La narrativa de Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972) se distingue por fusionar lo sobrenatural con lo policiaco. En Almadía ha publicado la Trilogía del Terror, conformada por los volúmenes de cuentos Los niños de paja, Demonia y Mar Negro; la Saga Casasola, integrada por las novelas La octava plaga, Toda la sangre, Carne de ataúd e Inframundo; y la antología Ciudad fantasma. Relato fantástico de la Ciudad de México (XIX-XXI). Las increíbles aventuras del asombroso Edgar Allan Poe recibió el Premio Nacional de Novela Negra en 2017.
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TÍTULOS EN NARRATIVA
Las increíbles aventuras del asombroso Edgar Allan Poe
Inframundo
La octava plaga
Toda la sangre
Carne de ataúd
Mar Negro
Demonia
Los niños de paja
Bernardo Esquinca
Ansibles, pefiladores y otras máquinas de ingenio
Andrea Chapela
Linea nigra
Jazmina Barrera
El hombre mal vestido
Lodo
El hombre nacido en Danzig
Mariana Constrictor
¿Te veré en el desayuno?
Guillermo Fadanelli
Caballo fantasma
Karina Sosa Castañeda
Nefando
Mónica Ojeda
La corazonada
Barry Gifford
150 cuentos cortos. Antología personal
Lydia Davis
Profesores, tiranos y otros pinches chamacos
Emma
El tiempo apremia
Poesía eras tú
Francisco Hinojosa
Cameron
Hernán Ronsino
Los accidentes
Camila Fabbri
Pajarito
Claudia Ulloa Donoso
Los que hablan
Ciudad tomada
Mauricio Montiel Figueiras
Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre
Aprender a rezar en la era de la técnica
Canciones mexicanas
El barrio y los señores
Jerusalén
Historias falsas
Agua, perro, caballo, cabeza
Gonçalo M. Tavares
Ausencio
Antonio Vásquez
Las tres estaciones
Bangladesh, otra vez
Eric Nepomuceno
El inspector Morgan se abrochó los botones de su abrigo, y luego se sostuvo el sombrero mientras caminaba por la playa hasta la orilla del mar. Soplaba un viento frío, tenaz, que arrastraba basura sobre la arena. Lo primero que llamó su atención fue lo diminutas que se veían las personas al lado de aquella mole gris. Comenzaba a amanecer, pero ya había varios curiosos rondando el espacio demarcado con cinta amarilla. Las gaviotas también se hacían presentes, volando en círculos a la espera de llevarse algún pedazo del botín.
Cuando llegó al lugar lo recibió una bocanada de carne putrefacta. Su trabajo lo enfrentaba cotidianamente al olor de cuerpos en descomposición, pero nunca había tenido que lidiar con algo semejante. De hecho, no comprendía por qué se le involucraba en este caso, y fue lo primero que le reclamó a Logan, el jefe de la Guardia Costera.
–¿Para qué me quieres? –preguntó Morgan, mientras pasaba por debajo de la cinta–. Compra explosivos, y verás que te deshaces del problema en segundos.
Logan le tendió una mano; el inspector ignoró el gesto, en parte por el frío, en parte por mostrar su molestia.
–En esta ocasión no aplicaremos el protocolo de sanidad –respondió el jefe de la Guardia Costera–. No hasta que aclaremos el caso de vandalismo.
–¿Vandalismo? –preguntó Morgan, incrédulo–. ¿Me estás diciendo que alguien mató y arrastró a...?
Logan se hizo a un lado, y señaló con la mano el costado de la ballena. El inspector enmudeció.
Sobre la piel agrietada alguien había trazado una serie de extraños símbolos.
Era un cachalote de gran tamaño. Su costado izquierdo presentaba surcos realizados con un objeto punzocortante. Morgan desvió la mirada de la piel, la depositó sobre la boca abierta del animal, y contempló la hilera de dientes afilados. La situación era anormal; el inspector se sentía ajeno, vulnerable. Como pez fuera del agua, reflexionó con ironía.
El asistente de Logan se acercó con un termo lleno de café. Morgan agradeció el gesto. Tal vez la bebida le ayudara a organizar sus pensamientos.
