METAZOOS
Dedicado a las personas que perdieron la vida en los incendios forestales australianos de 2019-2020, y a las que los combatieron.
METAZOOS
La evolución de la vida y el nacimiento de la consciencia
PETER GODFREY-SMITH
Traducción de Joandomènec Ros i Aragonès
Metazoos
Título original: Metazoa
© 2020 by Peter Godfrey-Smith
Todos los derechos reservados
Traducción: Joandomènec Ros i Aragonès
© 2021, de esta edición, Shackleton Books, S.L.
@Shackletonbooks
www.shackletonbooks.com
Realización editorial: Bonalletra Alcompas, S.L.
Diseño de cubierta: Pau Taverna
Diseño: Kira Riera
Maquetación (edición papel): Manel López (GRAFCO)
Composición ebook: Iglú ebooks
Ilustración de cubierta: Shutterstock
ISBN: 978-84-1361-110-5
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos.
Desciendes diez peldaños de unas escaleras labradas en las rocas de un rompeolas y llegas directamente al agua, que está llana y mansa, en la pleamar. El sonido retrocede junto con la gravedad y la luz se reduce hasta un verde tenue a medida que me hundo bajo la superficie. Todo lo que puedes oír es tu respiración.
Pronto te encuentras en un jardín de esponjas, en una mezcolanza de formas y colores. Algunas esponjas tienen forma de bulbos o de abanico, y crecen hacia arriba desde el fondo marino. Otras se extienden lateralmente sobre cualquier cosa que encuentran, en una capa irregular y envolvente. Entre las esponjas se perciben lo que parecen helechos y flores, y también ascidias, estructuras en forma de pitorro de color rosa pálido, en cuyo interior hay adornos de esmalte. Los pitorros se parecen a los respiraderos que hay en la cubierta de los barcos, dirigidos hacia abajo, aunque estos pitorros señalan en todas direcciones. Están recubiertos por todo tipo de organismos enmarañados, a menudo tan incrustados que parecen formar parte del paisaje físico en el que viven los organismos más que ser organismos por derecho propio.
Pero las ascidias efectúan pequeños movimientos, como si estuvieran dormidas y solo notaran a medias mi presencia cuando paso cerca de ellas. A veces, y siempre me sobresalta un poco, el cuerpo de una ascidia se desploma parcialmente sin moverse de sitio y expele visiblemente el agua que había dentro del animal, como si se encogiera y suspirara. El paisaje cobra vida y efectúa su propio comentario a medida que me desplazo por él.
Entre las ascidias hay anémonas y corales blandos. Algunos de estos adoptan la forma de un racimo de manos diminutas. Cada mano tiene la regularidad de una flor, pero de una flor que intenta agarrar el agua que la rodea. Se contraen y vuelven a abrirse lentamente.
Estoy nadando entre algo parecido a un bosque, rodeado de vida. Pero en un bosque, la mayor parte de lo que se encuentra es el producto de una ruta evolutiva diferente: la ruta de las plantas. En el jardín de esponjas, la mayoría de lo que veo son animales. La mayoría de estos animales (todos, excepto las propias esponjas) poseen un sistema nervioso, hilos electrificados que se extienden por su cuerpo. Este cambia y estornuda, se extiende y duda. Algunos de estos animales reaccionan bruscamente cuando me acerco. Los gusanos serpúlidos parecen penachos de plumas anaranjadas fijados al arrecife, pero las plumas tienen una fila de ojos, y desaparecen si me acerco demasiado. Podría imaginar que me encuentro en un bosque verde, y que los árboles estornudan y tosen, extienden manos y me vislumbran con ojos invisibles.
Esta lenta natación que me aleja del litoral me muestra restos y parientes de formas primitivas de acción animal. No estoy nadando en el pasado: las esponjas, las ascidias y los corales son todos animales actuales, producto del mismo periodo de tiempo evolutivo que produjo a los humanos. No me hallo entre antepasados, sino entre primos muy lejanos, parientes vivos distantes. El jardín que me rodea está hecho de la parte superior de las ramas de un único árbol familiar.
Más alejada y bajo una cornisa hay una maraña de antenas y pinzas: un camarón de bandas. Su cuerpo, en parte transparente, solo tiene unos pocos centímetros de longitud, pero las antenas y otros apéndices extienden su presencia al menos tres veces más. Este animal es el primero de los que he mencionado que puede verme como un objeto y no como ondas de luz y una masa amenazadora. Después, todavía un poco más lejos, sobre el arrecife, hay un pulpo tendido como un gato (un gato muy camuflado), con algunos brazos extendidos y otros enrollados. Este animal también me mira, de manera más patente que el camarón, y levanta la cabeza con atención cuando paso a su lado.
