SUPERAR LOS LÍMITES
RICH ROLL
Copyright de la edición original: © 2012 Richard David Roll
Esta obra se ha publicado según el acuerdo con Crown Archetype, una firma de Crown Publishing Group, división de Random House LLC, de Penguin Random House Company.
© Todos los derechos reservados
Título original: FINDING ULTRA: Rejecting Middle Age,
Becoming One of the Wolrd’s Fittest Men, and Discovering Myself
Autor: Rich Roll
Traducción: Beatriz Villena Sánchez
Diseño de cubierta: David Carretero
Edición: Mª Ángeles González Moreno
© 2015, Editorial Paidotribo
Les Guixeres
C/. de la Energía, 19-21
08915 Badalona (España)
Tel.: 93 323 33 11- Fax: 93 453 50 33
http://www.paidotribo.com
E-mail: paidotribo@paidotribo.com
ISBN: 978-84-9910-574-1
ISBN EBUP: 978-84-9910-639-7
BIC: WSKC
Maquetación: Juanca P. Romero
A JULIE
índice
Prefacio
CAPÍTULO UNO
UNA RAYA EN LA ARENA
CAPÍTULO DOS
SUEÑOS DE CLORO
CAPÍTULO TRES
CORRIENTES UNIVERSITARIAS: AGUAS RÁPIDAS, TIEMPOS ALTOS Y RITMO CALIFORNIANO
CAPÍTULO CUATRO
DE BAJO EL AGUA A BAJO LA INFLUENCIA
CAPÍTULO CINCO
ARENAS BLANCAS Y LÍNEAS ROJAS: TOCANDO FONDO EN EL PARAÍSO
CAPÍTULO SEIS
EN LA LUZ
CAPÍTULO SIETE
MI ARMA SECRETA: LA POTENCIA DE LAS PLANTAS
CAPÍTULO OCHO
ENTRENAR COMO FORMA DE VIDA
CAPÍTULO NUEVE
EL ALOHA, KOKUA Y OHANA DE ULTRAMAN
CAPÍTULO DIEZ
EPIC5: ERRORES DE NOVATO, CIELOS ABRASADORES, ESPÍRITUS KAHUNA Y UN ÁNGEL BORRACHO EN LA CUEVA DEL DOLOR DEL AUTÉNTICO HAWÁI
Conclusión
APÉNDICE I
Los entresijos de la dieta PlantPower
APÉNDICE II
Un día en la vida PlantPower
APÉNDICE III
Recursos
Agradecimientos
PREFACIO
La pájara llega cuando menos te lo esperas. En un momento dado estoy bien, pedaleando a buen ritmo, incluso bajo la lluvia, y en cuestión de un segundo percibo una leve sacudida y mi mano izquierda resbala del manillar mojado. Salgo volando por los aires lejos del sillín. Siento una pérdida momentánea de la gravedad y entonces ¡pum! Mi cabeza golpea con fuerza la carretera, mientras mi cuerpo se desliza unos seis metros por el húmedo pavimento. Los trozos de gravilla se me clavan en la rodilla izquierda y me dejan el hombro en carne viva, mientras, con el pie derecho todavía enganchado en el pedal, la bici me cae encima.
Un segundo después, estoy tumbado boca arriba con la lluvia golpeándome y el sabor de la sangre en los labios. Intento liberar el pie derecho y levantarme utilizando el hombro que parece no sangrar. De alguna forma, consigo sentarme. Aprieto el puño de la mano izquierda y el dolor sube hasta el hombro: tengo la piel completamente arañada y la sangre se mezcla con la lluvia formando pequeños riachuelos. La rodilla izquierda tiene un aspecto muy parecido. Intento doblarla... Mala idea. Cierro los ojos, y tras ellos percibo un intenso color morado y rojo, y un martilleo en los oídos. Respiro hondo para intentar calmarme. Pienso en las miles de horas que he pasado entrenando para llegar a este punto. Tengo que hacerlo, tengo que levantarme. Es una carrera. Tengo que volver a la competición. Y entonces lo veo: el pedal izquierdo se ha hecho añicos; trozos de carbono esparcidos por todo el pavimento. Hoy todavía quedan 217 kilómetros, algo bastante duro incluso con los dos pedales. ¿Sólo con uno? Imposible.
Apenas ha amanecido en la gran isla de Hawái, y estoy en una impoluta extensión de terreno conocida como Red Road [camino rojo], que debe su nombre a la escoria roja que la cubre, tro-citos de la cual están ahora profundamente incrustados en mi piel. Unos minutos antes era el líder de la general, tras unos 56 kilómetros de los 273 de la segunda etapa del 2009 Ultraman World Championship, un triatlón de tres días de 515 kilómetros, el doble de la distancia del Ironman. El Ultraman, una competición que rodea toda la Gran Isla, es un festival de resistencia en el que sólo se puede participar con invitación, limitado a 35 competidores en suficiente forma y lo bastante locos como para intentarlo. El primer día hay que nadar unos 10 kilómetros en el océano, más 145 kilómetros en bicicleta. El segundo día es una etapa ciclista de 273 kilómetros. Y el punto culminante llega el tercer día con una carrera de 85 kilómetros por los campos de lava abrasadora de la Kona Coast.
Este es mi segundo intento del Ultraman —el primero fue hace justo un año— y tengo grandes expectativas. El año pasado asombré a la comunidad de los deportes de resistencia al salir de ninguna parte a la avanzada edad de 42 años para ocupar un respetable undécimo puesto tras sólo seis meses de entrenamiento serio, y todo eso después de décadas de abusar temerariamente de las drogas y el alcohol que casi me matan a mí y a otros, sin otra actividad física que arrastrar comida a mi casa y, quizá, trasplantar alguna planta. Antes de esa primera carrera, la gente decía que para un tipo como yo intentar algo como el Ultraman era una locura, por no decir una estupidez. Después de todo, me conocían como abogado sedentario de mediana edad, con mujer e hijos y una carrera profesional en la que pensar, y que ahora andaba por ahí buscando una misión imposible. Además estaba entrenando —e intentando competir— con una dieta íntegramente basada en plantas. «Imposible —me dijeron—. Los veganos son enclenques larguiruchos, incapaces de hacer algo más atlético que dar una patada a una pelota de Hacky Sack. No hay proteínas en las plantas, así que no podrás hacerlo». He oído de todo. Pero en lo más profundo de mí, sabía que era posible.
