«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».
_______________
Título original: Or noir
© 2015 Dominique Manotti
© Éditions Gallimard, 2015
____________________
Traducción de Albertina Rodríguez Martorell
Diseño de cubierta: Eva Olaya
___________________
1.ª edición: enero 2020
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2020: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
____________________
Esta obra se benefició del apoyo de los Programas de Ayuda a la Publicación del Institut français.
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Mes de mayo en Nueva York. Buen tiempo, un aire suave lejos del calor asfixiante del verano; una estación propicia para los festejos mundanos. Hoy Michael Frickx, el ejecutivo más destacado de CoTrade, sociedad de comercio de minerales con sede en Nueva York, se casa con Emily Weinstein, la nieta de Nat Weinstein, dueño de la Sociedad Minera de Sudáfrica, en la gran sinagoga de la Quinta Avenida.
Después de la ceremonia religiosa y antes de un extraordinario banquete de varios centenares de cubiertos en un gran hotel de la ciudad, Joshua Appelbaum, el dueño de CoTrade, recibe en su casa a una cincuentena de amigos y familiares, para presentarles personalmente a la joven esposa, y brindar con todos por el feliz acontecimiento.
Vive en un apartamento de dos pisos en la cima de un rascacielos de la Quinta Avenida. De pie, en el saloncito contiguo a la entrada, recibe a sus invitados acompañado por la novia, de veinte años. Estos la examinan con curiosidad y cierta desconfianza.
Nadie la conoce, acaba de llegar directamente de Sudáfrica, un país anglófono ciertamente, pero terriblemente… exótico y atemorizador. Es alta, delgada, atlética, cabello oscuro muy corto, ojos negros y sonrisa radiante, etérea en su vestido largo blanco y púdico, sin apenas escote. A la vez hospitalaria y cercana, se parece a no importa qué hija de buena familia americana.
El veredicto es positivo: una joven muy presentable. A su lado, su esposo Michael, treinta y seis años, muy alto, elegante en un traje oscuro de buen corte, cabello castaño corto, cuidadosamente peinado, rostro alargado, expresivo, de sonrisa fácil, recibe a los invitados con los brazos abiertos. Tiene unas palabras para cada uno, una sonrisa, una anécdota, su memoria funciona como la maquinaria de un reloj. Felicitaciones, abrazos, es el niño mimado de los amigos de Jos.
Después los invitados se dirigen a la gran sala, cuyo amplio ventanal acristalado se abre a una terraza que domina Central Park. En el umbral de la puerta pasan delante de la ketouba, el acta de matrimonio de Michael y Emily, expuesta sobre un atril. Un pergamino caligrafiado en arameo, enmarcado en una orla de flores y frutos estilizados que se entremezclan con el texto. Cada invitado se inclina sobre el pergamino, y se afana en descifrar las firmas de los testigos. Joshua Appelbaum, su anfitrión, el dueño de CoTrade, ha firmado por el novio.
Nat Weinstein no podía firmar por su nieta, porque está unido a la novia por lazos de sangre, quien lo ha hecho ha sido su segundo en la Sociedad Minera de Sudáfrica, el director general Leo Blumenfeld, venido a propósito desde Johannesburgo para la ceremonia. Después de comprobar con sus propios ojos las dos firmas, una al lado de la otra, los invitados pasan a la gran sala, en la que se han dispuesto tres bufetes de bebidas y canapés diversos; y se reparten en distintos grupos, las mujeres a un lado y los varones al otro. La charla es animada.
Algunas mujeres se extrañan: ¿los padres de los novios no han venido? Ay, no, los dos jóvenes son huérfanos, por desgracia. Lamentos convencionales. Michael, muchos lo saben ya, nació en Amberes, perdió a su padre y a su madre en 1943, en los campos nazis, y más tarde aterrizó en Estados Unidos con su tía, a los siete años. Ella, pobre pequeña, perdió a sus padres en un accidente de avión cuando tenía dos años. La ha criado su abuelo, Nat Weinstein.
Los hombres hablan de las dos firmas, la de Appelbaum y la del representante de Weinstein, en el mismo documento. «Un seísmo en el mundo de los negocios», no dudan en afirmar algunos. El acercamiento entre CoTrade, líder mundial del comercio de minerales, y la Sociedad Minera de Sudáfrica, que extrae minerales y posee yacimientos riquísimos —sin contar por el momento con medios suficientes para explotarlos de manera eficiente—, es una alianza nada frecuente entre explotador directo y trader, muy capaz de poner patas arriba la economía tradicional de los dos sectores. Por lo demás, la bolsa ha estado atenta al acontecimiento y, desde que la noticia de la boda empezó a circular hace dos semanas, CoTrade ha subido más del 20 % en una jornada. Desde ese momento, el alza bursátil no ha cesado.
Decididamente, una hermosa boda.
Cuando todos los invitados han sido recibidos y presentados a la novia, Jos besa a Emily.