En 1857, el buque británico Cyclops dragó algo de las profundidades del Atlántico Norte. La muestra parecía fango del fondo marino. Se conservó en alcohol y se envió al biólogo inglés T. H. Huxley.1
La muestra se envió a Huxley no porque pareciera especialmente insólita, sino porque en aquella época existía un interés, tanto científico como práctico, por los fondos marinos. El interés práctico respondía al proyecto de tender cables de telégrafo en el mar profundo. El primer cable que cruzaba el Atlántico para transmitir mensajes se completó en 1858, aunque solo estuvo operativo durante tres semanas, ya que el aislamiento falló y la corriente que transportaba la señal se perdió en el mar.
Huxley observó el fango, percibió algunos organismos unicelulares así como enigmáticos cuerpos redondeados, y guardó la muestra durante unos diez años. Volvió entonces a examinarla con un microscopio más avanzado. Esta vez vio discos y esferas de origen desconocido, y también una sustancia con aspecto de limo, una «materia gelatinosa transparente», que los rodeaba. Huxley sugirió que había encontrado una nueva clase de organismo, de una forma excepcionalmente simple. Su cauta interpretación fue que los discos y esferas eran partes duras producidas por la propia materia de aspecto gelatinoso, que estaba viva. Huxley bautizó el nuevo organismo en honor de Ernst Haeckel, un biólogo, ilustrador y filósofo alemán. La nueva forma de vida se llamaría Bathybius Haeckelii.
Haeckel estaba encantado tanto con el descubrimiento como con la elección del nombre. Había estado argumentando que tenía que existir algo parecido a aquello. al igual que Huxley, estaba totalmente convencido de la teoría de la evolución de Darwin, desvelada en El origen de las especies, de 1859. Huxley y Haeckel eran los principales defensores del darwinismo en sus respectivos países. Ambos estaban también dispuestos a plantear preguntas sobre las que Darwin se había demostrado reticente a especular, más allá de unas breves frases: el origen de la vida y los inicios del proceso evolutivo. ¿Había surgido la vida en la Tierra únicamente una vez, o lo había hecho varias veces? Haeckel estaba convencido de que la generación espontánea de la vida a partir de materiales inanimados era posible, y que podía estar produciéndose de manera continua. Recibió con los brazos abiertos el Bathybius como una forma fundamental de vida, que podía extenderse sobre grandes áreas del fondo marino profundo; lo consideraba como un puente o eslabón entre el reino de la vida y el reino de la materia muerta e inanimada.
La concepción tradicional de cómo se organiza la vida, una imagen establecida por los antiguos griegos, reconocía solo dos tipos de seres vivos: animales y plantas. Todo lo vivo tenía que integrarse en una de las dos categorías. Cuando el botánico sueco Carl von Linné2 concibió un nuevo plan de clasificación en el siglo XVIII, colocó el reino de las plantas y el de los animales junto a un tercer reino inanimado, el «reino de las rocas», o Lapides. Esta triple distinción todavía se conserva en la pregunta recurrente «¿animal, vegetal o mineral?».
En la época de Linné ya se habían observado organismos microscópicos, quizá por primera vez en la década de 1670, por parte del pañero holandés Antonie van Leeuwenhoek, que había fabricado los más potentes de los primeros microscopios. En su clasificación de seres vivos, Linné incluyó un número notable de organismos minúsculos observados al microscopio, y los colocó en la categoría de «gusanos». (Concluyó la décima edición de su Systema Naturae, la edición que inició la clasificación de los animales, así como de las plantas, con un grupo que denominó Mona: «su cuerpo es un simple punto»). A medida que la biología avanzaba, empezaron a aparecer casos enigmáticos, especialmente en la escala microscópica. La tendencia fue intentar incluirlos o bien con las plantas (algas) o bien con los animales (protozoos), a un lado u otro de la frontera. Pero a menudo era difícil decidir dónde se integraba un nuevo organismo, y era natural tener la sensación de que la clasificación estándar cedía ante presiones nuevas.
En 1860, el naturalista británico John Hogg adujo que lo sensato era dejar de hacer entrar con calzador elementos en categorías fijas y añadir un cuarto reino para los organismos pequeños, que cada vez se reconocían más como unicelulares, y que no son ni plantas ni animales. Los denominó Protoctista, y los situó en un Regnum Primigenum, o «reino primitivo», que acompañaba a los reinos de los animales, las plantas y los minerales. (Protoctista, el término de Hogg, lo acortó posteriormente Haeckel a Protista, más moderno). al parecer de Hogg, las fronteras entre los reinos vivos eran vagas, pero la frontera entre el reino mineral y los reinos vivos era nítida.
La discusión sobre categorías que he descrito se ha ocupado hasta ahora de la vida, no de la mente. Pero parece que la vida y la mente han estado conectadas de alguna manera desde hace mucho tiempo, aunque la relación que se ha percibido entre ellas no ha sido estable. En el sistema de Aristóteles, desarrollado unos dos milenios antes, alma unifica lo vivo y lo mental. El alma, para Aristóteles, es una especie de forma interna que dirige las actividades corporales, y existe en diferentes niveles o grados en diferentes seres vivos. Las plantas absorben nutrientes para mantenerse vivas; esto muestra un tipo de alma. Los animales también, y además pueden sentir su entorno y responder al mismo; este es otro tipo de alma. Los humanos pueden razonar, además de las otras dos capacidades, de modo que poseen un tercer tipo de alma. Para Aristóteles, incluso los objetos inanimados que carecen de alma suelen comportarse a veces con propósitos u objetivos, orientándose hacia su lugar natural.
