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Mario Diego Peralta Bahl

Latinoamérica en gotas / Mario Diego Peralta Bahl. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB


Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1118-8


1. Crónica de Viajes. I. Título.

CDD 910.4


Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com


Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina


Dedicado a Homero

Agradecimientos

A Sil, mito y leyenda en gestión, por recrearlos en cada ilustración.

A Sofi, por sus diseños de portada.

A Magu, por cuidarnos a todos en medio de la pandemia.

A la familia que hizo el aguante.

A los amigos que estuvieron y acompañaron en este viaje.


A

Gabriela,

Timo,

Moni,

Fede,

Mariana,

Cacho,

Vicky,

Nico,

Dani,

Miryam,

Fabri,

Ary,

Bárbara,

Tricio,

Juan y

Facu,

por regalarme una primera lectura.


Selfi


Me dispongo a escribir pero no sé qué saldrá, ni para qué, ni a quién podrá venirle bien leerlo. En principio, quizás el que más lo esté necesitando, al que realmente lo ayude a divertirse y a relajarse, es a mí.

No será esta una crónica de viajes escrita mientras deambulo por ahí. Este libro intenta abrir un espacio sobre los viajes que hice por Latinoamérica durante diez años, con un yo modificado con el correr del tiempo, golpeado por pérdidas y transformado por el tránsito de una enfermedad. El relato surgirá de un momento histórico único, distinto al de cada viaje. Eso me intriga, ¿cómo lo haré? Para expresarlo en términos financieros, trabajar sobre el valor actual de todas esas experiencias. ¿Resultará interesante? Traerlas a hoy, al momento de escribirlas, para devolverlas en un pasado cambiado, quizás muchas de las ciudades sobre las que hablaré, con el correr del tiempo, ya estén modificadas, por lo tanto queda abolida en este instante toda pretensión de escribir una guía de viajes.

Latinoamérica me divierte. Hay similitudes culturales que me acercan y excitan. Como todo porteño, según el criterio de algunos otros latinos conocidos, culturalmente debo haber alimentado esa especie de “rey en la panza”, aunque me resista y crea que no soy digno de autodefinirme como el típico porteño, seguramente tengo mucha de esa boludez, de ese egocentrismo de ciudad capital que lejos está de enorgullecer a nadie, porque el “rey en la panza” no es de argentinos, es de porteños. Desde una Buenos Aires que cuando “se hace la linda” se maquilla de europea y nunca hace mención del parecido de nuestro microcentro con algunas partes del centro histórico de Río de Janeiro, porque parece que la comparación no sumara, aun siendo Brasil el país más grande de la región; parece que no garpara, como si conocer las miserias de alguien imposibilitaran el amor, cuando en verdad lo favorece. No hay enamoramiento sin respeto a las debilidades del otro. ¡Cuidado! De tus miserias te cuido, de tus poquedades quizás me enamore. Los arquitectos, ingenieros y diseñadores que habitaron una misma época en distintos países sudamericanos seguramente estaban influenciados por la mirada estética dominante y puesta la vista en esa meca; los modelos arquitectónicos se repiten en muchos países. Seguramente que es así, no obstante si algún vecino de Buenos Aires recibiera el comentario de lo parecida que es la avenida de Mayo a la Gran Vía madrileña, o alguna zona de Recoleta lo es a algún barrio de París, sería tomado con mayor agrado que si le mencionaran lo parecido de las villas porteñas con las favelas cariocas o los cantegriles uruguayos (con sus características propias, porque la pobreza en Latinoamérica no tiene una única cara, no sale en una única foto). Y me suena lógico que la miseria no enorgullezca; como si fuera la lógica la que explicara este tan “ilógico” fenómeno que nos iguala en toda Latinoamérica. La pobreza no es lógica ni digna, es irracional, es un animal que se come la vida y los sueños de mucha gente.

Su lado moderno, sus barrios de moda, sus villas, su estado presente y ausente a su estilo, su política turbulenta, sus inestables economías, su gente, su historia, sus maneras de contar y autoflagelarse o segregarse mutuamente, todo eso yo lo conozco y me resulta culturalmente atractivo. ¿Puede alguien pretender subjetividad en su relato sobre alguna cultura sin tomar en cuenta que la propia lo está condicionando en su modo de ver y sentir? Se me ocurre pensar que la inseguridad en América Latina puede ser un tema común tanto para un alemancito como para un porteñito, pero no es la misma manera de vivirla y sentirla, conforme no solo las nacionalidades y qué tan acostumbrados están uno y otro a convivir con pobreza y estados pobres, sino a la propia experiencia que cada uno tuvo en el tema. Si me hubieran robado violentamente en alguna ciudad, seguro habría dejado una forma de ver, una especie de filtro, especial, mía, propia, miope; o si hubiera quedado sin nada en Brasil, porque algún oportunista se llevara mi descuido junto con todos mis documentos y dinero en una playa de Ipanema, quizás mi manera de ver estaría empañada por la ira de la situación. Si además, a ese personaje le sumáramos que bien podría haber estado pasando por alguna situación especial personal, la cercanía de la muerte de su padre, por ejemplo; podríamos entender que su latir se altere inevitablemente cuando se hable de Río de Janeiro y así podría esparcir a todo aquel que lo escuche una imagen, que, si bien es real, está muy condicionada por su propia experiencia y momento. Así y todo, conociendo al personaje que pasó por ese momento, puedo decir que Río de Janeiro no quedó asociada para siempre con la inseguridad, porque ese es un común denominador latinoamericano que ya se nos hizo callo. En eso también la mirada personal puede ser transformadora de la realidad. Poder desprenderse de prejuicios y, a la hora del juicio propio, intentar ser justo con la cultura del lugar, con esa gente que uno conoce y que no merece que nadie, en nombre de un acto de inseguridad que existió, agreda su nacionalidad, generando miedo, creando monstruos. Sé que los únicos que existen están debajo de mi cama, tan buenos y tan monstruos como la naturaleza humana lo permite. Haciendo un ejercicio casi matemático entonces, simplificando y cancelando, de uno y otro lado de esa ecuación latinoamericana todo aquello que se repite con el mismo signo, para dejar entonces a la vista sus características únicas, propias, igualando en el valor de sus diferentes culturas.