–Sé que todo esto te ha de parecer absurdo –Logan rompió el silencio–. ¿Qué importancia puede tener una ballena muerta como para llamar a la policía? Te lo voy a explicar: si unos vándalos fueron capaces de marcar a ese pobre animal como ganado, no los quiero merodeando por aquí.
–Y yo tengo que encontrarlos...
–Mi territorio es el mar. En tierra mandas tú.
Morgan dio un sorbo al café, se dio tiempo de paladearlo y sentir su efecto estimulante sobre el cuerpo.
–Es una travesura –dijo–. Una broma de alguna pandilla de adolescentes. ¿Qué haré cuando los atrape? ¿Darles nalgadas?
Logan se acercó al costado de la ballena. Señaló hacia las marcas, como si fuera un maestro frente al pizarrón.
–Esto no tiene ninguna gracia –dijo, indignado–. Es siniestro. Hay que atrapar a los responsables, y darles una lección.
Morgan no quería saber de ballenas. Y odiaba la playa. Miró sus zapatos repletos de arena. Quería largarse de ahí cuanto antes.
–¿Y a quién interrogamos? ¿A las gaviotas?
Logan iba a reñir al inspector, pero se contuvo. La respuesta había llegado antes de lo previsto: su asistente traía consigo a Magallanes, el pescador más antiguo de la zona.
–Cuéntenos –pidió Logan, dirigiéndose al viejo–. ¿Vio algo?
El anciano asintió. Su barba blanca contrastaba con su piel tostada.
–Estaba poniendo las redes cuando el animal encalló –dijo, con voz cansada–. Se detuvo a unos metros de mí.
–¿Quién le hizo esas marcas? –intervino Morgan, con tono inquisitivo–. ¿Usted?
El viejo le lanzó una mirada compasiva. A lo largo de su vida había visto –y oído– suficiente. Parecía estar de regreso de todo, igual que los restos de un naufragio.
–No –respondió–. Nadie lo hizo.
–¿Es una broma? –exclamó Morgan, impaciente.
Logan puso una mano sobre el hombro de Magallanes.
–Explíquese, por favor.
El viejo pescador miró por encima de ellos, como si buscara algo mar adentro.
–Yo la vi encallar –dijo, mientras la voz se le quebraba–. La ballena ya estaba marcada cuando salió del mar.
Una hora después llegó Gama, el perito forense. Morgan no creía en el testimonio del viejo. Y aunque eso le implicara pasar más tiempo en la playa, mandó llamar al perito. El número de curiosos era considerable; también había reporteros y fotógrafos. A Morgan le gustaba darse importancia, así que los mantenía a raya sin responder a sus preguntas.
Mientras Gama revisaba las heridas del animal, el asistente de Logan llegó con una segunda ronda de café. El sol ya había salido por completo, y comenzaba a calentar la arena.
–Pronto el hedor será insoportable –dijo el inspector.
El jefe de la Guardia Costera ignoró el comentario. Era otra cosa la que le preocupaba.
–Si no fueron pandilleros, como tú sospechas –comentó–, ¿entonces quién? ¿Cómo es posible que ese animal haya sido marcado dentro del mar?
–Eso está por verse –dijo Morgan–. A mí me parece que el pescador quiere inventarse un cuento para salir en las noticias...
El inspector hizo un gesto hacia el otro lado de la cinta amarilla, donde Magallanes estaba siendo entrevistado por la prensa.
–Lo conozco desde hace muchos años –dijo Logan–. Es un buen hombre. No creo que pretenda engañarnos.
–A lo mejor tanto sol ya le quemó el cerebro. No nos podemos fiar de él.
Logan desvió la mirada del pescador y los reporteros, y la depositó sobre la ballena.
–Esos símbolos no son casualidad. Conozco una persona a la que podemos acudir.
Morgan terminó su café. Iba a tirar el vaso desechable en la arena; se acordó que estaba rodeado de ojos vigilantes, y se contuvo.
–¿En quién estás pensado, marinero? ¿En un vi dente?
El jefe de la Guardia Costera sonrió. Nunca le había agradado el inspector, pero en ese momento sentía empatía. Debía estar aterrado por el contexto, como un niño en el primer día de clases.
