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Tí­tu­lo ori­gi­nal: Or noir

© 2015 Do­mi­ni­que Ma­not­ti

© Édi­tions Ga­lli­mard, 2015

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Tra­duc­ción de Al­ber­ti­na Ro­drí­guez Mar­to­rell

Di­se­ño de cu­bier­ta: Eva Ola­ya

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1.ª edi­ción: enero 2020

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

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Esta obra se be­ne­fi­ció del apo­yo de los Pro­gra­mas de Ayu­da a la Pu­bli­ca­ción del Ins­ti­tut fra­nçais.

Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

Prólogo: Mayo de 1966, Nueva York

Mes de mayo en Nue­va York. Buen tiem­po, un aire sua­ve le­jos del ca­lor as­fi­xian­te del ve­rano; una es­ta­ción pro­pi­cia para los fes­te­jos mun­da­nos. Hoy Mi­chael Frickx, el eje­cu­ti­vo más des­ta­ca­do de Co­Tra­de, so­cie­dad de co­mer­cio de mi­ne­ra­les con sede en Nue­va York, se casa con Emily Weins­tein, la nie­ta de Nat Weins­tein, due­ño de la So­cie­dad Mi­ne­ra de Su­dá­fri­ca, en la gran si­na­go­ga de la Quin­ta Ave­ni­da.

Des­pués de la ce­re­mo­nia re­li­gio­sa y an­tes de un ex­tra­or­di­na­rio ban­que­te de va­rios cen­te­na­res de cu­bier­tos en un gran ho­tel de la ciu­dad, Jos­hua Ap­pel­baum, el due­ño de Co­Tra­de, re­ci­be en su casa a una cin­cuen­te­na de ami­gos y fa­mi­lia­res, para pre­sen­tar­les per­so­nal­men­te a la jo­ven es­po­sa, y brin­dar con to­dos por el fe­liz acon­te­ci­mien­to.

Vive en un apar­ta­men­to de dos pi­sos en la cima de un ras­ca­cie­los de la Quin­ta Ave­ni­da. De pie, en el sa­lon­ci­to con­ti­guo a la en­tra­da, re­ci­be a sus in­vi­ta­dos acom­pa­ña­do por la no­via, de vein­te años. Es­tos la exa­mi­nan con cu­rio­si­dad y cier­ta des­con­fian­za.

Na­die la co­no­ce, aca­ba de lle­gar di­rec­ta­men­te de Su­dá­fri­ca, un país an­gló­fono cier­ta­men­te, pero te­rri­ble­men­te… exó­ti­co y ate­mo­ri­za­dor. Es alta, del­ga­da, atlé­ti­ca, ca­be­llo os­cu­ro muy cor­to, ojos ne­gros y son­ri­sa ra­dian­te, eté­rea en su ves­ti­do lar­go blan­co y pú­di­co, sin ape­nas es­co­te. A la vez hos­pi­ta­la­ria y cer­ca­na, se pa­re­ce a no im­por­ta qué hija de bue­na fa­mi­lia ame­ri­ca­na.

El ve­re­dic­to es po­si­ti­vo: una jo­ven muy pre­sen­ta­ble. A su lado, su es­po­so Mi­chael, trein­ta y seis años, muy alto, ele­gan­te en un tra­je os­cu­ro de buen cor­te, ca­be­llo cas­ta­ño cor­to, cui­da­do­sa­men­te pei­na­do, ros­tro alar­ga­do, ex­pre­si­vo, de son­ri­sa fá­cil, re­ci­be a los in­vi­ta­dos con los bra­zos abier­tos. Tie­ne unas pa­la­bras para cada uno, una son­ri­sa, una anéc­do­ta, su me­mo­ria fun­cio­na como la ma­qui­na­ria de un re­loj. Fe­li­ci­ta­cio­nes, abra­zos, es el niño mi­ma­do de los ami­gos de Jos.

Des­pués los in­vi­ta­dos se di­ri­gen a la gran sala, cuyo am­plio ven­ta­nal acris­ta­la­do se abre a una te­rra­za que do­mi­na Cen­tral Park. En el um­bral de la puer­ta pa­san de­lan­te de la ke­tou­ba, el acta de ma­tri­mo­nio de Mi­chael y Emily, ex­pues­ta so­bre un atril. Un per­ga­mino ca­li­gra­fia­do en arameo, en­mar­ca­do en una orla de flo­res y fru­tos es­ti­li­za­dos que se en­tre­mez­clan con el tex­to. Cada in­vi­ta­do se in­cli­na so­bre el per­ga­mino, y se afa­na en des­ci­frar las fir­mas de los tes­ti­gos. Jos­hua Ap­pel­baum, su an­fi­trión, el due­ño de Co­Tra­de, ha fir­ma­do por el no­vio.

Nat Weins­tein no po­día fir­mar por su nie­ta, por­que está uni­do a la no­via por la­zos de san­gre, quien lo ha he­cho ha sido su se­gun­do en la So­cie­dad Mi­ne­ra de Su­dá­fri­ca, el di­rec­tor ge­ne­ral Leo Blu­men­feld, ve­ni­do a pro­pó­si­to des­de Johan­nes­bur­go para la ce­re­mo­nia. Des­pués de com­pro­bar con sus pro­pios ojos las dos fir­mas, una al lado de la otra, los in­vi­ta­dos pa­san a la gran sala, en la que se han dis­pues­to tres bu­fe­tes de be­bi­das y ca­na­pés di­ver­sos; y se re­par­ten en dis­tin­tos gru­pos, las mu­je­res a un lado y los va­ro­nes al otro. La char­la es ani­ma­da.

Al­gu­nas mu­je­res se ex­tra­ñan: ¿los pa­dres de los no­vios no han ve­ni­do? Ay, no, los dos jó­ve­nes son huér­fa­nos, por des­gra­cia. La­men­tos con­ven­cio­na­les. Mi­chael, mu­chos lo sa­ben ya, na­ció en Am­be­res, per­dió a su pa­dre y a su ma­dre en 1943, en los cam­pos na­zis, y más tar­de ate­rri­zó en Es­ta­dos Uni­dos con su tía, a los sie­te años. Ella, po­bre pe­que­ña, per­dió a sus pa­dres en un ac­ci­den­te de avión cuan­do te­nía dos años. La ha cria­do su abue­lo, Nat Weins­tein.

Los hom­bres ha­blan de las dos fir­mas, la de Ap­pel­baum y la del re­pre­sen­tan­te de Weins­tein, en el mis­mo do­cu­men­to. «Un seís­mo en el mun­do de los ne­go­cios», no du­dan en afir­mar al­gu­nos. El acer­ca­mien­to en­tre Co­Tra­de, lí­der mun­dial del co­mer­cio de mi­ne­ra­les, y la So­cie­dad Mi­ne­ra de Su­dá­fri­ca, que ex­trae mi­ne­ra­les y po­see ya­ci­mien­tos ri­quí­si­mos —sin con­tar por el mo­men­to con me­dios su­fi­cien­tes para ex­plo­tar­los de ma­ne­ra efi­cien­te—, es una alian­za nada fre­cuen­te en­tre ex­plo­ta­dor di­rec­to y tra­der, muy ca­paz de po­ner pa­tas arri­ba la eco­no­mía tra­di­cio­nal de los dos sec­to­res. Por lo de­más, la bol­sa ha es­ta­do aten­ta al acon­te­ci­mien­to y, des­de que la no­ti­cia de la boda em­pe­zó a cir­cu­lar hace dos se­ma­nas, Co­Tra­de ha subido más del 20 % en una jor­na­da. Des­de ese mo­men­to, el alza bur­sá­til no ha ce­sa­do.

De­ci­di­da­men­te, una her­mo­sa boda.

