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Robin Wall Kimmerer. Licenciada en Botánica, escritora y docente distinguida en el SUNY College of Environmental Science and Forestry en Nueva York. Es directora y fundadora del Centro para los Pueblos Nativos y el Medio Ambiente, cuya misión es crear programas que combinen el conocimiento indígena y el científico para los objetivos compartidos de sostenibilidad. En colaboración con socios tribales, tiene un programa de investigación activo en ecología y restauración de plantas de importancia cultural para los nativos.

 

 

 

Título original: Braiding Sweetgrass (2015)

 

© Del libro: Robin Wall Kimmerer

© De la traducción: David Muñoz Mateos

Edición en ebook: febrero de 2021

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

28044 Madrid (España)

contacto@capitanswing.com

www.capitanswing.com

 

ISBN: 978-84-123241-1-2

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz

Composición digital: leerendigital.com

 

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Una trenza de hierba sagrada

 

 

CubiertaComo botánica, Kimmerer formula preguntas sobre la naturaleza con las herramientas de la ciencia. Como miembro de la Citizen Potawatomi Nation, comparte la idea de que las plantas y los animales son nuestros maestros más antiguos. Basándose en su vida como científica, indígena, madre y mujer, nos muestra cómo otros seres vivos nos ofrecen regalos e importantes lecciones. En una rica trenza de reflexiones que van desde la creación de Isla Tortuga hasta las fuerzas que amenazan su florecimiento, despliega su idea central: el despertar de una conciencia ecológica requiere el reconocimiento y celebración de nuestra relación recíproca con el resto del mundo viviente.

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Índice

 

 

Portada

Una trenza de hierba sagrada

Prólogo

Plantar hierba sagrada

La caída de Mujer Celeste

La asamblea de los pacanos

El don de las fresas

Una ofrenda

Asteres y varas de oro

Una gramática para lo animado

Ocuparse de la hierba sagrada

La luna del azúcar de arce

Hamamelis

La labor de una madre

El consuelo del nenúfar

Juramento de gratitud

Recoger hierba sagrada

La epifanía de las judías

Las tres hermanas

Wisgaak gokpenagen: una cesta de fresno negro

Mishkos kenomagwen: las enseñanzas de la hierba

Nación del Arce: guía para el ciudadano

La Cosecha Honorable

Trenzar hierba sagrada

Tras los pasos de Nanabozho: volverse nativo

El sonido de las Campanillas Plateadas

Sentarse en círculo

Los fuegos de Cascade Head

Echar raíces

Umbilicaria: el ombligo del mundo

Crías de un bosque primario

Testigos de la lluvia

Quemar hierba sagrada

Las huellas del Wendigo

Lo sagrado y la Superfund

Gente de maíz, gente de luz

Daño colateral

Shkitagen: el pueblo del séptimo fuego

Vencer al Wendigo

Epílogo. Devolver el don

Notas

Bibliografía

Agradecimientos

Glosario de especies vegetales

Sobre este libro

Sobre Robin Wall Kimmerer

Créditos

Prólogo

Extiende las manos. Te entrego aquí unas briznas de hierba sagrada recién cortada, unas hebras sueltas como cabellos recién lavados. Es apenas un manojo. Observa la punta verde con reflejos dorados y lustrosos y las franjas moradas y blancas en la base, a ras de tierra. Acércatelas a la nariz. ¿Notas la fragancia a vainilla y miel sobre el aroma a agua de río y tierra oscura? Ahí está la explicación de su nombre científico: Hierochloe odorata, la hierba sagrada olorosa.[1] En nuestro idioma se la conoce por wiingaashk, el cabello de dulce aroma de la Madre Tierra. No serás el primero que, al olerla, recuerde aquello que ignoraba haber olvidado.