–Podríamos llamarle así –respondió–. Una vidente del pasado. Me gusta esa definición, aunque sus colegas prefieren llamarla arqueóloga...
Gama los interrumpió. Mientras se quitaba los guantes manchados de materia viscosa, les comunicó sus conclusiones.
–El tejido subcutáneo de la ballena contiene infiltración hemorrágica.
Morgan sabía lo que eso significaba.
–¿Estás seguro? –preguntó.
–Completamente.
–¿Qué quieres decir? –intervino Logan.
–Que la ballena estaba viva cuando la marcaron –respondió Gama.
–Viva o moribunda –aclaró Morgan.
–Entonces Magallanes tiene razón –dijo Logan, con una mueca de asombro–. La ballena fue marcada dentro del mar.
Cuando la arqueóloga llegó, Morgan se había resignado a pasar el día entero en la playa. Aunque no desayunó, el apetito se le había esfumado gracias a la peste que emanaba de la ballena. Probablemente, no volvería a comer pescado. Al regresar a casa, le pediría a su mujer que le preparara un bistec.
Barbosa parecía intrigada por los símbolos que portaba la ballena. Les tomaba fotografías, y luego realizaba anotaciones en su libreta.
El calor era insoportable; Morgan se quitó el abrigo, y lo dobló sobre su brazo.
–Estás boqueando –ironizó Logan.
–Dile a tu asistente que traiga cerveza –pidió el inspector.
–¿Esto es lo más raro con lo que te has topado en tu carrera?
–Me faltaba ver una ballena escoriada.
El jefe de la Guardia Costera bajó la voz, como si estuviera a punto de hacer una confidencia.
–¿En verdad no crees que este animal pudo ser marcado mar adentro? Ya lo dijo el perito: quien quiera que haya sido el responsable, lo hizo cuando aún estaba viva...
Morgan se pasó una mano por los labios resecos. Nunca había deseado con tanta intensidad un trago.
–Eso no significa que ocurrió en el agua. Pudieron marcarla mientras agonizaba en la playa.
–Tenemos el testimonio de Magallanes. ¿Por qué estás tan escéptico?
El inspector se desabrochó el cuello de la camisa, y sintió el alivio de la brisa marina en su pecho.
–Debe haber una explicación racional –dijo–. ¿No se supone que los cachalotes pelean en las profundidades con calamares gigantes?
–Esas marcas no son las huellas de una batalla –dijo la arqueóloga, que acababa de unírseles.
En el rostro de Barbosa había una mezcla de emoción y desconcierto. Antes de continuar, se quitó los lentes.
–Lo que la ballena tiene grabado en la piel son letras de un antiguo alfabeto.
Morgan contempló el bistec sobre su plato. Partió un trozo, pero fue incapaz de llevárselo a la boca. En su lugar, le dio un largo trago a la copa de vino que le sirvió su mujer. No podía dejar de darle vueltas al asunto de la ballena. Hacia la tarde, Barbosa se había marchado de la playa con su cámara y su libreta a investigar los símbolos, dejando más dudas que respuestas.
El inspector se levantó de la mesa, descolgó el teléfono, y marcó el número de la arqueóloga.
–¿Algún avance? –preguntó, en cuanto Barbosa contestó.
–Trabajo en ello.
–Tiene que decirme algo o voy a enloquecer.
–Venga a mi casa. Aquí platicamos.
El inspector hizo una pausa.
–¿Tiene vino?
–Cerveza.
–Mejor. Llevo todo el día queriendo una cerveza, y nadie me la ofrece.
Morgan colgó. Salió de su casa sin despedirse de su esposa.
El estudio de Barbosa parecía una pequeña biblioteca, con las paredes tapizadas de volúmenes. Sobre el escritorio reposaban abiertos los libros que estaba consultando. También había varios papeles con anotaciones, y fotocopias con imágenes de esculturas y vasijas antiguas.
La arqueóloga conversaba con el inspector sin quitar la vista de las páginas.
–Se trata de una escritura cuneiforme. Fue el primer método de escritura, hecho a base de pictogramas.