Cuan­do to­dos los in­vi­ta­dos han sido re­ci­bi­dos y pre­sen­ta­dos a la no­via, Jos besa a Emily.

—Está per­fec­ta, se­ño­ra. Es­pe­ro ser para us­ted, en esta tie­rra ex­tran­je­ra, un ami­go leal con el que siem­pre po­drá con­tar. Aho­ra re­lá­je­se, vaya a di­ver­tir­se un poco con nues­tros in­vi­ta­dos. Le robo a su ma­ri­do por unos mi­nu­tos, su abue­lo nos es­pe­ra en mi des­pa­cho.

Emily en­tra en la gran sala, don­de tres vio­li­nis­tas afi­nan sus ins­tru­men­tos, van a to­car unos ai­res fes­ti­vos tra­di­cio­na­les. Los in­vi­ta­dos se han reuni­do en pe­que­ños gru­pos, y las con­ver­sa­cio­nes se en­tre­cru­zan. Ella atra­vie­sa la sala, to­das las mi­ra­das con­ver­gen en su per­so­na pero no les con­ce­de la me­nor aten­ción y se di­ri­ge ha­cia un jo­ven ves­ti­do con uni­for­me mi­li­tar sen­ta­do solo en un rin­cón, con ros­tro com­pun­gi­do.

Ella lo besa, y se lo lle­va ha­cia la te­rra­za.

—Da­vid, no pon­gas ese ges­to si­nies­tro. Mira esta vis­ta, mira esta ciu­dad.

—Tú ya has lle­ga­do, es­tás en Nue­va York, es lo que que­rías, ¿eres fe­liz?

—Fe­liz, no lo sé. Mi ma­ri­do tie­ne pin­ta de re­pre­sen­tan­te de co­mer­cio…

—Es un re­pre­sen­tan­te de co­mer­cio.

—Pero es­toy en la ciu­dad don­de que­ría es­tar. Aquí late la vida. ¿No la sien­tes?

Si­len­cio.

—Me he es­ca­pa­do de Jo­burg,[1] del abu­rri­mien­to. Es­toy en el cen­tro del mun­do. Mi vida em­pie­za aquí y aho­ra.

—Se me hace duro oír­lo. Yo creía que ha­bía­mos pa­sa­do años muy bo­ni­tos los dos jun­tos en el mun­do de allá aba­jo.

—Éra­mos ni­ños, pri­mo. Há­bla­me de ti, cuen­ta. ¿Por qué has ele­gi­do ser sol­da­do? Nada te obli­ga­ba.

—Para em­pe­zar a vi­vir. Tú has ele­gi­do Nue­va York, yo el ejér­ci­to.

El des­pa­cho es aus­te­ro, ma­de­ra y cue­ro os­cu­ro, sin nin­gu­na de­co­ra­ción. Nat Weins­tein está hun­di­do en un gran si­llón y bebe whisky. Ha na­ci­do con el si­glo, tie­ne la si­lue­ta com­pac­ta y agre­si­va de un toro, y una me­le­na blan­ca en se­mi­li­ber­tad. Cuan­do Jos y Mi­chael en­tran en la ha­bi­ta­ción, alza su vaso:

—Brin­do por el éxi­to de este ma­tri­mo­nio, y por la fe­li­ci­dad de los no­vios.

Jos y Mi­chael se sir­ven y cho­can sus va­sos.

—Mi­chael, ha­ble­mos un poco an­tes de pa­sar a los ne­go­cios. Ape­nas te co­noz­co, y Emily y tú no os co­no­céis en ab­so­lu­to. Te he dado a mi nie­ta por­que mi ami­go Jos te ava­la —Mi­chael se in­cli­na li­ge­ra­men­te en di­rec­ción a Jos—, y por­que Jos y yo nos aden­tra­mos jun­tos en un ci­clo de ne­go­cios a lar­go pla­zo. Amo pro­fun­da­men­te a Emily. No so­por­ta­ría que la hi­cie­ras in­fe­liz.

—Pue­de te­ner la se­gu­ri­dad de que no es esa mi in­ten­ción.

—Al­gu­na ex­pe­rien­cia ten­go en la ma­te­ria y, crée­me, las bue­nas in­ten­cio­nes no bas­tan.

—Me com­pro­me­to a ha­cer todo lo po­si­ble para ha­cer fe­liz a Emily.

Weins­tein va­ci­la li­ge­ra­men­te, y lue­go cam­bia de tema:

—Bien, ha­ble­mos de ne­go­cios. Jos y yo he­mos pues­to a pun­to, mi­nu­cio­sa­men­te, las mo­da­li­da­des fi­nan­cie­ras de la aso­cia­ción Co­Tra­de-So­cie­dad Mi­ne­ra. Asun­to con­clui­do. Ha­ble­mos aho­ra de lo que está pa­san­do en mi país, en Su­dá­fri­ca, y en todo mi con­ti­nen­te. Ten­go la cer­te­za de que los ci­mien­tos de Áfri­ca tiem­blan. Mu­chos de mis con­ciu­da­da­nos no lo ven así, pero yo lo sien­to has­ta en los hue­sos. Sus mo­vi­mien­tos se­rán vio­len­tos, muy vio­len­tos, y caó­ti­cos. Ne­ce­si­to el apo­yo de un ex­per­to en lo­gís­ti­ca que me ayu­de a es­ta­bi­li­zar, en lo po­si­ble, mis re­des de co­mu­ni­ca­cio­nes en el con­ti­nen­te afri­cano, y de un ex­ce­len­te tra­der para abrir las vías co­mer­cia­les que me per­mi­tan im­plan­tar mi com­pa­ñía en el ex­tran­je­ro; y qui­zás un día, cosa que no de­seo, ir­nos de Áfri­ca. Quie­ro que mi em­pre­sa so­bre­vi­va si al­gu­na vez, por des­gra­cia, mi país se hun­de en un baño de san­gre. Jos me ase­gu­ra que tú eres el hom­bre ade­cua­do. ¿Es así?

Mi­chael se toma tiem­po para re­fle­xio­nar, y fi­nal­men­te son­ríe.

—Yo soy un aven­tu­re­ro, y Jos lo sabe. Sí, pien­so que soy el hom­bre que us­ted ne­ce­si­ta.

—Nat, Mi­chael es mi he­re­de­ro es­pi­ri­tual en Co­Tra­de. Con eso está todo di­cho.

Los tres hom­bres be­ben:

—¡Por el fu­tu­ro!

[1]. Jo­burg: tér­mino co­lo­quial para re­fe­rir­se a Johan­nes­bur­go, la ciu­dad más gran­de y po­bla­da de Su­dá­fri­ca. (N. de la E.)

1. Domingo, 11 y lunes, 12 de marzo de 1973

Do­min­go, Mar­se­lla.

Un do­min­go por la ma­ña­na del mes de mar­zo de 1973, el co­mi­sa­rio Théo­do­re Da­quin se apea del tren en la es­ta­ción de Saint-Char­les, car­ga­do con dos ma­le­tas gran­des y una ex­pe­rien­cia muy pe­que­ña. Vein­ti­sie­te años, es­tu­dios bri­llan­tes, Cien­cias Po­lí­ti­cas, li­cen­cia­tu­ra en De­re­cho, es­cue­la de co­mi­sa­rios de la que ha sa­li­do en­tre los pri­me­ros de su pro­mo­ción, y un año en la Em­ba­ja­da de Fran­cia en Bei­rut en los ser­vi­cios de se­gu­ri­dad, muy le­jos de la ca­lle mar­se­lle­sa.

Cru­za el hall de la es­ta­ción, ca­mi­na ha­cia la sa­li­da, se de­tie­ne des­lum­bra­do por la luz. Ante él, una es­ca­le­ra mo­nu­men­tal des­cien­de ha­cia la ciu­dad inun­da­da de sol, y se pro­lon­ga en una ave­ni­da an­cha, rec­ta, bor­dea­da de ár­bo­les, una pers­pec­ti­va de un im­pre­sio­nan­te atrac­ti­vo. En el pri­mer re­llano de la es­ca­li­na­ta, un café-bar, me­sas y si­llas.

