The Man Who Fell to Earth
© 1963, Walter Tevis, renovado por Eleanora Tevis en 1991.
Todos los derechos reservados, incluido el de reproducción total o parcial. Publicado según acuerdo entre The Walter Tevis Copyright Trust y Susan Schulman Literary Agency, a través de ACER.
Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho
Traducción: José María Aroca
Diseño: Emma Camacho
Composición digital: Pablo Barrio
Primera edición en papel: Septiembre de 2016
Primera edición digital: Noviembre de 2016
© 2016, Contraediciones, S.L.
Psje. Fontanelles, 6, bajos 2ª
08017 Barcelona
contra@contraediciones.com
www.editorialcontra.com
© José María Aroca, de la traducción cedida por Editorial Acervo, S.L.
En sobrecubierta y cubierta, fotogramas del film de Nicolas Roeg de 1976 protagonizado por David Bowie El hombre que cayó en la tierra.
ISBN: 978-84-946310-3-0
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
Para Jamie,
que conoce Anthea mejor que yo.
Y así ingresé en el mundo quebrantado
Para buscar la visionaria compañía del amor, su voz
Un instante al viento (lanzado después no sé dónde)
Pero sin aferrarse mucho tiempo a cada elección desesperada.
HART CRANE
Después de recorrer tres kilómetros llegó a una población. En un extremo de la población había un letrero que decía: HANEYVILLE, 1.400 HAB. Eso estaba bien, un tamaño apropiado. Era una hora muy temprana —había escogido la mañana para la caminata de tres kilómetros porque hacía más fresco— y no había nadie en las calles. Anduvo varias manzanas a la leve claridad, desconcertado, tenso y un poco asustado. Trataba de no pensar en lo que iba a hacer. Había pensado ya bastante en ello.
En el pequeño barrio comercial encontró lo que necesitaba, una pequeña tienda llamada El Joyero. En una esquina cercana había un banco verde de madera, y hasta allí fue y se sentó, con el cuerpo dolorido por la larga caminata.
Al cabo de unos minutos vio a un ser humano.
Era una mujer, una mujer de aspecto cansado que llevaba un vestido azul sin forma y arrastraba los pies al andar. Apartó rápidamente sus ojos, asombrado. Había esperado que fueran de un tamaño aproximado al suyo, pero este era de una estatura inferior a la suya en más de una cabeza. Su tez era más rubicunda de lo que había esperado, y más morena. Y la apariencia, la sensación, era rara, a pesar de que sabía que verles no sería lo mismo que contemplarles en la televisión.
Al rato, aparecieron más personas en la calle, y todas eran, a grandes rasgos, iguales que la primera. Oyó que un hombre comentaba, al pasar: «… siempre lo he dicho, ya no fabrican automóviles como ese», y aunque la enunciación era distinta, menos clara de lo que había esperado, pudo entender al hombre sin dificultad.
Varias personas le miraron, algunas de ellas suspicazmente; pero esto no le preocupó. No esperaba ser molestado, y después de observar a los otros estaba seguro de que sus ropas no llamarían la atención.
Cuando la joyería abrió sus puertas, esperó durante diez minutos y luego entró en ella. Había un hombre detrás del mostrador, un hombre bajito y rechoncho con camisa blanca y corbata, quitando el polvo de las estanterías. El hombre interrumpió su tarea, le miró con cierta expresión de extrañeza y dijo:
—¿Qué desea, señor?
Se sintió torpe, desmañado, y súbitamente muy asustado. Abrió la boca para hablar. No salió nada. Trató de sonreír, y su rostro pareció congelarse. Notó un principio de pánico en su interior, y por un instante pensó que iba a desmayarse.
El hombre seguía mirándole, y su expresión no parecía haber cambiado.
—¿Qué desea, señor? —repitió.
Con un gran esfuerzo consiguió hablar.
—Yo… me… me preguntaba si podría interesarle a usted este… anillo.
¿Cuántas veces se había repetido a sí mismo aquella frase inocua? Sin embargo, ahora resonaba extrañamente en sus oídos; como un absurdo grupo de sílabas sin sentido.
El otro hombre seguía mirándole.
—¿Qué anillo? —dijo.
—Oh. —Logró sonreír. Deslizó el dorado anillo del dedo de su mano izquierda y lo dejó sobre el mostrador, temiendo tocar la mano del hombre—. Yo… viajaba en automóvil y tuve una avería a unos kilómetros de aquí. No llevo dinero encima y pensé que quizá podría vender mi anillo. Es una joya muy buena.