Y lo hice, probando a todo el mundo que se equivocaban y desafiando no sólo a la «mediana edad», sino también a los en apariencia inmutables estereotipos sobre la capacidad física de una persona que sólo come plantas. Y aquí estaba otra vez, en mi segundo intento.
Un día antes había empezado la carrera en un gran estado de forma: terminé el primero con diez minutos de ventaja sobre el siguiente competidor los diez kilómetros a nado de Keauhou Bay. Fue el sexto mejor tiempo de los 25 años de historia del Ultraman, estaba teniendo un debut realmente increíble. A finales de la década de los ochenta, competía como nadador en Stanford, así que no era algo demasiado sorprendente. ¿Pero la bicicleta? Eso era otra historia. Hacía tres años ni siquiera tenía mi propia bicicleta, así que mucho menos sabía cómo competir. Y el primer día de carrera, después de haberlo dado todo nadando durante dos horas y media en fuertes corrientes oceánicas, la fatiga ya se dejaba sentir. Con los pulmones quemados por la sal del agua y la garganta en carne viva por haber vomitado el desayuno media docena de veces en Kailua Bay, me enfrentaba a 145 kilómetros de despiadada humedad y viento de cara con la fuerza de un vendaval camino del parque nacional de los volcanes. Hice los cálculos. Sólo era cuestión de tiempo que los especialistas en bicicleta recuperaran el tiempo perdido y me adelantaran en los últimos 30 kilómetros del día, una agotadora subida de más de un kilómetro hasta el volcán. Miraba hacia atrás esperando ver al tricampeón brasileño del Ultraman, Alexandre Ribiero, pisándome los talones, rastreando a su presa. Pero no le veía por ninguna parte. De hecho, durante todo el día no vi a ningún otro competidor. No podía creerlo cuando realicé el último giro en la rampa de llegada, y oí a mi mujer, Julie, y a mi hijastro Tyler gritando desde la furgoneta de equipo que había ganado la etapa del primer día. Julie y Tyler saltaron de la furgoneta y me abrazaron; me hundí en sus brazos con la cara cubierta de lágrimas. Y resultó todavía más sorprendente el tiempo que tardó el siguiente competidor en llegar: ¡diez largos minutos! ¡Estaba ganando el Ultraman con una ventaja de diez minutos! No era tan sólo un sueño hecho realidad, sino que también había hecho una marca imborrable en el ámbito de los deportes de resistencia, una para los libros de récords. Y para alguien como yo, un tipo de mediana edad que sólo come plantas, bueno, con todo lo que había vivido y superado, era algo simple y llanamente increíble.
Así que la mañana del segundo día, todos los ojos estaban posados en mí mientras esperaba con el resto de los atletas en la línea de salida del parque nacional de los volcanes, tenso y empapado por la fría y oscura lluvia de primeras horas de la mañana. Cuando sonó el disparo, todos los tipos importantes saltaron como jaguares intentando coger la delantera con rapidez y formar un pelotón de cabeza bien organizado. Sería un eufemismo decir que no estaba preparado para empezar la carrera de 273 kilómetros con un esprín a toda máquina de esos que te matan; no había calentado antes y no me esperaba un ritmo de carrera tan alto. Al acelerar colina abajo a una velocidad próxima a los 80 kilómetros por hora, busqué fuerzas en lo más profundo de mí mismo para seguir el ritmo y mantener la posición dentro del grupo de cabeza, pero mis piernas no tardaron en llenarse de lactato y caí a los últimos puestos del pelotón.
Durante los primeros 32 kilómetros de bajada rápida por el volcán, la situación fue lo que se suele llamar «ir a rebufo»; es decir, correr detrás de otros corredores y resguardarse de las rachas de viento. Una vez protegido por el grupo, puedes seguir el ritmo con poco consumo de energía. Lo último que quieres es «descolgarte» y quedar a tu propia suerte, un lobo solitario luchando contra el viento con la única ayuda de tu energía. Y eso era exactamente en lo que me había convertido. Estaba detrás del pelotón de cabeza, todavía a bastante distancia del siguiente grupo «perseguidor», sólo que yo me sentía más una rata canija que un lobo. Una rata mojada, helada y canija, cabreado y molesto conmigo mismo por mi mala salida, ya sin aliento y con ocho duras horas de carrera por delante. La lluvia lo empeoraba todo, además había olvidado cubrir las zapatillas, así que tenía los pies empapados y entumecidos por el frío. No hay nada que me moleste más que unos pies mojados y fríos, ni siquiera el dolor. Consideré la posibilidad de reducir para dejar que el siguiente grupo me cogiera, pero estaban a demasiada distancia. Mi única opción era no aflojar.
Cuando llegué al final de la bajada, hice el giro hacia la punta sudeste de la isla justo en el momento en que salió el sol. Por fin empezaba a sentir algo de calor cuando giré hacia Red Road. Ésta era la única parte de toda la carrera sin cobertura de equipo: no se admitían coches de apoyo. Durante 24 kilómetros, estás solo. No vi ningún otro corredor mientras cruzaba ese terreno ondulado y exuberante, aunque diabólico, con un pavimento lleno de baches y curvas cerradas y difíciles en el que la gravilla volaba de manera constante. Totalmente solo, me concentré en el zumbido y el impulso de la bicicleta, el silencio del amanecer tropical sólo interrumpido por mis propios pensamientos por lo empapado que estaba. También estaba enfadado porque Julie y el resto del equipo habían agotado el paquete de hidratación antes de la zona «sin coches», lo que me dejaba seco durante este trayecto solitario. Y de repente, me topo con un obstáculo. Me caigo de boca en Red Road.
Me desabrocho el casco. Se ha roto. Una grieta lo atraviesa por el centro. Me toco la cabeza y, bajo el apelmazado y sudoroso pelo, siento la piel dolorida. Aprieto los ojos, los abro y muevo los dedos delante de la cara. Están todos, los cinco. Me tapo un ojo y después el otro. Puedo ver bien. Con un gesto de dolor, pongo recta la rodilla y le echo un vistazo. No hay ni un alma, aparte de un pájaro que debería poder reconocer —tiene el cuello largo, amplia cola negra y pecho amarillo— picoteando la tierra junto a la bicicleta. Me paro a escuchar, esforzándome por oír al siguiente grupo acercándose. Pero no se oye nada excepto el graznido tranquilo de un pájaro, un crujido en un árbol cercano, el portazo de una mosquitera en la lejanía y, una y otra vez, el sonido del oleaje oceánico sobre la arena.