Da­quin se ins­ta­la, pide un café. Tie­ne el fí­si­co po­de­ro­so de un ju­ga­dor de rugby, de­por­te que prac­ti­ca oca­sio­nal­men­te, jue­ga como de­lan­te­ro de ter­ce­ra lí­nea; un ros­tro cua­dra­do, enér­gi­co, sin as­pe­re­zas, ojos y ca­be­llos cas­ta­ños. Un as­pec­to bas­tan­te co­rrien­te, en suma, pero de una pre­sen­cia in­ten­sa cuan­do se ani­ma. Ex­tien­de las pier­nas, cie­rra los ojos, se em­pa­pa del ca­lor fres­co del sol de una ma­ña­na de mar­zo. Buen re­ci­bi­mien­to, bue­nas sen­sa­cio­nes. Lle­ga el café, ti­bio y me­dio­cre, ten­drá sin duda que re­sig­nar­se. Mar­se­lla, una zam­bu­lli­da en una ciu­dad des­co­no­ci­da, el pri­mer pues­to, las pri­me­ras res­pon­sa­bi­li­da­des, ga­nas de ju­gar la par­ti­da a fon­do, de se­du­cir, de con­ven­cer, de ga­nar.

Taxi. Da­quin da una di­rec­ción: 80 Quai du Port. Es la del apar­ta­men­to de uno de sus ca­ma­ra­das de la uni de De­re­cho de Pa­rís, lla­ma­do Por­tic­cio, un mar­se­llés que ha vuel­to a su tie­rra para ejer­cer su ofi­cio de abo­ga­do, y que le ha pro­pues­to pres­tár­se­lo mien­tras dure su es­tan­cia en Nue­va York.

—Tú te en­car­ga­rás del man­te­ni­mien­to du­ran­te mi au­sen­cia, y dis­pon­drás de un año para ver si te acli­ma­tas a Mar­se­lla. No quie­ro ser pe­si­mis­ta, pero no es tan fá­cil como pa­re­ce. Ya lo ve­rás.

El taxi se de­tie­ne en el Vieux-Port, un gran es­pa­cio acuá­ti­co muy ani­ma­do: bar­cos por to­das par­tes, de pes­ca, de re­creo, pe­que­ños mer­can­tes, en un des­or­den rui­do­so, en pleno cen­tro de la ciu­dad. El es­pa­cio está li­mi­ta­do por fuer­tes de la épo­ca me­die­val mo­der­ni­za­dos por Vau­ban. Da­quin bus­ca el mar, y no lo ve. Se da la vuel­ta. Su apar­ta­men­to está en un edi­fi­cio muy alar­ga­do, de be­lla pie­dra do­ra­da, una ar­qui­tec­tu­ra mo­der­na ri­gu­ro­sa con una de­co­ra­ción cui­da­da. Se sien­te se­du­ci­do.

Sube al ter­cer piso. Deja sus ma­le­tas, a os­cu­ras; abre los pos­ti­gos, y sale a una te­rra­za orien­ta­da al sur, inun­da­da de sol y con el Vieux-Port a sus pies, la al­ga­ra­bía de los mue­lles pro­lon­ga­da en un ro­sa­rio de te­rra­zas, ba­res, res­tau­ran­tes, clu­bes noc­tur­nos; y más allá, las al­tu­ras de Mar­se­lla, No­tre-Dame-de-la-Gar­de y un cie­lo in­men­so.

Una vis­ta de la que no se can­sa­rá, un de­co­ra­do que bien po­dría te­ner el sa­bor de la fe­li­ci­dad. Se da la vuel­ta: la vi­vien­da, pin­ta­da de un blan­co roto, con par­qué de ma­de­ra cla­ra, está amue­bla­da de ma­ne­ra muy sen­ci­lla con una gran mesa de ma­de­ra os­cu­ra flan­quea­da por dos ban­cos. En la sala de es­tar, si­llo­nes y un ca­na­pé de cue­ro fle­xi­ble, una me­si­ta baja de ace­ro pu­li­do. Y en las es­tan­te­rías al­gu­nos li­bros, una ca­de­na hi-fi y pi­las de dis­cos y de ca­se­tes. En la co­ci­na, pe­que­ña, bien equi­pa­da, Da­quin ad­vier­te la pre­sen­cia de dos li­bros de re­ce­tas. Cuar­to de baño ali­ca­ta­do en to­nos gri­ses y azu­les. En el dor­mi­to­rio, todo un pa­nel de ar­ma­rios de puer­tas co­rre­de­ras, y una cama in­men­sa, aco­ge­do­ra. Da­quin son­ríe al re­cor­dar al­gu­nos re­vol­co­nes con Por­tic­cio, de­rra­pes más o me­nos con­tro­la­dos de su épo­ca de es­tu­dian­tes, in­me­dia­ta­men­te des­pués del 68. Un «aquí te pi­llo aquí te mato», em­bu­ti­dos en la ca­bi­na de pro­yec­ción de una sala de la facu de De­re­cho du­ran­te una cla­se ma­gis­tral par­ti­cu­lar­men­te abu­rri­da, y con el pro­yec­cio­nis­ta, que le daba a la ma­ni­ve­la con una mano y se la me­nea­ba con la otra, mi­rán­do­los. To­da­vía re­cuer­da la sen­sa­ción de los mon­tan­tes de hie­rro del pro­yec­tor in­crus­ta­dos en su es­pal­da. Su es­tan­cia mar­se­lle­sa em­pie­za bien.

Da­quin no se en­tre­tie­ne. Des­pués de des­ha­cer las ma­le­tas, baja a co­mer un sánd­wich en la pri­me­ra tas­ca que en­cuen­tra en el ba­rrio vie­jo, jus­to de­trás de su casa, y mar­cha al «Obis­pa­do», la sede de la co­mi­sa­ría cen­tral de Mar­se­lla, que al­ber­ga tam­bién el Ser­vi­cio Re­gio­nal de la Po­li­cía Ju­di­cial (SRPJ) al que ha sido des­ti­na­do. Va con pri­sa por to­mar con­tac­to, por res­pi­rar el am­bien­te. Un pa­seo de unos diez mi­nu­tos a tra­vés de un la­be­rin­to de ca­lle­jue­las mi­se­ra­bles en pen­dien­te, y desem­bo­ca en un con­jun­to de edi­fi­cios im­po­nen­te, en el que lo bas­tan­te mo­derno se mez­cla con lo muy an­ti­guo. Des­pués de va­gar un rato por una ma­ra­ña de pa­si­llos y es­ca­le­ras poco fre­cuen­ta­dos, aca­ba por en­con­trar la sede de la Po­li­cía Ju­di­cial, en el ter­cer piso del an­ti­guo Obis­pa­do. Un pu­ña­do de ins­pec­to­res se agi­ta en unas sa­las casi de­sier­tas. Da­quin se di­ri­ge al que pa­re­ce ejer­cer al­gu­na au­to­ri­dad, y se pre­sen­ta:

—Co­mi­sa­rio Da­quin, aca­bo de ser des­ti­na­do aquí, me in­cor­po­ro ma­ña­na, he pa­sa­do por si hay no­ti­cias…

—Lle­ga en buen mo­men­to. Yo soy el ins­pec­tor prin­ci­pal Cour­bet, de la sec­ción cri­mi­nal. Aca­ba­mos de re­ci­bir una lla­ma­da de la po­li­cía del ba­rrio, ha ha­bi­do un ti­ro­teo en Be­lle de Mai, dos muer­tos, hay que ir para allá. En do­min­go y a la hora del al­muer­zo, con un sol ra­dian­te y nie­ve abun­dan­te en las mon­ta­ñas ve­ci­nas, hoy no so­mos mu­chos, como pue­de cons­ta­tar. Dejo a dos ins­pec­to­res aquí de guar­dia per­ma­nen­te, y us­ted me acom­pa­ña al lu­gar de los he­chos en el co­che pa­tru­lla. ¿Qué le pa­re­ce?