Morgan tenía una lata de cerveza en la mano. Aún no le había dado un trago, pero el simple hecho de sos tenerla le reconfortaba.
–Hábleme en español, por favor.
Barbosa despegó la vista de los libros. Sonrió, apenada.
–Son dibujos que representan cosas. Al unirse, conforman un lenguaje.
–¿Me está diciendo que lo que la ballena tiene grabado en la piel es una especie de mensaje?
La arqueóloga dejó sus lentes sobre el escritorio.
–Eso parece.
Morgan se decidió a darle un trago a su cerveza. El primero era el mejor. Los que venían después no podían compararse con aquella sensación.
–¿Y qué dice el mensaje? –preguntó, con voz trémula.
Barbosa se acercó al inspector. Sus ojos brillaban con intensidad.
–No estoy segura. Este lenguaje es muy antiguo, y son pocos los expertos que lo comprenden. Pero no se preocupe: le envié un fax con las imágenes a un colega que puede ayudarnos.
–¿Un fax? –preguntó Morgan, sorprendido.
La arqueóloga encogió los hombros.
–Trabajo con cosas antiguas, ¿qué tiene de raro?
El inspector dejó la lata sobre una mesa cercana.
–¿Seguimos en las mismas?
–Falta descifrar el mensaje –respondió Barbosa–, pero lo que he estado averiguando resulta interesante. Esa escritura cuneiforme fue desarrollada en esta zona hace aproximadamente seis mil años, por una cultura aborigen rica en leyendas...
–Leyendas –repitió Morgan, escéptico.
Barbosa cogió la cerveza del inspector, y le dio un trago.
–Una de ellas era la del Diluvio. Cuando las aguas lo cubrieron todo, las criaturas marinas gobernaron el mundo... Criaturas que los aborígenes adoraban como dioses.
–¿Cachalotes?
–No. Algo ambiguo, como el Leviatán o el Kraken para otras culturas. Ellos los llamaban “los Durmientes”.
Morgan recuperó su cerveza.
–Durmientes...
–Sí. Dormían en las profundidades a la espera del Fin del Mundo. Los cataclismos eran vitales y cíclicos para las culturas antiguas: de la destrucción renacía la vida.
–Entonces –dijo Morgan, pensativo–, cada que había un Diluvio, los “Durmientes” recuperaban su... trono, por así decirlo.
–Exacto.
–Aborígenes. Siempre tan imaginativos.
El inspector se terminó la cerveza, y se despidió. Había sido un día largo; su cama lo reclamaba.
–No deje de avisarme cuando llegue ese fax –dijo, y abrió la puerta.
Afuera, las primeras gotas de lluvia lo recibieron.
Abre los ojos. Reposó milenios; para él, apenas un parpadeo. Tiene hambre. Escruta el fondo del océano y descubre a un Architeuthis dux que intenta huir de su presencia. Succiona el agua, atrayendo al calamar gigante, y lo traga de un bocado. Después se despereza y sacude su cuerpo, provocando una tormenta de arena abisal. Cuando el lecho marino vuelve a la normalidad, no está solo. El resto de sus semejantes ha despertado también. Se comunica con ellos mediante un canto grave y profundo, que hace que el resto de las criaturas acuáticas se escondan. Le informan que el mensaje ya fue enviado a la superficie. Es tiempo de volver a casa.
Tres días después de haber visitado la casa de la arqueóloga, Morgan se encontraba frente al cachalote. No había parado de llover en todo ese tiempo; las calles inundadas hicieron de su traslado a la playa una odisea. Su mujer le advirtió del peligro de salir con aquel clima, pero no le importó. Quería acabar con el problema cuanto antes. Había dado su consentimiento, y ahora los trabajadores de la Guardia Costera colocaban explosivos. La ballena ya no era novedad: los curiosos se habían esfumado, al igual que la prensa.
Solo Barbosa seguía interesada, pero el inspector no le comunicó su decisión.
Horas antes, la arqueóloga le había mandado una copia del fax con el mensaje descifrado. Morgan lo traía entre sus manos, que mantenía unidas detrás de la espalda. El papel, mojado por la lluvia, apenas podía leerse ya.