Las náuseas me invaden. Me pongo la mano en el estómago y durante un minuto me concentro en cómo sube y baja la piel bajo la mano, en inspirar y expirar. Cuento hasta diez y después hasta veinte. Cualquier cosa para olvidarme del dolor que ahora me llega hasta el hombro como todo un ejército al galope, cualquier cosa con tal de no centrarme en la piel carnosa de la rodilla. Las náuseas remiten.
Se me está paralizando el hombro, así que intento moverlo. Eso no es bueno. Me siento como el Hombre de Hojalata, pidiendo la lata de aceite. Muevo el pie hacia delante y atrás, el maldito pie mojado. Me pongo de pie con cuidado y apoyo la rodilla mala. Refunfuñando, levanto la bicicleta y monto, haciendo girar con el pie el único pedal que queda. No importa cómo, pero como sea tengo que hacer otro kilómetro más hasta llegar al final de Red Road, donde esperan los equipos, y allí Julie cuidará de mí y limpiará mis heridas. Pondremos la bicicleta en la furgoneta y volveremos al hotel. Mientras arranco tambaleante y empiezo a pedalear con una pierna, dejando la otra colgando con la sangre goteando de la rodilla, me zumba la cabeza. Junto a mí, el cielo se está abriendo en pleno día sobre el océano, con una losa grisácea que convierte el mar tropical en un manto de tonalidad verde oscura moteada por la lluvia. Pienso en las miles y miles de horas que he entrenado para esto, en lo lejos que he llegado después de haber sido un tipo con sobrepeso, adicto a las hamburguesas y en mala forma hacía tan sólo dos años. Pienso en cómo había conseguido cambiar, no sólo mi dieta, sino también mi cuerpo, toda mi vida, por dentro y por fuera. Echo otro vistazo al pedal roto y pienso en que todavía me quedan 217 kilómetros por delante: imposible. «Ya está», pienso, con pena y alivio a partes iguales. Para mí, la carrera se ha acabado.
De alguna forma consigo avanzar los casi dos kilómetros que quedan de Red Road, y pronto veo a los equipos esperando, los vehículos aparcados, con los suministros y las herramientas extendidas, preparados para ocuparse de los competidores que se aproximan. El pulso se me empieza a acelerar y me obligo a seguir hasta llegar a ellos. Tendré que enfrentarme a mi mujer y a Tyler, contarles lo que ha pasado, decirles que había fallado, no sólo a mí mismo, sino también a ellos, mi familia, que había sacrificado mucho para apoyar este sueño. «No tienes que hacerlo —susurra una voz dentro de mí—. ¿Por qué no te das la vuelta? O mejor, ¿por qué no te escabulles por la vegetación antes de que alguien te vea?».
Veo a Julie empujando a la gente para poder saludarme. Le lleva unos segundos darse cuenta de lo que ha pasado. De repente, la realidad le golpea, y veo en su cara la conmoción y la preocupación. Siento que las lágrimas brotan de mis ojos y me digo que tengo que mantener la compostura.
Por el espíritu de ohana, que en hawaiano quiere decir «familia», que es el alma de su raza, de repente me veo rodeado de media docena de miembros del equipo, de los equipos de otros competidores, todos corriendo para ayudarme. Antes de que Julie pueda hablar, Vito Biala, que hoy en día forma parte del equipo de relevos de tres personas llamado «Tren de noche», llega con un kit de primeros auxilios y empieza a tratar mis heridas.
—Vamos a hacer que vuelvas a la carretera —dice con total calma.
En cierta manera, Vito es una leyenda y un personaje ilustre del Ultraman, así que intento hacer acopio de fuerzas para devolverle su sonrisa irónica. Pero la verdad es que no puedo.
—Eso no va a pasar —le digo avergonzado—. Pedal roto. Se acabó.
Le señalo el lugar de la bicicleta en el que solía estar el pedal.
Y, en cierto modo, me siento un poco mejor. Justo en ese momento, cuando le estaba diciendo a Vito que había decidido abandonar, se me quita un peso de encima. Me siento aliviado por tener una salida fácil y elegante del atolladero en que me he metido y, además, una habitación caliente de hotel. Ya puedo sentir las sábanas suaves e imaginar mi cabeza sobre la almohada. Y mañana, en vez de correr un doble maratón, llevaré a la familia a la playa.
Junto a Vito está Peter McIntosh, el capitán del equipo de Kathy Winkler. Me mira y entorna los ojos.
—¿Qué tipo de pedal? —pregunta.
—Un Look Kēo —tartamudeo preguntándome por qué quiere saberlo.
Peter desaparece mientras un grupo de mecánicos de boxes cogen mi bicicleta y se ponen manos a la obra. Como si estuvieran intentando devolver a la carrera un coche de fórmula Indy 500, empiezan a realizar un diagnóstico comprobando el cuadro en busca de grietas, probando los frenos y el cambio de marchas, echando un vistazo a la alineación de las ruedas, con llaves Allen volando en todas direcciones. Frunzo el ceño. ¿Qué están haciendo? ¡No se dan cuenta de que se ha acabado!
Unos segundos después, Peter aparece con un pedal completamente nuevo idéntico al mío.
—Pero yo...
La mente me va a mil por hora intentando entender cómo es que esta situación ha cambiado tanto respecto a lo que ya tenía planeado. Ahora me doy cuenta de que la están arreglando. ¡Esperan que siga compitiendo! Hago un gesto de dolor mientras alguien me limpia las heridas del hombro. ¡Esto no es lo que tenía pensado! Ya me había hecho a la idea: estoy herido, la bicicleta está rota, se acabó, ¿no?
Agachada vendándome la rodilla, Julie mira hacia arriba. Sonríe.
—Creo que todo irá bien —me dice.
Peter McIntosh aparece de donde estaba ajustando el pedal. Mirándome directamente a los ojos y con un tono de general de cinco estrellas, exclama:
—Esto no se ha acabado. Ahora, vuelve a subir a la bicicleta y hazlo.
Me quedo sin palabras. Trago saliva y miro al suelo. Puedo ver que a mi alrededor todos los equipos me están mirando, esperando una respuesta. Esperan que escuche a Peter, que me suba a la bicicleta y que siga adelante. Que vuelva.