—Me pa­re­ce muy bien.

En el co­che, que cir­cu­la a una ve­lo­ci­dad ra­zo­na­ble, con la si­re­na au­llan­do por man­te­ner las for­mas rei­na un am­bien­te re­la­ja­do, y el pa­ri­sino es bien re­ci­bi­do. Un ti­ro­teo, dos muer­tos, y no pa­re­ce que na­die esté de­ma­sia­do preo­cu­pa­do. Da­quin ve des­fi­lar por la ven­ta­ni­lla el ba­rrio de la Be­lle de Mai. Ca­lles an­chas casi de­sier­tas, hi­le­ras de na­ves in­dus­tria­les ce­rra­das, al­ter­nan aquí y allá con blo­ques de vi­vien­das de al­qui­ler cons­trui­dos con mez­quin­dad, con so­la­res de­sier­tos y unos po­cos co­mer­cios ba­ra­tos. Tie­ne la sen­sa­ción de atra­ve­sar un ba­rrio bom­bar­dea­do. Una cara muy di­fe­ren­te de Mar­se­lla.

El cru­ce de los bu­le­va­res Gui­gou y Bu­rel está blo­quea­do por una aglo­me­ra­ción de po­li­cías y de cu­rio­sos. En la cal­za­da, un Sim­ca rojo con los cris­ta­les ro­tos y la ca­rro­ce­ría mal­tre­cha.

Cour­bet apar­ca el co­che y va a re­unir­se con los po­li­cías que han dado la aler­ta al Obis­pa­do. El sus­ti­tu­to del fis­cal y el mé­di­co fo­ren­se no han lle­ga­do aún, la PJ ha sido la pri­me­ra en lle­gar al lu­gar de los he­chos, dan­do prue­ba de su ca­pa­ci­dad de reac­ción, eso es lo esen­cial. Da­quin se acer­ca a los res­tos del co­che, se in­cli­na. Dos cuer­pos ame­tra­lla­dos, acri­bi­lla­dos, den­tro de un ha­bi­tácu­lo des­tro­za­do y cu­bier­to de san­gre, cris­ta­les ro­tos y frag­men­tos de cha­pa. El con­duc­tor, o lo que que­da de él, pa­re­ce un hom­bre ma­du­ro; su pa­sa­je­ro tie­ne la mi­tad del ros­tro arran­ca­da y, en su cuer­po des­ma­de­ja­do, la gra­cia de la ado­les­cen­cia.

Los po­li­cías del ba­rrio re­dac­tan su in­for­me. Por el as­pec­to de sus he­ri­das, las dos víc­ti­mas han sido aba­ti­das por me­dio de un fu­sil de ca­ñón re­cor­ta­do, sin duda car­ga­do con pe­que­ños pro­yec­ti­les grue­sos, y re­ma­ta­das con una bala de gran ca­li­bre en la ca­be­za, a bo­ca­ja­rro. Los tes­ti­gos, muy po­cos, no vie­ron gran cosa: el Sim­ca cir­cu­la­ba tran­qui­la­men­te por el bu­le­var Gui­gou, otro co­che que ve­nía del bu­le­var Bu­rel le ce­rró el paso, el Sim­ca se de­tu­vo, dos hom­bres a pie, que pa­re­cían es­pe­rar en la ace­ra, se acer­ca­ron, dis­pa­ra­ron y lue­go se fue­ron en el co­che que blo­quea­ba el cru­ce. ¿Qué mar­ca, de qué co­lor? Na­die lo sabe. ¿Qué as­pec­to te­nían los dos hom­bres a pie? Es­ta­tu­ra me­dia, im­permea­bles gri­ses, pan­ta­lo­nes ne­gros, nada más…

Lle­ga el mé­di­co fo­ren­se. Ayu­da a dos ins­pec­to­res a re­gis­trar los ca­dá­ve­res, evi­tan­do en lo po­si­ble man­char­se de san­gre. En el bol­si­llo tra­se­ro del pan­ta­lón del con­duc­tor, su per­mi­so de con­du­cir.

Un ins­pec­tor anun­cia en voz alta:

—Mar­cel Cec­cal­di.

—¡Cec­cal­di! —Cour­bet emi­te un lar­go sus­pi­ro de ali­vio—. Nos he­mos li­bra­do de él… —Se vuel­ve ha­cia Da­quin—. Un hom­bre de Fran­cis el Bel­ga, ha pa­sa­do una do­ce­na de ve­ces por la co­mi­sa­ría. De modo que se tra­ta de un ajus­te de cuen­tas en­tre ma­to­nes. Voy a es­pe­rar al sus­ti­tu­to del fis­cal, pero este asun­to está re­suel­to. La in­ves­ti­ga­ción co­rres­pon­de al juez Bon­ne­foy, que re­cu­rri­rá a no­so­tros. No en­con­tra­re­mos a los ase­si­nos, que de­ben de ser si­ca­rios ita­lia­nos, ya de vuel­ta en su país. Y na­die va a in­quie­tar­se.

—¿Y el jo­ven­ci­to?

—Des­co­no­ci­do, has­ta el mo­men­to. Sin duda una víc­ti­ma co­la­te­ral. ¿Quie­re que pida que lo acom­pa­ñen de re­gre­so?

—To­da­vía no. Me gus­ta­ría dar una vuel­ta por los al­re­de­do­res. Vol­ve­ré al Obis­pa­do con us­ted.

—Como pre­fie­ra.

Da­quin da la vuel­ta al cru­ce de ca­lles. Es un lu­gar de­sier­to, sin tien­das, sin ba­res. Pero un poco más arri­ba, a un cen­te­nar de me­tros, en el bu­le­var Bu­rel, se fija en el apar­ca­mien­to de un edi­fi­cio, en al­gu­nos co­ches es­ta­cio­na­dos de­lan­te de un blo­que de vi­vien­das ba­ra­tas, y en una ca­bi­na te­le­fó­ni­ca en la ace­ra de en­fren­te. Sube por el bu­le­var Gui­gou, si­guien­do el tra­yec­to del Sim­ca rojo, más de un ki­ló­me­tro. No en­cuen­tra más que un úni­co bar, a unos ocho­cien­tos me­tros del cru­ce. Da me­dia vuel­ta al lle­gar a una nue­va ca­bi­na te­le­fó­ni­ca, y se reúne con sus co­le­gas de la Po­li­cía Ju­di­cial en el lu­gar del ti­ro­teo.

Lu­nes, Mar­se­lla

Cuan­do Da­quin lle­ga al Obis­pa­do el lu­nes por la ma­ña­na, el jefe de la Po­li­cía Ju­di­cial, el jefe Pa­yet, le está es­pe­ran­do. Lo re­ci­be de pie de­trás de su es­cri­to­rio, le se­ña­la una si­lla con un ges­to, y toma asien­to.

—Co­mi­sa­rio Da­quin, en­can­ta­do de re­ci­bir­lo. Bien­ve­ni­do a su casa.

Los dos hom­bres es­tán fren­te a fren­te. Pa­yet es del­ga­do, fla­co in­clu­so, tra­je gris, ros­tro hue­su­do, ca­be­llos cor­ta­dos a ce­pi­llo muy cor­tos, pos­tu­ra rí­gi­da por el te­mor per­ma­nen­te de per­der el con­trol; Da­quin, gran­de, atlé­ti­co, un bus­ca­dor vo­raz de sen­sa­cio­nes y de sor­pre­sas. No hay quí­mi­ca en­tre los dos.