—Está perfecta, señora. Espero ser para usted, en esta tierra extranjera, un amigo leal con el que siempre podrá contar. Ahora relájese, vaya a divertirse un poco con nuestros invitados. Le robo a su marido por unos minutos, su abuelo nos espera en mi despacho.
Emily entra en la gran sala, donde tres violinistas afinan sus instrumentos, van a tocar unos aires festivos tradicionales. Los invitados se han reunido en pequeños grupos, y las conversaciones se entrecruzan. Ella atraviesa la sala, todas las miradas convergen en su persona pero no les concede la menor atención y se dirige hacia un joven vestido con uniforme militar sentado solo en un rincón, con rostro compungido.
Ella lo besa, y se lo lleva hacia la terraza.
—David, no pongas ese gesto siniestro. Mira esta vista, mira esta ciudad.
—Tú ya has llegado, estás en Nueva York, es lo que querías, ¿eres feliz?
—Feliz, no lo sé. Mi marido tiene pinta de representante de comercio…
—Es un representante de comercio.
—Pero estoy en la ciudad donde quería estar. Aquí late la vida. ¿No la sientes?
Silencio.
—Me he escapado de Joburg,[1] del aburrimiento. Estoy en el centro del mundo. Mi vida empieza aquí y ahora.
—Se me hace duro oírlo. Yo creía que habíamos pasado años muy bonitos los dos juntos en el mundo de allá abajo.
—Éramos niños, primo. Háblame de ti, cuenta. ¿Por qué has elegido ser soldado? Nada te obligaba.
—Para empezar a vivir. Tú has elegido Nueva York, yo el ejército.
El despacho es austero, madera y cuero oscuro, sin ninguna decoración. Nat Weinstein está hundido en un gran sillón y bebe whisky. Ha nacido con el siglo, tiene la silueta compacta y agresiva de un toro, y una melena blanca en semilibertad. Cuando Jos y Michael entran en la habitación, alza su vaso:
—Brindo por el éxito de este matrimonio, y por la felicidad de los novios.
Jos y Michael se sirven y chocan sus vasos.
—Michael, hablemos un poco antes de pasar a los negocios. Apenas te conozco, y Emily y tú no os conocéis en absoluto. Te he dado a mi nieta porque mi amigo Jos te avala —Michael se inclina ligeramente en dirección a Jos—, y porque Jos y yo nos adentramos juntos en un ciclo de negocios a largo plazo. Amo profundamente a Emily. No soportaría que la hicieras infeliz.
—Puede tener la seguridad de que no es esa mi intención.
—Alguna experiencia tengo en la materia y, créeme, las buenas intenciones no bastan.
—Me comprometo a hacer todo lo posible para hacer feliz a Emily.
Weinstein vacila ligeramente, y luego cambia de tema:
—Bien, hablemos de negocios. Jos y yo hemos puesto a punto, minuciosamente, las modalidades financieras de la asociación CoTrade-Sociedad Minera. Asunto concluido. Hablemos ahora de lo que está pasando en mi país, en Sudáfrica, y en todo mi continente. Tengo la certeza de que los cimientos de África tiemblan. Muchos de mis conciudadanos no lo ven así, pero yo lo siento hasta en los huesos. Sus movimientos serán violentos, muy violentos, y caóticos. Necesito el apoyo de un experto en logística que me ayude a estabilizar, en lo posible, mis redes de comunicaciones en el continente africano, y de un excelente trader para abrir las vías comerciales que me permitan implantar mi compañía en el extranjero; y quizás un día, cosa que no deseo, irnos de África. Quiero que mi empresa sobreviva si alguna vez, por desgracia, mi país se hunde en un baño de sangre. Jos me asegura que tú eres el hombre adecuado. ¿Es así?
Michael se toma tiempo para reflexionar, y finalmente sonríe.
—Yo soy un aventurero, y Jos lo sabe. Sí, pienso que soy el hombre que usted necesita.
—Nat, Michael es mi heredero espiritual en CoTrade. Con eso está todo dicho.
Los tres hombres beben:
—¡Por el futuro!
[1]. Joburg: término coloquial para referirse a Johannesburgo, la ciudad más grande y poblada de Sudáfrica. (N. de la E.)
Domingo, Marsella.
Un domingo por la mañana del mes de marzo de 1973, el comisario Théodore Daquin se apea del tren en la estación de Saint-Charles, cargado con dos maletas grandes y una experiencia muy pequeña. Veintisiete años, estudios brillantes, Ciencias Políticas, licenciatura en Derecho, escuela de comisarios de la que ha salido entre los primeros de su promoción, y un año en la Embajada de Francia en Beirut en los servicios de seguridad, muy lejos de la calle marsellesa.
