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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Kimberly Bahnsen. Todos los derechos reservados.

EXTRAÑOS AL CALOR DE LA NOCHE, N.º 80 - mayo 2012

Título original: The Business of Strangers

Publicada originalmente por Silhouette® Books

© 2002 Debra Webb. Todos los derechos reservados.

UNA BODA PELIGROSA, N.º 80 - mayo 2012

Título original: Contract Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Publicados en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0120-2

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen ciudad: DHILDE/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

KYLIE BRANT

Extraños al calor de la noche

ACERCA DE LA AUTORA

Kylie Brant vive con su marido y sus hijos. Además de ser escritora, esta madre de cinco hijos trabaja la jornada completa enseñando a niños discapacitados. La mayor parte de su tiempo libre lo dedica a su papel de espectadora profesional de los acontecimientos deportivos en los que participan sus hijos.

Lectora voraz, disfruta de las historias de amor, misterio y suspense, e insiste en los finales felices. Sostiene que para escribir se inspira en los maravillosos autores que ha leído durante años. La mayor parte de los fines de semana y durante los veranos, se la puede encontrar frente al ordenador, tejiendo historias de amor con finales siempre felices.

Prólogo

Las aguas esmeraldas del Atlántico lamían perezosamente las playas de Santo Cristo. La sencillez de la nana susurrada por el flujo y reflujo de las olas era engañosa, porque aquel movimiento constante llevaba la vida o la muerte a la miríada de criaturas que dependían del mar para sobrevivir. Cada golpe de ola terminaba con la existencia de alguna criatura. Cada nuevo reflujo hacia el mar daba vida a otras.

Y a la mujer del traje empapado, el mar le daba ambas cosas.

Su cuerpo inconsciente rodó sobre las olas hasta alcanzar la orilla y fue depositado en la arena mientras las aguas continuaban atentas a sus mareas y a sus ciclos lunares. Aquella mujer había sobrevivido a todos los peligros del mar y éste le había proporcionado al fin un lugar en el que descansar. Los depredadores marinos no se habían fijado en aquel cuerpo vestido de negro.

Quizá supieran que los humanos ya habían hecho su trabajo.

Aquella mujer podría haber muerto allí, con el rostro presionado sobre la arena y los pulmones llenos de agua salada. Pero el amanecer se había extendido ya desde las montañas y comenzaba a pintar el horizonte. Y también una isla habitada con gentes inquietas y madrugadoras, ansiosas por sacudirse el manto de oscuridad que cada vez presagiaba más sombrías amenazas.

Habría sido fácil perder el conocimiento si no hubiera sido por el ruido constante que la rodeaba.

Una voz. Al final identificó el sonido, aunque no las palabras. Tardó algún tiempo en reconocer la lengua, era castellano, y la voz era la de una mujer. No podía explicar por qué ambos datos aliviaron su miedo.

—Despierta, Ángel. No me he tomado la molestia de salvarte para que ahora te pases la vida durmiendo. Despierta y háblame.

La oscuridad la rodeaba con la promesa de arrastrarla de nuevo a la dulce inconsciencia. Pero alguien la hizo volverse y tumbarse boca abajo; el dolor la atravesó arrancando un gemido gutural de su garganta.

—Lo siento mucho —dijo alguien en español.

No registró la disculpa, y tampoco la deliberada delicadeza de aquellas manos. El dolor le corroía los músculos, los tendones, los huesos.

—Te llamo Ángel porque estoy segura de que Dios te sonríe —le pusieron un paño húmedo en la frente—. ¿Cómo si no habrías sobrevivido a dos tiros en la espalda y a una de las peores tormentas del verano en el mar?

¿Tiros? ¿Mar? Esperó, pero aquellas palabras no evocaban ningún recuerdo y el miedo comenzó a convertirse en pánico.

—Debías estar en un yate. ¿Estabas buceando?

Cuando mi hija y yo te hemos encontrado en la playa, llevabas un traje de neopreno. He tenido que cortarlo para curarte las heridas.

Traje de neopreno. Buceo. Comprendía las palabras. Esperó a que se produjera alguna asociación mental. Pero nada. El pánico emergió en medio de su agonía.

—No puedo hacer mucho contra el dolor, lo siento. Cuando estés bien, te llevaré al médico. Y él podrá llevarte a la policía.

—No —Ángel se incorporó en la cama para aferrarse a la mano de su rescatadora con una fuerza sorprendente—. No, al médico no. Y tampoco a la policía.

Luz frunció el ceño.

—Yo ya no puedo hacer más de lo que he hecho. Afortunadamente para ti, soy auxiliar de enfermería. Pero las tuyas son las primeras balas que he quitado en mi vida y no tengo nada para evitar una posible infección.

—No se lo digas a nadie.

—Pero esto tengo que denunciarlo. No puedo… —se interrumpió cuando vio que la mujer a la que había llamado Ángel cerraba los ojos como si le faltaran las fuerzas.

—¿Está muerta, mamá? —preguntó María, su hija de ocho años, mirando a la desconocida con los ojos como platos.

—No —todavía no.

Luz fijó la mirada en la mujer inconsciente que yacía en la cama. La lógica le decía que fuera a pedir ayuda en cuanto se atreviera a dejar sola a su paciente. La semana anterior, la guerrilla había derrocado al gobierno de Puerto de Ponce, a menos de treinta kilómetros de allí. Con la cantidad de refugiados que habían entrado en todo el país, estaba casi convencida de que Ángel era uno de ellos.

Aunque… su fisonomía era caucasiana y no había llegado por la frontera. ¿Y cómo podía Luz hacerla volver a un país destrozado cuando había estado tan cerca de la muerte?

Luz deslizó el brazo por los hombros de su hija y la estrechó contra ella. Podía esperar un poco más. El tiempo suficiente para que Ángel le diera algunas respuestas.

Los días fueron pasando y Ángel estaba cada vez más fuerte. Insistía en ir caminando a la playa cada noche para ir recuperando las fuerzas. Con ayuda de Luz, se cortó el pelo con el mismo estilo que la primera. Ambas eran suficientemente parecidas en altura y peso como para ser confundidas en la oscuridad, sobre todo porque Ángel vestía la ropa de Luz. Pero no parecía ser importante. Ángel nunca veía a nadie por los alrededores.