Logan estaba a su lado. Ni a él ni a nadie le había mostrado el mensaje.
–¿Estás seguro de que quieres hacer esto? –preguntó el jefe de la Guardia Costera–. Cuando se haga la detonación, toda posibilidad de investigación quedará clausurada.
–Por supuesto. No podemos mantener este foco de infección.
–Cuando tú digas.
El inspector miró hacia el mar, revuelto por la lluvia. Una lluvia tan intensa como paciente. Olas grandes y oscuras azotaban la playa. Intentó distinguir el horizonte, pero solo se veía un muro impenetrable de agua.
Hizo una señal con la cabeza, y la ballena voló en pedazos.
Parecía una charla como cualquier otra. Quince personas escucharon con cierta atención mis anécdotas de escritor “experimentado”, y aplaudieron con falso entusiasmo cuando terminé de leerles un cuento. El reloj que colgaba sobre el pizarrón indicaba que aún quedaban veinte minutos. Miré a Paulo –el profesor y amigo que me había invitado a conversar con sus alumnos del taller de literatura– en busca de alguna indicación, pero estaba entretenido con su teléfono celular. Afuera llovía; nadie parecía dispuesto a terminar la clase antes debido al clima, así que no tuve más remedio que consumir el tiempo restante.
Como no se me ocurría nada más que decir, les pregunté a los asistentes sobre sus autores favoritos. Hubo de todo: desde clásicos, alguno que otro escritor de culto, hasta autores de moda. Los últimos minutos transcurrieron de manera tortuosa, entre el entusiasmo de los aspirantes a escritores que tenían la oportunidad de explayarse, acostumbrados a otros ponentes que jamás les cedían la palabra.
Intenté disimular un bostezo cubriéndome la boca con las manos; observé el reloj y vi con alivio que la clase por fin terminaba. Me disponía a dar las gracias cuando una joven en la que hasta ese momento no había reparado tomó la palabra. Me sorprendí de no haberla notado antes, pues su largo cabello tenía mechones rosas, su piel era muy blanca, y en sus brazos resaltaban tatuajes de criaturas fantásticas.
–Mi cuento favorito –dijo, con una seguridad que contrastaba con su aspecto de chica dark y depresiva–, es uno de Richard Matheson.
–Qué bien –comenté, repentinamente interesado ante la mención del autor estadounidense–. Seguro lo he leído: Matheson es de mis autores preferidos.
–Se llama “El método de escritura”.
La muchacha guardó silencio, y me sostuvo la mirada. No recordaba aquel cuento. Sentí que me retaba, pero en lugar de molestarme, el asunto me intrigó.
–De momento se me escapa. ¿En qué libro viene?
–Es un cuento muy bueno –agregó, ignorando mi pregunta.
–¿De qué trata? –mi curiosidad iba en aumento.
Ella se retiró el cabello que le ocultaba parcialmente la cara. Afuera estalló un relámpago; la luz que se coló por la ventana le dio a su rostro un aspecto cadavérico.
–Es sobre un escritor que descubre que su imaginación no le pertenece.
En ese momento Paulo se levantó, agradeció mi tiempo y dio la clase por terminada. Los alumnos comenzaron a salir lentamente. Dos de ellos se acercaron con libros míos para que los firmara, y me hicieron plática. Desde el fondo del salón vi con impotencia cómo aquella extraña chica se escurría hacia la noche lluviosa, sin darme oportunidad de volverle a preguntar sobre el cuento de Matheson.
* * *
Llegué a casa mojado. Me quité el saco y me serví un mezcal. No me atreví a preguntarle nada a Paulo sobre su alumna, porque no quería que pensara que andaba tras de ella. Fui a mi estudio y extraje todos los libros que tenía de Matheson; revisé en los índices, pero no encontré ningún cuento con ese nombre. Prendí la computadora e hice una exhaustiva búsqueda en internet. El resultado fue el mismo. Pensé que quizá la chica se había equivocado de autor, así que tecleé “El método de escritura” + “cuento”. Nada. No existía un relato con ese título.