Cruza el hall de la estación, camina hacia la salida, se detiene deslumbrado por la luz. Ante él, una escalera monumental desciende hacia la ciudad inundada de sol, y se prolonga en una avenida ancha, recta, bordeada de árboles, una perspectiva de un impresionante atractivo. En el primer rellano de la escalinata, un café-bar, mesas y sillas.
Daquin se instala, pide un café. Tiene el físico poderoso de un jugador de rugby, deporte que practica ocasionalmente, juega como delantero de tercera línea; un rostro cuadrado, enérgico, sin asperezas, ojos y cabellos castaños. Un aspecto bastante corriente, en suma, pero de una presencia intensa cuando se anima. Extiende las piernas, cierra los ojos, se empapa del calor fresco del sol de una mañana de marzo. Buen recibimiento, buenas sensaciones. Llega el café, tibio y mediocre, tendrá sin duda que resignarse. Marsella, una zambullida en una ciudad desconocida, el primer puesto, las primeras responsabilidades, ganas de jugar la partida a fondo, de seducir, de convencer, de ganar.
Taxi. Daquin da una dirección: 80 Quai du Port. Es la del apartamento de uno de sus camaradas de la uni de Derecho de París, llamado Porticcio, un marsellés que ha vuelto a su tierra para ejercer su oficio de abogado, y que le ha propuesto prestárselo mientras dure su estancia en Nueva York.
—Tú te encargarás del mantenimiento durante mi ausencia, y dispondrás de un año para ver si te aclimatas a Marsella. No quiero ser pesimista, pero no es tan fácil como parece. Ya lo verás.
El taxi se detiene en el Vieux-Port, un gran espacio acuático muy animado: barcos por todas partes, de pesca, de recreo, pequeños mercantes, en un desorden ruidoso, en pleno centro de la ciudad. El espacio está limitado por fuertes de la época medieval modernizados por Vauban. Daquin busca el mar, y no lo ve. Se da la vuelta. Su apartamento está en un edificio muy alargado, de bella piedra dorada, una arquitectura moderna rigurosa con una decoración cuidada. Se siente seducido.
Sube al tercer piso. Deja sus maletas, a oscuras; abre los postigos, y sale a una terraza orientada al sur, inundada de sol y con el Vieux-Port a sus pies, la algarabía de los muelles prolongada en un rosario de terrazas, bares, restaurantes, clubes nocturnos; y más allá, las alturas de Marsella, Notre-Dame-de-la-Garde y un cielo inmenso.
Una vista de la que no se cansará, un decorado que bien podría tener el sabor de la felicidad. Se da la vuelta: la vivienda, pintada de un blanco roto, con parqué de madera clara, está amueblada de manera muy sencilla con una gran mesa de madera oscura flanqueada por dos bancos. En la sala de estar, sillones y un canapé de cuero flexible, una mesita baja de acero pulido. Y en las estanterías algunos libros, una cadena hi-fi y pilas de discos y de casetes. En la cocina, pequeña, bien equipada, Daquin advierte la presencia de dos libros de recetas. Cuarto de baño alicatado en tonos grises y azules. En el dormitorio, todo un panel de armarios de puertas correderas, y una cama inmensa, acogedora. Daquin sonríe al recordar algunos revolcones con Porticcio, derrapes más o menos controlados de su época de estudiantes, inmediatamente después del 68. Un «aquí te pillo aquí te mato», embutidos en la cabina de proyección de una sala de la facu de Derecho durante una clase magistral particularmente aburrida, y con el proyeccionista, que le daba a la manivela con una mano y se la meneaba con la otra, mirándolos. Todavía recuerda la sensación de los montantes de hierro del proyector incrustados en su espalda. Su estancia marsellesa empieza bien.
Daquin no se entretiene. Después de deshacer las maletas, baja a comer un sándwich en la primera tasca que encuentra en el barrio viejo, justo detrás de su casa, y marcha al «Obispado», la sede de la comisaría central de Marsella, que alberga también el Servicio Regional de la Policía Judicial (SRPJ) al que ha sido destinado. Va con prisa por tomar contacto, por respirar el ambiente. Un paseo de unos diez minutos a través de un laberinto de callejuelas miserables en pendiente, y desemboca en un conjunto de edificios imponente, en el que lo bastante moderno se mezcla con lo muy antiguo. Después de vagar un rato por una maraña de pasillos y escaleras poco frecuentados, acaba por encontrar la sede de la Policía Judicial, en el tercer piso del antiguo Obispado. Un puñado de inspectores se agita en unas salas casi desiertas. Daquin se dirige al que parece ejercer alguna autoridad, y se presenta:
—Comisario Daquin, acabo de ser destinado aquí, me incorporo mañana, he pasado por si hay noticias…
—Llega en buen momento. Yo soy el inspector principal Courbet, de la sección criminal. Acabamos de recibir una llamada de la policía del barrio, ha habido un tiroteo en Belle de Mai, dos muertos, hay que ir para allá. En domingo y a la hora del almuerzo, con un sol radiante y nieve abundante en las montañas vecinas, hoy no somos muchos, como puede constatar. Dejo a dos inspectores aquí de guardia permanente, y usted me acompaña al lugar de los hechos en el coche patrulla. ¿Qué le parece?