Empezó a identificarse con ese nombre, aunque seguía indagando en las profundidades de su mente intentando, sin éxito, obtener alguna información sobre sí misma. Hablaba en castellano con Luz y el japonés, el árabe, el francés y el alemán le resultaban también fáciles, pero pensaba en inglés.

Estaba prácticamente segura de que era americana. No tenía ningún acento reconocible, pero eso era algo que se podía erradicar. Tenía información sobre acontecimientos recientes de numerosos países, pero lo que más dominaba era la cultura popular americana.

El espejo le decía que debía de tener aproximadamente la misma edad que Luz, unos veinticuatro años. Pero no reconocía a aquella mujer de pelo castaño y ojos dorados. Tenía la nariz recta y una boca pequeña de labios llenos. Al margen de sus heridas, estaba en una forma física excelente. No había identificado ninguna marca en su cuerpo, excepto un caballo alado tatuado en el tobillo izquierdo. Era pequeño, no medía más de cuatro centímetros, pero era un detalle significativo. ¿Aquel símbolo habría significado algo para ella en otro momento o sería el producto de una borrachera?

La respuesta a aquella pregunta la eludía, al igual que las otras muchas que se hacía a sí misma, como aquella sobre la instintiva necesidad de mentir a la mujer que le había salvado la vida. Había conseguido que Luz le prometiera mantenerla en su casa en secreto tejiendo una intrincada historia sobre poder, corrupción y un marido rico y viejo que ponía un celo especial en resguardar su reputación como político. Luz no había cuestionado su negativa a acudir a la policía, de la misma forma que no había hecho ninguna pregunta sobre el hecho de que Ángel tuviera tanta información sobre los dos países en los que se dividía aquella isla. De hecho, era capaz de recordar los nombres de todos los miembros de alto rango de los gobiernos isleños.

Lo que no podía recordar era su nombre. Cuando llegaba a su propia historia, era como si una esponja le hubiera limpiado la mente. No podía acordarse de nada. Ni nombres, ni países, ni familia. No tenía la menor idea de quién era, ni de quién quería matarla o por qué.

De lo único que podía estar segura era de que sus enemigos todavía estaban en alguna parte. Y de que si tenían la más mínima sospecha de que todavía estaba viva, regresarían para terminar el trabajo.

Ángel caminaba por el interior de la casa intentando medir sus propias fuerzas. Luz y su hija habían salido y pensaban estar varias horas fuera. Iban a pasar el día en la playa. Luz trabajaba en uno de los complejos turísticos situados cerca de Ciudad de Playa y sus dos semanas de vacaciones estaban a punto de terminar. Regresaría entonces a trabajar durante otros dos meses mientras María se quedaba con sus abuelos.

La noche comenzaba a caer. Ángel encendió las velas. Madre e hija vivían con extremada sencillez, carecían de luz y de agua corriente. El tejado era de paja y las paredes de la casa de estuco. A pocos kilómetros de allí, los lujosos hoteles en los que Luz trabajaba ofrecían todo tipo de servicios, pero su casa bordeaba la miseria.

Ángel cruzó la puerta y salió al exterior. Podía oír las olas lamiendo la orilla. A pesar de su sencillez, aquel lugar era idílico.

Permaneció durante largo rato contemplando la luz de la luna en la oscuridad. A lo mejor Luz había ido a visitar a sus padres y se había quedado en su casa más tiempo del que esperaba. En cualquier caso, si iba a dar su paseo nocturno, cuando regresara a casa seguramente también habrían vuelto ellas.

Comenzó a caminar con paso enérgico, decidida a cubrir más distancia que la noche anterior. Pero no tardaron en asaltarla las mismas preguntas que dominaban habitualmente sus pensamientos.

¿Quién había intentado matarla? ¿Un marido? ¿Un amante? ¿Habría sido un desconocido o alguien en quien ella confiaba? Había visto el traje de neopreno que Luz había cortado. No era de los que proporcionaban en los hoteles de la costa. El material era demasiado caro. Debajo de aquel traje, sólo llevaba un traje de baño. Un traje de baño como cualquier otro, aunque era obvia su gran calidad. Y tampoco tenía ningún tipo de identificación. Ni marcas ni etiquetas de ninguna clase.

Ángel se obligó a correr. Las balas que Luz le había sacado de la espalda eran de un cartucho de nueve milímetros. La propia Ángel encontraba su capacidad para reconocerlo un tanto escalofriante.

Sabía de armas. Sus pies desnudos golpeaban la arena de la playa mientras corría. Intentar recordar el más mínimo detalle personal terminaba provocándole terribles dolores de cabeza, pero había datos como aquel sobre los que no necesitaba indagar.

Necesitaría ir a algún lugar en el que pudiera investigar sobre su amnesia, pero no podía ser un hospital. Su rechazo ante aquella posibilidad era superior al que le provocaba la idea de tener relación con la policía local. Y mientras no le funcionara la memoria, tendría que confiar en su intuición.

Dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la casa. Había ido más lejos de lo que esperaba.

Después del cansancio inicial, su cuerpo se había recuperado con renovadas energías. Comenzaba a encontrarse suficientemente bien como para abandonar la isla. Pero no estaba segura de cuál podría ser su destino.

Distinguió la cabaña en la distancia, envuelta en sombras. Sintió un cosquilleo en la nuca. El instinto la obligó a detenerse incluso antes de que su cerebro le indicara por qué.

La casa estaba a oscuras.

Las velas que había dejado encendidas deberían estar parpadeando en su interior, permitiéndole ver las ventanas. Era posible que la brisa hubiera apagado alguna, pero no todas ellas.

Escrutó la zona con la mirada, pero no vio nada. Aun así, decidió adentrarse en la selva y buscar algo que pudiera utilizar como arma.

Sus opciones eran limitadas.