El ataque al cuadro trazado por Aristóteles que se produjo durante la «Revolución Científica» del siglo XVII incluyó un nuevo trazado de estas relaciones. La nueva versión implicaba una concepción fortalecida de lo físico (la reivindicación de una visión mecánica, de acción y reacción, de la materia, con poco papel, o ninguno, para la intencionalidad) y un abandono o eterealización del alma. El alma, esencial en toda la naturaleza viva según Aristóteles, se convirtió en un asunto más intelectual y depurado. Las almas pueden también ser salvadas por la voluntad divina, lo que permite un tipo de vida eterna.
Para René Descartes, una figura especialmente influyente en el siglo XVII, existe una división clara entre lo físico y lo mental, y nosotros, los humanos, somos una combinación de ambas cosas; somos seres a la vez físicos y mentales. Conseguimos ser ambas cosas porque los dos ámbitos entran en contacto en un pequeño órgano de nuestro cerebro. He aquí el «dualismo» de Descartes. Los otros animales, para Descartes, carecen de alma y son puramente mecánicos: un perro carece de sentimientos, no importa lo que se le haga. El alma que hace especiales a los humanos ya no está presente, ni siquiera en forma vaga, ni en los animales ni en las plantas.
En el siglo XIX, la época de Darwin, Haeckel y Huxley, los avances en biología y otras ciencias hicieron que el dualismo del tipo defendido por Descartes fuera cada vez menos viable. La obra de Darwin sugería un panorama en el que la divisoria entre los humanos y los demás animales no estaba tan definida. Diferentes formas de vida junto a diferentes poderes mentales podrían surgir mediante procesos graduales de evolución, especialmente por adaptación a las circunstancias y por las ramificaciones que originan las especies. Esto debería bastar para explicar tanto el cuerpo como la mente… siempre y cuando se lograra activar el proceso.
Lo cual era una condición muy exigente. Haeckel, Huxley y otros se enfrentaron a esta parte del problema de la manera siguiente. Pensaban que tenía que haber una sustancia, presente en los seres vivos, que permitiera tanto la vida como los inicios de una mente. Dicha sustancia sería física, no sobrenatural, pero muy distinta de la materia ordinaria. Si pudiéramos aislarla, podríamos tomar una cucharada de ella y, en nuestra cuchara, seguiría siendo una sustancia especial. La denominaron «protoplasma».
Este enfoque puede parecer extraño, pero estaba motivado en parte por la inspección detallada de células y de organismos simples. Cuando se observaba el interior de las células, parecía que no había allí suficiente organización (no había suficientes partes que fueran diferentes de otras partes) para que las células hicieran todo lo que era evidente que hacían. Lo que veían parecía ser simplemente una sustancia, transparente y blanda. El fisiólogo inglés William Benjamin Carpenter dejó consignada por escrito en 1862 su maravilla ante lo que los organismos unicelulares podían conseguir: las «operaciones vitales» que se ven «efectuadas por un aparato complicado» en un animal las realiza «una pequeña partícula de gelatina aparentemente homogénea». Se ve a dicha partícula de gelatina «atrapando su alimento sin miembros, tragándolo sin boca, digiriéndolo sin estómago» y «desplazándose de un lugar a otro sin músculos». Esto condujo a Huxley, y a otros, a pensar que no podía ser una organización intrincada de materia ordinaria lo que explicara la actividad de lo vivo, sino un ingrediente diferente, inherentemente vivo: «la organización es el resultado de la vida, no la vida el resultado de la organización».
En este contexto, Bathybius parecía extraordinariamente prometedor. Se veía como una muestra pura de la sustancia de la vida, sustancia que quizá surgiera espontáneamente sin cesar, formando una alfombra orgánica continuamente renovada en el fondo del mar. Se examinaron otras muestras. Se describió que Bathybius, obtenido del mar Cantábrico, era capaz de movimiento. Sin embargo, otros biólogos no estaban tan seguros de esta supuesta forma de vida primordial, y de la creciente especulación sobre la misma. ¿Cómo podía Bathybius permanecer vivo allá abajo? ¿Qué podía comer?
Después tuvo lugar la expedición del Challenger, un proyecto de cuatro años organizado por la Royal Society de Londres en la década de 1870, que tomó muestras de cientos de localizaciones del fondo del mar de todo el mundo. El objetivo era crear el primer inventario amplio de la vida en las aguas más profundas. El jefe científico de la expedición, Charles Wyville Thomson, estaba dispuesto a trabajar en la cuestión de Bathybius, aunque no las tenía todas. El Challenger no encontró muestras frescas, y dos de los científicos a bordo del buque empezaron a sospechar, después de trastear un poco, que Bathybius no era un ser vivo ni nada que se le pareciera. Con una serie de experimentos demostraron que Bathybius parecía no ser más que el producto de una reacción química entre el agua de mar y el alcohol empleado para conservar las muestras, incluida la antigua muestra de Huxley procedente del HMS Cyclops.