Quedan 217 kilómetros por delante. Sigue lloviendo. He cedido mi puesto y he perdido mucho tiempo respecto a mis competidores. Además de estar mentalmente exhausto, estoy herido, empapado y físicamente agotado. Respiro hondo para intentar calmarme. Cierro los ojos. El murmullo y el ruido que me rodean parecen disminuir, desvanecerse, y, de repente, todo desaparece. Silencio. Sólo el latido de mi corazón y un largo largo camino por delante.
Hago lo que tengo que hacer. Apago esa voz en mi cabeza que me dice que abandone y vuelvo a la bicicleta. Según parece, mi carrera no ha hecho más que empezar.
CAPÍTULO UNO
UNA RAYA EN LA ARENA
Era la noche antes de mi cuarenta cumpleaños. Aquella noche fresca de finales de octubre de 2006, Julie y nuestros tres hijos estaban profundamente dormidos, y yo intentaba disfrutar de esos momentos de tranquilidad en nuestro ruidoso hogar. Mi rutina de cada noche consistía en dejarme llevar por la comodidad de la enorme pantalla plana a todo volumen. Mientras disfrutaba de la nebulosa de la reposición de Ley y orden, me zampaba un plato de hamburguesas con queso y, tras ese agradable vértigo, masticaba un chicle de nicotina. Estaba convencido de que era sólo mi forma de relajarme. Tras un día duro, sentía que me lo merecía y que era inofensivo.
Después de todo, yo sabía lo que era hacerse daño. Ocho años antes me había despertado en blanco de una juerga de varios días en un centro de desintoxicación para alcohólicos y drogadictos en el Oregón rural. Desde entonces, me había mantenido milagrosamente sobrio. Ya no bebía ni me drogaba. Creía que tenía derecho a meterme algo de comida basura entre pecho y espalda.
Pero el día antes de mi cumpleaños algo pasó. Casi a las 2 de la madrugada me encontraba en la tercera hora de televisión alienante y próximo a la toxicidad sódica por miles de calorías. Con la barriga llena y un subidón por nicotina, decidí dejarlo por esa noche. Al salir de la cocina hice una comprobación rápida de mis hijastros, Tyler y Trapper, en su habitación. Me encantaba verlos dormir. Con sus once y diez años, respectivamente, pronto serían adolescentes reclamando independencia. Pero por ahora todavía eran niños con pijama metidos en sus literas soñando con monopatines y Harry Potter.
Con las luces ya apagadas, empecé a arrastrar mis 94 kilos escaleras arriba cuando, a medio camino, tuve que pararme: me pesaban las piernas y tenía problemas para respirar. Sentía la cara ardiendo y tuve que inclinarme para poder recuperar el aliento, con la barriga plegándose sobre unos pantalones vaqueros en los que ya no cabía. Con náuseas, miré hacia atrás, al tramo de escaleras que ya había subido. Eran ocho peldaños y quedaban más o menos la misma cantidad por subir. Ocho peldaños. Tenía 39 años y me faltaba el aire por ocho peldaños. «Tío, ¿es en esto en lo que te has convertido?», pensé.
Lentamente conseguí llegar hasta arriba, y entré en nuestro dormitorio, con cuidado de no despertar a Julie y a nuestra hija de dos años, Mathis, acurrucada junto a su madre en nuestra cama. Mis dos ángeles iluminados por la luz de la luna que entraba por la ventana. Mientras las observaba dormir me quedé quieto esperando a que mi pulso se ralentizara. Empezaron a brotar lágrimas de mis ojos abrumado por una mezcla confusa de emociones: amor, por supuesto, pero también culpa, vergüenza y un temor repentino y agudo. En mi mente apareció una imagen clara de Mathis el día de su boda, sonriendo, flanqueada por sus dos orgullosos padrinos de boda —sus hermanos— y su radiante madre. Pero en ese sueño lúcido, sabía que había algo que no iba nada bien. No estaba allí. Estaba muerto.
A medida que un sentimiento de pánico se apoderaba de mí, sentí un hormigueo en la base del cuello que con rapidez me recorrió toda la columna. Una gota de sudor cayó al suelo de madera oscura. Me quedé cautivado por la gotita, como si fuera lo único que pudiera evitar que me derrumbara. La pequeña bolita de cristal había predicho mi triste futuro: no viviría para ver a mi hija casarse.
Entonces volví en mí. Agité la cabeza e inspiré profundamente. Me arrastré hasta el lavabo y me eché agua fría en la cara. Cuando levanté la cabeza, me encontré con mi imagen en el espejo. Me quedé paralizado. Hace tiempo que se había ido la imagen del joven bien parecido de antaño, del campeón de natación que una vez fui. Y, en ese momento, por primera vez la negación se hizo añicos dando paso a la realidad. Era un hombre gordo, en baja forma y poco sano que se precipitaba en la mediana edad, una persona deprimida y autodestructiva desconectada por completo de lo que había sido y de lo que quería ser.
Para el observador externo, parecía estar todo bien. Hacía más de ocho años que no bebía, y durante ese tiempo había reparado lo que era una vida rota y desesperada, convirtiéndola en un claro modelo del moderno éxito americano. Tras obtener varios títulos en Stanford y Cornell, y pasar años como abogado de empresa —una década impulsada por el alcohol, soporíferas semanas laborales de ochenta horas, jefes dictatoriales y fiestas hasta altas horas de la madrugada—, por fin había conseguido la sobriedad e, incluso, había creado mi propio y exitoso bufete de abogados especializado en la industria del ocio. Tenía una mujer guapa y comprensiva que me quería y tres hijos sanos que me adoraban. Y juntos habíamos construido la casa de nuestros sueños.
Así que ¿cuál era mi problema? ¿Por qué me sentía así? Había hecho todo lo que se suponía que tenía que hacer y aun más. No se trataba de simple confusión. Estaba en caída libre.
En aquel preciso instante me sentí abrumado por la absoluta certeza de que no sólo necesitaba cambiar, sino que además estaba deseando hacerlo. De mis aventuras en la subcultura de la recuperación de adicciones había aprendido que la trayectoria vital de alguien se reduce a unos cuantos momentos identificables, de decisiones que lo cambian todo. Sabía muy bien que momentos como estos no deben desperdiciarse. De hecho, deben ser respetados y aprovechados a toda costa porque no se dan con tanta frecuencia, si es que acaso se presentan. Incluso si experimentas un momento de tal potencia una sola vez en la vida, ya puedes considerarte una persona con suerte. Parpadea o aparta la mirada un instante y la puerta no sólo estará cerrada, sino que literalmente habrá desaparecido. En mi caso, ésta era la segunda vez en que había sido bendecido con tal oportunidad; la primera vez fue un momento de claridad que me hizo permanecer sobrio en rehabilitación. Al mirar el espejo aquella noche, pude sentir cómo el portal volvía a abrirse. Tenía que actuar.
