riachuelo, el medio externo. De lo anterior se deduce que un pez de río como la sarda, solo por vivir en agua dulce, ha de gastar energía; ha de pagar un precio por permitirse ese lujo.
Por eso las sardas apenas beben, tan solo lo necesario para obtener ciertas sales. Sería absurdo que bebieran alegremente cuando han de evitar, precisamente, que les entre agua y deben tratar de deshacerse de toda la que les sobra.
Cuando, con otros muchachos de mi edad, iba a pescar al cadozo de la Valmuza, no podía imaginar que medio siglo después descubriría que aquellos pececillos pertenecían a una especie que solo se encuentra en el oeste de la provincia de Salamanca. Antes pensaban que se trataba de una población de pardillas (Iberochondrostoma lemmingii), pero los estudios de los zoólogos I. Doadrio y B. Elvira sirvieron para determinar que era una especie nueva para la ciencia, perteneciente al género Achondrostoma.
Al parecer, la sarda solo se encuentra en la actualidad en los ríos que llevan sus aguas hasta la orilla izquierda del Duero, tras la desembocadura del río Tormes: su distribución en 2007 se limitaba a los ríos Huebra, Turones y Uces, aunque hasta principios de la década de los noventa se pescaban en el embalse de Ricobayo, en el Esla, al norte, al otro lado del Duero, en la provincia de Zamora. Es, por lo tanto, endémica de una pequeña zona de Salamanca, razón por la que le dieron un nombre científico que expresa bien a las claras su pertenencia: Achondrostoma salmantium. El endemismo salmantino de la especie tiene, por su parte, reflejo en el hecho de que la voz sarda, en el diccionario de la Real Academia, puede aludir a dos peces diferentes: una acepción, de carácter general, se refiere a la caballa; y la otra, circunscrita al castellano de Salamanca, a un pez de río que no especifica.
La sarda es un pez muy pequeño de la familia de los ciprínidos: los adultos no sobrepasan los 11 cm de longitud. Su hábitat típico se encuentra en ríos temporales, como la Valmuza, en los que el agua solo corre cuando llueve durante varios días o semanas seguidas; el resto del tiempo, y sobre todo en verano, solo quedan charcas y pozas como el cadozo de Vega de Tirados. Antaño era la especie piscícola más abundante en los riachuelos de las dehesas de Salamanca; hoy ya no se puede decir lo mismo5. La Valmuza está al este del área de distribución que se le atribuye hoy a la especie. Quizás ya no queden sardas en aquellas pozas, o quizás nadie se ha tomado la molestia de buscarlas en un riachuelo tan humilde.
DOADRIO, I., ELVIRA, B., «A new species of the genus Achondrostoma Robalo, Almada, Levy & Doadrio, 2007 (Actynopterigii, Cyprinidae) from western Spain», Graellsia, vol. 63, núm. 2, 2007, pp. 295-304.
4 La concentración osmótica se expresa en osmoles (Osm) o miliosmoles (mOsm) por litro (l): mOsm l-1.
5 La Gaceta de Salamanca informaba, el 30 de noviembre de 2019, de que estaba a punto de finalizar el proyecto de recuperación de siete especies de ciprínidos, entre los que se encuentra la sarda. El proyecto comenzó en 2014 y se ha basado en la cría en cautividad de las especies en el Centro Ictiogénico de Galisancho para repoblar los ríos con esas crías. Achondrostoma salmantium había sido declarada especie amenazada por la IUCN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza) en 2011.
Los salmones estaban allí abajo.
Temblando juntos, tocándose,
vaciándose el uno para el otro.
Ahora bajo el murmullo de la corriente
se deslizan hacia la muerte.
Ted Hughes («Salmon eggs», River)
Partiendo del puente de Cangas de Onís (Asturias) que llaman romano, sale un sendero que discurre por la orilla izquierda del río Sella y deja a su derecha una vega no muy extensa en la que se puede ver ganado de varias clases y algún que otro cultivo de maíz o de hortalizas. El paseo lleva al caminante hasta Aballe, una aldea preciosa desde la que, ahora ya por una carretera local, se llega en unos minutos a la salmonera del Sella.
Aprovechando el embalsamiento que produce una presa que da servicio a una pequeña estación hidroeléctrica, al otro lado del río se ha instalado una estación de desove de salmones (Salmo salar), entre el cauce y la carretera nacional que conduce hasta el puerto del Pontón, en el límite occidental de los Picos de Europa. Unas «escaleras» labradas en la orilla derecha del cauce facilitan a los salmones el acceso al embalse. A la instalación, el visitante puede llegar cómodamente por carretera, pero es mucho más grato seguir el sendero de la margen izquierda del río y contemplar el embalse desde el otro lado. Hacemos ese paseo a diario cuando recalamos en Cangas. Es un enclave hermoso, de fácil acceso y nada concurrido.