—Me re­fe­ri­ré para em­pe­zar a las cues­tio­nes ad­mi­nis­tra­ti­vas. Su des­tino es la Bri­ga­da Cri­mi­nal, el Gru­po de Re­pre­sión del Cri­men Or­ga­ni­za­do, es us­ted el se­gun­do ad­jun­to al jefe de gru­po. Ten­drá un pe­que­ño equi­po a sus ór­de­nes: el ins­pec­tor Grim­bert, un muy buen co­no­ce­dor de la si­tua­ción mar­se­lle­sa, lle­va más de diez años en el Obis­pa­do; y el ins­pec­tor Del­mas, un jo­ven re­cién lle­ga­do del Sud­oes­te. El des­pa­cho 301 que­da asig­na­do a su equi­po. ¿Está todo cla­ro?

—Per­fec­ta­men­te cla­ro, se­ñor di­rec­tor.

—Ven­ga aquí a me­dio­día, le pre­sen­ta­ré al jefe de la sec­ción cri­mi­nal y al jefe del Gru­po de Re­pre­sión del Cri­men Or­ga­ni­za­do. Y le con­fío un pri­mer caso, para que vaya abrien­do boca. Cour­bet me ha di­cho que lo lle­vó ayer al es­ce­na­rio del ti­ro­teo de la Be­lle de Mai.

—Es co­rrec­to.

—Una bue­na toma de con­tac­to. Por des­gra­cia, se tra­ta de he­chos fre­cuen­tes en nues­tra re­gión. To­dos los ca­sos re­cien­tes de ajus­tes de cuen­tas han sido re­agru­pa­dos, y su ins­truc­ción está en ma­nos del juez Bon­ne­foy. Us­ted dará apo­yo al equi­po de la Po­li­cía Ju­di­cial que tra­ba­ja con Bon­ne­foy, y se en­car­ga­rá más es­pe­cí­fi­ca­men­te del caso Be­lle de Mai. ¿Le pa­re­ce bien?

—Muy bien, se­ñor di­rec­tor.

—Solo me res­ta desear­le buen tra­ba­jo y bue­na suer­te.

—Gra­cias, se­ñor di­rec­tor.

Da­quin bus­ca el des­pa­cho que le ha sido atri­bui­do, y lo en­cuen­tra rá­pi­da­men­te al fon­do de un pa­si­llo, apar­ta­do de las zo­nas de paso más con­cu­rri­das del in­te­rior del Ser­vi­cio Re­gio­nal de la Po­li­cía Ju­di­cial. Una ha­bi­ta­ción de­ma­sia­do pe­que­ña, pero lu­mi­no­sa y tran­qui­la, amue­bla­da a toda pri­sa, tres si­llas y tres es­cri­to­rios des­pa­re­ja­dos, dos má­qui­nas de es­cri­bir, dos te­lé­fo­nos y dos ar­chi­va­do­res me­tá­li­cos. Eli­ge su es­cri­to­rio, fren­te a la puer­ta, de es­pal­das a la ven­ta­na, y lee lo que dice la pren­sa re­gio­nal so­bre los ase­si­na­tos de la Be­lle de Mai, mien­tras es­pe­ra a sus co­le­gas.

Los dos ins­pec­to­res lle­gan jun­tos, me­dia hora más tar­de. Da­quin se le­van­ta y sa­lu­da pri­me­ro al de más edad, Grim­bert, el buen co­no­ce­dor de la vida mar­se­lle­sa, el hom­bre del que pien­sa que el jefe lo ha co­lo­ca­do ahí tan­to para vi­gi­lar­lo como para ayu­dar­lo, aquel cuya con­fian­za va a te­ner que ga­nar­se. Su fí­si­co sor­pren­de a Da­quin. Unos trein­ta y cin­co años, ru­bio, ca­be­llos algo lar­gos y gran­des ojos azu­les en un ros­tro alar­ga­do, hue­su­do; un aire ro­mán­ti­co, va­ga­men­te bri­tish. Co­lo­ca una caja gran­de de car­tón re­ple­ta de do­sie­res en uno de los es­cri­to­rios va­cíos, y es­tre­cha la mano de Da­quin mien­tras lo exa­mi­na. Round de ob­ser­va­ción. Le si­gue Del­mas, un hom­bre de baja es­ta­tu­ra, mo­reno, de vein­ti­séis años, una bola de múscu­los con pin­ta de bon vi­vant. Lle­ga con las ma­nos va­cías, sa­lu­da a Da­quin de buen hu­mor y se apo­sen­ta en el úl­ti­mo es­cri­to­rio dis­po­ni­ble.

Unas pa­la­bras de bien­ve­ni­da, y lue­go Da­quin dice:

—Tó­men­se tiem­po para ins­ta­lar­se, voy a bus­car ca­fés, y en­se­gui­da nos pon­dre­mos a tra­ba­jar.

Grim­bert deja de or­de­nar sus do­sie­res, y se en­de­re­za.

—¿Ca­fés? ¿Dón­de?

—En este piso. ¿No hay má­qui­na de café?

—No, que yo sepa.

—En el bar de la casa, en­ton­ces. Hay uno, ¿no?

Grim­bert en­ca­ja una nal­ga en una es­qui­na de su es­cri­to­rio, y ha­bla con una me­dia son­ri­sa en los la­bios.

—Sí, hay uno, des­de lue­go, en el só­tano, en el Ga­ra­je, un bar ad­mi­nis­tra­do por los me­cá­ni­cos de la casa. Pero con­vie­ne que le ad­vier­ta de que no va a ser bien­ve­ni­do, por un mon­tón de ra­zo­nes. La pri­me­ra, por­que es te­rri­to­rio de la Se­gu­ri­dad Pú­bli­ca, de los agen­tes de uni­for­me, los que ha­cen la ca­lle, que se ven a sí mis­mos como los cu­rran­tes de la pro­fe­sión. A no­so­tros, los po­lis de pai­sano, los in­ves­ti­ga­do­res de la Po­li­cía Ju­di­cial, nos con­si­de­ran bus­ca­líos y sa­bihon­dos, y no quie­ren ver­nos en sus do­mi­nios, en el Ga­ra­je.

»Se­gun­da ra­zón, us­ted es un co­mi­sa­rio, lue­go un jefe, y nin­gún co­mi­sa­rio, ni si­quie­ra los de la Se­gu­ri­dad Pú­bli­ca, es bien­ve­ni­do en el Ga­ra­je. Fi­nal­men­te, es us­ted pa­ri­sino. Cuan­do un pa­ri­sino ate­rri­za en el Obis­pa­do, sue­nan las alar­mas en toda la casa. Las co­sas se cal­ma­rán, pero hará fal­ta un poco de tiem­po.

Grim­bert ha­bla con un acen­to mar­se­llés muy mar­ca­do. So­bre­ac­túa, pien­sa Da­quin, o lo ha apren­di­do.

—Gra­cias por evi­tar­me un mo­men­to pe­no­so. Hoy me abs­ten­dré del café, será duro, pero lo con­se­gui­ré. Y en­con­tra­ré al­gún me­dio de ins­ta­lar una ca­fe­te­ra eléc­tri­ca en este re­duc­to.

Unos mi­nu­tos más tar­de, los tres hom­bres se po­nen al tra­ba­jo.

—¿Sa­ben que he­mos he­re­da­do el do­sier de los ase­si­na­tos de la Be­lle de Mai?

—Sí, el jefe nos ha in­for­ma­do.

—¿Les ha di­cho que yo ins­pec­cio­né ayer el lu­gar con el ins­pec­tor Cour­bet?

—Sí, y me ha sor­pren­di­do.

—Fue ca­sua­li­dad, pa­sa­ba por aquí.