Para hacer una trenza de hierba sagrada solo hay que atar uno de los extremos del manojo y separar el resto en tres partes. Si quieres que el trenzado quede terso y firme —que esté a la altura del don recibido—, hay que imprimirle cierta tensión. Debes tirar un poco, como sabe cualquier niña con las trenzas prietas. Puedes hacerlo por tu cuenta, atando un extremo a una silla o mordiéndolo con los dientes y trenzando en sentido contrario, distanciándote con cada movimiento, pero lo ideal es que una persona agarre el otro extremo y que ambos hagáis fuerza en direcciones opuestas, inclinados sobre la hierba, frente a frente, mientras habláis y reís y contempláis el trabajo de las manos del compañero. Uno agarra fuerte y el otro va pasando uno de los tres mechones de hierba por encima del anterior. A través de la hierba sagrada se genera una forma de reciprocidad. El que sujeta importa tanto como el que teje. La trenza cada vez es más fina, hasta que no quedan más que tres briznas de hierba, dos, una, y entonces haces un nudo.

¿Sujetarías el extremo del manojo? La hierba sagrada conecta nuestras manos. ¿Podemos colaborar para hacer una trenza en honor a la tierra? Después seré yo la que sujete y tú trenzarás.

Podría regalarte una trenza de hierba sagrada tan fuerte y brillante como la que caía sobre la espalda de mi abuela. Lo que sucede es que, en realidad, no me pertenece y tú tampoco puedes aceptarla. La wiingaashk solo se pertenece a sí misma. En su lugar, lo que te ofrezco aquí es un trenzado de historias que buscan restablecer la salud de nuestra relación con el mundo. Está tejido con tres ramales: los saberes indígenas, el conocimiento científico y la vida de una investigadora anishinabekwe que intenta conjugar ambos y ponerlos al servicio de lo que más importa. Se trata de imbricar la ciencia, el espíritu y los relatos: viejos relatos y nuevos relatos que puedan ser remedios para nuestra relación con la tierra, rota; una farmacopea de historias sanadoras que nos permitan imaginar una relación diferente donde la gente y la tierra se cuiden y sanen su dolor mutuamente.

[1] Dado que no se trata de una especie extendida en ámbitos geográficos castellanoparlantes, no existe un nombre común generalizado para Hierochloe odorata. Algunos de los que se utilizan son hierba de búfalo, hierba bisonte, hierba dulce, hierba santa, hierba sagrada. Hemos optado por este último en referencia a su condición entre los pueblos nativos americanos y a la etimología griega de su nombre científico. (N. del T.).

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La caída de

Mujer Celeste

En invierno, cuando la verde tierra descansa bajo un manto de nieve, llega el momento de las historias. Los narradores han de invocar, antes de dar comienzo a su historia, a aquellos que vinieron antes que nosotros y nos las transmitieron. No somos más que mensajeros.

En el origen existía el Mundo del Cielo.

Cayó como cae una semilla de arce, dibujando una pirueta en la brisa otoñal.[2] De una abertura en el Mundo del Cielo surgió un haz de luz, que le indicó el camino allí donde antes solo había oscuridad. Tardó mucho tiempo en caer. Traía un paquete en el puño cerrado.

Mientras se precipitaba, no veía más que una oscura extensión de agua. Un vacío en el que, sin embargo, había muchos ojos, fijos en el chorro inesperado de luz. Vieron algo muy pequeño, una mota de polvo en el rayo. Según se acercaba, observaron que era una mujer, con los brazos estirados y una larga melena oscura extendiéndose a su espalda, que se dirigía hacia ellos dibujando una espiral.

Los gansos se miraron y se hicieron una señal y levantaron el vuelo en una algarada de música ansarina. La mujer sintió el batir de alas que trataba de amortiguar su caída. Lejos del único hogar que había conocido, aguantó la respiración y se dejó envolver por las plumas suaves y cálidas que acompañaban su caída. Y así comenzó.

