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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
DESTINO COMPARTIDO, N.º 51 - enero 2011
Título original: America’s Star-Crossed Sweethearts
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9742-6
Editor responsable: Luis Pugni

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Destino compartido

JACKIE BRAUN

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Prólogo

Angelo Casali esperó con las piernas abiertas en la base del bateador. Sostuvo el bate levantado, justo detrás de su oreja derecha. Era el final de la novena entrada después de haber eliminado a dos jugadores rivales, y los Rogues iban perdiendo por dos. Los corredores que esperaban en las bases estaban ansiosos por ver cómo el Ángel de Nueva York realizaba un milagro. Tanto ellos como los seguidores del equipo tenían todas sus esperanzas puestas en él.

El lanzador del equipo rival miró fijamente a Angelo Kyle Morris poseía uno de los mejores brazos de la liga. Eran pocos los bateadores que lograban darle a las pelotas que lanzaba, pero Angelo era uno de ellos.

Morris levantó la pierna antes de girar el brazo y lanzar la pelota, que se dirigió hacia donde estaba Angelo con la velocidad de una bala. Pero éste estaba preparado, con la mirada clavada en la trayectoria. Movió el bate en el momento perfecto, con todas sus fuerzas. Nada más golpear la pelota, sintió dolor en el hombro, pero la multitud lo estaba ovacionando y él se dijo que merecía la pena.

Dejó caer el bate y empezó a correr hacia la primera base, sin prisa. La pelota todavía iba volando por las nubes.

Todos sus admiradores se habían puesto en pie y coreaban su nombre.

–¡Ángel! ¡Ángel! ¡Ángel!

Sus gritos le dieron fuerza y eso, junto a la adrenalina que corría por sus venas, hizo que pudiese ignorar el dolor. Recorrió las bases al trote, con el brazo levantado en señal de triunfo. Cuando llegó a la base del bateador lo estaban esperando sus compañeros para felicitarlo con gritos y palmadas en la espalda. Él siguió sonriendo a pesar del dolor, continuó disfrutando del momento. ¿Cómo no iba a hacerlo? Los Rogues acababan de conseguir un puesto en la final. Era el héroe de la ciudad.

Veinticuatro horas después, Angelo se sujetaba la bolsa de hielo con una mano mientras levantaba una cerveza con la otra. Estaba solo en su apartamento del Upper East Side de Nueva York. Si cerraba los ojos, todavía podía oír a la multitud aclamándolo. No obstante, el momento se vio enturbiado por la posibilidad de tener que colgar las botas para siempre.

¿Qué haría entonces? La incertidumbre lo molestaba todavía más que el dolor del hombro.

Le estaba dando otro trago a la cerveza, en vez de tomarse la medicación que le había mandado el médico del equipo, cuando sonó su teléfono móvil. Miró la pantalla, pensando que sería otro periodista, y vio que se trataba de su hermano, Alessandro.

Sonrió y descolgó.

–Alex. Hola.

–¿Cómo estás?

–Nunca había estado mejor –mintió.

–Si no hablamos de tu hombro, claro.

–Sí, es verdad. ¿Qué haces?

–Tomarme una cerveza. He tenido un día muy largo.

–Lo mismo estoy haciendo yo.

Angelo se quitó la bolsa de hielo del hombro y fue hacia la cocina por otra cerveza. Deseó poder compartirla con su hermano gemelo en persona. Todavía le sorprendía que Alex tuviese un rancho en Texas, y que ambos hubiesen llegado tan lejos a pesar de su caótica niñez.

–Entonces, ¿tienes el hombro tan mal como dice la prensa? –le preguntó Alex.

–Ya sabes cómo son esos buitres. Dirían cualquier cosa con tal de conseguir audiencia –contestó él.

Pero no consiguió engañar a su hermano.

–No vas a volver a jugar esta temporada, ¿verdad?

–No.

–¿Y la próxima?

–Por supuesto que sí. Después de la operación y de la rehabilitación, me dejarán como nuevo. Soy demasiado joven para retirarme.