Ese ojo entonces que ve otras ciudades, ese corazón que siente otros tratos con personas de otros orígenes lo hace atravesado por su propia experiencia personal, familiar, barrial, como ciudadano del país del que dependió su historia de vida y formó, en el mejor de los casos, su ideología.

Creo que no existe objetividad en esto, por lo tanto solo voy en busca de mi verdad y no de LA VERDAD. Salgo a tratar de entender el mundo queriendo ser capaz de desprenderme de alguna de esas gafas que me han puesto, que condicionan mi mirada y otras que me he puesto yo solito, de las de sol con aumento, porque me resultan más cómodas, porque me dejan ver, hacen que no me encandile y amplifican todo lo que mi astigmatismo porteño intenta ver borroso y pequeño, simplemente por eso. Soy ciudadano de un país pobre y tan importante como cualquier otro.

Pero ¿quién es el que viaja? He escuchado compatriotas avergonzados ante el encuentro con otro porteño en algún hipermercado de Miami. Pero ¿los argentinos somos así? ¿Por qué podría yo o alguien hablar en nombre de los argentinos en general? Viviendo en este país por más de cincuenta años, claro está que no hay una única argentinidad. Me causa sorpresa cuando un porteño se apodera del gentilicio argentino para definirlo como descendiente de inmigrante europeo, de tez blanca (valga la aclaración para que sepan aquellos descendientes de turcos alemanes, que tampoco acá se les daría trato de primer mundo), ese grupito pequeño que adopta el discurso dominante, la sociedad porteña y acomodada, una parte de la población del país que se apodera del gentilicio para sí, a fuerza de excluir a la mayoría. Cosas de Latinoamérica. Este tipo de problemas, donde los sectores más acomodados entienden la lógica del mérito como simple explicación de que aquel que no tiene algo es simplemente porque no lo mereció. Se valida que alguien se arrogue para sí o para su grupo de poder, la posibilidad de decidir en qué y cuándo el Estado debe gastar en acción social, porque, cuando no lo hace en lo que ellos quieren, entonces amenazan a la sociedad entera, la extorsionan con su independencia económica.

La llanura bonaerense en la que está enclavado Buenos Aires, si bien es la región más poblada, en cantidad de kilómetros cuadrados es la menos representativa de la piel de mi país. Mi país tiene montañas, tiene zonas desérticas, tiene sierras y montes. Tiene selva, mucha selva; playas y acantilados. Tiene glaciares y cataratas. Buenos Aires tiene un río y gente. Mucha gente, producto de un desarrollo industrial que favoreció la centralización económica. Para muchos ciudadanos salir de la muralla de la General Paz, avenida que separa realidades, foso con dragones alimentados a base de miedo a perder lo que nunca se tuvo; es tener pánico, sentimiento que se parece al que se muestra en las películas estadounidenses; esas de presupuesto republicano. Me permito pensar que los estemos plagiando. Un miedo que construye personajes de fantasía, monstruos malísimos, unas bestias choriplaneras que, tan solo con no parecerse a ellas, algún porteño podría encontrar, tan solo con eso, el sentido de su vida.

Es entonces esperable que, según me cuenten de otros lados, esa amplitud en la paleta de colores de la vida venga decidida por otra persona en el cuadro que se me pinta. Concluyo entonces en lo artístico del relato de viajes, en lo personal, en lo modificador de la realidad y no por influir en ella, sino en la forma en que se da a conocer. Buscarme entonces en otras partes del país, en otras regiones de Sudamérica, es encontrarme con toda esa cultura distinta y en esa alquimia hacer que arda la falsa identidad, para dar con el hueso, con lo que somos.

Si me pongo a recordar la manera en la cual me enseñaron historia de mi región o de mi país en la escuela primaria y secundaria; poco y nada se mencionaba sobre pueblos originarios y menos aún sobre la historia de los otros países del continente, salvo para contar alguna guerra ridícula y fratricida como la del Paraguay, por ejemplo.

Ese “yo viajero”, porteño de clase media con moralina judeocristiana, sale por el mundo y ve que no es como lo supuso. Abre sus ojos. Comienza a relacionarse con habitantes de otros países vecinos y esto hace que entren en su corazón y por ende se empieza a desarmar ese imaginario de gente desconocida con la cual algún político o militar inescrupuloso podría llevarlo a una guerra si quisiera. Ya no es hablar en general, es hablar en particular. Si hablo de uruguayos, hablo de Tere, Santi, Leo y Nicole. Si hablo de cubanos, hablo de Dani y Yao; si hablo de brasileros, lo hago mencionando a Vane y Bernardo y a sus madres, amigos y hermanos. Hablar de peruanos, es hablar de Guille, Luis, y la lista continúa. Países y personas. Los respeto no por las dimensiones de sus tierras o sus economías sino por su gente; y es ahí donde las generalizaciones me empiezan a apretar el zapato, como las que mencioné más arriba sobre los argentinos o los porteños, porque sé que montonazos no somos así. Que boludos hay por todas partes, naciones y continentes. Y ¿qué tan boludos? En contra del prejuicio pero reconociendo su existencia, tratando de ser respetuoso, así es como deambulo, sabiéndome contenedor de mi propia boludez, que por ser mía no deja de serlo. Intento ser consciente de mi propia pavada, esa que llevo de viaje conmigo. A veces lo logro y me pongo contento cuando noto que algo en mí cambió. Ahí es donde la cultura de otros me nutre, con ese hambre cultural inicio este nuevo viaje latinoamericano.