El hombre estaba haciendo girar el anillo entre sus dedos, mirándolo con aire suspicaz. Finalmente dijo:
—¿Dónde lo ha conseguido?
Lo dijo de una manera que le dejó sin respiración. ¿Era posible que hubiera fallado algo? ¿El color del oro? ¿La pureza del diamante? Intentó sonreír de nuevo.
—Me lo regaló mi esposa. Hace varios años.
El hombre le miró con el ceño fruncido.
—¿Cómo puedo saber que no es robado?
—¡Oh! —La sensación de alivio fue exquisita—. Mi nombre está grabado en el anillo. —Extrajo su billetera de un bolsillo—. Y puedo identificarme. —Sacó el pasaporte y lo dejó sobre el mostrador.
El hombre examinó el anillo y leyó en voz alta: «T. J. de Marie Newton, Aniversario, 1968»; y luego: «18 K.» Dejó el anillo, tomó el pasaporte y lo hojeó.
—¿Inglaterra?
—Sí. Trabajo como intérprete en las Naciones Unidas. Este es mi primer viaje aquí. Estoy visitando el país.
—Mmm —murmuró el hombre, volviendo a mirar el pasaporte—. Ya me pareció que hablaba usted con acento. —Cuando encontró la fotografía leyó el nombre—. Thomas Jerome Newton. —Y luego, alzando de nuevo la mirada—. No cabe duda de que el anillo le pertenece, desde luego.
Esta vez, la sonrisa resultó más relajada, más sincera, aunque seguía sintiéndose aturdido, raro… con el enorme peso de su propio cuerpo debido a la diferente gravedad de este lugar. Pero logró decir en tono amable:
—Bueno, ¿le interesaría comprar el anillo…?
Le dio sesenta dólares por él, y supo que lo habían estafado. Pero lo que ahora tenía valía para él más que el anillo, más que los centenares de anillos iguales que llevaba encima. Ahora había adquirido un poco de confianza, y tenía dinero.
Con una parte del dinero compró doscientos gramos de tocino, seis huevos, pan, patatas, algunas verduras: cuatro kilos de comida en total, todo lo que podía acarrear. Su presencia despertaba cierta curiosidad, pero nadie le hizo preguntas, y él no dio respuestas espontáneamente. Aunque ello no hubiera cambiado las cosas: no volvería nunca a aquella población de Kentucky.
Cuando salió del pueblo se sintió bastante bien, a pesar de todo el peso y del dolor en sus articulaciones y en su espalda, ya que había controlado el primer paso, se había puesto en marcha y ahora poseía su primer dinero norteamericano. Pero cuando hubo recorrido un kilómetro, andando a través de un campo yermo hacia las bajas colinas donde estaba su campamento, le asaltó súbitamente la abrumadora impresión de todo aquello —el largo viaje, el peligro, el dolor y la preocupación en su cuerpo—, y se dejó caer al suelo y permaneció allí, con el cuerpo y la mente llorando contra la violencia que ejercía sobre ellos la Tierra, el más raro, desconocido y extranjero de todos los lugares.
Estaba enfermo; enfermo del largo y peligroso viaje que había emprendido, enfermo de todos los medicamentos —las píldoras, las vacunas, los gases inhalados—, enfermo de preocupación, anticipando la crisis, y terriblemente enfermo de la espantosa carga de su propio peso. Había sabido durante años enteros que, cuando llegara el momento, cuando finalmente aterrizara y empezara a poner en práctica aquel complicado y superestudiado plan, experimentaría lo que estaba experimentando. Sin embargo, este lugar, a pesar de lo mucho que lo había estudiado, a pesar de lo mucho que había ensayado el papel que iba a representar, se le aparecía como increíblemente ajeno a él. Y la sensación —ahora que podía sentir— resultaba abrumadora. Se tumbó en la hierba y se sintió muy enfermo.
No era un hombre; pero era muy parecido a un hombre. Medía un metro ochenta, y algunos hombres tienen una estatura incluso superior; su pelo era tan blanco como el de un albino, pero su rostro tenía un color ligeramente bronceado y sus ojos eran de un azul pálido. Su esqueleto era improbablemente ligero, sus facciones delicadas, sus dedos largos, delgados, y la piel casi transparente, sin vello. Había algo de misterioso en su aniñado rostro, una agradable expresión juvenil en sus ojos grandes e inteligentes, y los rizados cabellos blancos crecían ahora un poco sobre sus orejas. Parecía muy joven.
