Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Nikki Poppen
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El vizconde rebelde, n.º 591 - enero 2016
Título original: Rake Most Likely to Rebel
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7805-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Nota de la autora
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
Dieciocho
Diecinueve
Veinte
Veintiuno
Veintidós
Veintitrés
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Dos artistas en el arte de la esgrima, dos rivales frente a frente en la mejor sala de armas de París. El vizconde inglés era el alumno y el contrincante francés el maestro.
Para Haviland North era la oportunidad de perfeccionar su técnica a la vez que se impregnaba de los múltiples placeres de la más luminosa capital de Europa. Estaba haciendo el famoso Tour europeo con sus amigos ingleses, una especie de ritual para los nobles ávidos de aventura, experiencias excitantes y un toque de cultura…
Pero ¿quién era aquel francés enmascarado, que se movía con la letal elegancia de un felino, lo subyugaba de una manera extraña y lo desarmaba una y otra vez con absoluta maestría…?
Este es el quid de la novela que tenemos el gusto de recomendaros. Leerla será sin duda también para vosotros una excitante aventura.
¡Feliz lectura!
Los editores
Bonjour! Bienvenidos a nuestra primera parada del Tour de los libertinos. Para muchos, París era la primera parada tradicional en el Gran Tour del siglo XIX. La historia de Haviland se desarrolla alrededor de una escuela de esgrima. La sala de armas de esta historia está inspirada en una famosa sala que existió en el número 14 de la calle Saint-Marc, y que fue legada por un padre a su hijo. He intentado ser fiel a las escuelas de pensamiento mencionadas en la historia mientras Haviland perfecciona sus conocimientos de esgrima.
Los caballeros buscaban en la esgrima un modo de ampliar su educación. La esgrima no solo era un buen ejercicio para el cuerpo, sino que se consideraba también un buen ejercicio para la mente.
Según una cita del libro L’École d’Escrime Français, escrito por Roman Hliva, «manejar la espada templa los nervios, proporciona coraje y enseña a pensar con la cabeza fría durante un ataque». Los salones de esgrima estaban muy concurridos durante las cuatro y las siete de la tarde, y muchos de ellos, como el de la calle Saint-Marc, tenían zonas distintas para practicar. Había una zona para los socios de pago, y otra para los asistentes de un día, que también recibían en préstamo el equipo por parte del salón, ya que no tenían el suyo propio.
Otra aclaración: en el francés del siglo XIX, la palabra «hotel» se usa con un significado diferente al moderno. Un hotel particulier, como el de los Leodegrance, no es un hotel, sino una residencia privada y grande, que no comparte sus muros con otras viviendas, sino que es un edificio independiente.
Disfrutad de la historia de Haviland y de este acercamiento a la esgrima francesa.
Para poneros en contacto conmigo, podéis visitar las siguientes páginas web:
bronwynswriting.blogspot.com
bronwynnscott.com
Para el señor Rouse, extraordinario profesor de francés del instituto:
Votre ardeur pour la langue insuffle mon fil. Merci.
(Je regrette, hace mucho tiempo que no conjugo el verbo «inspirar». ¡Espero que la forma correcta sea insuffle!
Y, para Ro y Brony, veremos la Ciudad de la Luz (La Ville Lumière) juntos, muy pronto.
Muelles de Dover, marzo de 1835
En Londres ya no quedaban placeres. Ojalá en París las cosas fueran mejores. Haviland North se subió el cuello del abrigo para protegerse de la humedad de aquella mañana de marzo, y se paseó por el muelle de Dover, impaciente por zarpar con la marea.
Había puesto todas sus esperanzas en Francia, y su famosa sala de armas. Si la primavera de París no conseguía estimularlo, el resto de Europa lo estaba esperando. Podía pasar el verano en los Alpes, poniendo a prueba su fuerza en sus picos y peñascos; el otoño entre arte y belleza, en Florencia; el invierno en Venecia, disfrutando de la sensualidad del Carnaval; y de una primavera más, si conseguía arreglárselas, en Nápoles, disfrutando al sol del sur de Italia y de los antiguos. Si aquellos destinos no le servían, siempre le quedaría Grecia y la misteriosa y atrayente Turquía.
La exótica letanía de lugares pasó por su cabeza como un mantra de esperanza y de fantasía. Su padre le había prometido seis meses, no un año o dos. Tendría que gestionarlo con mucho cuidado. En realidad, Haviland prefería no llegar a eso, simplemente por lo que la necesidad de llegar tan lejos decía de su actual estado: que, a los veintiocho años y con un título, una enorme fortuna, tierras, caballos y lujos que otros hombres tenían que adquirir durante toda la vida, estaba muerto por dentro.
Había tenido que luchar por aquel Gran Tour, por muy corto que fuera. Su padre se había decidido, al final, tal vez porque había entendido que su hijo tenía la necesidad de salir de Londres y ver mundo antes de sentar la cabeza. Haviland había conseguido seis meses de libertad. Sin embargo, le había costado caro: cuando volviera de su viaje, debía casarse y cumplir con los planes que habían hecho dos familias tres generaciones antes.