Bathybius estaba muerto. Huxley reconoció su error inmediatamente. Haeckel, más comprometido con la idea de Bathybius como eslabón perdido, se siguió aferrando a ella, lamentablemente, durante casi diez años. Pero el puente había caído.
Durante un tiempo, algunos aún conservaron la esperanza de encontrar un puente aproximadamente del mismo tipo: una sustancia especial que conectara la vida con la materia. Pero en los años que siguieron, las hipótesis de este tipo perdieron fuelle. Quedaron desfasadas por el producto de un lento proceso de descubrimiento, un proceso que acabaría por hacer que la actividad de los seres vivos dejara de ser misteriosa. La explicación de la vida resultante tomó el rumbo preciso que Huxley y Haeckel no habían podido asumir: en términos de la organización oculta de la materia ordinaria.
Dicha materia no es «ordinaria» en todos los sentidos, como veremos, pero es ordinaria en su composición básica. Los sistemas vivos están constituidos por los mismos elementos químicos que forman el resto del universo, según principios físicos que se extienden también por el reino inanimado. En la actualidad no sabemos cómo se originó la vida, pero su origen ya no es un misterio de un tipo que pudiera hacernos creer que alguna sustancia adicional genera el mundo vivo.
se trata del triunfo de una concepción materialista de la vida: una visión que no permite intrusiones sobrenaturales. Ha sido también el triunfo de una concepción que ve el propio mundo físico unificado en sus constituyentes básicos. La actividad de la vida no se explica por un ingrediente misterioso, sino por una estructura intrincada a una escala minúscula. Dicha escala es casi inconcebible. Por presentar un único ejemplo, los ribosomas son partes importantes de las células (las estaciones en las que se ensamblan las moléculas de las proteínas), y poseen una estructura propia bastante compleja. Pero más de 100 millones de ribosomas podrían caber en el punto impreso al final de esta frase.
Así pues, la vida empieza a encajar en un esquema. En el caso de la mente, se ha resuelto mucho menos.
Desde finales del siglo XIX, a medida que la revolución darwinista adquiría fuerza, parecía difícil mantener una concepción dualista de la mente como la de Descartes. El dualismo tiene un cierto sentido dentro de un panorama general que sitúa a los humanos como una parte única y especial de la naturaleza, de algún modo cercana a Dios. Todo lo demás, vivo o muerto, puede ser puramente material, mientras que nosotros tenemos un ingrediente añadido. Una perspectiva evolutiva de la humanidad, que busque la continuidad entre nosotros y otros animales, hace que el dualismo sea difícil de mantener, aunque no imposible. Esto motiva el intento de desarrollar una concepción materialista de la mente, que explique el pensamiento, la experiencia y los sentimientos según procesos físicos y químicos. El hecho de que la propia vida sucumbiera a un tratamiento materialista de este tipo es alentador, pero no está claro que realmente sea de gran ayuda; no está claro qué relación tiene el éxito del materialismo en biología con las incógnitas de la mente.
Si consideramos de nuevo la historia, podemos distinguir dos rutas alternativas que continúan hasta llegar al presente. Aristóteles, como vimos, reconocía diferentes grados de alma, que conectaban las plantas, los animales y a nosotros. Lo que denominamos «mente» se ve como una extensión, o versión, natural de la actividad de la vida. La concepción de Aristóteles no era evolutiva, pero no es demasiado difícil reestructurar esta concepción en términos evolutivos. La evolución de la vida compleja origina la mente de manera natural, mediante el crecimiento de la acción intencional y de la sensibilidad al ambiente.
Descartes, en cambio, consideraba la vida como una cosa y la mente como otra completamente distinta. No hay razón ninguna, en esta segunda concepción, para pensar que el progreso en la comprensión de la vida será muy relevante para los problemas relacionados con la mente.
A lo largo del siglo pasado, aproximadamente, la mayor parte de las ideas en este campo han sido materialistas, pero en un aspecto se han acercado a Descartes. Desde mediados del siglo XX, los teóricos fueron dejando de ver conexiones estrechas entre la naturaleza de la vida y la mente. Este cambio se vio favorecido por el progreso de los ordenadores. La tecnología informática, a medida que se desarrollaba desde las décadas centrales del siglo pasado, prometía un puente diferente entre lo mental y lo físico, un puente hecho de lógica en lugar de vida. La nueva mecanización del razonamiento y la memoria (la computación) parecía un mejor camino para avanzar. A medida que se desarrollaron los sistemas de inteligencia artificial (IA), algunos de ellos empezaron a parecer un poco inteligentes, pero había pocas razones para pensar en ellos como vivos. El cuerpo animal no parecía importar mucho; de hecho, llegó a percibirse como totalmente opcional. El software era el meollo del asunto. El cerebro acciona un programa, y dicho programa puede funcionar asimismo en otras máquinas (o en cosas que no sean máquinas).