¿Pero cómo?
Y ésta es la cuestión: soy un hombre de extremos. No puedo beberme sólo una copa. O soy totalmente abstemio o me emborracho hasta despertarme desnudo en una habitación de hotel de Las Vegas sin tener ni idea de cómo llegué allí. O me levanto a las 4.45 de la madrugada para hacerme unos largos en la piscina, como hice durante toda mi adolescencia, o zampo Big Mac en el sofá. No puedo beberme una sola taza de café. Sólo por diversión tengo que ir a Venti con entre dos y cinco dosis extra de expreso. Hoy por hoy, el «equilibrio» se ha convertido en mi destino final, una amante caprichosa que sigo persiguiendo a pesar de su total desinterés. Sabiendo esto de mí mismo y utilizando las herramientas que había desarrollado en mi recuperación, entendí que todo cambio verdadero y duradero de mi estilo de vida requeriría rigor, especificidad y responsabilidad. No funcionarían ideas vagas del tipo «comer mejor», o quizá «ir al gimnasio con más frecuencia». Necesitaba un plan urgente y estricto. Necesitaba trazar una raya firme en la arena.
A la mañana siguiente, lo primero que hice fue pedir ayuda a Julie.
Desde que la conocía, Julie había estado muy metida en la práctica del yoga y las terapias alternativas, con algunas ideas «progresistas» (por decirlo con suavidad) sobre nutrición y bienestar. Siempre madrugadora, empezaba cada día con meditación y una serie de saludos al sol, seguida de un desayuno de hierbas aromáticas y té. En busca de crecimiento personal y consejo, se había sentado a los pies de muchos gurús, desde Eckhart Tolle hasta Annette, una mística de ojos azules, pasando por el jefe Águila Dorada de la tribu lakota de Dakota del Sur y Paramhansa Nithyananda, un sabio indio joven y bien parecido. De hecho, el año anterior había viajado sola al sur de la India para visitar Arunachala, una montaña sagrada reverenciada en la cultura yóguica como «incubadora espiritual». Siempre la he admirado por su deseo de explorar, y para ella parecía haber funcionado. Pero este tipo de «pensamiento alternativo» siempre había sido su territorio, no el mío.
Sobre todo en lo que se refiere a la comida. Si abrías nuestro frigorífico podías ver una línea invisible pero evidente que lo dividía en dos. En un lado estaba la típica comida estadounidense inductora de ataques al corazón: perritos calientes, mayonesa, bloques de queso, aperitivos procesados, refrescos y helado. En el otro lado, el de Julie, había una serie de bolsitas misteriosas llenas de preparados herbales y un tarro o dos sin etiquetar llenos de pastas medicinales de origen desconocido y de olor pútrido. Con paciencia me dijo que había algo que se llamaba ghee y también chyawanprash, una mermelada picante y pegajosa de color marrón hecha con una grosella india llamada el «elixir de la vida» en ayurveda, una forma de medicina alternativa tradicional de la India. No me cansaba de burlarme de los preparativos ceremoniales de esas extrañas comidas de Julie. Aunque me había acostumbrado a sus intentos de hacerme comer cosas como brotes de poroto chino o hamburguesas de seitán, decir «nunca jamás» sería un eufemismo.
—Sabe a cartón —había dicho agitando la cabeza mientras cogía una sabrosa hamburguesa de ternera.
Ese tipo de comida estaba bien para Julie, incluso para nuestros hijos, pero yo necesitaba mi comida. Mi comida de verdad. Tengo que decir en su defensa que jamás me atosigó para que cambiara mi alimentación. Francamente, creo que me había dado por caso perdido. Pero, en realidad, lo que pasaba es que ella sabía que había un principio espiritual crucial que todavía tenía que aprender. Puedes permanecer en la luz y ser un ejemplo positivo, pero no puedes hacer que alguien cambie.
Pero hoy era distinto. La noche anterior me había dado un regalo: un sentido profundo de que no sólo necesitaba cambiar, sino que también quería cambiar, cambiar de verdad. Mientras durante el desayuno me llenaba una taza enorme de café cargado, saqué nervioso el tema.
—Esto, eh... —empecé—, ¿te acuerdas de esa cosa desintoxicante y depurativa que hiciste el año pasado?
Mordiendo una tostada de pan de cáñamo untado de mermelada de chyawanprash, Julie me miró esbozando en los labios una leve sonrisa de curiosidad.
—Sí, la dieta depurativa.
—Bueno, pues, creo que quizá, no sé, debería, ya sabes, darle una oportunidad.
No podía creer que esas palabras estuvieran saliendo de mi boca. Aunque Julie era una de las personas más sanas que conocía, y en un determinado momento había visto cómo su dieta y su uso de la medicina alternativa la habían ayudado mucho, incluso milagrosamente, sólo 24 horas antes habría discutido con ella hasta ponerme azul porque una «dieta depurativa» no servía para nada, incluso podía ser dañina. Nunca había visto evidencia alguna que apoyara la idea de que una dieta depurativa pudiera ser saludable o de que fuera capaz de eliminar «toxinas» del cuerpo. Pregúntale a un doctor en medicina occidental y te dirá: «Estas dietas no son tan inocuas. De hecho, son rotundamente poco saludables. Y, por cierto, ¿qué son esas misteriosas toxinas y de qué forma una dieta depurativa podría eliminarlas?». Solía pensar que eran tonterías, pura invención, los balbuceos de un encantador de serpientes.
Pero hoy estaba desesperado. Todavía podía sentir el pánico de la noche anterior, todavía podía sentir las sienes palpitando. Todavía eran demasiado reales la gota de sudor y su oscuro presagio destellando frente a mis ojos. Estaba claro que mi método no estaba funcionando.
—Claro —dijo Julie con ternura.