Era mentira y ambos lo sabían. Con treinta y ocho años, era casi un anciano para el béisbol. Antes de la lesión, siempre había sido el puntal del equipo, pero sus piernas ya no eran tan fuertes como antes, y los directivos del equipo lo sabían.

–Parece que vas a tener algo de tiempo libre –comentó Alex.

–Sí, tal vez vaya a verte a Texas. Así podré conocer mejor a tu futura esposa y a su hija.

Todavía le sorprendía que su hermano se hubiese enamorado en tan poco tiempo.

–Me encantaría –le dijo Alex–. Aunque aún me gustaría más que aprovechases para ir a Italia.

Angelo cerró los ojos.

–No vuelvas a empezar con eso –murmuró.

Hacía semanas que su hermano intentaba convencerlo de que fuese a ver a su padre, y a conocer al resto de la familia, que vivía en Monta Correnti, lugar donde ambos habían nacido.

–Ve y haz las paces. No lo lamentarás –insistió Alex.

–No tengo que hacer ningunas paces. Estoy bien como estoy.

–¿Bien? Sigues enfadado, Angelo.

–Es verdad –admitió–. ¿Dónde estaba nuestra familia cuando no teníamos para comer, o cuando nos dejaron en un hogar de acogida? ¿Dónde estaba Luca? –inquirió, refiriéndose a su padre–. Entonces nadie nos invitó a ir a Italia.

Angelo pensaba que su padre se había deshecho de ellos enviándolos a Boston a vivir con su madre, a la que le gustaba más salir de fiesta que criar hijos. Por entonces, ellos tenían tres años. A los catorce, su madre alcohólica había fallecido y ellos se habían quedado en un hogar de acogida.

–No lo sabían, Angelo. Ni siquiera Luca sabía cuál era la situación.

–No lo sabían porque no se molestaron en averiguarlo –replicó él.

Angelo lo tenía muy claro: su familia italiana no había querido saber nada de ellos en el pasado, y en ese momento era él quien no quería verlos.

Ya había hecho caso omiso del correo electrónico de su hermanastra Isabella, gracias al cual se había enterado de que tenía tres hermanastros en Monta Correnti, nacidos de un segundo matrimonio de Luca. Tampoco había contestado a la invitación de boda de su prima, que había crecido en Australia.

–Luca se arrepiente de la decisión que tomó, pero no puede dar marcha atrás. Sólo puede cambiar el futuro. Ve a Italia, Angelo, y pasa una semana en Monta Correnti. O dos. Te vendrán bien unas vacaciones. Ya te he reservado un vuelo y alojamiento. Te enviaré los datos por correo electrónico. Ya me lo pagarás cuando quieras.

–Te haré un cheque mañana mismo, pero no pienso ir.

–Si no lo haces por ti mismo, hazlo por mí. Te lo estoy pidiendo por favor.

–Eso me parece un golpe muy bajo.

–Bajo, pero eficaz. Luego hablamos, ¿vale?

–No sé si debo darte las gracias. No lo des por hecho –le dijo Angelo antes de colgar.

Capítulo 1

Atlanta Jackson suspiró mientras se miraba en el espejo de cuerpo entero de su habitación de hotel. ¿De verdad era ella, esa mujer pálida y ojerosa que la miraba desde el otro lado?

El pelo lo llevaba bien, era como una cascada de rizos rubios, casi blancos, pero tenía la piel demasiado blanca. Había adelgazado mucho en los últimos meses.

Sonrió. Zeke odiaría aquel vestido azul marino. Por eso mismo se lo había comprado el día anterior en una cara boutique de la Quinta Avenida. En el exterior, la habían esperado los paparazzi y la habían abucheado un par de viandantes. Tanto comprarlo como ponérselo habían sido actos de rebeldía.

Zeke Compton, su mánager, mentor y, según él mismo, su mesías, nunca le había permitido que se vistiese de azul marino. Siempre decía que era un color demasiado cercano al negro, otro color que le tenía prohibido porque decía que era ir de luto.

–¿Qué motivos tendría la actriz favorita de Estados Unidos para estar triste? –le había preguntado en una ocasión en la que su estilista le había sugerido que se pusiese un vestido de color ónice de Oscar de la Renta para pasearse por la alfombra roja.