Aquellos años vieron también una agudización del problema de lo mental y lo físico. «La mente» como misterio fue sustituida por un enigma más específico. La nueva concepción afirma que parte de la mente puede explicarse de manera relativamente fácil en términos materiales, mientras que otro aspecto es más resistente. El lado resistente es la experiencia subjetiva, o consciencia. Considérese la memoria, por ejemplo. Podríamos descubrir que varias especies de animales poseen memoria; en su cerebro crean trazas del pasado, y posteriormente usan dichas trazas para decidir qué hacer. No es demasiado difícil imaginar cómo puede lograr esto el cerebro. Gran parte de este problema sigue sin resolverse, pero ciertamente parece soluble; tendríamos que ser capaces de descubrir plenamente cómo funciona este aspecto de la memoria. Ahora bien, al menos en los humanos, algunos tipos de memoria también se sienten como algo. Tal como lo planteó Thomas Nagel en 1974, existe algo que es como (algo que se siente como) tener una mente. Existe un tipo de recuerdo que se siente, como recordar una buena experiencia, o una mala. El aspecto de la memoria que es «procesamiento de información», la capacidad de almacenar y recuperar información útil, podría estar acompañado, o no, de este rasgo adicional. La parte difícil del problema mente-cuerpo es explicar este otro aspecto de nuestras vidas mentales, explicar desde una perspectiva biológica, física o de base informática cómo la experiencia sentida puede existir en el mundo.
Este problema se suele enfocar todavía hoy mediante una gama de opciones clásicas. En la divisoria principal se oponen enfoques materialistas (o «físicas») y dualistas. También se plantean posibilidades más radicales. El panpsiquismo sostiene que toda la materia, incluida la materia de objetos como mesas, tiene un aspecto mental. No se trata de la idea de que el universo entero esté hecho de experiencia: esto es idealismo. En cambio, un panpsiquista acepta la naturaleza física del mundo tal como se presenta, pero añade que el material que constituye dicho mundo siempre tiene un aspecto ligeramente mental. Este aspecto de tipo mental de la materia da origen a la experiencia y la consciencia, una vez que parte de esta materia se organiza en los cerebros. A pesar de su aparente extravagancia, el panpsiquismo tiene serios defensores. Thomas Nagel, al que acabo de mencionar, argumenta que debe mantenerse al panpsiquismo sobre la mesa como una opción, porque todos los enfoques presentan inconvenientes significativos, y los del panpsiquismo no son peores que los de los otros. Ernst Haeckel, en los años que siguieron a Bathybius, también se sintió atraído por el panpsiquismo. Huxley se sentía atraído por otra idea poco ortodoxa. Sospechaba que la experiencia consciente podría ser un efecto de procesos materiales, pero nunca una causa de ellos. Este es un tipo insólito de dualismo, y también tiene sus defensores en la actualidad.
Un aspecto vívido en la amplia extensión de estas concepciones alternativas del universo, y que también aparece en discusiones más mundanas, es una enorme diversidad en las ideas acerca de dónde se encuentra la mente. Para algunos, la mente se halla en todas partes, o casi. Para otros, es específica de los humanos y quizá de unos pocos animales similares a nosotros. Alguien observará un paramecio, un organismo unicelular, mientras nada vigorosamente a través de una película de agua y dirá: «Lo que ocurre en este organismo es suficiente para que tenga sensaciones y emociones». El paramecio es receptivo, y tiene objetivos. A una escala minúscula, tiene experiencia. Otra persona no solo descartará al paramecio, sino que contemplará un animal complejo, como un pez, y dirá: «aquí no debe de haber ninguna sensación, en absoluto». El pez tiene muchos reflejos e instintos, y una actividad cerebral bastante complicada, pero toda esta actividad se produce «a oscuras». Si esta segunda persona está equivocada, ¿por qué lo está? Si el panpsiquismo también es erróneo y no hay ni pizca de sensaciones en un grano de arena, ¿por qué es erróneo? ¿Podrían ser así las cosas? A menudo parece haber una especie de arbitrariedad en la situación. La gente puede decir lo que le plazca. Si tuviera que adivinar la opinión de la mayoría de las personas sobre si los seres vivos de nuestro entorno tienen experiencias, conjeturaría que una respuesta común sería «sí» para mamíferos y aves, «quizá» para peces y reptiles, y «no» para todo lo demás. Pero si se insiste en ir más allá (hasta las hormigas, las plantas y los paramecios) o más acá (solo los mamíferos), la discusión pronto se desmadra. ¿Cómo podemos averiguar quién tiene razón?
Esta sensación de arbitrariedad está relacionada con algo que el filósofo Joseph Levine ha denominado «la brecha explicativa». Incluso si llegamos a convencernos de que la mente tiene una base puramente física, sin nada añadido, también querremos saber por qué esta configuración física produce este tipo de experiencia, en lugar de alguna otra cosa. ¿Por qué se experimenta esta sensación de tener un cerebro como el que tenemos y que efectúa los procesos que está efectuando ahora mismo? Incluso si las dificultades con las que topan otras concepciones nos convencen de que el materialismo ha de ser cierto, es difícil ver cómo lo es, cómo las cosas podrían ser de esta manera.