—Me parece muy bien.
En el coche, que circula a una velocidad razonable, con la sirena aullando por mantener las formas reina un ambiente relajado, y el parisino es bien recibido. Un tiroteo, dos muertos, y no parece que nadie esté demasiado preocupado. Daquin ve desfilar por la ventanilla el barrio de la Belle de Mai. Calles anchas casi desiertas, hileras de naves industriales cerradas, alternan aquí y allá con bloques de viviendas de alquiler construidos con mezquindad, con solares desiertos y unos pocos comercios baratos. Tiene la sensación de atravesar un barrio bombardeado. Una cara muy diferente de Marsella.
El cruce de los bulevares Guigou y Burel está bloqueado por una aglomeración de policías y de curiosos. En la calzada, un Simca rojo con los cristales rotos y la carrocería maltrecha.
Courbet aparca el coche y va a reunirse con los policías que han dado la alerta al Obispado. El sustituto del fiscal y el médico forense no han llegado aún, la PJ ha sido la primera en llegar al lugar de los hechos, dando prueba de su capacidad de reacción, eso es lo esencial. Daquin se acerca a los restos del coche, se inclina. Dos cuerpos ametrallados, acribillados, dentro de un habitáculo destrozado y cubierto de sangre, cristales rotos y fragmentos de chapa. El conductor, o lo que queda de él, parece un hombre maduro; su pasajero tiene la mitad del rostro arrancada y, en su cuerpo desmadejado, la gracia de la adolescencia.
Los policías del barrio redactan su informe. Por el aspecto de sus heridas, las dos víctimas han sido abatidas por medio de un fusil de cañón recortado, sin duda cargado con pequeños proyectiles gruesos, y rematadas con una bala de gran calibre en la cabeza, a bocajarro. Los testigos, muy pocos, no vieron gran cosa: el Simca circulaba tranquilamente por el bulevar Guigou, otro coche que venía del bulevar Burel le cerró el paso, el Simca se detuvo, dos hombres a pie, que parecían esperar en la acera, se acercaron, dispararon y luego se fueron en el coche que bloqueaba el cruce. ¿Qué marca, de qué color? Nadie lo sabe. ¿Qué aspecto tenían los dos hombres a pie? Estatura media, impermeables grises, pantalones negros, nada más…
Llega el médico forense. Ayuda a dos inspectores a registrar los cadáveres, evitando en lo posible mancharse de sangre. En el bolsillo trasero del pantalón del conductor, su permiso de conducir.
Un inspector anuncia en voz alta:
—Marcel Ceccaldi.
—¡Ceccaldi! —Courbet emite un largo suspiro de alivio—. Nos hemos librado de él… —Se vuelve hacia Daquin—. Un hombre de Francis el Belga, ha pasado una docena de veces por la comisaría. De modo que se trata de un ajuste de cuentas entre matones. Voy a esperar al sustituto del fiscal, pero este asunto está resuelto. La investigación corresponde al juez Bonnefoy, que recurrirá a nosotros. No encontraremos a los asesinos, que deben de ser sicarios italianos, ya de vuelta en su país. Y nadie va a inquietarse.
—¿Y el jovencito?
—Desconocido, hasta el momento. Sin duda una víctima colateral. ¿Quiere que pida que lo acompañen de regreso?
—Todavía no. Me gustaría dar una vuelta por los alrededores. Volveré al Obispado con usted.
—Como prefiera.
Daquin da la vuelta al cruce de calles. Es un lugar desierto, sin tiendas, sin bares. Pero un poco más arriba, a un centenar de metros, en el bulevar Burel, se fija en el aparcamiento de un edificio, en algunos coches estacionados delante de un bloque de viviendas baratas, y en una cabina telefónica en la acera de enfrente. Sube por el bulevar Guigou, siguiendo el trayecto del Simca rojo, más de un kilómetro. No encuentra más que un único bar, a unos ochocientos metros del cruce. Da media vuelta al llegar a una nueva cabina telefónica, y se reúne con sus colegas de la Policía Judicial en el lugar del tiroteo.
Lunes, Marsella
Cuando Daquin llega al Obispado el lunes por la mañana, el jefe de la Policía Judicial, el jefe Payet, le está esperando. Lo recibe de pie detrás de su escritorio, le señala una silla con un gesto, y toma asiento.
—Comisario Daquin, encantado de recibirlo. Bienvenido a su casa.
Los dos hombres están frente a frente. Payet es delgado, flaco incluso, traje gris, rostro huesudo, cabellos cortados a cepillo muy cortos, postura rígida por el temor permanente de perder el control; Daquin, grande, atlético, un buscador voraz de sensaciones y de sorpresas. No hay química entre los dos.
