Rebecca Solnit. San Francisco (EE.UU.), 1961. Editora colaboradora de la revista Harper, donde escribe regularmente la sección «Easy Chair», Rebecca Solnit ha escrito sobre una amplia variedad de temas, incluyendo el medio ambiente, la política y el arte. Desde la década de 1980 ha trabajado en numerosas campañas de derechos humanos —como el Proyecto de Defensa de Western Shoshone a principios de los 90, que describe en su libro Savage Dreams— y con activistas contra la guerra durante la era Bush.
Entre sus libros más conocidos destaca Un paraíso construido en el infierno (2009), en el que da cuenta de las extraordinarias comunidades que surgen tras ciertos desastres como el del huracán Katrina, un hecho que ya había analizado en su ensayo «Los usos de desastres: notas sobre el mal tiempo y el buen gobierno», publicado por Harper el mismo día que el huracán golpeaba la costa del Golfo. En una conversación con el cineasta Astra Taylor para la revista Bomb, Solnit resumía así el tema de su libro: «Lo que ocurre en los desastres demuestra el triunfo de la sociedad civil y el fracaso de la autoridad institucional». Solnit ha recibido dos becas NEA de Literatura, una beca Guggenheim, una beca Lannan y en 2004 la Wired Rave Award por escribir sobre los efectos de la tecnología en las artes y las humanidades. En 2010 Reader Magazine la nombró como «una de las 25 visionarias que están cambiando el mundo».
Título original: Wanderlust: A History of Walking (2001)
© Del libro: Rebecca Solnit
© De la traducción: Álvaro Matus
Edición en ebook: diciembre de 2020
© Capitán Swing Libros, S. L.
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ISBN: 978-84-12226-43-0
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Corrección ortotipográfica: Toni Montesinos y Roberto Herreros
Composición digital: leerendigital.com
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Wanderlust
Un fascinante retrato de la infinita gama de posibilidades que se presentan a pie. Analizando temas que van desde la evolución anatómica hasta el diseño de las ciudades, pasando por las cintas de correr, los clubes de senderismo y las costumbres sexuales, Solnit sostiene que las diferentes variantes del desplazamiento pedestre —incluido caminar por placer— suponen una acción política, estética y de gran significado social. Para ello se centra en los caminantes más significativos de la historia y de la narrativa, cuyos actos extremos y cotidianos han dado forma a nuestra cultura: filósofos, poetas, montañeros… De Wordsworth a Gary Snyder, de Jane Austen a Elizabeth Bennet y Andre Breton, existe una larga asociación histórica entre caminar y filosofar.
La evidencia fósil de la evolución humana señala que la capacidad de moverse en posición vertical, sobre dos patas, es la que distinguió a los humanos de las otras bestias y la que nos permitió dominarlas. Para la autora, hay una clara relación entre el caminar y el pensamiento. Caminar —dice Solnit— es el estado en el que la mente, el cuerpo y el mundo están alineados. Wanderlust reproduce, en la sencillez y cadencias de su prosa, los ritmos de un buen paseo.
Índice
Portada
Wanderlust
Agradecimientos
Introducción. Aún caminando
Parte 1. El paso de los pensamientos
01. Recorriendo una colina. Una introducción
02. La mente a cuatro kilómetros por hora
03. Ascenso y caída: los teóricos del bipedalismo
04. Cuesta arriba hacia la gracia. Algunas peregrinaciones
05. Laberintos y cadillacs. Caminando en la esfera de lo simbólico
Parte 2. Del jardín a lo salvaje
06. El camino fuera del jardín
07. Las piernas de William Wordsworth
08. Más de mil kilómetros de sentimiento tradicional: la literatura del caminar
09. Monte Oscuridad y Monte Llegar
10. Sobre clubes de caminantes y guerras de tierras
Parte 3. Vidas de las calles
11. El paseante solitario y la ciudad
12. París, o botanizando sobre el asfalto
13. Ciudadanos de las calles: fiestas, procesiones y revoluciones
14. Caminando después de medianoche: mujeres, sexo y espacio público
Parte 4. Más allá del final del camino
15. Sísifo aeróbico y la psique suburbanizada
16. La forma de una caminata
17. Las Vegas o la distancia más larga entre dos puntos
Notas
Fuentes de las citas
Sobre este libro
Sobre Rebecca Solnit
Créditos
Agradecimientos