El “yo escritor” está atravesado por sus circunstancias producto del cruce que se produce en la cabecita de una persona luego de haber vivido un rato en este mundo, continente, país, provincia, ciudad, barrio, familia y ocupando diferentes roles, habiendo sido comprador o dejador de muchos bienes que se ofrecen supuestamente para vivir mejor: cosas físicas que alimentan el ego, a veces necesariamente; otras muchas, simplemente excusas consumistas. Se forman mapas conceptuales que dejan fuera muchas experiencias, demasiados límites calcados de mapas ajenos, se construyen tabúes, generan diques, barricadas, supuestamente de protección, las diferencias en lugar de nutrir parece que atentaran contra la propia personalidad. Animado a dejar de lado esos condicionamientos, el escritor se sienta en un momento histórico especial frente a su computadora, máquina de escribir, cuaderno o papiro. Es importante que sepan, quienes lean esto, que si bien los viajes ya los hice, el día en que comienzo con la redacción es el día 45 de una cuarentena impuesta en mi ciudad ante la pandemia de COVID-19. ¿Podría pasarlo por alto? Bien podría cualquier turista de paso por Buenos Aires escuchar el relato de cómo la fiebre amarilla cambió la ciudad a fines de 1800 cuando se produjo la mudanza de aquellos ciudadanos que tenían posibilidad económica hacia el norte de la ciudad, dejando el sur a merced de la enfermedad, la pobreza y lo poco que el Estado podía hacer. La pandemia en 2020 no afecta en todos los países de la misma manera y dentro de un mismo país, varía según las ciudades. Se toman decisiones de aislamiento y para los que viajar es parte de nuestro identikit nos genera un freno de golpe, vemos cómo se dispersa por el mundo el virus, siendo aquellos que estaban de viaje quienes a sabiendas o no de ser portadores, fueron clave en la cadena de distribución. El viaje es turismo, pero también es trabajo, es educación, es comercio. Es globalización. El momento abruma. El encierro trastoca, me expone ante mis –a veces muy pocos– recursos para transitarlo. Se cruzan cuestiones políticas y económicas. Las razones infecciosas, médicas, justifican lo actuado y parece que la decisión tomada en mi ciudad y en mi país es al menos más efectiva que la aplicada en algún país vecino como Brasil, donde el coronavirus avanza a pasos acelerados. El mapa del mundo hoy se cuenta por cantidad de casos de infectados, muertos y cantidad de test realizados. La pobreza vuelve a ser un común denominador en Latinoamérica. Si el aislamiento social es una propuesta válida, se complica su aplicación en las villas donde los problemas habitacionales generan la necesidad de conformarse con aislamiento barrial. ¿Es posible entonces que el yo escritor pueda abstraerse de lo que está viviendo a la hora de escribir? Entiendo que no y por eso lo cuento, lo pongo de manifiesto, lo advierto. Mi estado de ánimo está alterado por esta realidad.

Recorro el mapamundi desarrollado por una universidad estadounidense donde me muestra cada ciudad con la cantidad de contagios y muertes día a día. Latinoamérica aparece coloreada en rojo furioso sobre todo en algunas ciudades de Brasil. Me provoca tristeza. ¿Será igual el sentimiento para quien viajó y conoció que para el que no?