Se conformó con una rama que encontró en el suelo, a la que desnudó de hojas. Quizá se estuviera alarmando por nada, pero la ausencia de Luz y de la niña no presagiaba nada bueno.

Bajó la mirada y se quedó helada. Distinguió dos surcos en la arena que se adentraban en la jungla. La adrenalina corría por su cuerpo. Alzó la rama, preparada para blandirla mientras seguía aquellas marcas. Se detuvo sin atreverse apenas a respirar y apartó unas hojas para revelar un cadáver.

La bilis se agolpaba en su garganta; el olor a muerte impregnaba el aire. Luz tenía los ojos abiertos y la herida que tenía en su garganta recordaba a una sonrisa odiosa.

¡No! Con aquella vehemente negación, Ángel parecía querer protegerse de la realidad. Fue la emoción, más que la lógica, lo que le hizo arrodillarse en el suelo y buscar un pulso que en realidad ya sabía ausente.

Luz había muerto por su culpa.

La culpa la invadía… Si el mar no la hubiera depositado en aquella franja de playa, Luz todavía estaría viva. María continuaría teniendo a su madre.

Al pensar en María se quedó sin respiración. ¿Dónde estaba la niña? ¿Habría sufrido el mismo destino que su madre o habría huido?

Rezó para que hubiera escapado, pero no tenía tiempo de ir a buscarla. Tenía que concentrarse en sobrevivir. Quienquiera que fuera el asesino, no iba a poder llevarse otra víctima aquella noche.

Ángel rodeó la casa desde el escondite que le proporcionaba la selva y se preguntó durante cuánto tiempo esperaría el asesino en su interior. Porque estaba allí, seguro. Y su única esperanza de atraparla era emboscarla desde dentro.

La idea le resultaba tan aterradora que ni siquiera se cuestionó la facilidad con la que era capaz de situarse en la mente del asesino. En lo único en lo que pensaba era en deshacerse de él antes de que pudiera atacar otra vez.

Tendría que avanzar en diagonal hacia la cabaña para llegar a una de las esquinas; aquel era el único punto ciego. Sin soltar la rama, fue avanzando centímetro a centímetro hasta detenerse debajo de una de las ventanas.

Los minutos transcurrían lentamente. Se oyó un ligero sonido; a continuación, una sombra cruzó la ventana. Ángel confirmó sus sospechas, estaba en el interior de la casa. De modo que necesitaba sacarlo de allí.

Si llevaba solamente un cuchillo, tendría una oportunidad. De una pistola le resultaría mucho más difícil defenderse. En cualquier caso, el elemento sorpresa sería el arma más efectiva. Si conseguía desarmarlo, sería capaz de neutralizarlo en un combate cuerpo a cuerpo.

El automatismo de aquel pensamiento la hizo detenerse; una parte distante de ella era consciente de la naturalidad con la que había urdido el plan para atacar a aquel hombre, para matarlo quizá. La impresionó aquella visión fugaz de su personalidad. De lo que quizá había sido. Pero la otra parte de ella continuaba serena y concentrada. Y absolutamente decidida a seguir viva.

Escuchó con atención. Al no oír nada, tomó un puñado de arena húmeda y la arrojó al tejado. Repitió el gesto varias veces y a continuación rodeó la esquina y fue deslizándose a lo largo de la pared para poder asomarse al interior de la casa.

Una silueta negra se alzó frente a una de las ventanas. Era unos quince centímetros más alta que ella, estimó. Y la hoja de su navaja resplandecía en la oscuridad.

Se la envainó en la cintura antes de comenzar a salir por la ventana. Ángel imaginó que su intención era subirse al tejado y averiguar los planes de la persona que se había subido a él.

Pero no había nadie en el tejado.

Ángel se movió rápidamente; comenzó a correr blandiendo la rama y le golpeó con ella en las rodillas justo en el momento en el que se estaba volviendo hacia ella, haciéndole caer del alféizar de la ventana. El siguiente golpe se lo dio en la muñeca. Quería debilitársela antes de que pudiera sacar la navaja. Pero aunque consiguió su objetivo, un segundo después, el asesino estaba incorporándose con destreza. Blandió el arma con la otra mano y sonrió.

—¿Disfrutaste del baño de la otra noche? Esperaba que los tiburones acabaran contigo, pero siempre has tenido una suerte endemoniada.

Era americano, Ángel estaba prácticamente segura. Pero apenas tuvo tiempo de pensar en ello. El hombre le hizo una finta e intentó atacarla con la navaja, pero Ángel rechazó sus tentativas con la rama. En vez de retroceder, fue acercándose cada vez más a él hasta acorralarlo contra la casa, de manera que pudiera controlar sus movimientos. Pero él no iba a dejarse atrapar tan fácilmente. Se abalanzó hacia ella con la navaja y consiguió herirla en el hombro.

Un dolor intenso la atravesó mientras le golpeaba en el brazo con la rama. Oyó el sonido del hueso al romperse. La navaja cayó al suelo y ella la alejó de una patada. Con aquella herida, había igualado de alguna manera las condiciones de su oponente, pero no se engañaba pensando que todo había terminado.

Aquélla iba a ser una batalla a muerte.

Como en reconocimiento a esa idea, el asesino le dio una patada letal en el nervio femoral. Ángel giró sobre sí misma, agarró la rama con ambas manos y la estrelló contra sus genitales. Él agarró la rama y la movió con fuerza para hacerle perder a Ángel el equilibrio. Se abalanzó sobre ella, la hizo girar y presionó la rama contra su cuello, amenazando con ahogarla.

—Por cierto, Sammy te envía recuerdos —su voz era un susurro envenenado.

Ángel cerró el puño y le golpeó varias veces el hueso roto del brazo.

Después, le clavó el codo en el plexo solar y por fin sintió que disminuía la fuerza con la que sujetaba la rama.

Él le dio un golpe en la cadera que la tiró al suelo. Ángel giró, le dio una patada en el rostro y corrió hacia la navaja.

Sintió entonces su mano en el cuello, sin duda alguna intentando rompérselo para poner definitivamente fin a la pelea. Ángel alzó la navaja y se la clavó en el corazón.