Existían otras diferencias, también: sus uñas, por ejemplo, eran artificiales, ya que por naturaleza carecía de ellas. Solo tenía cuatro dedos en cada uno de sus pies; no tenía apéndice vermiforme y tampoco muela del juicio. El hipo era algo desconocido para él, ya que su diafragma, lo mismo que el resto de su aparato respiratorio, era sumamente robusto y estaba muy desarrollado. La expansión de su tórax habría sido de unos doce centímetros. Pesaba muy poco, unos cuarenta y cinco kilos.
Pero tenía pestañas, cejas, pulgares opuestos, visión binocular y un millar de las características fisiológicas de un humano normal. Era inmune a las verrugas, pero podían afectarle la úlcera de estómago, el sarampión y la caries dental. Era humano, pero no propiamente un hombre. También, como el hombre, era susceptible al amor, al miedo, al intenso dolor físico y a la compasión de sí mismo.
Al cabo de media hora se sintió mejor. Su estómago temblaba todavía, y tenía la impresión de que no podría levantar la cabeza, pero experimentaba la sensación de que la primera crisis había pasado, y empezó a mirar más objetivamente al mundo que le rodeaba. Se incorporó y tendió su mirada a través del campo en el que se encontraba. Era un terreno llano, de pastos, con pequeñas zonas de hierba de color oscuro, de artemisa, y parches de nieve rehelada y cristalina. El aire era muy limpio y el cielo estaba encapotado, de modo que la luz era difusa y suave y no lastimaba a sus ojos como lo había hecho la radiante luz solar dos días antes. Había una pequeña casa y un establo al otro lado de un grupo de árboles oscuros y desnudos que bordeaban una balsa. Podía ver el agua de la balsa a través de los árboles, y el espectáculo le hizo contener la respiración, ya que había mucha agua. La había visto en cantidades semejantes en los dos días que llevaba en la Tierra, pero aún no estaba acostumbrado. Era otra de aquellas cosas que había esperado encontrar pero cuya vista seguía impresionándole. Desde que era niño había oído hablar de los grandes océanos, de los lagos y de los ríos; pero ver semejante cantidad de agua en una sola balsa era un espectáculo que le dejaba sin respiración.
Empezó a percibir también un tipo de belleza en lo extraño del campo. Era completamente distinto de lo que le habían enseñado a esperar —igual, como ya había descubierto, que muchas de las cosas de este mundo—, pero ahora encontraba placer en sus raros colores y texturas, en sus diversos aspectos y olores. Y también en sus sonidos; ya que sus oídos eran muy agudos y captaba muchos ruidos extraños y agradables en la hierba, los roces y chasquidos de los insectos que habían sobrevivido a los fríos tempranos de principios de noviembre; e incluso, con su cabeza ahora contra el suelo, los muy pequeños y sutiles murmullos en la misma tierra.
Súbitamente se produjo un revoloteo en el aire, un batir de alas negras, luego una ronca y lastimera llamada, y una docena de cuervos volaron a través del campo y se alejaron. El antheano los contempló hasta que se perdieron de vista, y luego sonrió. Este sería, después de todo, un mundo agradable…
Su campamento se encontraba en un paraje aislado, cuidadosamente elegido: una mina de carbón abandonada en el Kentucky oriental. En varios kilómetros a la redonda solo había terreno árido, pequeños rodales de pálida retama y algunas excrecencias de roca fuliginosa. Cerca de uno de aquellos afloramientos geológicos había plantado su tienda, apenas visible contra el fondo de roca. La tienda era gris y parecía fabricada con tela asargada de algodón.
Estaba al borde de la extenuación cuando llegó allí, y tuvo que reposar unos minutos antes de abrir la bolsa y sacar la comida. Lo hizo cuidadosamente, poniéndose unos finos guantes para coger los paquetes y depositarlos sobre una mesita plegable. De debajo de la mesa sacó unos cuantos instrumentos y los dejó al lado de las cosas que había comprado en Haneyville. Contempló por unos instantes los huevos, patatas, apios, rábanos, arroz, judías, salchichas y zanahorias. Luego sonrió para sí mismo. La comida parecía inofensiva.