—Me referiré para empezar a las cuestiones administrativas. Su destino es la Brigada Criminal, el Grupo de Represión del Crimen Organizado, es usted el segundo adjunto al jefe de grupo. Tendrá un pequeño equipo a sus órdenes: el inspector Grimbert, un muy buen conocedor de la situación marsellesa, lleva más de diez años en el Obispado; y el inspector Delmas, un joven recién llegado del Sudoeste. El despacho 301 queda asignado a su equipo. ¿Está todo claro?
—Perfectamente claro, señor director.
—Venga aquí a mediodía, le presentaré al jefe de la sección criminal y al jefe del Grupo de Represión del Crimen Organizado. Y le confío un primer caso, para que vaya abriendo boca. Courbet me ha dicho que lo llevó ayer al escenario del tiroteo de la Belle de Mai.
—Es correcto.
—Una buena toma de contacto. Por desgracia, se trata de hechos frecuentes en nuestra región. Todos los casos recientes de ajustes de cuentas han sido reagrupados, y su instrucción está en manos del juez Bonnefoy. Usted dará apoyo al equipo de la Policía Judicial que trabaja con Bonnefoy, y se encargará más específicamente del caso Belle de Mai. ¿Le parece bien?
—Muy bien, señor director.
—Solo me resta desearle buen trabajo y buena suerte.
—Gracias, señor director.
Daquin busca el despacho que le ha sido atribuido, y lo encuentra rápidamente al fondo de un pasillo, apartado de las zonas de paso más concurridas del interior del Servicio Regional de la Policía Judicial. Una habitación demasiado pequeña, pero luminosa y tranquila, amueblada a toda prisa, tres sillas y tres escritorios desparejados, dos máquinas de escribir, dos teléfonos y dos archivadores metálicos. Elige su escritorio, frente a la puerta, de espaldas a la ventana, y lee lo que dice la prensa regional sobre los asesinatos de la Belle de Mai, mientras espera a sus colegas.
Los dos inspectores llegan juntos, media hora más tarde. Daquin se levanta y saluda primero al de más edad, Grimbert, el buen conocedor de la vida marsellesa, el hombre del que piensa que el jefe lo ha colocado ahí tanto para vigilarlo como para ayudarlo, aquel cuya confianza va a tener que ganarse. Su físico sorprende a Daquin. Unos treinta y cinco años, rubio, cabellos algo largos y grandes ojos azules en un rostro alargado, huesudo; un aire romántico, vagamente british. Coloca una caja grande de cartón repleta de dosieres en uno de los escritorios vacíos, y estrecha la mano de Daquin mientras lo examina. Round de observación. Le sigue Delmas, un hombre de baja estatura, moreno, de veintiséis años, una bola de músculos con pinta de bon vivant. Llega con las manos vacías, saluda a Daquin de buen humor y se aposenta en el último escritorio disponible.
Unas palabras de bienvenida, y luego Daquin dice:
—Tómense tiempo para instalarse, voy a buscar cafés, y enseguida nos pondremos a trabajar.
Grimbert deja de ordenar sus dosieres, y se endereza.
—¿Cafés? ¿Dónde?
—En este piso. ¿No hay máquina de café?
—No, que yo sepa.
—En el bar de la casa, entonces. Hay uno, ¿no?
Grimbert encaja una nalga en una esquina de su escritorio, y habla con una media sonrisa en los labios.
—Sí, hay uno, desde luego, en el sótano, en el Garaje, un bar administrado por los mecánicos de la casa. Pero conviene que le advierta de que no va a ser bienvenido, por un montón de razones. La primera, porque es territorio de la Seguridad Pública, de los agentes de uniforme, los que hacen la calle, que se ven a sí mismos como los currantes de la profesión. A nosotros, los polis de paisano, los investigadores de la Policía Judicial, nos consideran buscalíos y sabihondos, y no quieren vernos en sus dominios, en el Garaje.
»Segunda razón, usted es un comisario, luego un jefe, y ningún comisario, ni siquiera los de la Seguridad Pública, es bienvenido en el Garaje. Finalmente, es usted parisino. Cuando un parisino aterriza en el Obispado, suenan las alarmas en toda la casa. Las cosas se calmarán, pero hará falta un poco de tiempo.
Grimbert habla con un acento marsellés muy marcado. Sobreactúa, piensa Daquin, o lo ha aprendido.
—Gracias por evitarme un momento penoso. Hoy me abstendré del café, será duro, pero lo conseguiré. Y encontraré algún medio de instalar una cafetera eléctrica en este reducto.
Unos minutos más tarde, los tres hombres se ponen al trabajo.
—¿Saben que hemos heredado el dosier de los asesinatos de la Belle de Mai?
—Sí, el jefe nos ha informado.
—¿Les ha dicho que yo inspeccioné ayer el lugar con el inspector Courbet?
—Sí, y me ha sorprendido.