Por un instante, su oponente tensó la mano y abrió los ojos tras la máscara con la que ocultaba su rostro. Después, relajó los hombros y la soltó. Ángel lo empujó y al distinguir la sangre en la oscuridad, se arrodilló a su lado.

—¿Quién eres? ¿Quién es Sammy? —le preguntó——Él… mandará a otro de los nuestros… Y morirás… Traidora, hija de…

—¿Quién soy? —lo agarró por los hombros y lo sacudió violentamente.

Pero sus esfuerzos fueron en vano. El cuerpo quedó completamente fláccido; los ojos del cadáver parecían burlarse de ella más allá de la muerte.

Ángel se levantó y entró tambaleándose en la casa, consciente del dolor en el hombro.

Una vez en el interior, humedeció una toalla y se limpió la herida. Después encendió una vela. Regresó a donde estaba el cadáver, se arrodilló y le quitó la máscara.

Ángel esperaba reconocer algo en aquel rostro, pero no le decía nada. Era un hombre rubio, de mandíbula cuadrada y ojos azules. Y sus palabras indicaban que la conocía. Hasta entonces había pensado que si pudiera ver algo o a alguien que le resultara familiar, despertarían los recuerdos, pero su mente continuaba en blanco.

Buscó en los bolsillos del cadáver, pero no encontró nada, salvo la funda vacía de la navaja que llevaba atada a la cintura, al lado de un bolsito estrecho de unos veinte centímetros de largo.

Se lo quitó también y lo vació. Dentro encontró un fajo de billetes, un ampolla con un líquido en su interior y una jeringuilla.

Desnudó al hombre con movimientos rápidos. Iluminándolo con la vela, examinó su cuerpo en busca de alguna marca que pudiera ayudarla a identificarlo.

Y estuvo a punto de perdérsela. La sangre de la herida cubría su pecho, mostrando apenas un pedazo de su piel. Ángel utilizó la camisa para quitarle la sangre del pecho y descubrió un pequeño tatuaje.

La sangre comenzó a rugir en sus oídos. Era un caballo alado idéntico al que llevaba ella en el tobillo.

El retumbar de un trueno le recordó que tenía poco tiempo. Por lo poco que aquel desconocido había dicho, era evidente que había otros que trabajaban con él. No tenía manera de saber con cuánto tiempo contaba antes de que la siguieran. Agarró el bolsito, se levantó y se adentró en la selva, esperando encontrar a María.

Llevaba varios minutos llamándola cuando vio salir a la niña de detrás de un arbusto. El alivio, y una enorme tristeza, la invadió.

—Lo siento. Lo siento mucho, pero ya ha terminado todo —dijo en español mientras la niña se acercaba—. Ven, te llevaré a casa de tus abuelos.

María se negaba a aceptar la mano de Ángel.

—No necesito que me lleves, yo sé el camino.

—Te llevaré para que estés a salvo.

Las lágrimas anegaron los ojos de la niña, pero el veneno de su voz era sorprendentemente adulto.

—¿Tan a salvo como mi madre? ¡Tú tienes la culpa de que esté muerta! —dio media vuelta y salió corriendo hacia la playa.

La respuesta de Ángel fue casi silenciosa.

—Lo sé —contestó.

Capítulo 1

Seis años después

La sheriff Kingsley hizo un gesto para reclamar la atención de sus ayudantes. A la de tres, el ayudante que tenía frente a ella abrió la puerta activando un explosivo. Después, se echó a un lado mientras la sheriff terminaba de abrirla de una patada. Las cuatro personas que estaban en el interior ya estaban levantándose.

—¡Todo el mundo quieto!

Kingsley entró en la granja seguida de Cook y de Ralston. El interior era un auténtico caos; sus órdenes se fundían con los gritos de los sospechosos. Uno de ellos fue a buscar su arma y la sheriff sacó un rifle y disparó con un movimiento rápido. El hombre se derrumbó contra la pared al tiempo que se llevaba la mano a la herida que tenía en el hombro. Otro estaba intentando salir por la ventana y Kingsley le dejó marchar. Había policías rodeando toda la casa. No iría muy lejos.

—¡Manos arriba! ¡Y que nadie se acerque a esa arma!

Entraron otros tres policías para registrar el resto de la casa. Kingsley apuntaba con el rifle a los dos traficantes de droga que habían atrapado mientras sus ayudantes, Simpson, Cook y Ralston los esposaban. Hasta que no terminaron, no bajó el arma para entregársela a otro de sus ayudantes.

—¿Necesitas ayuda, Ralston? —le preguntó.

El hombre al que Ralston estaba intentando reducir era enorme, debía medir más de dos metros y no parecía dispuesto a colaborar. Habían necesitado dos policías para ponerle las esposas y aun así, continuaba resistiéndose activamente. Kingsley se acercó a ayudar.

—Ya lo tengo.

El tono hosco de Ralston ya le resultaba familiar, puesto que no había utilizado otro para dirigirse a ella desde que la habían nombrado sheriff seis semanas atrás.

Como parecía que ya había reducido al detenido, Kingsley se puso unos guantes de látex y se acercó a la mesa del café. Entre montones de billetes descansaba una bolsa que contenía lo que parecían pedazos de cristal. Kingsley levantó la bolsa y soltó un silbido.

—Éste puede haber sido un buen golpe.

—¿Qué es? ¿Coca? —preguntó Simpson.

—A mí me parece que es metanfetamina en cristales —Kingsley metió la prueba en una bolsa mientras el hombre herido gruñía:

—No era nuestra. La ha colocado usted ahí. Todos lo testificaremos —miró a sus compañeros en busca de apoyo.

—Será mejor que no aparezcan las huellas de ninguno de vosotros en esa bolsa, genio —replicó la sheriff y les ordenó a sus ayudantes—: Metedlos en los coches. Simpson, en cuanto el médico haya estabilizado a tu detenido, llévalo a urgencias.

Uno a uno, los policías fueron sacando a los hombres esposados. Pero cuando Ralston pasó por delante de Kingsley, aflojó la presión sobre su detenido. El sospechoso aprovechó aquella oportunidad para bajar la cabeza y, con un rápido movimiento, golpear con ella el rostro de Kingsley.