Este es el conglomerado de problemas que quiero afrontar en este libro. El propósito no es dar respuesta a la pregunta de Levine sobre experiencias particulares: qué actividades del cerebro se hallan implicadas en la visión de los colores o la percepción del dolor. Esta es una tarea de la neurociencia. En cambio, el propósito es comprender por qué se experimenta como algo el hecho de ser un ser material del tipo que nosotros somos. a este «nosotros» se le da un alcance bastante amplio; mi objetivo principal no son las complejidades de la consciencia humana, sino la experiencia en general, algo que se podría extender a otros muchos animales. Quiero abordar estas cuestiones acerca de la experiencia de una manera que reduzca el grado de arbitrariedad que describí anteriormente: la sensación de que podemos decir «sí» a las bacterias, «no» a las aves, según se nos antoje.
El enfoque que yo sigo para el problema mente-cuerpo es biológico, y encaja en una visión materialista del mundo. Para mucha gente, el término materialismo sugiere una concepción obstinada y recalcitrante: el mundo es más pequeño de lo que se creía, menos especial o menos sagrado, solo átomos que entrechocan. Los átomos que entrechocan son, ciertamente, muy importantes, pero no quiero que el relato que ofreceré esté envuelto de un aire de obstinación y restricción. El mundo «físico» o «material» es más que un mundo de colisiones frontales o de estructura seca. Es un mundo de energía y campos e influencias ocultas. Debemos estar preparados para descubrir sorpresas continuas acerca de lo que contiene.
El enfoque que se toma en este libro es un materialismo biológico, pero en muchos aspectos el meollo de mi perspectiva es una posición más amplia, que a veces se ha denominado monismo. El monismo es un compromiso con una unidad subyacente de la naturaleza, una unidad a los niveles más básicos. El materialismo es un tipo de monismo, pues acepta la idea de que los fenómenos mentales, incluida la experiencia subjetiva, son manifestaciones de actividades más básicas que se describen en biología, química y física. El idealismo, la idea de que todo es mental, es otro tipo de monismo: es una afirmación diferente de unidad. (Un idealista tiene que explicar por qué lo que parecen ser objetos y sucesos físicos son en realidad manifestaciones de la mente o el espíritu). Pero otra manera de ser monista es pensar que tanto lo que llamamos lo «físico» como lo que llamamos lo «mental» son manifestaciones de otra cosa que es básica; a esta concepción se la denomina monismo neutro. En lugar de explicar lo mental a partir de lo físico o de explicar lo físico a partir de lo mental, explicamos tanto lo físico como lo mental a partir de alguna otra cosa. Esta «alguna otra cosa» tiende a permanecer bastante misteriosa. Si yo no fuera materialista, sería un monista neutro, pero para mí esto es una posibilidad remota. mi planteamiento parte de la vida (entendida de manera materialista) e intenta mostrar cómo el desarrollo evolutivo de los sistemas vivos puede dar origen a la mente. Quiero cerrar, al menos parcialmente, la brecha explicativa entre lo mental y lo físico.
Sin embargo, antes de proseguir, echemos un vistazo más detallado al aspecto mental del enigma, y a las palabras que empleamos para describirlo. El lado de la mente que Nagel intentaba indicar al decir «existe algo que es como…» se suele denominar ahora consciencia. (El propio Nagel lo llama así). Somos conscientes, en este sentido, si existe algo que sentimos como si fuéramos nosotros. Pero aquí el término «consciencia» suele ser equívoco, pues tiende a sugerir algo muy refinado. Se supone que la expresión «algo que es como…» incluye la presencia de sensaciones de cualquier tipo. Hay algo que es como ser yo (o un pez, o una polilla) si las estelas más vagas y tenues de sensación son parte de mi vida. El hecho de que la palabra «consciencia» sugiera más que esto suele causar problemas.
Por ejemplo, los neurocientíficos suelen decir que la consciencia depende de la corteza cerebral, la capa más externa y llena de pliegues de nuestro cerebro, algo que se encuentra solo en mamíferos y algún otro vertebrado. He aquí una cita del médico y ensayista Oliver Sacks, cuando se refería a un paciente que, como resultado de una infección en el cerebro, había perdido toda capacidad de conservar nuevos hechos en la memoria. Sacks preguntaba: «¿Cuál es la relación entre las pautas de acción y los recuerdos procedimentales, que se asocian con partes relativamente primitivas del sistema nervioso, y la consciencia y la sensibilidad, que dependen de la corteza cerebral?». Aquí Sacks plantea una pregunta, pero también declara una suposición: que la consciencia y la sensibilidad dependen de la corteza cerebral. ¿Acaso Sacks quiere decir que, si alguien o algo carece de corteza cerebral, carecerá también de una conciencia profunda sobre sus vivencias, pero que todavía tendrá algunas sensaciones? ¿O acaso piensa que sin una corteza las luces están totalmente apagadas, y que un ser sin ella no tendría ningún tipo de experiencia, pese a que pudiera gestionar algunos comportamientos? La mayoría de animales, especialmente la mayoría de los animales que aparecen en este libro, carecen de corteza cerebral. ¿Acaso tienen una experiencia de un tipo diferente de la nuestra, o carecen totalmente de experiencia?