Con el tiempo, ella también había aprendido que el público no quería saber la verdad, que sólo quería cuentos de hadas o escándalos emocionantes. El público jamás aceptaría que estuviese cansada, o que la estuviesen manipulando, ni que se sintiese hastiada de vivir en una mentira.

Se puso unos zapatos planos, de punta redonda, que tampoco le habrían gustado a Zeke.

–Eres demasiado baja para ir con menos de tres centímetros de tacón –había decretado en otra ocasión.

Por entonces, su relación ya era algo más que profesional y ella se había mudado a vivir a su casa de Bellair.

Atlanta no era baja, pero le había hecho caso a Zeke, tanto con la ropa y el calzado como con todo lo demás. Siempre había hecho caso a los hombres que habían pasado por su vida, una costumbre que tenía desde la niñez.

«A las niñas pequeñas que no hacen caso les pasan cosas malas», le habían dicho muchas veces.

Atlanta se obligó a apartar aquel oscuro recuerdo de su mente y miró su reloj. Era hora de marcharse. Gracias a Dios. Tenía tantas ganas de dejar Nueva York como las había tenido de marcharse de Los Ángeles. No estaba a gusto en ninguna de las dos ciudades después de que Zeke hubiese puesto a la opinión pública en su contra.

En el ascensor, comprobó el contenido de su bolso una vez más para asegurarse de que tenía el itinerario, los billetes y el pasaporte. Su equipaje la esperaba abajo, lo mismo que la limusina que había encargado. Sólo tendría que correr delante de unos pocos paparazzi antes de relajarse detrás de los cristales tintados del vehículo.

Y unas doce horas más tarde estaría en Monta Correnti, Italia. Su estilista, una de las pocas personas de su vida anterior que todavía le hablaban, le había asegurado que era el lugar ideal para descansar.

Ojalá Karen Somerville tuviese razón, porque estaba a punto de estallar. Respiró hondo y se puso las gafas de sol antes de que se abriesen las puertas del ascensor.

–Ya ha comenzado la función –murmuró.

Con las gafas de sol puestas, Angelo entró en la sala VIP del aeropuerto internacional de Nueva York como si no pasase nada. La imagen lo era todo, en especial, en aquellos momentos en los que tanto se estaba especulando acerca de su carrera.

El médico le había dicho que tenía que operarse, y que tal vez su hombro ya no quedase como para seguir siendo jugador profesional de béisbol, pero, en vez de pasar por quirófano, Angelo había decidido hacer caso a su hermano y viajar a Italia, donde pasaría un par de semanas. No tenía intención de retomar la relación con su padre, pero sabía que yendo a Monta Correnti tranquilizaría a Alex. Además, sería un buen lugar para ocultarse de la prensa y pensar en su futuro.

En el bar de la sala VIP había sólo un par de personas. Ninguna levantó la vista cuando él entró. Todas eran personas importantes, no se emocionaban al verlo o, si lo hacían, mantenían la compostura. Eso esperó Angelo que estuviese haciendo la espectacular rubia que había sentada al lado de la ventana.

A pesar de las enormes gafas de sol, era fácil reconocer a Atlanta Jackson. La actriz había protagonizado una docena de películas muy taquilleras. Angelo estudió su nariz pequeña, los labios carnosos y la melena rubia que le caía sobre los hombros. Y sintió interés. Se habían conocido varios años antes en una discoteca de Nueva York y habían hablado unos minutos. Él había intentado ligar con ella, pero Atlanta lo había rechazado.

Ella cruzó las piernas, dejando al descubierto todavía más carne de sus muslos, y el interés se convirtió en deseo. Había pocas mujeres como aquélla, con las piernas tan largas y esbeltas. Aunque estaba un poco más delgada de lo que él recordaba. Y Angelo creía saber por qué. La prensa se había cebado con ella desde que había dejado de salir con su mánager.

Angelo había leído que el tipo la acusaba de haberlo engañado con varios hombres a lo largo de los años, incluso con su hijo, de veinticuatro años.