—Fue casualidad, pasaba por aquí.
—¿Un domingo?
El dosier que contiene los indicios recogidos in situ, las primeras constataciones y las fotografías, está abierto sobre el escritorio de Daquin, que lo empuja hacia Grimbert y continúa:
—En este dosier, tanto el jefe como Courbet hablan espontáneamente de un ajuste de cuentas entre mafiosos. ¿Cómo identifica usted los ajustes de cuentas entre mafiosos, Grimbert?
—En primer lugar por el modus operandi de los asesinos: no se andan con miramientos, matan a bocajarro o con armas automáticas. En la calle, o en lugares públicos. En pleno día y a cara descubierta. No dejan pistas. Se recogen algunos casquillos, pero las armas se exportan o se destruyen, por regla general no se utilizan dos veces. Y tampoco hay testigos.
»Luego, la personalidad de las víctimas: se matan entre ellos, en luchas por el poder. A veces hay víctimas colaterales, pero es debido a la mala suerte, y no las tenemos demasiado en cuenta… Finalmente, en ninguno de estos casos se llega a identificar a los asesinos, y menos aún a detenerlos.
—Es un retrato bastante fiel de lo que vi ayer. El jefe me dijo que los ajustes de cuentas son frecuentes. ¿A qué ritmo, desde cuándo?
—Desde septiembre pasado hemos tenido cinco, más o menos uno al mes, que han sumado ocho muertos. Le haré un informe detallado, si lo desea.
—¿Por qué esta concentración repentina?
—Se habla de una guerra de sucesión por el control del hampa marsellesa entre Zampa y Francis el Belga después de la caída de la casa Guérini.[2]
—¿De dónde salen esos dos?
—De la guardería infantil de Guérini, los dos. Zampa tuvo un poco más de tiempo de incubación que el Belga, y cuenta con más experiencia. Hasta el momento, parece ir ganando por seis muertos a dos.
—Un tanteo de partido de tenis —señala Delmas—. Zampa gana el set, pero todavía no el partido.
Daquin lo ignora.
—Una explicación más bien perezosa. Soy un recién llegado y no conozco bien la situación marsellesa, pero sé que los Guérini, los mantenedores del orden, desaparecieron hace por lo menos cuatro años, Antoine fue abatido en el 67 y Mémé encarcelado en el 69. Entonces, ¿por qué este repunte de ajustes de cuentas tanto tiempo después?
—¿Quiere saber mi opinión?
—Evidentemente.
—Es una consecuencia del desmantelamiento del negocio de la heroína en Marsella, que en realidad no empezó hasta febrero del año pasado, en el 72, con una captura muy grande en un mercante pequeño, el Caprice des Temps, más de 400 kilos de heroína pura. Después, las detenciones se multiplicaron, hubo mucho movimiento en todos los sentidos y cada cual ha intentado sacar partido de la situación. Los mafiosos denuncian a la competencia o a sus rivales, para que la poli haga limpieza ahorrándoles el trabajo sucio. Los diferentes servicios de Policía se alían con un clan y contra otro, cada servicio tiene su propia política de alianzas…
—¿Y eso explicaría que las investigaciones no consigan nunca resultados?
—Le dejo a usted la responsabilidad de sacar conclusiones, comisario. Pero sepa que ha aterrizado en un ambiente bastante… digamos «marsellés».
—Bien. Volvamos a nuestro dosier Belle de Mai. No hay indicios, no hay testigos, estoy de acuerdo. Pero he recorrido los alrededores. Hubo una emboscada, preparada de manera muy minuciosa. El itinerario y las rutinas de las víctimas eran conocidos. ¿Cómo? Es imposible bloquear el cruce de las dos avenidas mucho tiempo. Así pues, alguien dio la señal de salida, y había por lo menos un observador al acecho en las proximidades del cruce para dar la segunda señal. Así pues, muchos cómplices a los que se puede seguir la pista.
»¿Qué medios utilizaron para transmitir la información? En el bulevar Burel, cerca del cruce, encontré una cabina telefónica justo enfrente de un parking al aire libre delante de un inmueble. Los asesinos pudieron esperar allí y recibir la última señal por el teléfono de la cabina. En el bulevar Guigou, a menos de un kilómetro, hay un bar, abierto el domingo, y una cabina telefónica. La última señal pudo proceder de uno de esos dos puntos. Se pueden controlar las llamadas procedentes de esas líneas telefónicas, y buscar testigos en las proximidades.
»Por lo que se refiere a las víctimas: ¿con quién tenían una cita, a esa hora? ¿Con quién estaban en conflicto? ¿Quién pudo traicionarlos? ¿Qué dicen los familiares? ¿Qué relación había entre las dos víctimas, Marcel Ceccaldi y el jovencito? Podemos progresar en todos esos puntos. Y a partir de ahí, se irán perfilando los diferentes miembros de la banda.