Los gansos no podían aguantar a la mujer sobre el agua mucho tiempo, por lo que convocaron una reunión para decidir qué habría de hacerse. Ella, sobre las alas de los gansos, vio cómo se acercaban todos: colimbos, nutrias, cisnes, castores, toda clase de peces. En el centro se colocó una inmensa tortuga y le ofreció el caparazón para que descansara. Agradecida, pasó de las alas de los gansos a la superficie abovedada de su espalda. Todos los animales presentes comprendieron que la mujer necesitaba tierra para crear su hogar y debatieron la manera de ayudarla. Los grandes buceadores habían oído hablar del cieno en el fondo del agua y decidieron ir a buscar un poco.

Colimbo fue el primero, pero el fondo estaba demasiado lejos y al cabo de un rato regresó a la superficie sin recompensa a sus esfuerzos. Uno tras otro, el resto de los animales lo intentaron —Nutria, Castor, Esturión—, pero la profundidad, la oscuridad y la presión eran obstáculos demasiado grandes hasta para el mejor de los nadadores. Volvían faltos de aire y con un pesado zumbido en la cabeza. Algunos no regresaron. Muy pronto, solo quedó la pequeña Rata Almizclera, la que peor buceaba de todos. Ella también se presentó voluntaria, ante la escéptica mirada de los demás. Al sumergirse, le temblaban las patitas. Pasó mucho tiempo bajo el agua.

Todos esperaron y esperaron a que regresara, temiendo un terrible desenlace para su hermana, hasta que vieron emerger un chorro de burbujas junto al pequeño cuerpo inerte de Rata Almizclera. Había dado su vida para ayudar a una pobre humana. Entonces observaron que tenía algo agarrado con fuerza. Le abrieron la patita y en ella había un poco de tierra de las profundidades. «Ven, ponla sobre mi espalda y yo la sostendré», dijo Tortuga.

Mujer Celeste se agachó y con sus manos extendió el lodo sobre el caparazón de Tortuga. Conmovida por los extraordinarios obsequios que le entregaban los animales, entonó un canto de agradecimiento y empezó a bailar, y sus pies acariciaban el cieno. Este creció y creció, extendiéndose gracias a la danza, y de la pizca de barro que había sobre el caparazón de Tortuga se formó toda la tierra. No solo por obra de Mujer Celeste, sino por la conjunción alquímica de su profunda gratitud y los dones de los animales. Juntos formaron lo que hoy conocemos como Isla Tortuga, nuestro hogar.

Como todo buen huésped, Mujer Celeste no venía con las manos vacías. Conservaba aún el paquete en la mano. Antes de caer por el agujero del Mundo del Cielo, se había agarrado al Árbol de la Vida, que crecía allí, y había traído consigo algunas de sus ramas: frutos y semillas de toda clase de plantas. Las repartió sobre la nueva tierra y cuidó de todas ellas hasta que el color de la tierra pasó de marrón a verde. La luz del sol manaba a través del agujero en el Mundo del Cielo y permitió que las semillas germinaran y crecieran. Por todas partes se extendieron hierbas, flores, árboles y plantas medicinales. Y muchos animales, ahora que tenían abundante comida, vinieron a vivir a Isla Tortuga.

Cuentan nuestras historias que, de todas las plantas, la wiingaashk, o hierba sagrada, fue la primera que creció sobre la tierra, que su dulce olor conserva el recuerdo de la mano de Mujer Celeste. Por eso es una de las cuatro plantas sagradas de mi pueblo. Su aroma nos devuelve los recuerdos que habíamos olvidado. Dicen los ancianos que las ceremonias existen para que «nos acordemos de recordar», y la hierba sagrada es una planta ceremonial muy apreciada entre numerosas naciones indígenas. También sirve para tejer hermosas cestas. Es un remedio medicinal y es pariente del ser humano; su valor es tanto material como espiritual.