Después tomó uno de los pequeños instrumentos metálicos, insertó uno de sus extremos en una patata e inició el análisis cualitativo…
Tres horas más tarde se comió las zanahorias, crudas, y dio un bocado a uno de los rábanos, que produjo una especie de quemazón en la lengua. La comida era buena: sumamente rara, pero buena. Luego encendió una fogata e hirvió los huevos y las patatas. Enterró las salchichas, tras haber encontrado en ellas algunos aminoácidos que no fue capaz de identificar. Pero no había ningún peligro para él, a excepción de las omnipresentes bacterias, en los otros alimentos. Eran tal como ellos habían esperado. Encontró deliciosas las patatas, a pesar de todos los hidratos de carbono.
Estaba muy cansado. Pero antes de acostarse salió al exterior para echar una ojeada al lugar en el que había destruido el motor y los instrumentos de su aeronave monoplaza dos días antes, su primer día en la Tierra.
La música era el Quinteto para clarinete en la mayor de Mozart. Inmediatamente antes del allegretto final, Farnsworth ajustó los bajos en cada uno de los preamplificadores y aumentó ligeramente el volumen. Luego se dejó caer de nuevo en el sillón de cuero. Le gustaba el allegretto con los bajos destacando; le daban al clarinete una resonancia que, en sí misma, parecía contener algún tipo de significado. Fijó la mirada en la cortina de la ventana que daba a la Quinta Avenida; entrecruzó sus rechonchos dedos y escuchó la música.
Cuando terminó y la cinta se paró automáticamente, Farnsworth miró hacia el umbral de la puerta que conducía a la oficina exterior y vio que la doncella estaba allí de pie, esperando pacientemente. Consultó el reloj de porcelana colgado encima de la repisa de la chimenea y frunció el ceño. Luego miró a la doncella y dijo:
—¿Sí?
—Un tal señor Newton está aquí, señor.
—¿Newton? —Farnsworth no conocía a ningún Newton adinerado—. ¿Qué es lo que quiere?
—No lo ha dicho, señor —dijo la doncella. Luego enarcó ligeramente una ceja—. Es un poco raro, señor. Y parece muy… importante.
Farnsworth meditó unos instantes, y luego dijo:
—Hazle pasar.
La doncella estaba en lo cierto: el hombre era muy raro. Alto, delgado, con el cabello blanco y una fina y delicada estructura ósea. Tenía la piel lisa y un rostro infantil… pero los ojos eran muy extraños, como si fueran débiles, supersensibles, y, sin embargo, con una expresión que era vieja y sabia y cansada. El hombre llevaba un elegante traje de color gris oscuro. Se encaminó hacia un sillón y se sentó cuidadosamente… como si transportara una gran cantidad de peso. Luego miró a Farnsworth y sonrió.
—¿Oliver Farnsworth?
—¿Quiere beber algo, señor Newton?
—Un vaso de agua, por favor.
Farnsworth se encogió de hombros mentalmente y transmitió la orden a la doncella. Luego, cuando ella se hubo marchado, miró a su huésped y se inclinó ligeramente hacia adelante con aquel gesto universal que significa «vamos al grano».
Sin embargo, Newton continuó sentado muy erguido, con sus largas y delgadas manos plegadas en su regazo, y dijo:
—Tengo entendido que es usted muy bueno en asuntos de patentes.
Había un rastro de acento en su voz, y su pronunciación era demasiado precisa, demasiado formal. Farnsworth no pudo identificar el acento.
—Sí —dijo, y añadió con cierta brusquedad—: Tengo horas de oficina, señor Newton.
Newton no pareció haberlo oído. Su tono era amable, cálido.
—En realidad tengo entendido que es usted el mejor en asuntos de patentes de toda Norteamérica. Y también que cobra usted una fortuna.
—Sí. Soy bueno.
—Estupendo —dijo el otro. Alargó una mano hacia un lado de su sillón y levantó su portafolios.
—¿Y qué desea usted? —Farnsworth consultó de nuevo su reloj.
—Me gustaría planear algunas cosas con usted. —El hombre alto estaba sacando un sobre de su portafolios.
—¿No es un poco tarde?
Newton había abierto el sobre, del cual extrajo un pequeño fajo de billetes. Alzó la mirada y volvió a sonreír.
—¿Sería usted tan amable de acercarse a recoger estos billetes? A mí desplazarme me resulta muy pesado. Mis piernas.
De mala gana, Farnsworth se levantó de su sillón, se acercó al hombre alto, tomó el dinero, retrocedió y se sentó. Los billetes eran de mil dólares.
—Son diez en total —dijo Newton.
—Se está mostrando usted un poco melodramático, ¿no le parece? —Se guardó el fajo en el bolsillo de su bata—. ¿Qué va a pedirme a cambio de este dinero?