¿Era una broma? ¿Una especie de lección de una alumna caprichosa que estaba harta de los escritores ególatras que éramos invitados al taller? Entonces me acordé de Vicente, un amigo académico que había realizado una edición de los cuentos completos de Matheson para una universidad sudamericana, en la que había incluido textos poco conocidos e incluso inéditos. Cogí el teléfono, y le plantee mi duda.
–Para nada –me dijo, categórico–. Mi investigación llevó años. Si Matehson hubiera escrito ese cuento, yo lo sabría.
* * *
Días después pensé que podía utilizar aquella broma tonta a mi favor. Hacía tiempo que no escribía algo nuevo, y la falsa historia de Matheson tenía potencial. Como a esas alturas ya estaba seguro de que nadie había escrito dicho cuento, me propuse hacerlo yo mismo. Apagué el celular –como siempre hago cuando me pongo a escribir– y me encerré en el estudio. Las palabras brotaron con facilidad; al cabo de tres horas había terminado un texto de siete cuartillas.
Me fui a dormir. Por la mañana lo primero que hice fue corregir el texto. El resultado final me dejó satisfecho. No soy ingenuo; sé bien que un escritor es el menos indicado para juzgar su propio trabajo. Sin embargo, algo en mi interior me decía que se trataba de uno de los mejores cuentos que había escrito. Decidí mandarlo a un concurso que por esos días cerraba convocatoria. La suma del premio era generosa, pero sobre todo me interesaba ponerme a prueba, comprobar que aún estaba en forma. Imprimí el cuento y fui a la mensajería más cercana. Después procuré olvidar el asunto, y me concentré en mi trabajo como dictaminador de un sello transnacional.
* * *
Pasaron tres meses. Paulo me invitó a volver a su clase; me negué, pretextando que estaba ocupado con mi nueva novela. Lo cierto era que no había escrito una sola línea después del cuento, pero la idea de encontrarme de nuevo con la chica del pelo rosa me incomodaba. Sentía que no podría mirarla a los ojos, como si le hubiera robado una idea propia. Incluso llegué a pensar que ella tenía un cuento llamado “El método de escritura”, y que el día que yo publicara el mío me convertiría en plagiario. La idea sonaba absurda, paranoica. Además, si en verdad ella me había engañado haciendo pasar un relato suyo por uno de Matheson, lo más seguro sería que su texto diferiría del mío. Cada cabeza es un cuento: si se le da a dos autores la misma premisa escribirán historias distintas.
Eso pensaba cuando timbró el teléfono. La voz al otro lado de la línea sonaba con el entusiasmo de los que anuncian buenas noticias. Había ganado el premio.
* * *
Celebré entre amigos, en una cantina cercana a mi casa. Invité varias rondas de tragos y bocadillos, eufórico y magnánimo ante el repentino abultamiento de mi cuenta bancaria. Lo mejor era mi ego: estaba más repuesto que mis finanzas.
Brindé con Paulo. Conocía bien mi obra, y siempre se mostraba interesado en lo que escribía. Chocó su cerveza con la mía, y me preguntó:
–¿Cómo se llama el cuento ganador? ¿Es parte de un nuevo libro?
Me quedé mudo. Si le decía el título, era probable que se acordara de lo que dijo su alumna aquella noche. Además, el relato no era parte de ningún libro; había brotado de la nada. No sabía qué responder. Por fortuna, alguien me abrazó, proponiendo un brindis en mi honor. Sonó el ruido de los vasos al juntarse, también se escucharon varios vítores. Después me escabullí al baño. Cuando regresé, Paulo conversaba con una desconocida, y se había olvidado de su pregunta.
* * *
Fui el último en marcharme de la cantina. Me quedé hablando con el barman sobre futbol y política, dos temas que en otras circunstancias me tienen sin cuidado. Tras una última cerveza, salí a la madrugada con una agradable embriaguez, consciente de que tenía mucho tiempo sin sentirme tan bien.
Solo fumo cuando bebo; esa noche me regalaron varios cigarros, y aún me quedaba uno. Lo encendí para acompañar la caminata a casa. La luna llena asomó entre las nubes, imprimiendo un brillo sobrenatural a las calles. Doblé en una esquina, di una calada al cigarro, y entonces escuché una voz:
–¿Tienes fuego?