—¿Un do­min­go?

El do­sier que con­tie­ne los in­di­cios re­co­gi­dos in situ, las pri­me­ras cons­ta­ta­cio­nes y las fo­to­gra­fías, está abier­to so­bre el es­cri­to­rio de Da­quin, que lo em­pu­ja ha­cia Grim­bert y con­ti­núa:

—En este do­sier, tan­to el jefe como Cour­bet ha­blan es­pon­tá­nea­men­te de un ajus­te de cuen­tas en­tre ma­fio­sos. ¿Cómo iden­ti­fi­ca us­ted los ajus­tes de cuen­tas en­tre ma­fio­sos, Grim­bert?

—En pri­mer lu­gar por el mo­dus ope­ran­di de los ase­si­nos: no se an­dan con mi­ra­mien­tos, ma­tan a bo­ca­ja­rro o con ar­mas au­to­má­ti­cas. En la ca­lle, o en lu­ga­res pú­bli­cos. En pleno día y a cara des­cu­bier­ta. No de­jan pis­tas. Se re­co­gen al­gu­nos cas­qui­llos, pero las ar­mas se ex­por­tan o se des­tru­yen, por re­gla ge­ne­ral no se uti­li­zan dos ve­ces. Y tam­po­co hay tes­ti­gos.

»Lue­go, la per­so­na­li­dad de las víc­ti­mas: se ma­tan en­tre ellos, en lu­chas por el po­der. A ve­ces hay víc­ti­mas co­la­te­ra­les, pero es de­bi­do a la mala suer­te, y no las te­ne­mos de­ma­sia­do en cuen­ta… Fi­nal­men­te, en nin­guno de es­tos ca­sos se lle­ga a iden­ti­fi­car a los ase­si­nos, y me­nos aún a de­te­ner­los.

—Es un re­tra­to bas­tan­te fiel de lo que vi ayer. El jefe me dijo que los ajus­tes de cuen­tas son fre­cuen­tes. ¿A qué rit­mo, des­de cuán­do?

—Des­de sep­tiem­bre pa­sa­do he­mos te­ni­do cin­co, más o me­nos uno al mes, que han su­ma­do ocho muer­tos. Le haré un in­for­me de­ta­lla­do, si lo desea.

—¿Por qué esta con­cen­tra­ción re­pen­ti­na?

—Se ha­bla de una gue­rra de su­ce­sión por el con­trol del ham­pa mar­se­lle­sa en­tre Zam­pa y Fran­cis el Bel­ga des­pués de la caí­da de la casa Gué­ri­ni.[2]

—¿De dón­de sa­len esos dos?

—De la guar­de­ría in­fan­til de Gué­ri­ni, los dos. Zam­pa tuvo un poco más de tiem­po de in­cu­ba­ción que el Bel­ga, y cuen­ta con más ex­pe­rien­cia. Has­ta el mo­men­to, pa­re­ce ir ga­nan­do por seis muer­tos a dos.

—Un tan­teo de par­ti­do de te­nis —se­ña­la Del­mas—. Zam­pa gana el set, pero to­da­vía no el par­ti­do.

Da­quin lo ig­no­ra.

—Una ex­pli­ca­ción más bien pe­re­zo­sa. Soy un re­cién lle­ga­do y no co­noz­co bien la si­tua­ción mar­se­lle­sa, pero sé que los Gué­ri­ni, los man­te­ne­do­res del or­den, des­apa­re­cie­ron hace por lo me­nos cua­tro años, An­toi­ne fue aba­ti­do en el 67 y Mémé en­car­ce­la­do en el 69. En­ton­ces, ¿por qué este re­pun­te de ajus­tes de cuen­tas tan­to tiem­po des­pués?

—¿Quie­re sa­ber mi opi­nión?

—Evi­den­te­men­te.

—Es una con­se­cuen­cia del des­man­te­la­mien­to del ne­go­cio de la he­roí­na en Mar­se­lla, que en reali­dad no em­pe­zó has­ta fe­bre­ro del año pa­sa­do, en el 72, con una cap­tu­ra muy gran­de en un mer­can­te pe­que­ño, el Ca­pri­ce des Temps, más de 400 ki­los de he­roí­na pura. Des­pués, las de­ten­cio­nes se mul­ti­pli­ca­ron, hubo mu­cho mo­vi­mien­to en to­dos los sen­ti­dos y cada cual ha in­ten­ta­do sa­car par­ti­do de la si­tua­ción. Los ma­fio­sos de­nun­cian a la com­pe­ten­cia o a sus ri­va­les, para que la poli haga lim­pie­za aho­rrán­do­les el tra­ba­jo su­cio. Los di­fe­ren­tes ser­vi­cios de Po­li­cía se alían con un clan y con­tra otro, cada ser­vi­cio tie­ne su pro­pia po­lí­ti­ca de alian­zas…

—¿Y eso ex­pli­ca­ría que las in­ves­ti­ga­cio­nes no con­si­gan nun­ca re­sul­ta­dos?

—Le dejo a us­ted la res­pon­sa­bi­li­dad de sa­car con­clu­sio­nes, co­mi­sa­rio. Pero sepa que ha ate­rri­za­do en un am­bien­te bas­tan­te… di­ga­mos «mar­se­llés».

—Bien. Vol­va­mos a nues­tro do­sier Be­lle de Mai. No hay in­di­cios, no hay tes­ti­gos, es­toy de acuer­do. Pero he re­co­rri­do los al­re­de­do­res. Hubo una em­bos­ca­da, pre­pa­ra­da de ma­ne­ra muy mi­nu­cio­sa. El iti­ne­ra­rio y las ru­ti­nas de las víc­ti­mas eran co­no­ci­dos. ¿Cómo? Es im­po­si­ble blo­quear el cru­ce de las dos ave­ni­das mu­cho tiem­po. Así pues, al­guien dio la se­ñal de sa­li­da, y ha­bía por lo me­nos un ob­ser­va­dor al ace­cho en las pro­xi­mi­da­des del cru­ce para dar la se­gun­da se­ñal. Así pues, mu­chos cóm­pli­ces a los que se pue­de se­guir la pis­ta.

»¿Qué me­dios uti­li­za­ron para trans­mi­tir la in­for­ma­ción? En el bu­le­var Bu­rel, cer­ca del cru­ce, en­con­tré una ca­bi­na te­le­fó­ni­ca jus­to en­fren­te de un par­king al aire li­bre de­lan­te de un in­mue­ble. Los ase­si­nos pu­die­ron es­pe­rar allí y re­ci­bir la úl­ti­ma se­ñal por el te­lé­fono de la ca­bi­na. En el bu­le­var Gui­gou, a me­nos de un ki­ló­me­tro, hay un bar, abier­to el do­min­go, y una ca­bi­na te­le­fó­ni­ca. La úl­ti­ma se­ñal pudo pro­ce­der de uno de esos dos pun­tos. Se pue­den con­tro­lar las lla­ma­das pro­ce­den­tes de esas lí­neas te­le­fó­ni­cas, y bus­car tes­ti­gos en las pro­xi­mi­da­des.

»Por lo que se re­fie­re a las víc­ti­mas: ¿con quién te­nían una cita, a esa hora? ¿Con quién es­ta­ban en con­flic­to? ¿Quién pudo trai­cio­nar­los? ¿Qué di­cen los fa­mi­lia­res? ¿Qué re­la­ción ha­bía en­tre las dos víc­ti­mas, Mar­cel Cec­cal­di y el jo­ven­ci­to? Po­de­mos pro­gre­sar en to­dos esos pun­tos. Y a par­tir de ahí, se irán per­fi­lan­do los di­fe­ren­tes miem­bros de la ban­da.

Grim­bert re­cu­pe­ra su atis­bo de son­ri­sa.