—Toda su atención durante unas tres horas de esta noche —dijo Newton.
—Pero ¿por qué tiene que ser precisamente de noche?
El otro se encogió de hombros despreocupadamente.
—Oh, por varios motivos. La privacidad es uno de ellos.
—Podría haber conseguido usted que le escuchara por menos de diez mil dólares.
—Sí, pero también deseaba impresionarle con la… importancia de nuestra conversación.
—Bien —Farnsworth se retrepó en su asiento—. Conversemos.
El hombre delgado pareció relajarse, pero no se reclinó hacia atrás.
—En primer lugar —dijo—, ¿cuánto dinero gana usted en un año, señor Farnsworth?
—No soy un asalariado.
—Comprendo. ¿Cuánto dinero ganó usted el año pasado?
—De acuerdo. Me ha pagado usted para que conteste a sus preguntas. Alrededor de ciento cuarenta mil.
—Bien. En consecuencia, es usted un hombre rico.
—Sí.
—Pero le gustaría tener más dinero.
La situación se estaba volviendo absurda. Era como un mal programa de televisión. Pero el otro hombre pagaba; era mejor seguirle la corriente. Sacó un cigarrillo de un estuche de cuero y dijo:
—Desde luego que me gustaría tener más.
Esta vez, Newton se inclinó un poco hacia adelante.
—¿Muchísimo más, señor Farnsworth? —dijo, sonriendo, empezando a disfrutar enormemente con la situación.
Esto también era televisión, desde luego, pero Farnsworth siguió adelante.
—Sí —dijo; y luego—: ¿Un cigarrillo? —Ofreció el estuche de cuero a su huésped.
Ignorando la invitación, el hombre de cabellos blancos y rizados dijo:
—Puedo hacerle a usted muy rico, señor Farnsworth, si puede usted dedicarme por entero los próximos cinco años.
Farnsworth mantuvo su rostro inexpresivo, encendió el cigarrillo mientras su cerebro trabajaba rápidamente, analizando cada uno de los detalles de aquella extraña entrevista, intrigado por la situación, con la leve posibilidad de que la oferta de aquel hombre fuese cuerda. Lo cierto era que el hombre, por extravagante que pudiera parecer, tenía dinero. Lo más juicioso sería seguirle la corriente, de momento. La doncella entró portando una bandeja de plata con vasos y cubitos de hielo.
Newton tomó su vaso de agua de la bandeja cautelosamente, y luego lo sostuvo en alto con una mano mientras sacaba un tubo de aspirinas de su bolsillo con la otra, lo abría con el pulgar y dejaba caer uno de los comprimidos en el agua. El comprimido se disolvió, blanco y turbio. Newton contempló el vaso por unos instantes y luego empezó a sorber el agua, con exagerada lentitud.
Farnsworth era abogado: se le escapaban pocos detalles. Inmediatamente vio que había algo raro en el tubo de aspirinas. Era un objeto corriente, sin duda un tubo de Aspirina Bayer; pero había en él algo anormal. Tan anormal como la manera de beber de Newton, sorbiendo el agua lentamente, procurando no verter ni una sola gota… como si fuera algo muy valioso. Y el agua se había enturbiado con una sola aspirina; no parecía normal, tampoco. Tendría que hacer la prueba con una aspirina más tarde, cuando el hombre se hubiera marchado, y ver lo que ocurría.
Antes de que la doncella se marchara, Newton le pidió que le llevara su portafolios a Farnsworth. Cuando la muchacha hubo cerrado la puerta detrás de ella, Newton tomó un último sorbo de agua y depositó el vaso, casi lleno aún, sobre la mesa, a su lado.
—En el portafolios hay algunas cosas que me gustaría que leyera.
Farnsworth abrió la cartera, encontró un grueso fajo de papeles y los sacó, dejándolos sobre su regazo. El papel, observó inmediatamente, tenía un tacto poco corriente. Sumamente delgado, era duro y al mismo tiempo flexible. La hoja de la parte superior contenía fórmulas químicas claramente impresas con tinta de color azulado. Hojeó el resto: diagramas de circuitos, planos y dibujos esquemáticos de lo que parecía ser el equipo para una fábrica. Herramientas y troqueles. A simple vista, algunas de las fórmulas resultaban familiares. Alzó la mirada.
—¿Electrónica?
—Sí. En parte. ¿Está familiarizado con esta clase de equipo?