Grimbert recupera su atisbo de sonrisa.
—Sin duda, comisario. Pero antes de lanzarnos a esa aventura, vaya a ver al juez Bonnefoy. No lo olvide, la investigación le pertenece a él, no a usted.
En el Palacio de Justicia, el juez Bonnefoy, un hombre tranquilo y sonriente, en la cincuentena, recibe a Daquin sin hacerle esperar, en su despacho soleado con vistas al Vieux-Port. Escucha su informe de la matanza de la Belle de Mai, y su propuesta sobre algunas vías de investigación. No toma notas, tamborilea con los dedos sobre su escritorio.
—Comisario, es usted nuevo aquí, si he entendido bien lo que me ha dicho el jefe Payet. Como en cualquier otra ciudad, aquí, en Marsella, la policía y la justicia sufren de una cruel escasez de medios. Y la criminalidad que padecen las personas honradas explota: asaltos a pobres ancianos a la salida de las oficinas de correos y de los bancos, asaltos a pequeños comerciantes, y, la última moda, asaltos a los taxistas. Es esa criminalidad la que resulta imperativo que descienda. Cuando los matones se matan entre ellos, como ocurre en el caso del que hablamos, las personas honradas se ríen. No se sienten amenazadas. Lo que le pido es que identifique a las víctimas, para que podamos reseguir las guerras del hampa, la evolución de los clanes, de modo que no nos cojan desprevenidos. Espero de usted y de su equipo un trabajo y un informe en este sentido.
Cuando Daquin sale del Palacio de Justicia, le parece oír a Grimbert: «La investigación le pertenece a él, no a usted», y comprende por fin el significado de su media sonrisa: desencantada.
[2]. El clan de los Guérini: Antoine y Memé se convirtieron en poderosos gánsters desde los años 30 y hasta el 67, fecha en que Antoine es asesinado. Se especializaron en el proxenetismo, el tráfico de tabaco y de heroína. Conocidos por estar muy vinculados a la política y al mundo del espectáculo. (N. de la E.)
Martes de madrugada, Niza
Muy pronto serán las tres de la madrugada. La noche es fría, perfumada y silenciosa en la Promenade des Anglais, una de las avenidas más bellas del mundo según algunos. Una pareja sale de las salas de juego del casino por la puerta principal del Palais de la Méditerranée. A lo lejos, el ruido de una moto que arranca. La pareja se detiene bajo las altas arcadas que sostienen la fachada monumental, una decoración pomposa de cartón piedra impregnada del espíritu de los años treinta. Un botones de uniforme se precipita hacia el hombre, de unos cincuenta, bien llevados, ancho de hombros, silueta maciza en un traje oscuro y sobrio, que le da las llaves de su coche. El botones se aleja en dirección al parking. La joven, que lleva un vestido claro muy escotado, tirita de frío; ha nevado en las cumbres del interior del país. Ronroneo de una moto que se aproxima, oculta detrás de las jardineras de flores que separan las arcadas y la entrada del palacio de la acera del paseo. El hombre se inclina hacia su compañera, le sonríe, la ayuda a ajustar sobre los hombros un echarpe multicolor de cachemira. El botones desaparece tras la esquina del edificio. La moto se detiene delante de la alfombra roja que asciende hasta la entrada, y el pasajero del asiento trasero, con el casco puesto, desciende frente a la pareja, adopta una posición firme, con las piernas separadas y las rodillas flexionadas, alza las dos manos que empuñan un arma a la altura de los ojos, y dispara. Una bala, el cuerpo del hombre se estremece, su mano se aferra al chal de su acompañante; dos, tres, cuatro balas en ráfaga, y el cuerpo del hombre, que sigue agarrando al chal, cae al ralentí, la sangre brota de forma espasmódica; el rostro de la mujer, sus hombros desnudos y su vestido claro están manchados de sangre. Uno, dos, tres, cuatro nuevos disparos seguidos, la joven está paralizada, la boca abierta, sin un grito. El hombre se ha derrumbado. El asesino dispara aún dos balas sobre el cuerpo inerte. Fin de la operación. Desliza el arma en el interior de su cazadora, hacia la funda sujeta bajo el hombro izquierdo, y al hacerlo roza su pezón izquierdo con el cañón del arma, quemadura, dolor, ama ese dolor, contracción de los músculos del vientre, excitación, placer intenso, está vivo, muy vivo. Salta sobre la moto, que arranca con ímpetu. La mujer se derrumba, inconsciente, sobre los charcos de sangre que empapan la alfombra roja y tiñen el suelo de mármol blanco.
La escena ha durado menos de veinte segundos.
El botones vuelve del parking a la carrera, los empleados salen del palacio, gritan, se dispersan bajo las arcadas, los últimos clientes huyen en dirección a la playa, muy próxima. Luego llegan los girofaros y el aullido de las sirenas de los coches de policía, seguido por el de las ambulancias del SAMU. Policías y enfermeros se ponen a trabajar en medio de una escena de pánico histérico en este decorado de opereta.