Le debo el origen de este libro a mis amigos, que me señalaron que estaba escribiendo sobre caminar a medida que escribía sobre otras cosas y que debía hacerlo más en extenso; en particular, Bruce Ferguson, que me encargó escribir sobre caminar para el catálogo que acompañaba su espectáculo de 1996, llamado Walking and Thinking and Walking, en el Museo Louisiana en Dinamarca; el editor William Murphy, quien leyó los resultados y me dijo que debía pensar en un libro acerca de caminar; y Lucy Lippard, quien, mientras atravesábamos una propiedad ajena cerca de su casa, me resolvió la idea para el libro exclamando: «Desearía tener el tiempo para escribirlo, pero no lo tengo, así que deberías hacerlo tú» (en cambio, yo he escrito un libro muy diferente al que Lucy hubiese escrito). Uno de los grandes placeres de escribir sobre este tema fue que, en lugar de algunos grandes expertos, caminar tiene muchos amateurs —todo el mundo anda, un sorprendente número de personas piensa sobre el caminar— y su historia se extiende a través de muchos campos académicos, de manera que casi todo el mundo que conozco ha contribuido con una anécdota, referencia o perspectiva para mis investigaciones. La historia del caminar es la historia de todos, pero mi versión de ella se beneficia particularmente de los siguientes amigos, que tienen mi más sentida gratitud: Mike Davis y Michael Sprinker, quien me brindó ideas magníficas y mucha motivación al comienzo; mi hermano David, por atraerme hacía tiempo a las marchas de las calles y peregrinajes-protestas en el Emplazamiento de Pruebas de Nevada; mi hermano ciclista-activista Stephen; John y Tim O’Toole, Maya Gallus, Linda Connor, Jane Handel, Meridel Rubenstein, Jerry West, Greg Powell, Malin Wilson-Powell, David Hayes, Harmony Hammond, May Stevens, Edie Katz, Tom Joyce y Thomas Evans; Jessica, Gavin y Daisy en Dunkeld; Eck Finlay en Edimburgo y su hermano en Little Sparta; Valerie y Michael Cohen en June Lake; Scott Slovic en Reno; Carolyn de Reclaim the Streets en Brixton; Iain Boal; mi agente Bonnie Nadell; mi editor Paul Slovak de Viking Penguin, quien tomó la idea de la historia general del caminar inmediatamente y la hizo posible; y en especial, Pat Dennis, quien me escuchó capítulo tras capítulo y me habló mucho sobre la historia del montañismo y el misticismo asiático, caminando a mi lado durante todo el proceso de este libro.
Aún caminando
El 1 de enero de 1999, a la edad de ochenta y nueve años, Doris Haddock, más conocida como Granny D, salió a caminar por Estados Unidos para exigir una campaña de reformas financieras; llegó a la capital del país catorce meses y 3.200 millas más tarde. No fue una coincidencia que escogiera una actividad que requería apertura, compromiso y unos pocos gastos para protestar contra la oculta corrosión de grandes cantidades de dinero. Los británicos ganaron una batalla distinta, con la legislación del derecho a deambular aprobado en el año 2000, pero solo lo advirtieron al aparecer la nueva agencia nacional de creación de mapas y otras guías de áreas rurales ahora accesibles. Las batallas en contra de los dueños de la propiedad privada continuaron, pero una buena parte de la isla es más accesible que antes. Otras victorias, para hacer peatonales las ciudades y repensar su diseño urbano, para dejar a los niños ir caminando al colegio de nuevo, incluso para prohibir automóviles en el centro de la ciudad los domingos o una vez al año, o todo el tiempo, se han ganado. El nuevo milenio llegó como una dialéctica entre lo secreto y lo abierto; entre lo consolidado y lo disperso del poder; entre la privatización y la propiedad pública, el poder y la vida; y caminar ha estado siempre en el lado de lo segundo.
El 15 de febrero de 2003, la policía estimó que tres cuartos de un millón de personas tomaron las calles de Londres, aunque los organizadores pensaron en dos millones como una cifra más precisa. Aproximadamente, cincuenta mil caminaron en Glasgow, alrededor de cien mil en Dublín, tres veces esta cantidad en Berlín, tres millones de personas en Roma, cien mil en París, un millón y medio en Barcelona, y dos millones en Madrid. Manifestaciones en Sudamérica, en Río de Janeiro, Buenos Aires, Santiago y otras ciudades se llevaron a cabo ese día; caminantes se reunieron en Seúl, Tokio, Tel Aviv, Bagdad, Karachi, Detroit, Cape Town, Calcuta, Estambul, Montreal, México D.F., Nueva York, San Francisco, Sídney, Vancouver, Moscú, Teherán, Copenhague… Pero solo nombrar las ciudades grandes sería subestimar la pasión en Toulouse, en Malta, en la pequeña ciudad de Nuevo México y Bolivia, en la tierra de los inuits del norte de Canadá, en Montevideo, Mostar, en Sfax, Túnez, donde los que marchaban fueron agredidos por la policía, en Chicoutimi, Quebec, donde la sensación térmica bajó la temperatura a –40°C, en Juneau, Alaska, y en la isla de Ross, en la Antártida, donde los científicos no caminaron lejos pero posaron para fotografías antibélicas con el fin de testimoniar que hasta el séptimo continente estaba de acuerdo con ello.