Llegaron dos de sus ayudantes inmediatamente, pero no fueron necesarios. Kingsley había agarrado al detenido por la camisa, lo había tirado al suelo y había apoyado un pie en su cuello para retenerlo. Normalmente, no le resultaba difícil ignorar la actitud de Ralston, pero en aquel momento, su sonrisilla burlona le obligó a decir:

—Meyer, Backstrom, haceos cargo del detenido de Ralston.

Aquella orden provocó un gesto malhumorado del ayudante.

—No es necesario, lo tengo todo bajo control.

—No, lo tengo yo bajo control. Apártate.

Ralston se apartó a regañadientes para dejar que los otros dos policías metieran al sospechoso en el coche. Sólo después de que hubieran salido todos los hombres esposados, Kingsley se volvió hacia él y posó la mano en su hombro.

—Esta vez nadie ha sufrido ningún daño, pero cometiendo errores como ése, puede terminar herido o muerto cualquier otro policía. No dejes que vuelva a suceder.

Ralston giró sobre sus talones con el rostro sonrojado y los ojos entrecerrados.

—¿Eso es lo que los policías de la ciudad consideran un error? Después de leer su informe, yo pensaba que una tortillera como usted habría sido capaz de inmovilizar a toda una banda con una sola mano.

—Si hubiera tenido que encargarme de ellos, una de las primeras cosas que habría hecho habría sido incapacitar completamente a mi oponente. Más o menos así —presionó un dedo en la base de la garganta de Ralston, obligándolo a ponerse de rodillas.

—Me pregunto qué te molestará más ahora, Ralston, si trabajar para una sheriff tortillera o que vaya a darte una patada en el trasero.

Pasaron horas hasta que las detenciones y toda la burocracia que conllevaban hubieron terminado. Había que rellenar informes, etiquetar las pruebas y desviar llamadas telefónicas. Todas esas llamadas eran de Eldon Croat, inspector jefe del condado y primer responsable de que Rian hubiera sustituido al sheriff anterior. En aquel momento no estaba de humor para escucharlo.

La mejilla le palpitaba allí donde el sospechoso la había golpeado y la creciente hostilidad de Ralston no mejoraba su humor. Aquel hombre había sido una pesadilla desde el momento en el que había asumido aquel trabajo. Ignorarlo no había servido de nada. Dudaba que hubiera mejorado las cosas entre ellos al ridiculizarlo delante de sus compañeros, pero al menos ella había encontrado cierta satisfacción en ello.

Miró el reloj. Eran más de las seis. Guardó el informe que estaba tecleando en el ordenador, se levantó, agarró su bolso y salió. Lo que necesitaba en aquel momento era un buen filete, dos dedos de whisky y disfrutar de ambas cosas en privado. Y eso significaba que tenía que ir más allá de los confines de Tripolo, Alabama. Probablemente incluso salir del condado de Fenton.

Marlyss, la secretaria, alzó la mirada cuando Rianna pasó por delante de ella.

—¿Ya se va, sheriff?

—Voy a salir un rato. ¿Dónde puedo encontrar la mejor carne cerca de aquí?

Se había enterado ya de que Marlyss se consideraba a sí misma una gran gastrónoma. Al parecer, su marido y ella dedicaban los fines de semana a la búsqueda de nuevos restaurantes. Y, a juzgar por el volumen de su contorno, solían tener éxito en la empresa.

—Shakers está a unos diez minutos de aquí, y allí preparan unos filetes bastante decentes. Aunque los fines de semana no es raro que haya incidentes.

—¿Y fuera del condado?

Marlyss se inclinó hacia delante y abrió un cajón de su escritorio.

—Si quiere ir hasta Phenix o incluso a Columbus, tengo propaganda de algunos restaurantes que le gustarían. Llévesela.

Ria aceptó la propaganda. No iba a rechazar uno de los pocos ofrecimientos sinceramente amistosos que había recibido desde que estaba allí.

—Lo haré, Marlyss, gracias.

Una vez duchada y cambiada, Ria estaba de humor para conducir. Tras examinar los folletos que le había proporcionado Marlyss, decidió cruzar el río Chattahoochee y llegar hasta Columbus. Después de seis semanas de trabajo, conocía a muy pocas personas en Fenton y en sus alrededores, pero era mucha la gente que la conocía a ella. En Columbus podría disfrutar de cierto anonimato y aquella noche, lo necesitaba.

Paró en el primer lugar que Marlyss había sugerido, pero estaba muy lleno y era demasiado pretencioso para su gusto. El segundo era más de su estilo y, una vez en su interior, se felicitó por su elección. Era un lugar silencioso, las mesas estaban situadas a suficiente distancia como para proporcionar cierta sensación de intimidad y el bar parecía bien surtido.

El servicio era rápido y discreto. En cuestión de minutos, estaba sentada cerca de unos ventanales con vistas al río y ya le habían tomado nota. Mientras saboreaba su primer whisky, tomó mentalmente nota de los ocupantes del restaurante, antes de que su atención se sintiera atraída por un hombre que había detrás de la barra, hablando con el camarero.

Una sacudida de puro deseo chisporroteó en su interior. Sorprendida, observó al hombre con más atención. Había pasado mucho tiempo, demasiado quizá, desde la última vez que había respondido a un hombre a cualquier nivel. Aquél iba vestido con unos pantalones negros y una camisa que llevaba remangada, mostrando sus musculosos antebrazos. Era unos seis centímetros más alto que ella y tenía el pelo negro, lo llevaba peinado hacia atrás, mostrando un rostro bien cincelado, de ángulos marcados. Era un rostro interesante, más que atractivo, y más aún por la cicatriz que lo cruzaba desde la comisura de un ojo hasta la mejilla.

Aunque fue su cuerpo el que le llamó la atención, fueron sus ojos los que la retuvieron. Unos ojos azules como el hielo y una mirada formidable.