No me preguntó qué me había llevado a esa petición curiosa, y yo no le expliqué nada. Por muy trillado que pueda sonar, Julie era mi alma gemela y mi mejor amiga, la persona que mejor me conocía. Por motivos que todavía no acabo de comprender, no fui capaz de contarle lo que me había pasado la noche anterior. Quizá era por vergüenza. O, lo más probable, que el miedo que había sentido era tan agudo que no era capaz de plasmarlo en palabras. Julie es una persona demasiado intuitiva como para no haberse dado cuenta de que algo estaba pasando, pero no me hizo ni una sola pregunta; simplemente no le dio más vueltas, sin esperanzas.
De hecho, las esperanzas de Julie eran tan bajas que tuve que pedírselo tres veces más para que fuera a la farmacia alternativa a comprar todo lo que necesitaba para la depuración, un viaje que me cambiaría la vida.
Nos embarcamos juntos en un régimen progresivo de siete días que incluía una serie de hierbas, tés, y zumos de fruta y verduras (consulta el apéndice III, «Recursos», Programa Jai Renew Detox and Cleansing, para más información sobre mi programa depurativo recomendado). Es importante entender que no fue un protocolo de «inanición». Todos y cada uno de los días me aseguré de fortalecer el cuerpo con los nutrientes esenciales en forma de líquido. Aparté mis dudas y me lancé al proceso con todo lo que tenía. Sacamos del frigorífico todos mis botes de nata montada, mis yogures en tubo y mi salami, y llenamos las baldas vacías de jarras de té hecho al hervir un popurrí de algo que parecía hojas rastrilladas de nuestro césped. Exprimí con vigor y obtuve un brebaje líquido de espinacas y zanahorias condimentado con ajo, seguido de unos remedios herbales en cápsulas y unas náuseas sobre un poco de té con un distintivo regusto a boñiga.
Al día siguiente estaba hecho un ovillo en el sofá, sudando. Intenta dejar la cafeína, la nicotina y la comida a la vez y ya verás. Tenía un aspecto horrible. Y me sentía peor. No me podía mover. Ni tampoco podía dormir. Todo estaba del revés. Julie me dijo que parecía que me estuviera desenganchando de la cocaína. De hecho, me sentía como si hubiera vuelto a desintoxicación.
Pero Julie me instó a que me mantuviera firme; aseguró que la parte más dura se acabaría pronto. Confié en ella y, como bien dijo, cada día que pasaba era mejor que el anterior. Las náuseas remitieron dando paso a la gratitud por echarme algo, lo que fuera, a la boca. Como al tercer día, la neblina empezó a aclararse. Mis papilas gustativas se habían adaptado y, de hecho, empecé a disfrutar del régimen. Y a pesar de ingerir tan pocas calorías, empecé a sentir un chute de energía, seguido de un profundo sentido de la renovación. Me había convencido. El cuarto día fue mejor; y llegados al quinto, me sentía una persona totalmente nueva. Podía dormir bien y sólo necesitaba unas horas de descanso. Tenía la mente clara y sentía el cuerpo ligero, imbuido de una vitalidad y euforia que jamás había creído posibles. De repente, estaba subiendo las escaleras con Mathis subida a la espalda sin que apenas aumentara mi frecuencia cardíaca. Incluso salí a «correr» un poco y me sentí genial, a pesar de que hacía años que no me había puesto zapatillas de deporte y de que ¡estaba en mi quinto día sin comida real! Era sorprendente. Como una persona con mala vista que se pone por primera vez unas gafas, estaba sorprendido al descubrir que una persona pueda sentirse así de bien. Tras haber sido un adicto de largo recorrido sin remedio al café, en el segundo día de depuración había tenido un momento de colaboración trascendental con Julie: desenchufamos nuestra adorada cafetera y juntos la llevamos al contenedor de la basura, un acto que ninguno de los dos jamás habría pensado posible ni en un millón de años.
Al final del protocolo de siete días, había llegado el momento de volver a comer comida real. Julie me preparó un nutritivo desayuno: muesli con frutas del bosque, una tostada con mantequilla y, mis favoritos, huevos escalfados. Después de siete días sin comer nada sólido, habría estado totalmente justificado que engullera la comida en segundos. Sin embargo, me quedé mirándola y le dije a Julie:
—Creo que voy a seguir.
—¡Pero qué dices!
—Me siento muy bien. ¿Para qué volver? A la comida, me refiero. ¿No es mejor seguir como hasta ahora? —pregunté con una amplia sonrisa.
Para entenderlo, no hay que olvidar que soy alcohólico de los pies a la cabeza. Si algo es bueno, pues más es todavía mejor, ¿no? El equilibrio es para las personas vulgares. ¿Por qué no buscar lo extraordinario? Éste ha sido siempre mi lema... y mi ruina.
Julie agachó la cabeza y frunció el ceño, y era evidente que estaba a punto de decirme algo cuando Mathis derramó su zumo de naranja por toda la mesa, algo cotidiano. Julie y yo saltamos al rescate antes de que el zumo cayera al suelo.
—¡Ups! —exclamó Mathis con risa nerviosa, y Julie y yo sonreímos.
Limpié el desastre y, tal que así, deseché la idea. De repente, el simple pensamiento de depurar y vivir para siempre de zumos parecía tan estúpido como en realidad lo era.
—No importa —dije, avergonzado.
Miré mi plato y pinché un arándano. Fue el mejor arándano que había comido en mi vida.
—¿Está bueno? —preguntó Julie.
Asentí con la cabeza y me comí otro, y después otro. Junto a mí, Mathis balbuceó y sonrió.
Así conseguí mi objetivo, aferrándome a ese precioso instante, cruzando la puerta y manteniéndome firme en mi decisión. Pero ahora necesitaba un plan para seguir con lo que había empezado. Iba a tener que encontrar algún tipo de equilibrio. Con miedo a volver a mis prácticas pasadas, necesitaba una estrategia sólida para avanzar. No una «dieta» per se, sino un régimen al que pudiera ceñirme durante mucho tiempo. En realidad, necesitaba un estilo de vida totalmente nuevo.
Al no existir ningún estudio real, razón o investigación responsable, decidí que el primer paso sería intentarlo con una dieta vegetariana con entrenamiento deportivo tres veces a la semana. Eliminé carne, pescado y huevos. Parecía un reto razonable y, lo que es más importante, factible. Recordando las lecciones que había aprendido al dejar la bebida, decidí no obsesionarme con la idea de «no volver a comer nunca más una hamburguesa [o beber]» y me limité a centrarme en sobrellevarlo día a día. Para mostrarme su apoyo, Julie incluso me compró una bicicleta para mi cumpleaños y me animó a que hiciera deporte. Y cumplí con lo que me había propuesto, optando por burritos sin carnitas, hamburguesas vegetarianas en lugar de las de ternera y salidas en bicicleta los sábados por la mañana en vez de brunches de tortilla de queso.