Creo que cuando uno estuvo un rato de su vida en alguna otra ciudad, cuando los recuerdos incluyen personas y cultura de otros lados, es imposible que pase como un número más todo lo que está ocurriendo en este momento. Como si fuera una ola, como un tsunami, el COVID-19 comenzó en China a comienzos de 2020 y se extendió a Europa, dejando asfixiado al sistema médico de Italia y España, subido en aviones llegó al Reino Unido, a Estados Unidos y al resto del mundo. Y ahí se ven las diferencias que hoy existen dentro de los países más desarrollados en relación con sus políticas sanitarias y sus sistemas de salud. No fue igual la experiencia del coronavirus en Alemania que en Italia o España. En Alemania el sistema de salud no colapsó. Si no es posible pararlo, dado que no hay vacuna aún, es necesario poder hacerlo manejable por el sistema de salud de cada comunidad. Fue sorprendente escuchar a líderes africanos que, entregados ante la pandemia, solo recomendaban rezar. Se puso de manifiesto una vez más la precariedad de la atención sanitaria de los Estados. Para algunos, solo en materia de salud; para otros, una muestra más de ausencia estatal por completo. Luego, las políticas adoptadas agravaron o contuvieron el proceso de contagio. El Reino Unido no adoptó durante muchos días ninguna recomendación, ni siquiera de aislamiento social y hasta su primer ministro y el príncipe Carlos se contagiaron, luego se vieron obligados a imponer cuarentena obligatoria para evitar que el virus se siga esparciendo, cerrando espacios aéreos y fronteras, pero aun así en el Reino Unido la ola fue mucho más alta que en Alemania, que se anticipó en las recomendaciones y no llegó a tener que dictar a nivel país el aislamiento obligatorio, solo cerró los lugares donde se podía juntar gente, como bares, restaurantes y desautorizó la realización de eventos. Cada Estado, conforme el aporte de sus científicos y el grado de atención que los políticos prestaron a sus recomendaciones, fueron avanzando en los días, viendo morir a su población mayor de 60 años, principal grupo de riesgo. Como si fuera retrocediendo en los usos horarios, era posible ver desde Latinoamérica el avance de la noche. La Argentina rápidamente estableció distanciamiento social, cerró fronteras, se apuró a establecer medidas especiales para que su mal estado sanitario, pero público, pueda atender al máximo posible, estableciendo hospitales de campaña en las cercanías de las grandes ciudades que es donde más contagios se registran. Y la ola finalmente llegó a América y entró desaforada inundando Nueva York de COVID-19, encontrando un país confiado en que el contagio era inevitable y que el costo de una cuarentena haría peor daño que la enfermedad. La pandemia generó un parate en la actividad que según informan los diarios, provocó una desocupación bestial, sumado a que finalmente hubo que decretar cuarentenas localizadas por ciudades y ahí están, con millones de contagios y cientos de miles de muertos y un presidente que en conferencia de prensa nunca demostró respeto por la capacidad de sus científicos epidemiólogos para tomar las decisiones. Parecido es el perfil del presidente brasilero, finalmente paciente contagiado, que peleado con sus gobernadores sostuvo el normal funcionamiento de la economía hasta que el agua lo tapó. Estados Unidos muestra imágenes de una Nueva York desbordada en su sistema médico, con cantidad de cadáveres esperando ser sepultados, ya que ninguno de los rituales de entierro, sean de la religión que sean, son posibles de realizarse estando en cuarentena. Estados Unidos cuenta con un sistema médico básicamente privado que encarece y aleja la salud de la población más pobre. Se escuchaban casos donde, al cobrarles el test, ciudadanos de Nueva Jersey optaban por no hacérselo, por no poder pagarlo, y entonces la ola seguía creciendo. El Estado en una epidemia no puede dejar en manos privadas la atención médica. Y cuenta con lo que cuenta, con un sistema que si se puso en jaque en países donde el Estado es activo en materia de atención sanitaria, imaginemos en aquellos donde sus políticos han decidido entregar el negocio de la salud a manos privadas; vaciando los presupuestos públicos para salud. Uruguay tiene pocos casos, Chile muchos contagios y pocos muertos, Perú muchos contagios, alto porcentaje de muertos. Ecuador demostró no poder siquiera enterrar a sus fallecidos, mostrando al mundo una pila de ataúdes en las calles de Guayaquil. Latinoamérica está infectada. Con la pobreza común en sus países, las soluciones de aislamiento no son efectivas, porque en barrios carenciados, que los hay por doquier en todo el continente, es imposible aislar individualmente, entonces se cae en cuarentenas comunitarias, naturalizando el contagio masivo. Imposible que no surja en mí una bronca inmensa, un deseo de encontrar mejores soluciones a este tratamiento médico global que hay que aplicar. Los profesionales de la salud de mi país no están bien pagos porque vienen de últimos años de gobierno liberal que no invirtió en salud pública. Los médicos y enfermeros se contagian fácilmente por el alto grado de exposición y por la demora con la que sus instituciones empleadoras, sean públicas o privadas, entregaron los materiales para protección. Hubo médicos teniendo que armarse máscaras con radiografías viejas pasadas por lavandina más una gomita que las sujetaba por detrás de sus cabezas. Tapabocas, en lugar de correctos barbijos de uso profesional. Muchos días estuvieron en el frente de batalla tirando “venenitos” con una honda. Una médica con 5 años de recibida que en su lugar de trabajo recibió en medio de la pandemia la propuesta indecente de rebaja salarial. Un sector privado que reaccionó como siempre, pensando solo en cuidar su propio culo, pero solidarios para pedir el apoyo estatal para pagar sueldos. Cuando el negocio les dejaba mayores ingresos, ¿entonces también aportaban en mayor medida al Estado que hoy reclaman, o estarían viendo cómo hacer para pagar menos impuestos? Y a sus empleados, claro, cuando tuvieron épocas mejores derramaron el excedente en los sueldos mejorados de sus profesionales de la salud. Claro que no. Claro que trabajaban con profesionales bajo sistemas de becas que les permiten pagar mierda a cambio de trabajo cuasi esclavo, sin límite de horarios, sin la responsabilidad que se le pide a cualquier empleador; con un gremio que no discute la precarización y que pocas veces ayuda a recomponer injusticias. Ese es el sistema de salud con el que la Argentina afronta esta pandemia. Un sistema estatal que por suerte existe y un sistema privado apuntado a las clases sociales más altas y disponible solo en las ciudades más importantes del país.

Latinoamérica en general no tiene sistemas de salud sólidos, ni públicos ni privados. Donde los hay, no alcanza. Y si no, no los hay y debe un paciente subirse a un avión para atenderse en alguna ciudad importante.

Recorriendo Latinoamérica me dispuse a conocer algo sobre sus sistemas médicos y educativos en todos sus niveles. Me metí en sus escuelas y universidades. Sentí algunos temas culturales propios de la mezcla de orígenes, razas y religiones. Anduve por sus rutas, en campos y en ciudades. Atravesé paisajes y tomé su energía. Me sumé en sus bailes y dormí sus siestas. Busqué fuera de la oferta típicamente turística. Traté de ser una y más personas en un mismo viaje. Un típico turista que compra un recuerdito a un artesano y un místico flashero que se queda encantado mirando una pirámide mexicana o haciendo una invertida largo rato en una playa de la costa paulista. Que todo pueda pasar me gusta. ¿Ir a una charla en una universidad?, ¿tomar una clase de teatro? Puedo ir al Teatro Municipal de Río a sentir una ópera y minutos antes participar de una fiesta popular a favor del cuidado de instituciones de salud mental a pasitos de los arcos de Lapa, en el Circo Voador.