Muchos encontrarían difícil sostener aquella mirada. Se volvió hacia ella, sólo un instante, y Ria desvió la mirada. No era una mujer de relaciones largas, nunca lo había sido. Y para atender las demandas de su sexualidad, elegía hombres poco profundos y que fueran de fiar.

Y aquél no parecía responder a ninguno de ambos criterios.

Alzó su vaso e hizo girar el líquido ambarino con expresión pensativa. Aquel día podía ser considerado el de su cumpleaños. Habían pasado seis años desde que había aparecido en las playas de Santo Cristo. Seis años desde que su aparición había supuesto la muerte de otra mujer.

Ria bebió; el whisky le abrasó la garganta. Si no hubiera estado decidida de antemano a descubrir su identidad, la muerte de Luz la habría convencido de que lo hiciera. Era posible que ella se mereciera su destino. Era una posibilidad difícil de contemplar, pero realista. Pero Luz había muerto porque se había desviado de su camino para ayudar a una desconocida y al hacerlo, había privado a su hija de una madre.

Y alguien tendría que pagar por ello.

Después de asegurarse de que María estaba a salvo en casa de sus abuelos, Ria se había alojado en uno de los hoteles más cercanos, le había robado la documentación a una mujer y había volado hasta San Diego. Un sentido innato de la precaución la había hecho tomar desde allí un autobús a Los Ángeles. Tenía motivos para pensar que podían seguirla. Una vez en Los Ángeles, había alquilado una habitación modesta en un barrio más que cuestionable y había dedicado varios días a buscar en los ordenadores del campus de UCLA.

La camarera llevó un plato de humeante comida a la mesa de al lado y el estómago de Ria respondió con un gruñido de protesta. Cuando la camarera pasó a su lado, alzó su vaso vacío ligeramente. Sonriendo, la camarera asintió y regresó hacia la barra.

Internet era una buena fuente de información para aquellos que sabían lo que estaban buscando. Ria no había conseguido encontrar ninguna información sobre ella misma, pero sí había encontrado páginas en la red en las que se informaba de cómo obtener documentos falsos e incluso se detallaba cómo podía crearse uno su propio pasado. Tras solicitar ambas cosas, Ria había comenzado la verdadera búsqueda.

Quería saber quién quería matarla y por qué.

Sintió un cosquilleo en la nuca, se volvió y vio que el hombre en el que se había fijado se acercaba hacia ella con una botella de Chivas Regal. En silencio, lo observó sentarse en su mesa y acercar la botella a su vaso para llenarlo.

El magnetismo de aquel hombre era incluso más evidente de cerca; sus ojos azules resultaban todavía más convincentes.

—¿Estaba ocupada la camarera? —preguntó Rianna cuando el hombre terminó de servirle.

—No, debería haberle servido ella, pero he decidido traerle yo mismo la copa e invitarla a cenar.

Hablaba con una voz grave y amable, pero Rianna distinguió un toque de acero bajo su superficial encanto. Alzó la mano para llevarse el vaso a los labios sin dejar de mirarlo. Cuando volvió a posarlo en la mesa, le preguntó:

—¿Y si yo solo quiero beber?

—En ese caso, aceptaría su ofrecimiento e incluso se lo agradecería.

Se sentó al tiempo que le hacía un gesto a la camarera para que le llevara otro vaso.

Ria apretó los labios ante aquella evidente manipulación, pero la permitió. Había formas mucho peores de pasar el tiempo que compartir unos minutos hablando con un hombre fascinante. Y quizá incluso llegara a descubrir que no era tan intrigante como parecía.

—¿Es usted el gerente del restaurante o algo parecido?

—El propietario. ¿Es usted turista?

—No, no hace mucho que vivo por aquí —respondió de forma deliberadamente vaga, tanto por costumbre como por una precaución innata.

Había pasado los seis últimos años viviendo bajo una identidad falsa. Una identidad que había elegido cuidadosamente y que soportaría cualquier escrutinio sobre su pasado. Pero procuraba dar la menor información posible.

Mientras la camarera llevaba otro vaso a la mesa, su acompañante la escrutó con la mirada. El color de sus ojos destacaba especialmente por las oscuras pestañas que los rodeaban. Tenía un rostro duro y debía andar por los treinta y cinco años. La mayoría de la gente habría dicho que era la cicatriz la que le daba aquel aire de peligrosidad, pero Ria sabía que no era cierto. El peligro era más profundo.

—No parece de por aquí —hizo girar el whisky en el vaso y le dirigió una sonrisa.

La boca era el mejor de sus rasgos; unos labios llenos y sensuales que contrastaban con los duros ángulos de su rostro.

A Ria se le aceleró el pulso, para su propia sorpresa. Hacía mucho tiempo que no respondía a un hombre con tanta fuerza. De hecho, nunca lo había hecho. Al menos desde cuando podía recordar.

—No tiene ningún acento, aunque la gente de por aquí dice que son los demás los que hablan con acento.

Eludiendo la pregunta que llevaba implícita aquella declaración, Ria se llevó el vaso a los labios y bebió.

—Usted tampoco tiene acento.

—Eso es porque soy de Nueva York, pero llevo cerca de once años en Georgia. Otros cincuenta años y creo que ya empezarían a considerarme sureño.

Ria sonrió. A ella ya le habían dejado también claro que era una persona de fuera y que probablemente siempre lo sería. Por ella, estupendo. No pretendía quedarse en Alabama para siempre. Sólo el tiempo suficiente para terminar la búsqueda que había iniciado seis años atrás.

—No tiene el aspecto del dueño de un restaurante.

—¿No? —se reclinó en la silla y se acercó el vaso a los labios, como si disfrutara del olor del whisky añejo—. Bueno, quizá sea porque tengo múltiples propiedades. Éste es sólo uno de mis negocios. Y desde hace diez minutos, mi favorito.

Si hubieran sido dichas por otro hombre, aquellas palabras habrían parecido propias de un flirteo. Pero no había en ellas nada que pudiera resultar desenfadado. Aquel hombre no se estaba tomando ninguna molestia en disimular que su interés en ella era puramente sexual. Y aquel reconocimiento la encendió. Una de las cosas que había llegado a aprender sobre sí misma era que no era una mujer que apreciara los juegos.