Pero mi motivación no tardó mucho en decaer. Aparte de tirarme de vez en cuando a la piscina y salir a correr o montar en bici ocasionalmente, mi sobrepeso no desaparecía y seguía en los 93 kilos, muy lejos de los 72 de nadador en la universidad. Pero lo más desconcertante era que los niveles de energía no tardaron en bajar a los niveles de estado de letargo anterior a la depuración. Estaba contento de haber vuelto a practicar deporte, y me había recordado el amor que tanto había sentido por el agua y los deportes de exterior. Pero lo cierto es que tras seis meses de dieta vegetariana, no me sentía mejor que aquella noche en las escaleras. Todavía con un sobrepeso de 18 kilos, estaba desanimado y considerando la posibilidad de abandonar el plan vegetariano en general.
De lo que en ese momento todavía no me había dado cuenta es de que se puede comer muy mal siendo vegetariano. Estaba totalmente convencido de que estaba sano, pero cuando me paré a reflexionar sobre lo que en realidad estaba comiendo, me di cuenta de que mi dieta estaba dominada por comida procesada alta en colesterol del que obtura las arterias, sirope de maíz alto en fructosa y productos lácteos grasos (cosas como pizza con queso, nachos, refrescos, patatas fritas, patatas chips, sándwiches de queso y una amplia gama de aperitivos salados). Técnicamente, era «vegetariano». ¿Pero sano? Ni lo más mínimo. Sin saber realmente nada de nutrición, hasta yo sabía que este no era un buen plan. Había llegado el momento de volver a evaluar la situación. Esta vez, yo mismo tomé la decisión radical de eliminar por completo de mi dieta no sólo la carne, sino también todos los productos de origen animal, lácteos incluidos.
Decidí hacerme totalmente vegano.
A pesar del compromiso vigilante de Julie con una forma de vida sana, ni ella era vegana. Así que, al menos en lo que respecta a la familia Roll, estaba entrando en terreno desconocido. Sólo recuerdo la necesidad de subir la apuesta o de tirar la toalla, todo a la vez. De hecho, convencido de que no funcionaría, recuerdo en especial que pensé que debía probar eso de ser vegano porque así tendría vía libre para volver a comer mis adoradas hamburguesas con queso. Si eso llegara a pasar, me sentiría reconfortado por la idea de que lo había intentado todo.
A título informativo: de entrada, no me sentía nada cómodo con la palabra «vegano», dado que se asocia mucho a un punto de vista político y a una imagen que se alejaba totalmente de cómo yo me percibía a mí mismo. Siempre había tenido tendencias políticas de izquierdas, pero tampoco tenía nada que ver con un hippie o con esos que van por ahí abrazando árboles, ese tipo de personas a las que yo siempre había asociado la palabra vegano. Incluso hoy en día, todavía me sigue costando que me apliquen el término vegano. Pero, a pesar de todo, ahí estaba yo, dándole una oportunidad. Lo que pasó después fue un milagro, algo que ha cambiado mi trayectoria vital para siempre.
Cuando empecé mi fase vegetariana postdepuración, me di cuenta de que eliminar la carne de mi dieta no había sido tan difícil. Apenas si noté la diferencia. ¿Pero eliminar los lácteos? Eso era otra historia. Consideré la posibilidad de concederme de vez en cuando permiso para degustar mis adorados queso y leche. De todas formas, ¿qué había de malo en un delicioso vaso de leche fría? ¿Acaso podía haber algo más sano? No nos precipitemos. Empecé a estudiar la comida con más atención y lo que descubrí me sorprendió mucho. Resulta que los lácteos están asociados a las enfermedades cardíacas, a la diabetes del tipo 1, a la formación de cánceres relacionados con las hormonas, a problemas congestivos, a la artritis reumatoide, a las deficiencias de hierro, a ciertas alergias alimentarias y, aunque pueda parecer un contrasentido, a la osteoporosis. Dicho de otra forma, los lácteos debían desaparecer. Pero la tarea se hizo aún más desalentadora cuando un estudio más pormenorizado me hizo ver hasta qué punto todo lo que comía (y, en ese sentido, lo que la mayoría de la gente come) contenía alguna forma de producto lácteo o derivado. Por ejemplo, ¿sabías que la mayoría de los tipos de pan contiene extractos de aminoácidos derivados de la proteína del suero de la leche, un subproducto del queso? ¿Y que la proteína del suero de la leche o su prima láctea, la caseína, puede encontrarse en muchos de los cereales envasados, las galletitas saladas, las barritas, los productos «cárnicos» vegetarianos y los condimentos? Yo no tenía ni idea. ¿Y qué pasa con mis adorados muffins? Olvídalo.
Cuanto más sabía, más me sentía de vuelta en desintoxicación. Los primeros días fueron brutales; me moría de hambre. Me sorprendí a mí mismo mirando fijamente esa cuña de queso cheddar que todavía quedaba en el frigorífico, transpuesto. Observaba con envidia cómo mi hija se bebía una botella de leche. Sólo con pasar con el coche delante de una pizzería, literalmente ya se me caía la baba.
Pero si algo sabía era cómo capear una desintoxicación. Era algo que me resultaba familiar. Y de una forma retorcida, daba la bienvenida a este doloroso reto.
Por suerte, tras tan sólo una semana, desapareció el deseo de comer queso e, incluso, de beberme un vaso de leche. Y, para mi sorpresa, al décimo día volvió el mismo grado de energía que experimenté durante la depuración. En este período, mis patrones de sueño fueron irregulares, pero tenía los niveles de energía disparados. Inundado por una sensación de bienestar, empecé casi literalmente a subirme por las paredes. Antes me sentía demasiado letárgico como para jugar al escondite con Mathis, pero ahora estaba persiguiéndola febrilmente por toda la casa hasta que ella paraba porque ya no podía más, que no es poca cosa. Y me vi por primera vez jugando al fútbol con Trapper en el jardín. Estaba claro que había fracasado mi deseo de probar que eso de ser vegano no tenía sentido. De hecho, me había convencido.