¿Sería verdad?

A él no le había parecido ese tipo de mujer cuando le había dado calabazas en la discoteca. Con aquello en mente, se acercó a su mesa y esperó a que ella lo mirase para hablar.

–Te invitaría a una copa, pero seguro que la rechazarías. Así que, ¿qué te parece si charlamos un rato hasta que sea la hora de embarcar?

Ella sonrió, divertida.

–Tal y como están los tiempos, ha sido muy original, señor Casali.

–Gracias –respondió él, sin esperar a que lo invitase a tomar asiento–. Así que te acuerdas de mí. No estaba seguro, han pasado varios años.

–Bueno, últimamente ha salido mucho en las noticias.

–Lo mismo podría decir yo de ti.

–Sí, es verdad.

–¿Por eso no te quitas las gafas de sol?

–Tal vez. ¿Y usted?

–Por supuesto. Como he visto que tú y yo éramos los únicos que las llevábamos en toda la sala, he pensado que lo mejor sería unir nuestras fuerzas. Ya sabes, jugar en el mismo equipo.

–¿Está seguro de que quiere que esté en su equipo después de todo lo que se ha dicho de mí, señor Casali?

–Me llamo Angelo –la corrigió él–. Consideraremos esto como una prueba.

Atlanta se echó a reír. Hacía mucho tiempo que nadie le hacía una prueba, sino que, más bien, escribían los papeles de las películas pensando en ella. Todo el mundo en Hollywood sabía que nadie hacía el papel de arpía vulnerable como ella.

–¿Y si soy yo la que no quiere formar parte de tu equipo?

–Claro que quieres.

Atlanta deseó sentirse molesta, pero lo cierto era que se sentía intrigada, y tal vez un tanto envidiosa. A pesar de parecer una persona segura de sí misma delante de la cámara, era algo en lo que debía trabajar en su vida real.

–¿Cómo puedes estar tan seguro?

–Porque todo el mundo quiere estar en el equipo ganador.

–¿Y ése es el tuyo?

–Por supuesto. Los Rogues están en la final gracias a mí. Vamos a ir al Mundial.

–Todavía no lo sabes.

–Por supuesto que sí, estaremos allí.

–¿Tú también? Entonces, ¿se equivoca la prensa contigo?

Atlanta le miró el hombro y pensó que no parecía pasarle nada.

–Ya conoces a la prensa. Cuando huele la sangre, se vuelve despiadada.

Ella pensó en Zeke y dijo:

–Y lo es todavía más cuando tiene fuentes que la alimentan.

«Yo te creé, yo te arruinaré», le había dicho Zeke como despedida. Ella no lo había creído capaz por entonces, pero lo había sido.

Al parecer, Angelo era mucho menos ingenuo que ella.

–El mundo está lleno de personas deseosas de venderte, no se puede confiar en cualquiera.

–En estos momentos, no confío en nadie –le respondió ella, sorprendiéndose a sí misma–. ¿Y tú, en quién confías?

–En mi gemelo –le dijo él sin dudarlo–. Alex siempre me ha apoyado.

–¿Tienes un hermano gemelo? –Atlanta se preguntó si podía ser cierto que hubiese en la Tierra otro hombre tan guapo como aquél–. ¿Sois idénticos?

–No del todo. Yo soy más guapo.

–Y más modesto también, ¿no?

–Por supuesto –respondió Angelo, levantándose las gafas de sol y guiñándole un ojo–. Y se me dan mejor las mujeres.

Además de sexy, y de tener un gran ego, Angelo era simpático, y Atlanta pensó que no podría hacerle ningún mal su compañía, estando en un lugar público.

Así que se acercó más a él y le dijo:

–Bueno, don Juan, pues si voy a jugar en tu equipo, tal vez debas explicarme a qué estamos jugando.

–A la distracción.

–¿Es ése el nombre del juego o su objetivo?

–Ambas cosas.

–Me siento intrigada. Cuéntame más.

Angelo miró el Rolex que llevaba en la muñeca.