La caminata global de más de treinta millones de personas dio pie a que el New York Times llamara a la sociedad civil «el otro superpoder del mundo». Ese día, el 15 de febrero de 2003, no detuvo la guerra contra Irak, aunque pudo haber cambiado los parámetros de esa guerra. Turquía, por ejemplo, ante la fuerte presión ciudadana, declinó permitir que sus bases aéreas fueran utilizadas para el asalto. El siglo XXI ha marcado el inicio de la era del poder de las personas y de la protesta pública. En América Latina, particularmente, ese poder ha sido muy tangible, derrocando regímenes, deshaciendo golpes de Estado, protegiendo recursos de especuladores extranjeros, socavando la agenda neoliberal del Área del Libre Comercio de las Américas, pero desde los estudiantes en Belgrado hasta los granjeros en Corea, los actos públicos colectivos han tenido peso. Caminar en sí no ha cambiado el mundo, pero caminar juntos ha sido un rito, una herramienta y un reforzamiento de la sociedad civil, capaz de resistir ante la violencia, el miedo y la represión. Ciertamente, es difícil imaginar una sociedad civil viable sin la asociación libre y el conocimiento del terreno que implica el hecho de caminar. Una población secuestrada o pasiva no es en realidad ciudadana.
La marcha de cincuenta mil personas en Seattle, que culminó en el cierre de la cumbre de 1999 de la Organización Mundial de Comercio, celebrada el 30 de noviembre de 1999, fue el comienzo de una nueva época en la cual el movimiento global se enfrentó a la versión corporativa de la globalización, con sus amenazas a lo local, a lo democrático, a lo no homogéneo e independiente. El 11 de septiembre de 2001 y el derrumbamiento de las Torres Gemelas es la otra fecha usualmente elegida como el tormentoso amanecer del nuevo milenio y, quizá, la más profunda respuesta a ese terrorismo fue la primera: los diez millones de neoyorquinos que caminaron lejos del peligro juntos, a pie, como ciudadanos familiarizados con sus calles y como seres humanos dispuestos a ofrecer ayuda a los desconocidos, llenando avenidas como una desagradable procesión, convirtiendo el Puente de Brooklyn en una ruta peatonal, finalmente convirtiendo Union Square en un ágora para el duelo público y el debate público. Esos diez mil o cien mil viviendo en público, desarmados, comprometidos e iguales, fueron lo opuesto al secreto y a la violencia que caracterizaba ambos ataques y la venganza de Bush (y una guerra no contada en Irak). Ese gran movimiento antibélico que también ha consistido en grupos masivos de caminantes quizá no haya sido una coincidencia.
La mejor evidencia de la fortaleza de personas desarmadas caminando juntas en la calle son las medidas agresivas tomadas en Estados Unidos y Reino Unido para controlar o detener por completo a estas multitudes: en la Convención Nacional Republicana, en Nueva York, en agosto de 2004, en Gleneagles, Escocia, durante la cumbre del G8 un año más tarde, así como en cualquier conferencia corporativa globalizada desde 1999, ya sea de la OMC, el FMI, el Banco Mundial, el Foro Económico Mundial o el G8. Estas cumbres en las que el poder de unos pocos está abiertamente enfrentado al de muchos han requerido rutinariamente que se construyan Estados policiales provisionales alrededor de ellas, con millones de libras, dólares, euros o yuanes gastados en fuerzas de seguridad, armamento, vigilancia, vallas y barreras, un mundo brutalizado en defensa de la política brutal.
Pero más fuerzas insidiosas son reunidas en contra del tiempo, el espacio y la voluntad para caminar y en contra de la versión humanística que el acto encarna. Una fuerza es la gota que va colmando el vaso de lo que yo considero «el tiempo entre medio», el tiempo de caminar a o desde un sitio, de serpentear, de hacer recados. Ese tiempo ha sido deplorado como una basura, reducido, y su remanente se ha llenado con audífonos de música y conversaciones por el móvil. La habilidad para apreciar este tiempo muerto, el uso de lo inútil, muchas veces parece estar evaporándose, como lo hace la apreciación de estar fuera, incluyendo fuera de lo conocido; las conversaciones por el móvil parecen servir como un amortiguador contra la soledad, el silencio y los encuentros con los extraños. Es difícil apuntar como culpable a esta tecnología desde la marcha global del 15 de febrero de 2003, que fue coordinada en internet, pero la implementación comercial de la tecnología muchísimas veces va en contra de esas cosas que son libres en ambos sentidos, monetario y político. Otros cambios son fáciles de indicar, factores que se han intensificado principalmente en estos años después de que yo escribiera Wanderlust.