Por primera vez en casi dos décadas empecé a entrenar casi a diario: correr, montar en bicicleta y nadar. No tenía intención de volver al deporte de competición; sólo me estaba poniendo en forma. Después de todo, ya tenía casi 41 años. Todo deseo de competir en algo físico había acabado cuando tenía veinte y pocos. Sólo necesitaba un canal saludable para quemar mis reservas de energía. Nada más.
Pero después llegó lo que llamo «la huida».
Como un mes después de empezar mi experimento vegano, salí temprano una mañana de primavera para lo que se suponía que iba a ser un simple trote hasta la cercana «pista Mulholland», una tranquila pero montañosa pista forestal de 15 kilómetros que cruza la prístina línea de riscos que corona las colinas del Topanga State Park, cerca de Los Ángeles. Este camino de tierra, que une Calabasas con Bel Air y, más allá, Brentwood, es un oasis de naturaleza inalterada en mitad de la gran urbe de L.A., el hogar arenoso por el que corretean conejos y coyotes y aparece alguna ocasional serpiente de cascabel, que ofrece unas vistas impresionantes del valle de San Fernando, el océano Pacífico y la ciudad. Aparqué la camioneta, estiré un poco y empecé a correr. No tenía planeado correr más de una hora como máximo, pero hacía un día estupendo y me sentía vigorizado por el aire puro, así que seguí.
Y seguí.
No sólo me sentía bien y genial. Me sentía libre. Mientras ascendía sin camiseta, sintiendo esa sensación cálida del sol dorándome los hombros, el tiempo se plegó en sí mismo como si, de repente, hubiera perdido la conciencia, y el único sonido de mi respiración tranquila y las piernas bombeando sin esfuerzo debajo de mí. Recuerdo que pensé: «Esto debe ser lo que llaman meditar». Y quería decir realmente meditar. Por primera vez en la vida tuve esa sensación de «unicidad» que sólo conocía de haberlo leído en textos espirituales. De hecho, estaba teniendo una experiencia extracorpórea.
Así que en vez de volverme a los 30 minutos como tenía planeado, seguí corriendo, con la mente desconectada y el espíritu totalmente comprometido. Tras dos horas, estaba cruzando praderas onduladas por encima de Brentwood y el afamado Getty Museum sin una sola alma a la vista y sin sentir el más mínimo dolor. Y como si saliese de un estado de sonambulismo, empecé a salir del trance para encontrarme paralizado ante el vuelo de un halcón sobre mi cabeza. Unos segundos más tarde me di cuenta: seguía corriendo alejándome de la camioneta. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué estoy haciendo tan lejos de casa? ¿Me he vuelto loco? En cuestión de minutos, sentí un calambre en la pantorrilla y me encontré tumbado bocabajo en una pradera en mitad de ninguna parte, sin teléfono y sin forma de llegar a casa. ¿Qué pasaría si me mordía una serpiente de cascabel? No me importó. No quería que esa sensación terminara. Nunca.
Subí una pequeña colina y vi a otro corredor que venía en mi dirección, la primera persona que veía en toda la mañana. Cuando pasó junto a mí, me dedicó un rápido saludo con la cabeza y levantó los pulgares. En ese pequeño gesto había algo que resultaba profundo. Era casi imperceptible, pero lo era todo, algún tipo de mensaje —quizá desde las alturas— que me llegó al alma. No sólo me decía que estaba bien, sino que iba por el buen camino, que de hecho no se trataba sólo de correr. Era el inicio de una nueva vida.
Finalmente, aunque no quería, me di la vuelta. No lo hice porque estuviera cansado, deshidratado o asustado, sino porque me di cuenta de que tenía programada una conferencia telefónica importante de la que no podía escaparme. Mientras bajaba una colina especialmente escarpada en el camino de vuelta, la razón me dijo que debía reducir la marcha, al menos. O mejor aún, ¿por qué no me paraba y descansaba? Pero en vez de eso, aceleré, utilizando una potencia que desconocía que tenían mis piernas y mis pulmones, intentando cazar un conejo que había salido de un arbusto. Estaba en la cima del mundo, tanto energética como literalmente, mirando al valle en la lejanía mientras bajaba por una cresta de arenisca y subía con fluidez otra escarpada pendiente, soportando lo que ahora era el sol del mediodía del desierto sin notarlo ni preocuparme. Y no sólo llegué de una sola pieza a la camioneta, sino que me sentí genial hasta el final, incluso al acelerar al máximo el ritmo durante los últimos ocho kilómetros, cuesta abajo, levantando la gravilla con las zapatillas cubiertas de polvo en el camino de vuelta. Volaba.
Cuando llegué al punto del que había salido cuatro horas antes, estaba abrumado por la absoluta certeza de que podría haber seguido todo el día. Tras revisar los mapas de la ruta, descubrí que había corrido más de 38 kilómetros sin ingerir agua ni comida alguna, lo máximo, por mucho, que había corrido en toda mi vida. Para un tipo que no había corrido más de unos kilómetros en muchos años, era algo increíble.
No fue hasta mucho después cuando me di cuenta del alcance y el impacto de esa mañana. Pero mientras aquella tarde me quitaba la mugre y la gravilla de las arañadas piernas, el cuerpo bullía ante la emoción y la posibilidad. Y de forma inconsciente, en mi cara se dibujó una sonrisa. En ese momento supe con certeza algo: no tardaría mucho en buscarme un reto, uno grande. Este tipo de mediana edad, que acababa de correr una gran distancia, que había despertado algo dentro de él, algo feroz y firme, y que quería ganar, pronto volvería al atletismo. Y no sería por simple diversión, sino para ser competitivo. De hecho, para competir.
CAPÍTULO DOS
SUEÑOS DE CLORO
Mucho antes de que conociera a Julie y de que escuchara la palabra vegano o pensara en subir corriendo una colina, incluso antes de que corriera un solo paso, por no decir antes de andar, yo nadaba. Todavía no había cumplido ni un año cuando mi madre levantó del suelo de cemento de la piscina del vecindario mi cuerpo flacucho y con pañal y me lanzó al agua, dejándome patalear y bracear. Esperó a que estuviera a punto de ahogarme para venir a rescatarme, cogiéndome mientras intentaba respirar. Pero no lloré. De hecho, según me dijo ella, sonreí y la miré de una forma que, según su interpretación, sólo podía significar una cosa: ¿cuándo puedo volver a hacerlo?