A todas las particularidades del narrador que moldean su subjetividad, le sumo la pretensión como autor de no dejar de lado la posibilidad de utilizar ficción como recurso, respetando siempre las locaciones. Mi lealtad al viaje no se negocia. La lealtad al viaje está en los lugares. Los personajes serán los encargados de ver lo que yo vi en esas playas, ciudades o montañas, de sentir, oler y saborear el viaje. Toda mención a un lugar será real, los personajes y las situaciones podrán ser ficticios. Una excusa para ir moviéndome por el mapa. Novelando, en su mayor aspiración, o apenas sorprendiendo en un mínimo relato o cuento de viaje. Quizás sea este un libro transgénero, al que lo discriminen en los estantes de relatos de viajes, por atreverse a ser distinto, a mezclar experiencias reales con historias inventadas, al que bardeen por realista los que gritan: “¡Aguante la ficción!”

Si lo leído hasta acá te huele a selfi escrita sacada desde abajo, estarías conociendo mi papada viajera. Una portada poco atractiva, pero no busco el deleite. Para algunos no soy buen compañero de viaje, para otros simplemente tengo hormigas en el culo. Puede que con el correr de los capítulos vayas obteniendo un mejor perfil mío, puede que hasta te llegues a enamorar, pero será de una belleza fingida, producto de tu propia subjetividad. No te prometo el gran viaje, solo que voy a estar ocupado en generarte alguna sonrisa en este transitar sudamericano.


Mucho Uruguay

Bizcocho dulce

Eran épocas de la plata dulce en Buenos Aires. Mejor dicho, para nosotros lo era en otros países menos en la Argentina. Mientras el país se endeudaba allá por los años 80, la clase media que podía disponer de algún pesito de ahorro, lo transformaba en dólares y salía al mundo al grito de “deme 2”, porque el dólar estaba barato. Volvimos con dos suéteres de Manos del Uruguay cada uno y dos pares de zapatillas. Eso era el “deme 2”, el fenómeno que explica el porqué de la implosión del mercado interno y el quiebre de muchas pymes que tenían costos internos encarecidos en dólares y un mercado inundado de productos importados baratos que impedían vender el suyo. Obvio, no eran los dos pulóveres y las dos zapatillas marca ¨Chauchón Cabezón¨ (como las bautizara mi hermano Patricio) los que desequilibraban la balanza de pagos del país, pero quién sabe, si no hubiera comprado el segundo par, por ahí la historia sería distinta. Ese era el alcance del deme 2 en una familia de clase media acomodada, pero numerosa. Nada de deme 2 electrodomésticos, nada de grandes cuentas, solo chiquitaje; quizás solo era anticipar la compra del invierno, era aprovechar la oportunidad. Pero hablo de volver sin haber hablado aun de ir. Tengo 10 años y junto a dos de mis hermanos que me siguen en edad y mis padres nos fuimos unos días a Uruguay. Salimos del país. El intento anterior había sido fallido. Dos años antes, sin tener el DNI actualizado (un trámite que se hacía a los 8 años, hasta ahí andaba por la vida con una simple tarjeta verde como si fuera un auto), nos habíamos tenido que quedar con mi hermano en la frontera, en Paysandú, mientras mis viejos para justificar el viaje, supongo, se metieron a dar una vuelta con el auto por la ciudad limítrofe. Desaprensivos los padres, confiados, es un momento raro en mi niñez. ¿Y si volvían y no estábamos? ¿Quién se llevaría a esos dos que comían como animales siendo tan flaquitos? Como decía la vieja que tanto comíamos y no se lucía, un desperdicio. ¿Quién se los llevaría, un pedófilo acaso? Esta vez los documentos estaban en regla y para salir era solo necesario cumplir con el ritual paterno (con el tiempo lo asumí como una gran verdad) de levantarse a eso de las 4 a. m., para salir media hora después y en ese verano porteño ver asomar el sol en la ruta. Aplicaba tanto en verano como en invierno, tanto para ir a San Bernardo en enero como para unas vacaciones de invierno al norte. Si fuese un rezo diría: “Que las luces de la ciudad vacía te acompañen hasta entregarte en manos del sol en alguna desolada ruta mañanera”. Y así cruzamos los puentes de Zárate-Brazo Largo con el Ford Falcon verde. El auto no tenía aire acondicionado y sí asientos de cuero que te quemaban el culo si les pegaba el sol tan solo un rato. ¿Los vidrios polarizados? No se usaban en ese momento o no existiría el material adecuado, o tal vez no había presupuesto para eso, a lo sumo una toalla o remera colgando de la ventanilla, había que optar entre aire fresco o un poco de sombra. Los puentes de Zárate-Brazo Largo habían sido inaugurados pocos años antes, eran una obra de ingeniería que a mi viejo le gustaba que nosotros conociéramos. Como cuando unos años antes habíamos ido hasta el Hernandarias, el túnel subfluvial, una obra de ingeniería tan grande que bien valía agarrar el auto un fin de semana y salir a conocerla. Al viejo le gustaban esas cosas. Muy respetuoso de las 2 horas de manejo por conductor, el puente Fray Bentos-Puerto Unzué lo cruzaba otro chofer, mi hermano. No era auto matero, yo sabía que en otros se tomaba mate en viajes largos, en ese no se daba. Era más un auto de parar a “estirar las patas” y tomarse un cafecito. Estábamos todos atentos al lugar donde la bandera uruguaya informaba el cambio de país en el medio del puente, generaba emoción. No sé por qué, pero era como si la aventura fuera diferente si incluía otro país, como el momento en que el carrito de la montaña rusa deja de subir y se larga. Mi viejo ya había hecho migraciones del lado argentino y luego se hacía lo propio del lado uruguayo, aprovechando para cambiar un poco de pesos uruguayos con los empleados en el mostrador, casa de cambio clandestina. Antes del Mercosur cada país era muy celoso de sus controles aduaneros en cada orilla, revisaban los autos. Poco se usaba la tarjeta de crédito, una Diners quizás, que era internacional, podía servir, pero había que conseguir moneda del otro país. Y si alguna vez uno se preguntó para qué aprender matemática en la escuela, era ahí donde se debía aplicar la regla de tres simple. Mi viejo era amigo de las utilidades de la ciencia y no perdía la oportunidad de ver qué tanto les daba la cabezota a esos tres pibes y los ponía a hacer cuentas. Luego de un breve intercambio de resultados todos diferentes, había que ponerse de acuerdo a cuánto tomábamos el cambio, elemental para cuando uno quedara solo frente a una vidriera con precios uruguayos. Para esto no bastaba con ver a cuánto estaba el cambio en la pizarra, sino ir a lo práctico, descontando comisiones y tomar la cantidad de pesos uruguayos por dólar que le habían dado, para luego hacer el cálculo y saber a cuántos pesos argentinos correspondía. Sin internet, era el viejo y su época de laburante financiero el que aportaba a cuánto había cerrado el dólar ese último día en la city. Finalmente el viejo decía: “Por cada 100 dólares tantos pesos uruguayos”. Y listo, ahí todo empezaba a ser comparativamente mucho más barato. Deme 2.