Farnsworth no contestó. Si el otro hombre sabía algo de él, no podía ignorar que había librado media docena de batallas, como jefe de un grupo de casi cuarenta abogados, en nombre de una de las mayores empresas del mundo en el campo de la electrónica. Empezó a leer los papeles…
Newton permaneció erguido en su asiento, mirando a Farnsworth, con sus blancos cabellos brillando a la luz del candelabro. Estaba sonriendo; pero le dolía todo el cuerpo. Al cabo de un rato tomó su vaso y empezó a sorber el agua que a lo largo de su vida había sido la más valiosa de las cosas en su hogar. Sorbió lentamente y observó a Farnsworth mientras leía, y la tensión que había experimentado, la cuidadosamente disimulada ansiedad que esta oficina completamente extraña en este mundo todavía extraño le había producido, el miedo que este humano gordo, con su gran papada, su rapada cabeza y sus ojos pequeños y porcinos, le había dado, empezaban a abandonarle. Ahora sabía que tenía a su hombre; había venido al lugar indicado…
Transcurrieron más de dos horas antes de que Farnsworth alzara la mirada de los papeles. Durante ese tiempo se bebió tres vasos de whisky. Sus ojos estaban sonrosados en las comisuras. Parpadeó a Newton, al principio sin apenas verle y luego centrando en él la mirada.
—¿Y bien? —dijo Newton, sonriendo.
El hombre gordo respiró profundamente y luego sacudió la cabeza como tratando de aclarar sus ideas. Cuando habló, su voz era suave, vacilante, sumamente cautelosa.
—No los entiendo todos —dijo—. Solo unos cuantos. Unos cuantos. No entiendo de óptica… ni de película fotográfica… —Miró los papeles que tenía en la mano, como para asegurarse de que seguían estando allí—. Yo soy abogado, señor Newton —dijo—. Soy abogado. —Y entonces su voz adquirió súbitamente vida, temblorosa y recia, al tiempo que su voluminoso cuerpo y sus ojos diminutos parecían tensarse en actitud de alerta—. Pero entiendo de electrónica. Y entiendo de pigmentos. Creo que entiendo su… amplificador, y creo que entiendo su televisor, y… —Hizo una breve pausa, parpadeando— Dios mío, creo que podrían fabricarse tal como usted dice. —Dejó escapar su respiración, lentamente—. Parecen convincentes, señor Newton. Creo que funcionarán.
Newton no había dejado de sonreír.
—Funcionarán —afirmó—. Todos ellos.
Farnsworth tomó un cigarrillo y lo encendió, tranquilizándose a sí mismo.
—Tengo que revisarlos. Los metales, los circuitos… —Y luego, súbitamente, interrumpiéndose a sí mismo, con el cigarrillo sujeto entre sus rechonchos dedos—: Dios mío, ¿sabe lo que significa todo esto? ¿Sabe que tiene usted aquí nueve patentes básicas? Sí, he dicho básicas. —Levantó un papel con una mano regordeta—. Aquí, solo en el transmisor de video y en ese pequeño rectificador. Y… ¿sabe lo que significa eso?
La expresión de Newton no cambió.
—Sí. Sé lo que significa —dijo.
Farnsworth dio una lenta calada a su cigarrillo.
—Si está usted en lo cierto, señor Newton —dijo con voz que empezaba a ser más tranquila—, si está usted en lo cierto, puede acabar con RCA, con Eastman Kodak. Dios mío, puede acabar con DuPont. ¿Sabe usted lo que tiene aquí?
Newton le miró sin parpadear.
—Sé lo que tengo aquí —dijo.
Tardaron seis horas en llegar a la casa de campo de Farnsworth. Al principio, Newton trató de mantener viva su conversación, apoyándose contra la esquina del asiento posterior del automóvil, pero las pesadas aceleraciones del vehículo resultaban demasiado dolorosas para su cuerpo, sobrecargado ya con el tirón de una gravitación a la cual sabía que tardaría años en adaptarse, y se vio obligado a decirle al abogado que estaba muy cansado y necesitaba descansar. Entonces cerró los ojos, dejó que el almohadillado respaldo del asiento soportara su peso en el mayor grado posible y resistió el dolor lo mejor que pudo. En el interior del automóvil el aire era también muy caliente para él: la temperatura que hacía en su hogar natal cuando hacía mucho calor.
Más tarde, a medida que se acercaban al perímetro exterior de la ciudad, la marcha del automóvil fue haciéndose más regular, y las dolorosas sacudidas de parada y arranque empezaron a remitir. Newton miró unas cuantas veces a Farnsworth. El abogado no dormitaba. Estaba sentado con los codos sobre las rodillas, hojeando todavía los papeles que Newton le había dado, con un intenso brillo en sus pequeños ojos.