Hay quien piensa, en efecto, que sin corteza cerebral no puede haber experiencia en absoluto. Quizá al final nos veremos impelidos a una concepción como esta, pero lo dudo. Hemos de mantenernos continuamente en guardia frente al hábito de pensar que todas las formas de experiencia han de ser como las de los humanos en diversos aspectos. Cuando se emplea el término «consciencia» para la idea muy amplia de experiencia sentida, es fácil extraviarse. Pero en la actualidad hay muchas personas que emplean el término «consciencia», o alguna modificación del mismo («consciencia fenomenológica») en este mismo aspecto muy amplio. No voy a ser quisquilloso con las palabras, y no existe ninguna terminología que sea perfecta. En muchos aspectos, «sentiencia»3 es un término adecuado para el concepto más amplio. Podemos preguntar: «¿Qué animales son sentientes?» Esto es diferente, o podría serlo, de preguntar cuáles son conscientes. Ahora bien, «sentiencia» se suele usar para tipos particulares de experiencia: para placer, dolor y experiencias relacionadas que incluyen una valoración, buena o mala. Ciertamente, dichas experiencias son relevantes, y es probable que tenga sentido pensar que pueden existir sin tipos muy elaborados de consciencia. Pero tal vez estos no sean los únicos tipos de experiencia básica o simple. En un capitulo posterior consideraré la posibilidad de que los aspectos sensorial y evaluador de la experiencia sean un tanto distintos: registrar lo que sucede podría ser distinto de evaluar si es bueno o malo. «Sentiencia» no se suele emplear para el aspecto sensorial de esta distinción.
Otro término es el poco manejable «experiencia subjetiva». Parece redundante (¿acaso existe otro tipo de experiencia?) y no tiene un adjetivo fácil, como «consciente» o «sentiente». Pero «experiencia subjetiva» señala en una buena dirección, al plantear la idea de un sujeto.4 En ciertos aspectos, este libro trata de la evolución de la subjetividad: qué es la subjetividad y cómo llegó a construirse. Los sujetos son el hogar de la experiencia, allí donde vive la experiencia.
También trataré a veces simplemente de la mente, pues creo que esto es lo que acabaremos por comprender mediante este relato: la evolución de la mente y cómo encaja en el mundo. Me desplazaré entre terminologías sin establecer una norma definitiva. Nuestro conocimiento actual no es lo bastante bueno para ceñirse a un lenguaje o a otro.
El proyecto que intento sacar adelante puede describirse de varias maneras diferentes, pero es difícil lo miremos como lo miremos. Este proyecto consiste en mostrar que, de alguna manera, un universo de procesos que no son en sí mismos mentales, o conscientes, puede organizarse de una manera que da origen a la experiencia sentida. De alguna forma, una parte de la actividad del mundo que suele ser ajena a la mente se plegó sobre sí misma en mentes.
El dualismo y el panpsiquismo y otras diversas concepciones piensan que esto no puede ocurrir; no se puede producir una mente (no del todo, en cualquier caso) a partir de otra cosa, a partir de ingredientes totalmente no mentales. La mente ha de estar presente en todo, o bien ha de añadirse «encima» (no literalmente encima, sino añadida a un sistema físico que, en principio, sería completo sin ella). En cambio, yo creo que se puede (o la evolución puede) construir una mente a partir de alguna otra cosa. Dadas unas determinadas disposiciones de cosas que no son mentales, acaba por existir una mente. Las mentes son resultados evolutivos, que se producen por la organización de otros ingredientes, no mentales, de la naturaleza. Este surgimiento es el tema del libro.
Dije que la mente es un resultado evolutivo y algo construido, pero quiero impedir desde ahora que surja un equívoco común. Una concepción materialista no sostiene que la mente sea un efecto de procesos físicos en nuestro cerebro, una consecuencia o producto de ellos. (Parece que Huxley sí lo creía). lo que en realidad se afirma es que las experiencias y otras actividades mentales son procesos biológicos, y por tanto físicos, de un determinado tipo. Nuestras mentes son disposiciones y actividades en materia y energía. Tales disposiciones son productos evolutivos; nacen lentamente. Pero dichas disposiciones, una vez ya existen, no son causas de la mente; son la mente. Los procesos cerebrales no son causas de pensamientos y de experiencias; son pensamientos y experiencias.