El camino a Montevideo, capital uruguaya, era bastante directo, la ruta 2 te dejaba en la ruta 1 que une Montevideo con Colonia, la cual tomada hacia la izquierda te llevaba hasta el centro, entrando a la ciudad por el puerto. Las rutas uruguayas en ese momento estaban nuevas; las argentinas, no. Los autos de patente argentina eran nuevos; los uruguayos, no. Y si bien el camino era directo, la intención era conocer, con lo que apenas salidos de la zona de frontera seguimos el cartel que indicaba cómo llegar a Fray Bentos. Ni 20 km habíamos hecho en territorio uruguayo que ya había que poner pies en tierra charrúa.

Suficiente viaje. Buscar dónde dormir era el primer paso. Una mirada rápida desde afuera lo ponía como candidato, luego el viejo bajaba a cerrar número y volvía al auto, a veces decía “está completo”, otras un “bajemos las valijas”. Esta vez fue un hotel frente al río. Nos registramos, mis viejos en un cuarto y los tres hermanos en otro. Este era el proceso habitual con mi viejo, primero el hotel, luego usar el baño y salir a conocer, en este caso, salir a andar por la costanera. Casi 40 años después puedo sentir el olor del río y del hotel. A humedad seguramente, pero para mi niñez era simplemente perfume de hotel. Habla de mis experiencias anteriores, que si bien no eran muchas, ya habría ido a algún otro hospedaje de pocas estrellas. Fray Bentos lo tenía también, para mí ese olor tenía mucho de viaje. Hacer escala en Fray Bentos seguramente tenía que ver con lo poco amable que era el Falcon para viajes largos, pero también con el espíritu viajero de mis viejos, que dieron sobradas muestras años después de tenerlo muy bien entrenado y desarrollado. Una escala en Fray Bentos, un andar por su costanera sumaba al viaje. Los almuerzos en restaurantes no eran muy frecuentes en mi familia. Se salía a comer afuera, sí; podíamos ir a comer alguna vez a Maracaibo, un bodegón de Caseros sobre avenida San Martín casi llegando a Tropezón, pero no era común. Tengo recuerdo de ir en familia no menos de 15 personas, pero era siempre por algún festejo, no era habitual una seguidilla de comidas afuera. De viaje se consumía comida en restaurante y se valoraba comer algo típico. Típico para un niño como yo en ese momento, era una suprema a la Maryland. Para mí era típico de restaurante. Siempre que me llevaban a comer afuera la pedía, era como mi traje de salir comido. ¿Vos qué vas a pedir? Era casi una pregunta retórica, porque la primera respuesta era siempre “suprema de pollo a la Maryland”. Plan B, peceto a la riojana, los platos fuertes de Maracaibo. Estuviera donde estuviera. Y tras pedir al mozo cada uno su plato, bien podría mi viejo largar un “yo picoteo de lo de ustedes”. Calculo que esa era la manera de equilibrar el presupuesto cuando la suprema a la Maryland o lo que pidieron los demás se habría ido de presupuesto, pero él decía que siempre sobraba, que las porciones eran muy grandes (¿cómo lo sabía?, era a priori que tomaba la decisión). En ese instante mi madre le clavaba la vista y el resto comenzaba a defender su porción. Él no pedía un plato por algún motivo que nadie entendía y solo lo imputábamos a su interés por molestarnos. Padre de familia numerosa, incomprendido. Entonces a través de la comida de mi madre seguramente veíamos lo propio del lugar, un frankfurter, una pizza por metro a la que había que pedir que viniera con queso. Y ahí empezaban a salir otros platos de la carta que los chicos no íbamos a pedir, pero que nos llamaban la atención, más si en el menú aparecía escrito “choto”. Para nosotros eso no se comía y en Caseros, escuela religiosa, de ninguna manera, menos que menos serían toleradas esas preferencias gastronómicas. Mi vieja tomaba el chiste con una sonrisa y con habilidad de jugadora de vóley, recibía esa pelota, levantaba la vista cariñosamente, cómplice y lento explicaba los ingredientes que tenía, enviando la bola afuera, mientras los chicos veíamos evaporarse el chiste.