Trenzar el pelo de una persona querida es un acto de inmensa ternura. Pero entre quien trenza y a quien le hacen la trenza no solo fluye el afecto. La wiingaashk también se comba, obedece a sus propias ondulaciones, larga y brillante como el cabello recién lavado de una mujer. Y por eso decimos que se trata del pelo de la Madre Tierra. Cuando trenzamos la hierba sagrada, estamos trenzando el cabello de la Madre Tierra. Le otorgamos nuestra más afectuosa atención, nos preocupamos por su belleza y bienestar, en señal de gratitud por todo lo que nos ha dado. Aquellos niños que nunca dejaron de escuchar la historia de Mujer Celeste sienten en lo más hondo de su ser la responsabilidad que fluye entre el ser humano y la tierra.

La historia del viaje de Mujer Celeste es tan exuberante, tan pródiga, que se me asemeja a un gran cuenco de azul celestial del que podría beber sin cansarme. Es la base de nuestras creencias, de nuestra historia, de nuestras relaciones. Contemplo ese cuenco estrellado y veo imágenes mezclarse, veo el pasado y el presente fundirse. Las imágenes de Mujer Celeste no nos hablan solo del lugar del que venimos, también de cómo seguir adelante.

En la pared del laboratorio tengo colgado el retrato de Mujer Celeste realizado por Bruce King, Moment in Flight (Momento en el vuelo). Está cayendo a la tierra con flores y semillas en las manos. En su caída, contempla mis microscopios y registradores de datos. Tal vez parezca una yuxtaposición extraña, pero yo creo que es el lugar que le corresponde. Como escritora, científica y transmisora de la historia de Mujer Celeste, me sitúo a los pies de mis antepasados, escuchando sus cantos.

Los lunes, miércoles y viernes, a las 9:35 de la mañana, suelo hablar de botánica y ecología en un aula de la universidad. Intento explicar a los estudiantes cómo funcionan los jardines de Mujer Celeste, eso que algunos conocen por el nombre de «ecosistemas globales». Una mañana, en clase de Ecología General, les entregué una encuesta donde pedía a mis alumnos su opinión sobre las interacciones posibles entre los humanos y el medio ambiente. Casi la totalidad de los doscientos alumnos aseguraron que, para ellos, los humanos y la naturaleza son una mala combinación. Eran estudiantes de tercer año que habían decidido dedicarse a la protección del medio ambiente, por lo que sus respuestas, en cierto sentido, no me sorprendieron. Todos conocían las causas del cambio climático, de las toxinas en la tierra y el agua, de la desaparición de los hábitats. En la encuesta les pedía también que considerasen qué impactos positivos veían en la relación entre la gente y la tierra. La respuesta promedio fue «ninguno».

Me quedé de piedra. ¿Tras veinte años de educación no eran capaces de decirme un solo beneficio mutuo entre el ser humano y el entorno? Tal vez los ejemplos negativos que observaban cada día —las antiguas zonas industriales, las explotaciones intensivas de ganado, la expansión urbana— les habían arruinado la capacidad de ver los posibles efectos positivos de la relación. Conforme se deterioraba el territorio en que vivían, se les atrofiaba la percepción. Al comentarlo después de clase, observé que ni siquiera eran capaces de imaginar qué relaciones beneficiosas pueden darse entre nuestra especie y las demás. ¿Cómo vamos a encaminarnos hacia la sostenibilidad ecológica y cultural si somos incapaces de concebir el camino que hemos de tomar? ¿Si no podemos imaginar la generosidad de los gansos? A ninguno de estos estudiantes lo habían educado en la historia de Mujer Celeste.

En un lado del mundo estaba el pueblo cuya relación con la vida en la tierra estaba modelada por Mujer Celeste, que creó un jardín para el bienestar de todas las criaturas. En el otro lado también había un jardín y un árbol y una mujer que, al comer uno de los frutos, fue expulsada, y las puertas del jardín se cerraron para siempre detrás de ella. El destino de esta madre de los hombres no fue llenarse la boca con el dulce jugo de las frutas que doblaban las ramas de los árboles, sino la condena a vagar por tierras áridas y a ganarse el pan con el sudor de su frente. Para sobrevivir, tenía que someter el mundo al que la habían arrojado.