La silueta de una mujer se recortaba contra un poste de luz. Creí que era una prostituta, pero después pensé que en aquella zona no era habitual encontrarlas.
A la luz de la luna distinguí un destello rosado en el cabello, y la sangre se me heló. Antes de que pudiera decir algo, ella habló:
–Te dije que era un buen cuento.
Su rostro permanecía oculto en la penumbra; sin embargo, sus pupilas brillaban de un modo extraño, como los ojos de los felinos en la oscuridad.
–¿Pperdón? –balbucí, y me interrumpí, porque en ese momento su brazo se alargó como una serpiente, y tomó mi cigarro. No estábamos tan cerca como para que pudiera alcanzarme, pero pensé que quizá me equivocaba, que esa impresión podía ser parte de la embriaguez. Encendió su cigarro y me devolvió el mío. Esta vez me fijé en su brazo tatuado: una criatura de tinta tembló y trepó hacia el hombro, como una tarántula.
–Un buen cuento –repitió–. Pero no termina con el punto final que le pusiste.
Le di una calada a mi cigarro y carraspeé. Mi garganta estaba irritada por horas de alcohol y humo.
–No te entiendo –dije, nervioso.
–Lo sabes. Termina aquí. Esta noche.
Volvió a alargar el brazo. Creí que me ofrecía su cigarro, pero era una pluma.
–Es tiempo de que escribas otro cuento.
Su voz pareció crecer en la madrugada. Sentí que se elevaba por encima de nosotros, más allá de los techos de las casas, y que el viento podía llevarla a los oídos de todas las personas que en ese momento dormían y soñaban en la ciudad.
Resignado, cogí la pluma y apunté en la palma de mi mano la idea que me fue dictada.
Llevo siete años casado con mi esposa, pero apenas ayer descubrí su sonambulismo. No sé si esta condición es vieja o nueva. Lo cierto es que difícilmente saldré de la duda, pues mi mujer y yo apenas nos dirigimos la palabra. Hace tiempo perdimos la confianza el uno en el otro; duermo en mi estudio, y nos evitamos cuando coincidimos en casa. Esta novedad se suma a una serie de comportamientos extraños que mi esposa ha tenido en las últimas semanas, aunque supongo que ella podría decir lo mismo de mí. Nos somos tan ajenos, que incluso un acto sencillo como observarla masticar –la rara ocasión en que entro a la cocina y la encuentro dando un bocado– parece algo fuera de lugar. Un día la vi inclinada sobre un plato con pedazos de sandía; al sentir mi presencia, Estela se incorporó y me lanzó una mirada que me recordó a la de los predadores cuando son sorprendidos con su botín. Un hilo de jugo rojo le escurría por la comisura de los labios, lo que contribuyó a darle a la escena un toque siniestro.
Anoche tuve sed en la madrugada, y salí de mi estudio para servirme un vaso con agua. Al cruzar la sala vi a mi esposa parada frente a las puertas de cristal que dan al balcón. Estaban medio abiertas, y la brisa nocturna agitaba las cortinas, que ondulaban sobre el rostro de Estela. Ella me daba la espalda, inmóvil. El efecto del movimiento de las cortinas, sumado a la luz del alumbrado público que se filtraba a través de ellas, causaba un efecto curioso: parecía que mi mujer atravesara una cortina de agua. Noté que algo inusual ocurría, así que me coloqué a su lado. Ella tenía los ojos abiertos, perdidos en la nada; me dio la impresión de que observaba algo ajeno al mundo de la vigilia. Como ignoraba mi presencia, le hablé suavemente. No respondió. Permanecí expectante algunos minutos, hasta que de pronto dijo:
–Eres el Creador.
Después dio media vuelta, y regresó a su cuarto con paso lento. La seguí, y me quedé en el umbral. Desde ahí la vi meterse entre las sábanas.
El descubrimiento de su sonambulismo me dejó pasmado. Sin embargo, hay algo más que me tiene inquieto, y que está relacionado con la frase que pronunció dormida.
Estela es atea.