Llegaba la noche y no se salía a ninguna parte, todos a dormir. No recuerdo si ese hotel tenía cuartos tipo familiares, donde la habitación de cama doble se comunicaba con la de las camas simples por dentro. Pero es probable que no, por la edad que teníamos nosotros. Yo, 10; 14 y 18, mis hermanos, ya podíamos dormir en habitación solos. A la mañana siguiente, apenas se ponía un pie en el pasillo, era seguir el olor a tostadas y café para saber dónde se desayunaba. El café con leche en tazas enormes servidas por las mozas que te preguntaban el número de habitación y el levantarse a servir fruta y cereales dispuestos en alturas diferentes sobre una mesa con mantel. Queso en rollitos, cosa muy novedosa. ¿Qué era todo eso en un desayuno? En mi casa a lo sumo podía sumarse al Nesquik alguna facturita, pero en ese hotel había desayuno bufé. Huevos revueltos. ¡Eso era viajar! Y no digo vacaciones, porque vacaciones eran en enero y en San Bernardo, esto era “viajar”. Esos desayunos eran de viaje; en San Bernardo nada que ver, solo facturitas de la panadería de la calle San Juan, que yo comía a montones. En el hotel había variedad y yo con mis pocos años recorría con la vista todo lo que había en esa mesa, miraba a mi vieja a la distancia con cara de ¿puedo agarrar lo que quiera? No recuerdo aprovechar mucho, pasada la sorpresa inicial, tomaba un jugo y alguna variación de bizcocho, como le dicen a las facturitas. ¡Mirá que ponerles jamón adentro a las medialunas de grasa! “Ya te acostumbrarás”, le hubiera dicho el Diego de 50 a ese niño, “comerás montones de esas, pero vas a preferir siempre las que tienen membrillo adentro”.

A Salvo, cuarenta años después

Mi sobrina festejaba su bat mitzvah en Montevideo y aproveché para hospedarme en un departamento monoambiente alquilado a través de una plataforma de internet en el Palacio Salvo, frente a la Plaza Independencia. Eran pocos días. Llegué en el barco Colonia Express vía Colonia del Sacramento que te deja en la terminal de buses de Tres Cruces y desde ahí al departamento solo debía tomar un colectivo local que tenía parada en la misma vereda, muy fácil. En la Plaza Independencia está el mausoleo de Artigas, máximo prócer uruguayo, lugar emblemático si los hay en la ciudad, con el teatro Solís, la puerta de la Ciudadela, la Casa de Gobierno y el Palacio Salvo, donde me hospedaba yo. El edificio está en una esquina y es arquitectónicamente igual al Palacio Barolo de Buenos Aires. Cuenta la leyenda que se comunicaban entre sí a través de los faros que ambos edificios tenían en sus cúpulas. Quizás contrabando, tal vez soledades, de aburridos nomás, para jugar a que se crucen sus haces de luz sobre el río. Llegué a la recepción y el conserje me entregó la llave y me indicó el piso y número de apartamento. En Uruguay no dicen departamento, sino apartamento. Fui por las mías, tomé un ascensor moderno, lo habían renovado, no era el que esperaba en una construcción de esa época. Al llegar, salí a un palier que en el piso dejaba ver figuras geométricas diseñadas con piezas de mármol de diferentes colores, un lujo y al levantar la vista, empecé a observar esos detalles que hablaban de cierto descuido, detalles que en un edificio, si era de lujo, no debían estar. Caminé en busca de la puerta, entre muchas otras de madera que daban a un largo pasillo, con olor a humedad. Eran puertas de más de 3 metros de alto, algunas pintadas de blanco, otras color madera y el resto simplemente descuidadas. Los cables por fuera acompañaban en tramos los marcos de las puertas, en otras subían al cielo raso, habían hecho un enjambre de cables callejero dentro de un pasillo. Si alguien gritaba FUEGO en ese momento yo te firmaba ahí mismo que un cortocircuito lo provocó, sin dudarlo. Era raro que fueran tantas puertas, se parecía más a un hotel que a una casa de apartamentos. Encontré el número que buscaba, la puerta de madera tenía por delante y de cara al pasillo una reja de hierro que a primera vista aportaba una inseguridad enorme. Era la única que lo tenía. Más que seguridad me generaba el sentimiento inverso. ¿Habrían entrado a desvalijar ese apartamento frecuentemente y su dueña optó por ponerle reja a la puerta de la habitación? A un imaginario lugar desvalijado llegaba yo con mi pequeña valija. Abrí la reja, abrí la puerta, cerré la reja y le puse rápidamente llave a la puerta de madera, ya estaba dentro de mi habitación departamento. Era un único ambiente con baño, una cama bien vestida, una TV y una mesa redonda con dos sillas, desde la cual si abrías la celosía de la ventana se podía ver la Plaza Independencia desde arriba. La verdad, un lugar único. Descuidado, pero único. De esos que permiten que te encariñes de a poco, ni te expulsan al llegar ni te reciben con los brazos abiertos. Un sitio que se va dando a conocer de a puchitos. No es mucho lo que tiene para mostrar, sus pocas cosas, de a poco. Está en un lugar ideal, que de noche se pone picante. Está en un edificio que alguna vez fue lujoso y ahora mete un poco de miedo. Todo de a poco. Pero quiso que me enganchara, me conquistó. El edificio por ser histórico no solo resultaba interesante para mí, sino para los familiares que andaban dando vueltas por el festejo que nos juntaba en esa ciudad. Así fue como después de ir a ver una comedia al teatro Solís, pasaron mi hermana y su marido a ver de qué se trataba el apartamento. Ellos paraban en un hotel a unas pocas cuadras. Con ellos comparto el gusto por los edificios históricos y el berretín de ir al teatro en cualquier parte del mundo. En esa parte chiquita del mundo en la que estábamos se pudo hacer también y así conocí un teatro importante, histórico y elegante. El Solís tiene una confitería delante muy bien puesta, moderna y cara como corresponde. El teatro en sí está muy bien cuidado, es un monumento histórico uruguayo, lujoso edificio, que a la sala principal suma algunas otras para muestras, por ejemplo, en el subsuelo, donde ese día había una exposición de fotos de hombres en culo, peludos. No sé por qué, no se pregunta, era así. Antiguo por fuera, moderno por adopción en sus muestras. No dejaría de llamarme la atención ir al teatro Colón a ver cine. Claro que el Solís no tiene el tamaño del Colón ni del Cervantes en Buenos Aires, es más pequeño. Sin conocerlo, el Solís se me representaba como una gran sala para orquestas u óperas, no para representaciones teatrales, evidentemente le atribuí demasiado peso al cascarón, a su importancia histórica. El Solís está excelentemente mantenido y ofrece obras a precios populares. Nadie se había puesto todas las luces en sus ropas para ir, estábamos vestidos para salir una tarde de veranito, no mucho más que eso. Y el teatro estaba lleno. La obra era malísima, pero qué más daba, estaba ahí con mi hermana, en el teatro más importante de Montevideo, ¿qué tanto más habría agregado una obra buena? Quizás he aprendido a correr estos pequeños riesgos, porque, en definitiva, ¿qué le hace una obra mala más al tigre? Igual lo de mala es subjetivo, resultó ser un clásico, con actores muy conocidos para esos asistentes que aplaudieron a rabiar, de más a mi gusto, pero valgan los aplausos para algunos actores creíbles que los había en escena, el director quizás llevaba sobre sus hombros la mayor cantidad de desaciertos. No porque la obra sea mala voy a dejar de ir a verla, si es que existe alguna motivación adicional como puede ser compartir una tarde con un hermano, conocer un edificio histórico y de paso, ver de qué se trata la obra, una excusa. Mala o buena, todas finalmente terminan y ellos se fueron a cenar por un lado y yo por otro. Un sobrino médico y uruguayo estaba atento a mi llegada y también el Salvo sirvió de anzuelo.