La casa era un lugar inmenso, aislado en una gran zona boscosa. El edificio y los árboles parecían estar humedecidos y resplandecían levemente a la grisácea luz matinal, muy parecida a la luz del mediodía de Anthea. Resultaba reconfortante para sus ojos supersensibles. Le gustaban los bosques, la silenciosa sensación de vida que se desprendía de ellos, y la resplandeciente humedad… la sensación de agua y de fertilidad que producía esta tierra, con el continuo zumbar y chirriar de los insectos. Sería una interminable fuente de deleite comparada con su propio mundo, con la aridez, el vacío, el silencio de los vastos desiertos entre las casi desiertas ciudades donde el único sonido era el del frío y gimoteante viento voceando la agonía de su propio pueblo moribundo…
Un criado de ojos soñolientos, en albornoz, les recibió en la puerta. Farnsworth le despidió encargándole que preparara café, y luego le gritó mientras se marchaba que preparara también una habitación para su huésped, y que no recibiría ninguna llamada telefónica al menos durante tres días. Luego condujo a Newton a la biblioteca.
La estancia era muy grande y estaba decorada más lujosamente aún que el estudio del apartamento de Nueva York. Era evidente que Farnsworth leía las mejores revistas para hombres ricos. En el centro de la habitación había una estatua de una mujer desnuda sosteniendo una complicada lira. Dos de las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros, y en la tercera había una gran pintura de una figura religiosa que Newton reconoció como Jesús, clavado a una cruz de madera. Por un instante, el rostro del cuadro le sobresaltó: con su delgadez y sus grandes y penetrantes ojos podría haber sido el rostro de un antheano.
Luego miró a Farnsworth, el cual, aunque con ojos cansados, mostraba ahora menos excitación, reclinado hacia atrás en su sillón, con sus pequeñas manos entrecruzadas sobre su vientre, mirando a su huésped. Sus ojos se encontraron durante un embarazoso momento, y el abogado apartó los suyos.
Luego, al cabo de unos instantes, volvió a fijarlos en Newton y dijo sobriamente:
—Bueno, señor Newton, ¿cuáles son sus planes?
Newton sonrió.
—Son muy simples. Quiero ganar la mayor cantidad de dinero posible. Cuanto más rápido, mejor.
El rostro del abogado permaneció inexpresivo, pero había cierta ironía en el tono de su voz cuando dijo:
—¿En cuánto dinero está usted pensando?
Newton contempló distraídamente los caros objets d’art de la habitación.
—¿Cuánto podemos ganar en, digamos, cinco años?
Farnsworth le miró en silencio unos instantes y luego se puso en pie. Se dirigió con aire cansado hacia una de las estanterías y empezó a hacer girar unos pequeños botones hasta que unos altavoces, ocultos en alguna parte de la habitación, empezaron a emitir música de violines. Newton no reconoció la melodía; pero era suave y complicada. Luego, ajustando los mandos, Farnsworth dijo:
—Eso depende de dos cosas.
—¿Sí?
—En primer lugar, ¿hasta qué punto quiere usted jugar limpio, señor Newton?
Newton volvió a concentrar su atención en Farnsworth.
—Absolutamente —dijo—. Dentro de la más estricta legalidad.
—Comprendo. —Farnsworth seguía manipulando los controles, que al parecer no lograba ajustar a su gusto—. Bien, pasemos al punto siguiente: ¿cuál será mi parte?
—El diez por ciento de los beneficios netos. El cinco por ciento de todas las acciones.
Bruscamente, Farnsworth apartó sus dedos de los controles del amplificador. Regresó lentamente a su butaca. Luego sonrió débilmente.
—De acuerdo, señor Newton —dijo—. Creo que puedo proporcionarle unas ganancias netas de… trescientos millones de dólares en cinco años.
Newton meditó unos instantes. Luego dijo:
—No es suficiente.
Farnsworth le miró fijamente largo rato, con las cejas enarcadas, antes de decir:
—¿No es suficiente para qué, señor Newton?
Los ojos de Newton se endurecieron.
—Para un… proyecto de investigación. Un proyecto muy caro.
—No es preciso que me lo jure.
—Supongamos —dijo el hombre alto— que yo pudiera proporcionarle un sistema de refinado de petróleo alrededor de un quince por ciento más eficaz que el que ahora se utiliza… ¿Haría eso ascender su cifra a quinientos millones?