–A ver, faltan una hora y cuarenta minutos para que salga mi vuelo. Podría ir a sentarme solo y tomarme algo mientras espero, o podría sentarme aquí contigo y disfrutar de alguna conversación fascinante.

–¿Y qué te hace pensar que la conversación sería fascinante?

–Que tú eres una mujer fascinante.

Aquello hizo que Atlanta contuviese la respiración. Era evidente que en esos momentos tenía la autoestima por los suelos.

–Me ha gustado tu respuesta –admitió.

–¿Ha sido suficiente para poder invitarte a tomar algo?

–Tanto, que soy yo la que invita.

Angelo le hizo un gesto a una camarera para que se acercase y ambos pidieron. Una cerveza para él y un té con hielo para ella.

Cuando la camarera se marchó, Angelo se quedó con el ceño fruncido.

–¿Ocurre algo? –quiso saber Atlanta.

–Que pensé que pedirías otra cosa.

–¿Como una copa de champán, tal vez?

–En una ocasión, leí que te bañabas en él.

–Yo también lo leí.

–¿No es verdad?

–Me temo que no.

–Pues me siento decepcionado. Iba a preguntarte cómo era tener todas esas burbujas acariciando tu piel desnuda –le dijo él sonriendo.

Y a Atlanta se le puso la piel de gallina.

–La verdad es que prefiero ducharme a bañarme. Y no bebo –le contó.

–¿Nada en absoluto?

–Muy poco últimamente –prefería tener la mente despierta.

–Yo tampoco.

–Pues acabas de pedir una cerveza.

Angelo dejó de sonreír.

–Son circunstancias especiales.

–No te gusta volar –adivinó Atlanta. Era una fobia que entendía porque ella también se ponía nerviosa antes de que despegase el avión.

Pero Angelo negó con la cabeza.

–No, volar me da igual. Me paso el día haciéndolo. Es hablar con una mujer preciosa lo que me inquieta –respondió, volviendo a sonreír.

–Pues hasta ahora lo has hecho muy bien sin la ayuda del alcohol –comentó ella.

–¿A qué hora es tu vuelo? –le preguntó Angelo, sin que viniese a cuento.

–A las dos y cuarenta y pico.

–Como el mío, lo que significa que tengo una hora y media para humillarme. No quiero correr riesgos.

–Seguro que, si hablamos de temas banales, todo irá bien.

Así que eso fue lo que hicieron.

Muy a su pesar, Angelo miró su reloj algo más de una hora después. Pronto tendría que marcharse. Y no era sólo pensar en lo que lo esperaba en Italia lo que lo molestaba. No recordaba la última vez que había charlado tan a gusto con una mujer, y con la ropa puesta, aunque tanto Atlanta como él se habían quitado las gafas de sol.

–Si tu vuelo fuese más tarde, retrasaría el mío también –le dijo Angelo sonriendo.

–Seguro que sí –bromeó ella.

–De verdad –Angelo alargó la mano y tomó la suya–. Si te soy sincero, no esperaba pasarlo tan bien.

Ella frunció el ceño y apartó la mano.

–Gracias.

–Lo siento, supongo que no ha sido el cumplido más adecuado. Ya te he dicho que me pongo nervioso con las mujeres guapas.

Aunque la verdad era que nunca se había sentido tan torpe como con Atlanta.

Ella se echó a reír.

–Estás perdonado. Yo te agradezco que me hayas entretenido este rato.

–Tal vez podamos volver a vernos cuando ambos volvamos a Estados Unidos. Si vas a estar en Nueva York, va a haber una exposición nueva en el Metropolitan.

–¿El Metropolitan? –preguntó ella, sorprendida.

–Soy mecenas. Seguro que pensabas que era el típico bruto al que sólo le interesa el béisbol.

–No, la verdad es que no. No te conozco lo suficiente para sacar esa conclusión.

–Pues casi todo el mundo lo hace.

Atlanta suspiró.

–Mira, Angelo, te agradezco la invitación, pero ahora mismo mi vida es muy complicada.

–Es la segunda vez que me rechazas. Perdona que te lo diga, pero eres un horror para el ego de los hombres.

–Seguro que sobrevivirás –contestó ella sonriendo.