Jugueteó con la idea de aceptar el reto implícito en la carnal invitación de su mirada. Un encuentro rápido podía ser más efectivo que un whisky y un buen filete a la hora de aliviar la tensión de los últimos días.

Pero inmediatamente rechazó aquella idea. Aunque aquel hombre no pareciera reacio a las aventuras de una noche, había algo en él de lo que recelaba. Aquel hombre llevaba la complicación estampada en cada centímetro de su cuerpo. Y ella ya tenía suficientes complicaciones.

Se oyó un sonido. El hombre sacó un busca del bolsillo y lo miró con el ceño fruncido.

—Tengo un asunto que atender. ¿Piensa quedarse mucho tiempo?

—Sólo el suficiente para terminar el filete que he pedido.

—Quizá cambie de opinión.

—No lo creo.

Él se levantó.

—Esta noche, la cena corre a cuenta de la casa.

—No es necesario.

—No, pero quizá de esa manera pueda convencerla para que vuelva a visitarnos.

—Quizá.

Aquella palabra salió de sus labios sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Una mirada de satisfacción cruzó el rostro del hombre.

—Hasta entonces.

Ria no se volvió para verlo marcharse, pero una parte de ella estaba deseando hacerlo. Aunque no creía que sus caminos volvieran a cruzarse, fantasear sobre la posibilidad de una próxima vez no le haría ningún daño. Había muy poco espacio en su vida para aquel tipo de sueños. La mayor parte de sus fantasías estaban relacionadas con la muerte o con la venganza.

Aunque el propietario del restaurante había dejado la botella en la mesa, no bebería más una vez terminado aquel vaso. Conocía sus límites y se ceñía escrupulosamente a ellos.

Había soportado una especie de proceso de reeducación. Cada dato que aprendía sobre sí misma era como un premio que podía unir a otros para ir consiguiendo una sensación de plenitud.

Pero a veces aparecía algún dato que distorsionaba la imagen que se había formado de sí misma. No le había costado nada idear un plan para salir de Santo Cristo. En aquella época, no vacilaba ante nada, ni luchando contra un asesino enmascarado ni asumiendo una nueva identidad.

Aunque no había recuperado ningún recuerdo personal, había muchas cosas que recordaba y esos recuerdos le resultaban molestos. ¿Cuántas víctimas de una amnesia podrían decir que sabían cómo funcionaba un detector de mentiras? Ella confiaba plenamente en su capacidad para hacerlo y había superado con éxito la prueba para su reclutamiento en la academia de policía.

Para Rianna, era algo natural el entrar en un lugar nuevo y examinar a todos los presentes a una velocidad que reflejaba entrenamiento en aquellos menesteres. Le bastaban unas cuantas miradas para saber, por ejemplo, que el camarero que estaba detrás de la barra sería tan hábil utilizando un arma como preparando copas; o que la pareja que estaba sentada en una esquina probablemente mantenía algún tipo de relación extraconyugal. O que el hombre que estaba a su izquierda estaba reuniendo valor para acercarse a ella.

Ria ya no se cuestionaba de dónde procedían aquellas habilidades. Sencillamente, eran herramientas que utilizaba en busca de respuestas. Y aunque tenía pocos motivos para ello, estaba prácticamente segura de que, fuera cual fuera su identidad antes de la fatídica noche en la que había aparecido en Santo Cristo, había estado trabajando fuera de la ley.

Le había resultado difícil asimilarlo. Habría sido más fácil, mucho más fácil, inventar cualquier otra explicación. Había infinitos escenarios en los que una persona podía terminar a punto de morir en las playas de una isla. Pero si a ello se le sumaba su familiaridad con las armas, algunas formas de combate y las técnicas de asesinato, quedaban muy pocas explicaciones que tuvieran sentido.

O bien era una criminal, o una mercenaria o alguna clase de militar autorizada por el gobierno. Y hacía tiempo que se había resignado a descubrir lo peor.

Intentó apartar de su mente aquellos pensamientos para evitar el dolor que los acompañaba. Apretó los labios con una expresión que debería haber apagado el interés del hombre que estaba a su izquierda y bebió un nuevo trago de whisky.

La carne llegó casi al mismo tiempo que el hombre que estaba a su lado.

—Parece que va a cenar sola —contestó con una sonrisa de anuncio de dentífrico—. Yo también. No es muy divertido, ¿verdad?

—¿Puedo traerle algo más? —preguntó la camarera.

Ignorando al desconocido, Ria le sonrió a la camarera y sacudió la cabeza.

—No, gracias. La carne tiene un aspecto magnífico.

La camarera le dirigió una rápida mirada al hombre y se retiró.

—A ese precio, ya puede. Aquí preparan muy bien la carne, pero no tanto como en Falstead, ¿lo conoce?

—No, y estoy deseando disfrutar de la que sirven aquí —como forma de rechazo, era más educada de lo que le habría gustado.

—Sería más agradable disfrutarla en compañía, ¿no le parece? —le dirigió una sonrisa y se sentó a su lado—. Me llamo Tyler Stodgill, por cierto. He pedido la cena justo después de usted, supongo que estarán a punto de servírmela, así que no hay ningún motivo por el que tengamos que cenar solos.

—Salvo que yo quiero cenar sola.

—Es malo para la digestión. Créame, lo sé. Viajo unos tres o cuatro días a la semana. Soy representante de productos farmacéuticos —volvió a esbozar una sonrisa radiante—. Visito entre cuarenta y cincuenta médicos al mes.

Ria dejó el tenedor y el cuchillo en la mesa para no ceder a la tentación de clavárselos. No tenía mal aspecto. Era un hombre ligeramente fornido, de pelo rubio, ojos castaños y mandíbula redondeada. Vestía una chaqueta azul marino y una camisa blanca. Y realmente podría haber pasado por un vendedor solitario buscando un poco de compañía. Ria le habría creído si no hubiera sido por su mirada. Aquel hombre tenía una gran concepción de sí mismo y, la peor pesadilla para una mujer, sobreestimaba su propio atractivo.

