Juan Jacinto Muñoz Rengel
El libro de los pequeños milagros
y los planetas ignotos, que contiene las pormenorizadas
y muy veraces {micro}narraciones de los grandes hechos sobrenaturales y extraordinarios de este mundo,
así como las {mini}epopeyas de otras tantas
hazañas extraterrestres, y una recopilación de las más diversas
y memorables prácticas amatorias, venganzas y torturas,
muertes, reencarnaciones, espíritus y fantasmas,
reptiles, monstruos, arquitecturas imposibles,
las crónicas de la conquista del espacio
y la búsqueda de Dios.
Juan Jacinto Muñoz Rengel, El libro de los pequeños milagros
Primera edición digital: junio de 2016
ISBN: 978-84-8393-562-0
© Juan Jacinto Muñoz Rengel, 2013
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Literatura 187
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Advertencia: esto no es un texto
El texto que ahora tienen ante sus ojos está lleno de errores. Algunas palabras han sido sustituidas por otras. Como donde dice texto, o palabras, debiendo en realidad decir mapa, o calles. Y viceversa.
Para Ada, donde todos mis mundos cobran vida
Urbi
Spoilers
Hacía días que los spoilers sobrevolaban la ciudad. La gente trataba de salir lo menos posible a la calle, y los que no teníamos más remedio que hacerlo nos protegíamos con unos paraguas enormes que vendían en las bocas del metro y en las plazas, reforzados con un revestimiento de caucho.
Aun así, podían alcanzarte en cualquier momento de descuido, golpearte en una rodilla, estrellársete en plena cara. Hubo profesionales de todo tipo, deportistas de élite, músicos, científicos, que abandonaron sus carreras al saber que nunca alcanzarían sus objetivos; los aspirantes de cualquier proceso selectivo se diezmaron; los enfermos de los hospitales perdieron la esperanza; por supuesto, ya nadie hacía cola a la puerta de los cines, y apenas alguien se atrevía a leer en espacios públicos. Eran tiempos confusos. Una tarde, a mi mujer le entró uno por la ventana y supimos que nunca tendríamos el hijo que buscábamos hacía años. A mí, aunque ella no lo sabe, uno de aquellos spoilers me hundió su pico en la espalda, y no he vuelto a ser el mismo desde que sé lo que de verdad nos espera tras la muerte.
Subterráneos
Ha subido al vagón una mujer en avanzado estado de gestación, y le he cedido el asiento.
Al bajar la mirada reparo en que va dejando un rastro húmedo a su paso, una pátina brillante y viscosa como una baba, que llega hasta sus pies y que chorrea por los bajos del asiento.
Le pregunto cuánto le queda. Y me dice que menos de dos semanas, con una voz crispada, balbuciente, que le surge del fondo de la garganta. La luz del metro es mortecina, pero puedo observar sus finos labios, sus vagos pómulos, su cráneo ralo, la película gelatinosa que le crece entre los dedos como una membrana y envuelve todo su cuerpo. Sin duda el obstetra se equivoca, esta mujer está a punto de nacer aquí mismo, en cualquier momento.
Mendicidad s. xxi
Se atusó el pelo humedeciéndose las yemas de los dedos con saliva, y se colocó el ojo de cristal en su sitio. Todavía conservaba un afeitado más o menos aceptable, y su ropa no estaba del todo sucia. Se escondió el muñón en el bolsillo del abrigo y salió a la calle tratando de no cojear. Aquellos tiempos desconfiados recelaban de todo exceso de parafernalia.
El doble
Hace diez días, vi a un hombre idéntico a mí tomando un café y leyendo el periódico junto a la cristalera de una cafetería. Tenía buen aspecto, y eso me hizo sentir cierto orgullo. Como llevaba prisa, no pude detenerme a observarlo y ni mucho menos entrar allí a desayunar. La tarde del lunes de esta misma semana lo volví a ver. Estaba sentado en una terraza, en una mesa llena de libros, y rodeado de personas que prestaban devota atención a todo lo que decía. El sol acariciaba la mitad de su cara e iluminaba media sonrisa radiante. Esta mañana, el café que me he tomado de pie en la cocina no me ha sabido a nada, y hace días que advierto que el espejo me refleja con cada vez menos intensidad. En las páginas centrales del periódico, me he encontrado de nuevo con él. Le han concedido no sé qué premio. Ya casi no me quedan dudas: el doble soy yo.
Teleobjetivos
Y entonces llegaron los francotiradores y se apostaron en todas las azoteas. No podíamos salir durante el día por miedo a perder la cabeza. Tampoco por las noches, porque aumentaba el riesgo de recibir un mal disparo y agonizar sobre el asfalto durante horas sin que nadie se atreviera a socorrerte. No salíamos. No mirábamos por las ventanas. No hablábamos de lo que estaba ocurriendo. Nadie movió un dedo para cambiar las cosas. Veíamos la tele.
Inexplicable
Tenía dos hijos gemelos, idénticos. Ella los vestía con la misma ropa y les preparaba simétricos desayunos cada mañana. Ellos se comportaban de la misma manera y parecían tener una única personalidad. Los dos sacaban las mismas notas en el colegio, se magullaban la misma rodilla –el mismo día, a la misma hora–, les gustaba la misma chica, hablaban a la vez para decir una frase semejante. Ella los arropaba por igual cada noche, en sendas camas gemelas, cada uno bajo su propio edredón azul de plumas. Luego, se acercaba con sigilo a uno de ellos, siempre el mismo, y le susurraba al oído: «Tú eres mi favorito».
Fe
Modeló aquel muñeco de nieve durante toda la mañana. Consiguió el viejo sombrero y los botones en el desván, la delgada zanahoria en el cajón de la nevera. Por la tarde le sacó una bandeja de galletas, y jugaron a las adivinanzas, a los soldados y a hacerse el muerto. Cuando esa noche su madre lo arrastró hasta su habitación, él se aferraba a los marcos de las puertas, llorando y suplicando que no lo dejaran allí, que lo metieran dentro, en la cocina, junto al congelador.
A la mañana siguiente, en el círculo de escarcha roja del jardín, los rayos de sol calentaban siete metros de intestino, dos pulmones deshinchados, un hígado, un bazo y, sobre el montón de vísceras acosado por las moscas, una zanahoria y un musculoso y sanguinolento corazón.
Reproducción a escala
En la casa de muñecas de su casa de muñecas se oyó un sonido agudo. Se acercó todo lo que pudo a la habitación en miniatura, y pudo distinguir que de la casita de su casita salía una vocecilla casi imperceptible, que gritaba:
–¡Aaaaah! ¡Algo se ha movido ahí dentro!
Fue entonces cuando sintió una sombra en su propia ventana y vio la gigantesca yema de un dedo frotando los cristales.
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