—Sin duda, co­mi­sa­rio. Pero an­tes de lan­zar­nos a esa aven­tu­ra, vaya a ver al juez Bon­ne­foy. No lo ol­vi­de, la in­ves­ti­ga­ción le per­te­ne­ce a él, no a us­ted.

En el Pa­la­cio de Jus­ti­cia, el juez Bon­ne­foy, un hom­bre tran­qui­lo y son­rien­te, en la cin­cuen­te­na, re­ci­be a Da­quin sin ha­cer­le es­pe­rar, en su des­pa­cho so­lea­do con vis­tas al Vieux-Port. Es­cu­cha su in­for­me de la ma­tan­za de la Be­lle de Mai, y su pro­pues­ta so­bre al­gu­nas vías de in­ves­ti­ga­ción. No toma no­tas, tam­bo­ri­lea con los de­dos so­bre su es­cri­to­rio.

—Co­mi­sa­rio, es us­ted nue­vo aquí, si he en­ten­di­do bien lo que me ha di­cho el jefe Pa­yet. Como en cual­quier otra ciu­dad, aquí, en Mar­se­lla, la po­li­cía y la jus­ti­cia su­fren de una cruel es­ca­sez de me­dios. Y la cri­mi­na­li­dad que pa­de­cen las per­so­nas hon­ra­das ex­plo­ta: asal­tos a po­bres an­cia­nos a la sa­li­da de las ofi­ci­nas de co­rreos y de los ban­cos, asal­tos a pe­que­ños co­mer­cian­tes, y, la úl­ti­ma moda, asal­tos a los ta­xis­tas. Es esa cri­mi­na­li­dad la que re­sul­ta im­pe­ra­ti­vo que des­cien­da. Cuan­do los ma­to­nes se ma­tan en­tre ellos, como ocu­rre en el caso del que ha­bla­mos, las per­so­nas hon­ra­das se ríen. No se sien­ten ame­na­za­das. Lo que le pido es que iden­ti­fi­que a las víc­ti­mas, para que po­da­mos re­se­guir las gue­rras del ham­pa, la evo­lu­ción de los cla­nes, de modo que no nos co­jan des­pre­ve­ni­dos. Es­pe­ro de us­ted y de su equi­po un tra­ba­jo y un in­for­me en este sen­ti­do.

Cuan­do Da­quin sale del Pa­la­cio de Jus­ti­cia, le pa­re­ce oír a Grim­bert: «La in­ves­ti­ga­ción le per­te­ne­ce a él, no a us­ted», y com­pren­de por fin el sig­ni­fi­ca­do de su me­dia son­ri­sa: de­sen­can­ta­da.

[2]. El clan de los Gué­ri­ni: An­toi­ne y Memé se con­vir­tie­ron en po­de­ro­sos gáns­ters des­de los años 30 y has­ta el 67, fe­cha en que An­toi­ne es ase­si­na­do. Se es­pe­cia­li­za­ron en el pro­xe­ne­tis­mo, el trá­fi­co de ta­ba­co y de he­roí­na. Co­no­ci­dos por es­tar muy vin­cu­la­dos a la po­lí­ti­ca y al mun­do del es­pec­tácu­lo. (N. de la E.)

2. Martes, 13 de marzo de 1973

Mar­tes de ma­dru­ga­da, Niza

Muy pron­to se­rán las tres de la ma­dru­ga­da. La no­che es fría, per­fu­ma­da y si­len­cio­sa en la Pro­me­na­de des An­glais, una de las ave­ni­das más be­llas del mun­do se­gún al­gu­nos. Una pa­re­ja sale de las sa­las de jue­go del ca­sino por la puer­ta prin­ci­pal del Pa­lais de la Mé­di­te­rra­née. A lo le­jos, el rui­do de una moto que arran­ca. La pa­re­ja se de­tie­ne bajo las al­tas ar­ca­das que sos­tie­nen la fa­cha­da mo­nu­men­tal, una de­co­ra­ción pom­po­sa de car­tón pie­dra im­preg­na­da del es­pí­ri­tu de los años trein­ta. Un bo­to­nes de uni­for­me se pre­ci­pi­ta ha­cia el hom­bre, de unos cin­cuen­ta, bien lle­va­dos, an­cho de hom­bros, si­lue­ta ma­ci­za en un tra­je os­cu­ro y so­brio, que le da las lla­ves de su co­che. El bo­to­nes se ale­ja en di­rec­ción al par­king. La jo­ven, que lle­va un ves­ti­do cla­ro muy es­co­ta­do, ti­ri­ta de frío; ha ne­va­do en las cum­bres del in­te­rior del país. Ron­ro­neo de una moto que se apro­xi­ma, ocul­ta de­trás de las jar­di­ne­ras de flo­res que se­pa­ran las ar­ca­das y la en­tra­da del pa­la­cio de la ace­ra del pa­seo. El hom­bre se in­cli­na ha­cia su com­pa­ñe­ra, le son­ríe, la ayu­da a ajus­tar so­bre los hom­bros un echar­pe mul­ti­co­lor de ca­che­mi­ra. El bo­to­nes des­apa­re­ce tras la es­qui­na del edi­fi­cio. La moto se de­tie­ne de­lan­te de la al­fom­bra roja que as­cien­de has­ta la en­tra­da, y el pa­sa­je­ro del asien­to tra­se­ro, con el cas­co pues­to, des­cien­de fren­te a la pa­re­ja, adop­ta una po­si­ción fir­me, con las pier­nas se­pa­ra­das y las ro­di­llas fle­xio­na­das, alza las dos ma­nos que em­pu­ñan un arma a la al­tu­ra de los ojos, y dis­pa­ra. Una bala, el cuer­po del hom­bre se es­tre­me­ce, su mano se afe­rra al chal de su acom­pa­ñan­te; dos, tres, cua­tro ba­las en rá­fa­ga, y el cuer­po del hom­bre, que si­gue aga­rran­do al chal, cae al ra­len­tí, la san­gre bro­ta de for­ma es­pas­mó­di­ca; el ros­tro de la mu­jer, sus hom­bros des­nu­dos y su ves­ti­do cla­ro es­tán man­cha­dos de san­gre. Uno, dos, tres, cua­tro nue­vos dis­pa­ros se­gui­dos, la jo­ven está pa­ra­li­za­da, la boca abier­ta, sin un gri­to. El hom­bre se ha de­rrum­ba­do. El ase­sino dis­pa­ra aún dos ba­las so­bre el cuer­po iner­te. Fin de la ope­ra­ción. Des­li­za el arma en el in­te­rior de su ca­za­do­ra, ha­cia la fun­da su­je­ta bajo el hom­bro iz­quier­do, y al ha­cer­lo roza su pe­zón iz­quier­do con el ca­ñón del arma, que­ma­du­ra, do­lor, ama ese do­lor, con­trac­ción de los múscu­los del vien­tre, ex­ci­ta­ción, pla­cer in­ten­so, está vivo, muy vivo. Sal­ta so­bre la moto, que arran­ca con ím­pe­tu. La mu­jer se de­rrum­ba, in­cons­cien­te, so­bre los char­cos de san­gre que em­pa­pan la al­fom­bra roja y ti­ñen el sue­lo de már­mol blan­co.

La es­ce­na ha du­ra­do me­nos de vein­te se­gun­dos.

El bo­to­nes vuel­ve del par­king a la ca­rre­ra, los em­plea­dos sa­len del pa­la­cio, gri­tan, se dis­per­san bajo las ar­ca­das, los úl­ti­mos clien­tes hu­yen en di­rec­ción a la pla­ya, muy pró­xi­ma. Lue­go lle­gan los gi­ro­fa­ros y el au­lli­do de las si­re­nas de los co­ches de po­li­cía, se­gui­do por el de las am­bu­lan­cias del SAMU. Po­li­cías y en­fer­me­ros se po­nen a tra­ba­jar en me­dio de una es­ce­na de pá­ni­co his­té­ri­co en este de­co­ra­do de ope­re­ta.