—¿Podría funcionar su… sistema dentro de un año?
Newton asintió.
—Dentro de un año podría superar la producción de la Standard Oil Company… a la cual, supongo, podríamos licenciárselo.
Farnsworth volvió a mirarle en silencio. Finalmente dijo:
—Mañana empezaremos a redactar los documentos.
—Bien —Newton se levantó rígidamente de su butaca—. Entonces podremos hablar con más detalle de las condiciones. En realidad, solo hay dos extremos importantes: que usted consiga el dinero honradamente, y que yo tenga que establecer pocos contactos con alguien que no sea usted.
Su habitación estaba en el primer piso, y por un momento pensó que no sería capaz de subir la escalera. Pero lo hizo, peldaño a peldaño, mientras Farnsworth subía a su lado, sin decir nada. Luego, después de haberle mostrado su habitación, el abogado le miró y dijo:
—Es usted un hombre poco corriente, señor Newton. ¿Puedo preguntarle de dónde procede?
La pregunta le pilló por sorpresa, pero el señor Newton conservó la serenidad.
—Desde luego —dijo—. Procedo de Kentucky, señor Farnsworth.
Aunque muy ligeramente, el abogado enarcó las cejas.
—Comprendo —dijo. Luego dio media vuelta y se alejó. El eco de sus pasos sobre el suelo de mármol resonó largamente…
Su habitación era de techo muy alto y estaba lujosamente amueblada. Vio un televisor instalado en la pared de modo que pudiera ser contemplado desde la cama, y sonrió cansadamente: tendría que mirarlo alguna vez, para comparar su recepción con la de Anthea. Sería divertido ver de nuevo algunos de los programas. Siempre le habían gustado las películas del oeste, aunque los concursos y los programas «educativos» de los domingos habían proporcionado a su equipo antheano la mayor parte de la información que él había memorizado. No había visto un programa de televisión desde hacía… ¿cuánto había durado el viaje?… cuatro meses. Y estaba en la Tierra desde hacía dos meses: reuniendo dinero, estudiando los gérmenes patógenos, estudiando los alimentos y el agua, perfeccionando su pronunciación, leyendo los periódicos, preparándose para la crucial entrevista con Farnsworth.
Miró a través de la ventana a la brillante luz de la mañana, el cielo de color azul pálido. En alguna parte de aquel cielo, posiblemente donde él estaba mirando, se encontraba Anthea. Un lugar frío, moribundo, pero un lugar que le inspiraba añoranza; un lugar en el que había personas a las que él amaba, personas a las que no vería durante mucho tiempo… Pero volvería a verlas.
Echó las cortinas de la ventana, y luego, suavemente, movió con cuidado su exhausto y dolorido cuerpo para tumbarse en la cama. Toda su excitación parecía haberse desvanecido, y se sentía plácido y tranquilo. Se durmió casi inmediatamente.
La luz del sol de la tarde le despertó, y aunque lastimó sus ojos con su resplandor —ya que las cortinas de la ventana eran translúcidas—, despertó sintiéndose descansado y alegre. Posiblemente era la blandura de la cama comparada con las que había ocupado en los hoteles de ínfima categoría en los que se había alojado, y posiblemente era también el alivio por el éxito de la noche anterior. Permaneció en la cama, pensando, durante varios minutos, y luego se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Había una afeitadora eléctrica preparada para él, además de jabón y toallas. Newton sonrió: los antheanos no tenían barba. Abrió el grifo del lavabo y lo contempló unos instantes, fascinado como siempre al ver tanta agua. Luego se lavó la cara, sin utilizar el jabón —ya que irritaba su piel—, sino una crema de un tarro que llevaba en su portafolios. Después tomó sus píldoras de costumbre, se cambió de ropa y descendió a la planta baja para empezar a ganar quinientos millones de dólares…
Aquella noche, después de seis horas de hablar y de planificar, permaneció largo rato en el balcón de su habitación, gozando del aire fresco y contemplando el negro cielo. Las estrellas y los planetas tenían un raro aspecto, resplandeciendo en la pesada atmósfera, y disfrutó observándolos en unas posiciones que no le resultaban familiares. Pero tenía muy escasos conocimientos de astronomía, y las pautas eran confusas para él… a excepción de las de la Osa Mayor y unas cuantas constelaciones menores. Finalmente entró en su habitación. Hubiera sido agradable saber cuál era Anthea, pero Newton no podía saberlo…