Este es el proyecto materialista biológico tal como yo lo veo: mostrar que esta posición tiene sentido y que, con mucha probabilidad, es así como son realmente las cosas. El propósito de este libro es recorrer dicho camino todo lo lejos que se pueda. No creo que se revele de un plumazo una solución al problema, en un movimiento que extraiga un conejo de una chistera. Será algo más acumulativo. A medida que este libro avance, desarrollaré una concepción positiva, un esbozo de una solución que combina aproximadamente tres elementos en un panorama que creo que tiene sentido. Pero no se dará respuesta a todas las preguntas, y quedarán muchas incógnitas. La manera en que pienso que las cosas sucederán queda vívidamente expresada en un pasaje que, durante años de borradores, mantuve como epígrafe de este libro. El fragmento es de Alexander Grothendieck, un matemático.
El mar avanza insensiblemente y en silencio, nada parece ocurrir y nada es perturbado… Pero finalmente rodea la refractaria sustancia, que poco a poco se convierte en una península, después en una isla, después un islote, que queda sumergido, como si se hubiera disuelto en el océano, que se extiende a lo lejos, hasta donde la vista alcanza.
Grothendieck trabajaba en problemas muy abstractos (abstractos incluso para los estándares de la matemática pura). La cita describe su enfoque de problemas de su campo. Afrontamos un misterio que parece resistirse a los métodos usuales. Nuestra reacción debe ser construir conocimiento a su alrededor, esperando que mientras lo hacemos, el misterio se transforme y desaparezca. La situación se remodela y acaba por hacerse comprensible. La imagen que Grothendieck empleó para este proceso es el hundimiento de un objeto, una masa, en el agua.
Esta imagen ha permanecido en mi mente durante mucho tiempo. A diferencia de algunos filósofos, no creo que los misterios en esta área sean meras ilusiones que podemos superar solo con que modifiquemos un poco nuestro modo de hablar. Hay que adquirir conocimientos nuevos. Pero mientras los adquirimos, el propio problema cambia de forma y se desvanece.
La imagen de Grothendieck parecía tan adecuada que una vez la utilicé para encabezar el libro. Pero la imagen tiene ahora nuevas connotaciones, en una época en la que la fusión del hielo polar de una Tierra que se calienta rápidamente está conduciendo a la pérdida de preciosas islas del Pacífico. Dadas estas nuevas asociaciones, parecía un error iniciar el libro de esta manera. Sin embargo, la metáfora de Grothendieck guía todavía mi pensamiento, y la perspectiva que expresa guía la manera en que el libro funcionará. Metazoos aborda los enigmas de la mente y del cuerpo mediante la exploración de la naturaleza de la vida, la historia de los animales y las diferentes maneras de ser un animal que nos rodean en la actualidad. Al explorar la vida animal, construimos alrededor del problema y vemos cómo se transforma y remite.
Este libro es una continuación de un proyecto que se inició en otro, llamado Other Minds.5 Aquel libro era una exploración de la evolución y la mente guiada por un grupo concreto de animales: los cefalópodos, el grupo que incluye los pulpos. Other Minds se iniciaba con encuentros con estos animales en el agua, en inmersión con oxígeno o a pulmón libre. Encontrarlos allí, en su diversa complejidad y cromatismo variable, condujo a un intento de comprender qué es lo que podía estar ocurriendo en su interior. Esto llevó, a su vez, a seguir su ruta evolutiva, una ruta que nos llevó a un acontecimiento crucial en la historia de los animales, una antigua bifurcación en el árbol genealógico. Aquella bifurcación, de hace aproximadamente quinientos millones de años, condujo por una rama hasta los pulpos (entre otros animales) y por la otra rama a nosotros.
En aquel libro se esbozaron algunas ideas sobre mentes, cuerpos y experiencias, guiadas por los animales a los que yo seguía. En este, aquellas ideas se desarrollan y se aumentan. Dicho desarrollo procede de una observación más detallada del aspecto filosófico, una exploración de un mayor número de ramas del árbol, y de horas en el agua pasadas con más parientes animales nuestros. Mientras que en Other Minds me remitía constantemente a los pulpos, mi propósito en este libro es avanzar junto con muchas especies de animales, tanto más cercanos como más alejados de nosotros en el árbol evolutivo. Para algunos de dichos animales, yo también era un ser que podían observar y encontrar; para otros, una presencia en algo que no llegaba a un sueño. Hacia el final del libro, empezamos a aproximarnos a parientes más cercanos, que tienen un cuerpo y una mente más parecidos a los nuestros. Pero el relato histórico se pondera con las fases evolutivas más antiguas, y su objetivo es dar sentido a cómo pudo nacer la experiencia en la Tierra, primero en sus aguas, y después en tierra.
He aquí, pues, la ruta de este libro. Caminaremos (nos arrastraremos, creceremos, nadaremos) por el relato de la vida animal desde sus inicios, guiados por un conjunto de animales actuales. Aprenderemos de cada uno de ellos: a partir de su cuerpo, cómo siente y actúa, cómo se relaciona con el mundo. Con su ayuda, intentaremos discernir no solo la historia, sino las diferentes formas de subjetividad actuales. Mi objetivo no es enciclopédico, no pretendo abarcar todas las variedades de animales. Me concentraré en los que señalan transiciones en la evolución de la mente, especialmente en las fases que nos originaron. La mayoría son animales marinos, habitantes del mar. Descendamos por los peldaños.