Mien­tras los po­li­cías in­ten­tan cal­mar y re­unir en una sala del ca­sino a to­dos los tes­ti­gos po­ten­cia­les del ti­ro­teo, un mé­di­co cons­ta­ta la muer­te del hom­bre ten­di­do en el sue­lo, acri­bi­lla­do a ba­la­zos. El cuer­po ha sido cu­bier­to con un plás­ti­co, la po­li­cía aís­la la es­ce­na del cri­men, el SAMU se hace car­go de la mu­jer jo­ven, que con­ti­núa ins­con­cien­te. Na­die sabe si está he­ri­da, si la san­gre que la cu­bre es suya o del muer­to; es eva­cua­da al hos­pi­tal. Un po­li­cía, en­car­ga­do de re­co­ger su tes­ti­mo­nio en cuan­to sea po­si­ble, la acom­pa­ña en la am­bu­lan­cia.

Des­pués de un exa­men com­ple­to que no en­cuen­tra nin­gu­na he­ri­da, de una in­yec­ción de cal­man­tes y de una du­cha ca­lien­te, la jo­ven es alo­ja­da en una ha­bi­ta­ción, y allí res­pon­de como pue­de a las pre­gun­tas del po­li­cía. Se lla­ma Emily Frickx, de na­cio­na­li­dad ame­ri­ca­na. Pasa una tem­po­ra­da en la re­gión, su es­po­so, Mi­chael Frickx, ha al­qui­la­do una vi­lla para este año en Saint-Jean-Cap-Fe­rrat. Su do­mi­ci­lio prin­ci­pal está en Mi­lán, don­de su ma­ri­do tie­ne sus ofi­ci­nas. Él di­ri­ge la su­cur­sal eu­ro­pea de la em­pre­sa que co­mer­cia­li­za las ma­te­rias pri­mas Co­Tra­de, con sede en Nue­va York. No, en este mo­men­to él no está ni en Cap Fe­rrat ni en Mi­lán, sino en via­je de ne­go­cios a las mi­nas de Su­dá­fri­ca. Sí, sin duda es po­si­ble con­tac­tar con él, pero no es sen­ci­llo, ella no sabe dón­de está, y no en to­das par­tes hay te­lé­fono. Tie­ne que lla­mar a la sede de la So­cie­dad Mi­ne­ra de Su­dá­fri­ca, en Johan­nes­bur­go, ellos siem­pre sa­ben dón­de lo­ca­li­zar­lo para po­der con­tac­tar con él por ra­dio. Sí, ella co­no­ce al hom­bre que ha sido ti­ro­tea­do a su lado, se lla­ma Ma­xi­me Pie­ri. Te­nía una re­la­ción de ne­go­cios ha­bi­tual con su ma­ri­do. Pre­ci­sa­men­te fue en el des­pa­cho de su ma­ri­do, en Mi­lán, don­de lo co­no­ció. Cree que tra­ba­ja y vive en Mar­se­lla, pero no está se­gu­ra. Es un co­no­ci­do, más que un ami­go. Ayer, se en­con­tró con él por ca­sua­li­dad en una ga­le­ría de arte que fre­cuen­ta con re­gu­la­ri­dad en Vi­lle­fran­che, y él la in­vi­tó a ce­nar en el Pa­lais de la Mé­di­te­rra­née. Sí, era la pri­me­ra vez que la in­vi­ta­ba a ce­nar. La ve­la­da fue muy agra­da­ble. Char­la­ron mu­cho rato, so­bre todo de arte con­tem­po­rá­neo. Pie­ri pa­re­cía in­tere­sa­do, ha­cía mu­chas pre­gun­tas. No, no es­ta­ba ni ten­so, ni in­quie­to. Bai­la­ron al­gu­nas pie­zas len­tas, y ju­ga­ron un poco en el ca­sino. Él se dis­po­nía a acom­pa­ñar­la a casa, a su vi­lla, an­tes de vol­ver a Mar­se­lla, o dor­mir en Niza, no lo sabe, no ha­bla­ron del tema. Cuen­ta el ti­ro­teo sa­cu­di­da por tem­blo­res ner­vio­sos.

—Vi al hom­bre. Alto, con un cas­co en la ca­be­za. Es­ta­ba de pie al lado de una moto. Te­nía la vi­se­ra le­van­ta­da. Pero es­ta­ba le­jos de las lu­ces, no vi un ros­tro bajo el cas­co, solo un agu­je­ro ne­gro. El ros­tro de la muer­te. Dis­pa­ró. No pude huir, no pude gri­tar, es­ta­ba pa­ra­li­za­da. No com­pren­día lo que es­ta­ba pa­san­do. Sen­tí la san­gre muy ca­lien­te en los ojos, en la boca, el sa­bor de la san­gre. Un ho­rror. Cuan­do paró de dis­pa­rar, creo que me des­ma­yé. Me vine aba­jo como un mon­tón de tra­pos vie­jos.

Llo­ra. Los mé­di­cos re­co­mien­dan de­jar­la dor­mir. Aho­ra.

En el lu­gar de los he­chos, los po­li­cías re­co­gen los tes­ti­mo­nios. En pri­mer lu­gar, el bo­to­nes. Re­pi­te to­dos los mo­vi­mien­tos que hizo an­tes y du­ran­te el ti­ro­teo, de­lan­te de po­li­cías pro­vis­tos de cro­nó­me­tros. Pie­ri le dio las lla­ves de su co­che. No, en ese mo­men­to no pa­re­cía ni in­quie­to, ni con una pri­sa es­pe­cial, y él no ad­vir­tió la pre­sen­cia de nin­gu­na moto en los al­re­de­do­res. Lla­ves en mano, se fue di­rec­to al par­king.

Pri­me­ra prue­ba cro­no­me­tra­da. El bo­to­nes reha­ce el tra­yec­to, da la vuel­ta a la es­qui­na del edi­fi­cio, se de­tie­ne en el lu­gar pre­ci­so don­de se en­con­tra­ba cuan­do oyó los pri­me­ros dis­pa­ros.

Se­gun­da prue­ba cro­no­me­tra­da. Des­de don­de es­ta­ba, en la ca­lle la­te­ral, no po­día ver la en­tra­da del ca­sino. Se de­tu­vo, sor­pren­di­do, no iden­ti­fi­có in­me­dia­ta­men­te la na­tu­ra­le­za de los rui­dos, agu­zó el oído. En­ton­ces oyó la se­gun­da rá­fa­ga. Echó a co­rrer para re­gre­sar a la en­tra­da del ca­sino. No re­cuer­da ha­ber oído otras de­to­na­cio­nes. Lle­gó a la ave­ni­da en el mo­men­to pre­ci­so en que la moto arran­ca­ba.

Fin de los cro­no­me­tra­jes. La moto era muy gran­de, de co­lor os­cu­ro, a los que iban mon­ta­dos en ella, ves­ti­dos de ne­gro, solo los vio de es­pal­das; no pue­de de­cir nada más, es­ta­ba ate­rro­ri­za­do. Si­guió co­rrien­do, se en­con­tró el es­pec­tácu­lo de los dos cuer­pos ten­di­dos en el sue­lo, se acuer­da de las man­chas de san­gre so­bre la pie­dra blan­ca. La ac­ción pro­pia­men­te di­cha duró unos quin­ce se­gun­dos. Si con­ta­mos la fase de apro­xi­ma­ción, los po­li­cías con­clu­yen que la ope­ra­ción en con­jun­to no duró más de trein­ta se­gun­dos. Se mi­ran. Cosa de pro­fe­sio­na­les, de los au­tén­ti­cos.

No va a ser un caso fá­cil.

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