La obesidad y su relación con la crisis de la salud se está convirtiendo cada vez más en una pandemia transnacional, ya que más personas en diferentes lugares del mundo han dejado de moverse y se sobrealimentan desde la niñez en adelante, una espiral decreciente donde la inactividad hace que el cuerpo se haga menos capaz de activarse. Esta obesidad no es solo circunstancial —en un mundo de entretenimiento digital y aparcamientos, de expansión y suburbios—, sino conceptual en su origen; la gente olvida que sus cuerpos pueden estar capacitados para los retos que se afrontan y es un placer usarlos. Perciben e imaginan sus cuerpos como esencialmente pasivos, un tesoro o un obstáculo, pero no como herramienta para trabajar y desplazarse. Cierto material promocional para los segways, por ejemplo, certifica que recorrer distancias cortas en ciudades y hasta en almacenes es un reto que solo las máquinas pueden resolver; la capacidad de usar solo los pies para recorrer una distancia ha sido borrada, así como los milenios que existieron antes de las máquinas. La lucha contra este colapso de imaginación y compromiso puede ser tan importante como las batallas por la libertad política, porque solo recuperando un sentido del poder inherente podemos comenzar a resistir ambas opresiones y la erosión del cuerpo vital en acción.
Y así como el clima se calienta y el petróleo se termina, esta recuperación va a ser muy importante, más importante quizá que el «combustible alternativo» y los otros modos de continuar degradándonos hacia la ruta motorizada en lugar de reclamar alternativas. En muchas ocasiones, estoy en desacuerdo con los que abogan por los peatones y los que van en bicicleta que creen que la infraestructura lo es todo; que si tú lo construyes, ellos vendrán. Yo creo que la mayoría de los seres humanos en las zonas industriales necesitan repensar el tiempo, el espacio y sus propios cuerpos antes de ser equipados para ser urbanos y peatones (o al menos no motorizados), como sus predecesores. Solo en lugares como Manhattan y Londres las personas —algunas personas— parecen recordar cómo integrar el tránsito público y sus propias piernas de manera efectiva, ética y a veces profundamente placentera a la hora de navegar en el terreno de su vida diaria.
Escribí Wanderlust a finales de los años noventa en un mundo ya polarizado, y lectores y críticos se quedaron desconcertados de que todo me lo tomara tan a pecho. Quizá fue el placer de leer sobre peregrinajes y paseos de prostitutas lo que les impidió enfadarse por las formas en las que este libro también resultaba polémico ante la industrialización, la privatización de tierras abiertas, la opresión y reclusión de las mujeres, los suburbios, la incorporeidad de la vida diaria y algunas otras cosas más. Este libro abrió un gran campo para mí que continúo explorando; en algunos aspectos, mi libro de 2003 sobre Eadweard Muybridge continuó mi investigación sobre la industrialización del tiempo y el espacio y la aceleración de la vida cotidiana que comenzó con Wanderlust; Hope in the Dark se adentró en el poder de los ciudadanos en las calles para cambiar el mundo; y A Field Guide to Getting Lost abundó en los usos de la dispersión y la incertidumbre. Estoy todavía caminando en el terreno de Wanderlust, que fue para mí un mapa del mundo, selectivo como todos los mapas pero extenso también.
Uno de los grandes placeres de investigar y escribir este libro fue llegar a una serie de conclusiones y descripciones en las cuales muchas ramificaciones familiares fueron reunidas. Mientras se camina, el cuerpo y la mente pueden trabajar juntos; el pensar se convierte casi en un acto físico y rítmico —tanto como se divide el cuerpo-mente cartesiano—. La espiritualidad y la sexualidad entran en juego; los grandes caminantes, muchas veces, se mueven entre lugares urbanos y rurales de la misma manera; y hasta el pasado y el presente convergen cuando caminas como los ancestros caminaron o revives algún evento histórico o de tu propia vida al desandar la ruta. Y cada caminata se mueve a través del espacio como un hilo atravesando una tela, cosiéndose a otras en una experiencia continua —a diferencia del modo en que los viajes aéreos cortan el tiempo y el espacio, e incluso los coches y los trenes—. Esta continuidad es una de las cosas que creo que perdimos en la etapa industrial, aunque podemos escoger reclamarla, una y otra vez, y algunos ya lo hacen. Los campos y las calles lo están esperando.