—Mire, he tenido una semana terrible, lo único que me apetece es tomar una copa, cenar y un poco de silencio. No sería buena compañía para nadie.

—Pues cuando Jake se ha sentado aquí, parecía ser la compañía perfecta.

—¿Quién?

—Ya sabe, Jake, el propietario, el tipo con el que ha estado bebiendo.

Jake. Aquel nombre le pegaba.

—Le he dicho básicamente lo mismo que le estoy diciendo a usted —le dirigió una significativa mirada—. Y él lo ha aceptado con más elegancia.

—Sea lo que sea lo que le molesta, yo soy el hombre capaz de hacerle olvidar todos sus problemas.

Estupefacta, Ria sintió la mano de aquel hombre en el muslo, acariciándola provocativamente por debajo de la mesa.

—Me alojo en un hotel que está cerca de aquí. Después de cenar, quizá podríamos…

Fuera lo que fuera lo que iba a decir, se interrumpió y terminó con un grito cuando Ria le agarró los dedos índice y corazón y se los echó hacia atrás de tal manera que casi podía tocarse el dorso de la mano con ellos.

Ria mantuvo una expresión agradable, pero su tono era letal.

—Tiene que aprender a prestar más atención. No me interesa, ¿ahora lo comprende?

—Me va a romper los dedos —replicó él con los dientes apretados.

—No, todavía no, pero podría.

Stodgill estaba palideciendo. Ria advirtió que se acercaba la camarera.

—Ahora le van a servir la cena. Quiero que pida que se la lleven a otra mesa. A cualquiera en la que no pueda verlo. Si no lo hace, voy a hacerle daño de verdad.

—¡De acuerdo, suélteme!

Ria lo soltó, pero sólo porque la camarera acababa de detenerse frente a la mesa de Stodgill sin saber dónde servirle. Stodgill se recostó contra el respaldo de su asiento, musitando obscenidades. Ria tomó de nuevo los cubiertos.

—Creo que una de las mesas que están al otro lado de la barra se ajustaría mejor a sus necesidades —le aconsejó.

Stodgill se levantó.

—Quiero otra mesa —le dijo en voz alta a la camarera—. Estas vistas no me gustan.

—Pero usted nos pidió una mesa con vistas al río, señor. Ésta es la mejor…

—Maldita sea, ¡he dicho que quiero otra mesa!

Mientras algunos de los clientes contemplaban la escena, Ria vació su vaso de whisky. La botella continuaba allí, convertida en silenciosa tentación. Una tentación a la que no debía sucumbir. No podía permitirse ninguna debilidad. Un solo desliz podría llevar a un asesino a su puerta. Como el que la había encontrado en Santo Cristo.

O el segundo que la había descubierto en Los Ángeles.

Cortó un pedazo de carne y se lo llevó a la boca, saboreando su sabor. Como mujer que se había enfrentado con frecuencia a la muerte, había aprendido a disfrutar de aquellos pequeños placeres. Ni siquiera después del tiempo pasado era capaz de comprender cómo había conseguido seguirla el segundo asesino desde San Diego a Los Ángeles, aunque sospechaba que habían seguido el rastro de los billetes que le había robado al primero. No llevaba ni dos semanas en Los Ángeles cuando, una noche, se había encontrado al asesino esperándola en su habitación. El segundo asesino había elegido como arma un garrote. La pelea no había durado más de unos minutos y al final, había sido el desconocido el que había muerto sin haber dicho una sola palabra.

Iba vestido exactamente como el que la había encontrado en Santo Cristo y llevaba un bolso idéntico a la cintura, con una ampolla, una jeringuilla y un fajo de billetes. El tatuaje, idéntico al suyo y al del primer asesino, lo llevaba en el hombro derecho.

Después de aquello, antes de volver a volar, Ria había tomado muchas precauciones. Había ido a comprar una cámara fotográfica y algunas otras cosas que necesitaba, aprovechando cada compra para ir cambiando billetes. Antes de abandonar Los Ángeles, le había hecho algunas fotografías al cadáver y a su tatuaje.

Ria dejó de comer carne para saborear las patatas asadas con mantequilla. Prácticamente, podía sentir cómo el colesterol le obstruía las arterias, pero ya gastaría aquellas calorías al día siguiente en el gimnasio. Estar en forma era vital para su trabajo, de la misma forma que parecía haberlo sido para cualquiera que hubiera sido antes su profesión.

Después de abandonar Los Ángeles, se había dirigido hacia el oeste de los Estados Unidos, seleccionando sus destinos al azar para crear confusión. Cuando se quedaba sin dinero, lo robaba con una facilidad que hasta a ella le resultaba desagradable. Había ido a parar a la Universidad de Iowa, donde le había resultado sorprendentemente conseguir documentación. Antes de descubrir su verdadera identidad, tenía que crearse una nueva.

—¿Va a tomar postre? —la camarera regresó con una sonrisa.

—No, pero tomaré un café.

Ria saboreó el café con expresión pensativa, perdida en aquellos recuerdos que comenzaban seis años atrás. En la universidad, se había servido de los ordenadores para buscar cualquier cosa que pudiera conectarla con lo que era ella.

El descubrimiento del cadáver que había dejado en su habitación de Los Ángeles había justificado la aparición de tres breves artículos en el L.A. Times. Ella esperaba que las revelaciones sobre la identidad del asesino le proporcionaran alguna pista. Incluso había llamado a la redacción del Times en un par de ocasiones para hablar con el periodista que había cubierto la noticia. Proporcionándole algunos detalles, había conseguido despertar en él el suficiente interés como para profundizar en el caso, pero al final había quedado archivado y sin resolver. El único dato de valor que había obtenido era el de que sus huellas dactilares no figuraban en el sistema de identificación. Y quienquiera que fuera el asesino, su muerte había causado tan poco revuelo como su propia desaparición.

Como obtener una nueva identidad no resultaba en absoluto barato, había tenido que utilizar prácticamente todo su dinero en obtener la suya. Y había sido ayudada, al principio sin saberlo, por la única persona a la que se había permitido acercarse, Benny Zappa.