Misma especie y misma tierra, pero historias diferentes. Los relatos cosmológicos y cosmogónicos han constituido siempre, en todas las culturas, una fuente de identidad y un acervo de orientaciones. Nos dicen quiénes somos. Inevitablemente, nos conforman, aunque lo hagan en niveles de conciencia prácticamente irreconocibles de tan sutiles. Un relato abre el camino de la generosa aceptación de toda forma de vida; el otro nos conduce al destierro. Una de las mujeres es la jardinera ancestral, creadora del bello y benigno mundo verde en el que nacerán sus descendientes. La otra fue una exiliada, de paso por una tierra extraña cuyos arduos caminos la llevaban a su verdadero hogar, en el cielo.

Y entonces se encontraron —los descendientes de Mujer Celeste y los hijos de Eva— y esta tierra aún conserva las cicatrices del encuentro, los ecos de nuestras historias. Se dice que no hay furia en el infierno como la ira de una mujer herida, y puedo imaginarme la conversación entre Eva y Mujer Celeste: «Hermana, creo que te llevaste la peor parte…».

Todos los pueblos nativos de la región de los Grandes Lagos comparten la historia de Mujer Celeste, una estrella constante en esa constelación de enseñanzas que llamamos «Instrucciones Originales». Estas no son «instrucciones» en el sentido de mandamientos o reglas. Conforman, más bien, una especie de brújula, una serie de orientaciones, pero no un mapa. Es la existencia de cada individuo la que dibuja el mapa. En eso consiste vivir. La forma de contemplar las Instrucciones Originales será única y diferente para cada tiempo y cada persona.

En su época de esplendor, los pueblos nativos de Mujer Celeste vivían según su propia interpretación de las Instrucciones Originales, de acuerdo a unos principios éticos adaptados al entorno, que imprimían cuidado y esmero en las ceremonias, en la vida familiar o en las prácticas de caza. Unos valores de respeto que no parecen encajar en el mundo urbano actual, en el que «verde» es un eslogan publicitario y no la descripción de una pradera. Los bisontes han desaparecido y el mundo se ha olvidado de ellos. No puedo hacer que vuelvan los salmones al río y mis vecinos darían la voz de alarma si le prendiera fuego al jardín para obtener pastos para los alces.

La Tierra era nueva entonces, cuando acogió al primer ser humano. Ahora se ha vuelto vieja y somos muchos los que creemos que hemos abusado de su hospitalidad por olvidar las Instrucciones Originales. Desde el origen del mundo, el resto de las especies han sido el salvavidas de la humanidad; ahora nos toca a nosotros salvarlas a ellas. Sin embargo, las historias por las que deberíamos guiarnos se desvanecen en vagos recuerdos, si es que hemos tenido la oportunidad de escucharlas. ¿Qué sentido podrían tener en la actualidad? ¿Cómo podemos aplicar hoy los relatos que hablan del nacimiento del mundo, cuando estamos más próximos a su final? El territorio ha cambiado, pero la historia es la misma. No dejo de pensar en Mujer Celeste, que parece mirarme a los ojos y preguntarme qué voy a entregar a cambio del don que he recibido, del mundo sobre las espaldas de Tortuga.

Nunca está de más recordar que la mujer original era una inmigrante. Se precipitó desde su hogar en las alturas del Mundo del Cielo y dejó atrás a cuantos la conocían y la apreciaban; que nunca pudo regresar. Desde 1492, la mayoría de los que residen aquí también son inmigrantes, y puede que al divisar la isla de Ellis ni siquiera sean conscientes de que están desembarcando en el caparazón de una tortuga. Algunos de mis antepasados eran del pueblo de Mujer Celeste, al que yo pertenezco. Otros fueron de una clase distinta de inmigrantes: un comerciante de pieles francés, un carpintero irlandés, un granjero de Gales. Y aquí estamos todos, tratando de levantar un hogar en Isla Tortuga. Ellos recuerdan también un viaje a un mundo nuevo sin nada en los bolsillos, un relato en el que resuena el viaje de Mujer Celeste. Ella también llegó con solo unas cuantas semillas y el exiguo consejo de «utilizar sueños y dones para hacer el bien». Es la indicación que todos hemos recibido. Mujer Celeste aceptó los dones del resto de las criaturas con las manos abiertas y los utilizó con honor. Compartió con ellas cuanto traía del Mundo del Cielo y se dedicó a cuidarlo, a crear un hogar.