Antes de ir a la confitería del Solís, punto de encuentro establecido con mi hermana, estuve dando vueltas por las cercanías. Viendo cómo se conectan lugares que en mi cabeza estaban muy distantes. Cosas maravillosas como darme cuenta de que el Cid Campeador y Primera Junta en Buenos Aires están ahí nomás uno del otro. Para mí formaban parte de dos mundos que no se juntaban jamás. Pero sí. La puerta de la ciudadela en la Plaza Independencia era el acceso a su peatonal y a la ciudad vieja. Y que detrás del Solís, por una de esas apariciones bíblicas, si caminabas un poquito estaba el río. Amplio, con rambla para caminantes y deportistas, con su avenida orgullosa de poder trasladarte de una punta a la otra de la ciudad, desde el puerto hasta Carrasco sin dejar de ver el río. Cualquier incauto podría llamarlo mar, muchos días se parece bastante, solo los legalistas y los días donde su marrón lo deja en evidencia es que se hace obvio, pero si no, yo le firmo mar sin dudarlo. Estaba ahí. Muchas veces había recorrido esa rambla de una punta a la otra. Ese día era mar y yo estaba cerquita de donde otros veranos, llegando en auto desde Buenos Aires, decretaba el fin del viaje e inicio de vacaciones, aunque faltaran aún 50 km costeros para llegar a Las Toscas, habitual destino final. Era justo donde terminaba el puerto y comenzaba la ciudad. Ahí estaba yo, observando el atardecer, mientras comprobaba que los extremos se tocaban, juntando mar con Plaza Independencia, una obviedad para tantos, un hallazgo tardío para mí. Bajé por la calle lateral del Solís hipnotizado por el agua, redescubriendo como peatón, monumentos y grafitis que el conductor no ve por estar muy ocupado en cambiar el chip de chofer porteño para empezar a pisar el freno en cada cebra, porque el montevideano se manda a cruzar de una, no le importa si el que viene es auto uruguayo o argentino desacostumbrado a la cebra “semáforo”. En otras oportunidades, muchas frenadas bruscas me hicieron merecedor de puteadas bien fuertes y claras, nada de sutilezas, insultos de los peatones, pero también de mi copiloto, acostumbrada a esas formalidades del tránsito uruguayo más que yo. Esa tarde el mar estaba tranquilo, no había mucha gente caminando por la rambla, era un día de semana y la jornada laboral llegaba a su fin, algunos pocos oficinistas se veían escapar de edificios altos. No muy altos, pero los más altos de la zona. Me sorprendió encontrar de cerca la iglesia evangélica de frente antiguo y columnas romanas que tantas veces de lejos había visto desde el auto. Es un edificio con historia, no obstante parece un intruso en ese parque costero, me da la sensación de no ser de ahí, que quiere irse, que habla en otro idioma. Como me gusta hacer un poco de ruido, me senté en un banco de cemento en la Plaza España y le dediqué a la tarde unos temas con mi armónica, mientras veía huir a los empleados, de sus trabajos rutinarios en las oficinas o quizás de mí.

Al iniciar el regreso hacia la plaza, reparé en un edificio vidriado moderno, enorme, que podría jurar no estaba unos minutos antes cuando baje al mar. Me pareció ver un bar dentro y me mandé a ver de qué se trataba, era la Cinemateca Nacional. La gente hacía cola frente a un mostrador mientras otros compraban café. Me acerqué a las carteleras, vi las películas, los horarios, los precios populares y tenían la particularidad de no ser de exhibición comercial. Me atrajo la propuesta y terminé comprando dos entradas para esa noche.

a priori

Yo tenía que ir volviendo también. Al bajar, me llevé la valija y entregué las llaves al portero. Nos despedimos con un fuerte abrazo como siempre. Montevideo me lo sostiene, pero yo debo soltarlo y seguir. Tengo que ir 50 km más al este y 32 años para atrás.