Mientras los policías intentan calmar y reunir en una sala del casino a todos los testigos potenciales del tiroteo, un médico constata la muerte del hombre tendido en el suelo, acribillado a balazos. El cuerpo ha sido cubierto con un plástico, la policía aísla la escena del crimen, el SAMU se hace cargo de la mujer joven, que continúa insconciente. Nadie sabe si está herida, si la sangre que la cubre es suya o del muerto; es evacuada al hospital. Un policía, encargado de recoger su testimonio en cuanto sea posible, la acompaña en la ambulancia.
Después de un examen completo que no encuentra ninguna herida, de una inyección de calmantes y de una ducha caliente, la joven es alojada en una habitación, y allí responde como puede a las preguntas del policía. Se llama Emily Frickx, de nacionalidad americana. Pasa una temporada en la región, su esposo, Michael Frickx, ha alquilado una villa para este año en Saint-Jean-Cap-Ferrat. Su domicilio principal está en Milán, donde su marido tiene sus oficinas. Él dirige la sucursal europea de la empresa que comercializa las materias primas CoTrade, con sede en Nueva York. No, en este momento él no está ni en Cap Ferrat ni en Milán, sino en viaje de negocios a las minas de Sudáfrica. Sí, sin duda es posible contactar con él, pero no es sencillo, ella no sabe dónde está, y no en todas partes hay teléfono. Tiene que llamar a la sede de la Sociedad Minera de Sudáfrica, en Johannesburgo, ellos siempre saben dónde localizarlo para poder contactar con él por radio. Sí, ella conoce al hombre que ha sido tiroteado a su lado, se llama Maxime Pieri. Tenía una relación de negocios habitual con su marido. Precisamente fue en el despacho de su marido, en Milán, donde lo conoció. Cree que trabaja y vive en Marsella, pero no está segura. Es un conocido, más que un amigo. Ayer, se encontró con él por casualidad en una galería de arte que frecuenta con regularidad en Villefranche, y él la invitó a cenar en el Palais de la Méditerranée. Sí, era la primera vez que la invitaba a cenar. La velada fue muy agradable. Charlaron mucho rato, sobre todo de arte contemporáneo. Pieri parecía interesado, hacía muchas preguntas. No, no estaba ni tenso, ni inquieto. Bailaron algunas piezas lentas, y jugaron un poco en el casino. Él se disponía a acompañarla a casa, a su villa, antes de volver a Marsella, o dormir en Niza, no lo sabe, no hablaron del tema. Cuenta el tiroteo sacudida por temblores nerviosos.
—Vi al hombre. Alto, con un casco en la cabeza. Estaba de pie al lado de una moto. Tenía la visera levantada. Pero estaba lejos de las luces, no vi un rostro bajo el casco, solo un agujero negro. El rostro de la muerte. Disparó. No pude huir, no pude gritar, estaba paralizada. No comprendía lo que estaba pasando. Sentí la sangre muy caliente en los ojos, en la boca, el sabor de la sangre. Un horror. Cuando paró de disparar, creo que me desmayé. Me vine abajo como un montón de trapos viejos.
Llora. Los médicos recomiendan dejarla dormir. Ahora.
En el lugar de los hechos, los policías recogen los testimonios. En primer lugar, el botones. Repite todos los movimientos que hizo antes y durante el tiroteo, delante de policías provistos de cronómetros. Pieri le dio las llaves de su coche. No, en ese momento no parecía ni inquieto, ni con una prisa especial, y él no advirtió la presencia de ninguna moto en los alrededores. Llaves en mano, se fue directo al parking.
Primera prueba cronometrada. El botones rehace el trayecto, da la vuelta a la esquina del edificio, se detiene en el lugar preciso donde se encontraba cuando oyó los primeros disparos.
Segunda prueba cronometrada. Desde donde estaba, en la calle lateral, no podía ver la entrada del casino. Se detuvo, sorprendido, no identificó inmediatamente la naturaleza de los ruidos, aguzó el oído. Entonces oyó la segunda ráfaga. Echó a correr para regresar a la entrada del casino. No recuerda haber oído otras detonaciones. Llegó a la avenida en el momento preciso en que la moto arrancaba.
Fin de los cronometrajes. La moto era muy grande, de color oscuro, a los que iban montados en ella, vestidos de negro, solo los vio de espaldas; no puede decir nada más, estaba aterrorizado. Siguió corriendo, se encontró el espectáculo de los dos cuerpos tendidos en el suelo, se acuerda de las manchas de sangre sobre la piedra blanca. La acción propiamente dicha duró unos quince segundos. Si contamos la fase de aproximación, los policías concluyen que la operación en conjunto no duró más de treinta segundos. Se miran. Cosa de profesionales, de los auténticos.
No va a ser un caso fácil.
hall