Todos, siempre, estamos cayendo. Puede que sea por ese motivo que la historia de Mujer Celeste nos sigue cautivando. Nuestras vidas, las personales y las colectivas, comparten su trayectoria. Después de saltar o de que nos empujen o de que el límite del mundo conocido se desmorone bajo nuestros pies, nos precipitamos, girando hacia lo ignoto, lo inesperado. Tenemos miedo a caer. Los dones del mundo aguardan para sostenernos.

Al reflexionar sobre estas instrucciones, es bueno recordar que Mujer Celeste, cuando cayó al mundo, no venía sola. Estaba embarazada. Sabiendo que sus nietos heredarían el mundo, procuró que los beneficios de sus cuidados se prolongasen más que su propia estancia en él. Los inmigrantes se volvieron indígenas en la relación de reciprocidad con la tierra, en el dar y el recibir. Todos nosotros nos volvemos nativos de un lugar cuando actuamos como si el futuro de nuestros hijos importara, cuando cuidamos de la tierra como si nuestras vidas, las materiales y las espirituales, dependieran de ello.

He escuchado contar la historia de Mujer Celeste como si no fuera más que un pintoresco retazo de «folclore». Pero el poder del relato sigue ahí, incluso cuando se malinterpreta. La mayoría de mis estudiantes nunca han oído la historia del origen de la tierra en que nacieron, pero se les enciende la mirada cuando se la cuento. ¿Logran ver en la historia de Mujer Celeste no un artefacto del pasado, sino una serie de instrucciones para el futuro? ¿Lo conseguimos el resto? ¿Puede una nación de inmigrantes seguir su ejemplo una vez más, hacerse nativa, crear un hogar?

Observa el legado de la pobre Eva y su exilio del Edén: en la tierra están grabadas las marcas de una relación abusiva. Y no solo en la tierra; también, más importante, en nuestra relación con ella. En palabras de Gary Nabhan, no habrá reparación, no habrá restauración, sin «re-historia-ción». Es decir, la herida de nuestra relación con la tierra no sanará hasta que no escuchemos sus relatos. Ahora bien, ¿quién puede contarlos?

La tradición occidental reconoce una jerarquía para las criaturas, en la que, por supuesto, el ser humano está en la cima —la cúspide de la evolución, el niño mimado de la Creación— y las especies vegetales en la base. Sin embargo, en los saberes indígenas el ser humano es «el hermano pequeño de la Creación». La criatura que menos experiencia tiene de la vida y, por tanto, que más debe aprender del resto de las especies, que son las maestras que nos guían. Estas transmiten sabiduría a través de la manera en que viven. Enseñan con el ejemplo. Llevan aquí mucho más tiempo que nosotros y, por tanto, han podido comprender más y mejor. Viven por encima y por debajo de la tierra, unen esta con el Mundo del Cielo. Las plantas son capaces de utilizar la luz y el agua para crear alimentos y medicinas. Después, nos los entregan.

Me gusta pensar que cuando Mujer Celeste dispersó sus semillas por Isla Tortuga, se disponía a sembrar sustento para el cuerpo y para la mente, para la emoción, para el espíritu. Nos ofreció maestros de los que aprender a vivir. Las especies vegetales pueden contarnos su historia. Ahora nos toca a nosotros aprender a escuchar.

[2] Adaptación a partir de la tradición oral y Shenandoah y George, 1988.