No es raro ver salmones jóvenes saltando por encima de la superficie del agua embalsada. Son pintos, ejemplares nacidos allí unos meses antes, hijos de los que, tras recorrer centenares de kilómetros, superar obstáculos y esquivar depredadores, volvieron a desovar a su lugar de nacimiento. Y, con frecuencia, a morir.
Los salmones nacen en las zonas altas de los ríos, a veces en sus cabeceras, y en esas zonas transcurre la primera etapa de sus vidas. Como las sardas de la Valmuza y demás peces de agua dulce, viven en un medio en el que apenas hay sales disueltas. La concentración es mucho más baja que la de los fluidos corporales. El agua, como les ocurre a los pececillos salmantinos del capítulo anterior, tiende a entrar en su organismo.
Hay poblaciones de salmones que son dulceacuícolas toda su vida: no viajan al mar. Pero la mayoría sí lo hacen, son anádromos. Llega un momento en que los pintos se convierten en esguines, que es cuando, tras experimentar cambios profundos en su anatomía y fisiología, ya pueden abandonar el río y viajar al mar. En el sur de Europa eso ocurre tras uno o dos años de vida, pero hacia el norte, la etapa fluvial se alarga. En las poblaciones más septentrionales pueden llegar a permanecer allí hasta ocho años antes de migrar.
Con la migración las cosas cambian, porque en el mar la concentración de sales es muy alta, bastante más que la de sus fluidos internos. Recordemos que el «mar interior» de los peces óseos es un mar de agua salobre. Así pues, al cambiar de medio, la relación hídrica y osmótica que mantienen con el exterior se invierte. Pasan de no beber agua a beberla, de producir orina abundante y diluida a restringir su producción y concentrarla hasta igualarla prácticamente con la del plasma sanguíneo, y —lo que resulta más llamativo— de tomar sales a través de las branquias a expulsarlas por esa misma vía.
No es difícil empezar a beber; al fin y al cabo, no es más que un cambio de comportamiento. Tampoco es tan complicado producir menos orina y elevar la concentración de sales disueltas en ella, pues el trabajo renal se puede adaptar con relativa facilidad a las circunstancias. Pero el tercer cambio no es tan sencillo.
Las branquias de los teleósteos de agua dulce introducen cloruro sódico (en realidad iones sodio e iones cloruro) en el organismo y las de los marinos hacen justo lo contrario, lo expulsan al exterior. Así pues, los ionocitos6 de las branquias de los salmones deben realizar trabajos opuestos en uno y otro medio, y todo indica que esos trabajos los hacen células con diferentes transportadores de iones, denominados α 1a y α 1b. En las bran-quias de los pintos abundan mucho más los primeros, pero la proporción cambia cuando se transforman en esguines y mucho más aún cuando se trasladan al mar. Una vez se han producido esos cambios, y ya convertidos en esguines, los salmones están en condiciones de vivir en el mar. Los nacidos en los ríos septentrionales de la península ibérica viajan hasta aguas tan lejanas como el norte de las islas británicas y el sudeste de Groenlandia.
Permanecen en el mar un número variable de años, entre uno y cuatro. Durante ese tiempo han de crecer y engordar, adquiriendo las reservas de energía que les permitan afrontar con posibilidades de éxito dos tareas. Una es la de producir una gran cantidad de gametos, óvulos las hembras y espermatozoides los machos. Y la otra es retornar al río y nadar contra corriente, salvando en ocasiones grandes desniveles, hasta llegar al lugar en el que nacieron. Cuando han adquirido el tamaño adecuado, acumulado las reservas necesarias y se encuentran en condiciones de volver al río, inician el viaje de retorno.
Los nacidos en los ríos septentrionales de la península ibérica viajan hasta aguas tan lejanas como el norte de las islas británicas y el sudeste de Groenlandia.
La vuelta se prolonga centenares de kilómetros a través del océano y, normalmente, decenas más río arriba, hasta conducirlos al lugar en el que nacieron. El viaje es una verdadera odisea, tanto por las distancias que recorren los salmones como por su carácter épico.
Una vez han llegado a su destino, la hembra, moviendo la cola vigorosamente, desaloja los cantos rodados de una zona limitada, creando un hoyo o depresión en el lecho de grava. A continuación libera sus óvulos, que se depositan en esa depresión. El macho expulsa después sus espermatozoides por encima y, acto seguido, la hembra vuelve a hacer uso de su cola para amontonar cantos rodados encima. Es el nido de los salmones.
La mayoría de las especies son semélparas, mueren tras reproducirse.