Podía oír la voz de su padre, que lo miraba desde su enorme escritorio mientras pronunciaba su veredicto:
—Seis meses es lo único que podemos esperar. Tú eres distinto a tus amigos. Ellos no tienen tus expectativas. Ni siquiera Archer, que es un segundo hijo, y por eso tiene deberes diferentes a los tuyos. Ellos pueden marcharse y estar años fuera. Tú no puedes permitírtelo. Los Everly están impacientes por ver a su hija casada y ¿para qué retrasarlo? Tienes veintiocho años, y Christina tiene veintiuno. Ella ya ha pasado soltera tres Temporadas y, aunque eso es muy respetable en este momento, si la haces esperar más crearás sospechas innecesarias.
Su matrimonio, como todo lo demás en su vida, hasta la fecha, había sido decidido por él. Todo lo habían organizado en su nombre. Él solo tenía que aparecer. A menudo, pensaba que el hecho de que no tuviera que hacer ningún esfuerzo para conseguir lo que tenía era lo que le había provocado aquel vacío por dentro. No había tenido que luchar por nada, nunca se le había negado nada. Ni siquiera le faltaba la belleza. Además de la gran fortuna, había conseguido heredar la buena genética familiar. Tal vez ese fuera el motivo por el que se sentía tan atraído por la esgrima: era algo que tendría que trabajarse, algo en lo que podía destacar por sus propios méritos.
Y había destacado. Haviland tocó con la punta de la bota la funda alargada y fina que había a sus pies para asegurarse que seguía allí. No había permitido que la guardaran fuera de su vista, como el resto del equipaje. Eran sus floretes, fabricados especialmente para él, desde la empuñadura hasta el peso de las delgadas hojas. No había ningún caballero en Londres que lo superara en el arte del florete, pero ni siquiera eso era suficiente. Todavía tenía cosas que aprender, y ansiaba la excelencia que iba a alcanzar con sus nuevos conocimientos. Iría a París a estudiar y, con suerte, seguiría su camino con los maestros italianos de Florencia. En realidad, sabía que en seis meses no podría ir a Italia. Para eso necesitaría un milagro, pero cualquier cosa podía suceder si conseguía partir.
Haviland se sacó del bolsillo el reloj de oro, un regalo que le había hecho su abuelo al terminar sus estudios en Oxford hacía varios años, y lo abrió. Eran las cinco y cuarto. Sus compañeros ya deberían estar allí, y podían aparecer en cualquier momento. A ninguno de ellos le importaba demasiado la puntualidad, pero todos estaban igual de entusiasmados que él con aquel viaje, cada uno por sus motivos. Cerró el reloj y pasó la yema del dedo pulgar por las palabras grabadas que había en la tapa, y que su abuelo había elegido cuidadosamente: Tempus fugit. Él ya había perdido tiempo suficiente. Aquel viaje era una oportunidad de comenzar la vida de nuevo.
Haviland entrecerró los ojos para agudizar la vista y distinguir la llegada de sus compañeros. ¿Quién llegaría primero? Tal vez Archer Crawford, su más antiguo amigo. Habían sufrido juntos en Eton y después en Oxford, antes de comenzar las Temporadas, agotando las alegrías de Londres año tras año, hasta que la diversión se había convertido en un asunto de rigor. El único motivo por el que Archer había permanecido en Londres tanto tiempo era la lealtad que sentía hacia su madre. Sin embargo, aquel vínculo con la ciudad ya no existía, y Archer deseaba marcharse de allí tanto como él.
Claro que, el primero en llegar también podía ser Nolan Gray, dependiendo de si había tenido, o no, una buena noche en las mesas de juego de Dover. Nolan había terminado, más de una noche, con una tensa invitación a batirse en duelo. Su extraordinaria habilidad con las cartas dejaba a muchos caballeros con los bolsillos vacíos. Durante los años que habían pasado en la ciudad, Nolan había aprendido a salvaguardar su talento y su honor del cañón de una pistola a veinte pasos.
Sin embargo, Haviland estaba seguro de que el primero no sería Brennan Carr. Por supuesto, él sería el último y, con toda seguridad, no se habría pasado durmiendo su última noche en Inglaterra. Conocía bien a Brennan, y sabía que habría pasado la noche en brazos de alguna mujer. Haviland se rio. Brennan siempre podía hacerle reír. Su amigo había hecho soportable Londres cuando la ciudad ya había perdido todo su atractivo.
Se oyó el repique de los cascos de un caballo, y el sonido de unas ruedas, por el muelle, y de entre la bruma salió un carruaje. De él saltaron dos hombres, y uno de ellos dio una orden con su voz grave. Al oírlo, Haviland sonrió. Nolan y Archer habían llegado juntos, y parecía que Archer había llevado un caballo. O el caballo había seguido a Archer, cosa que no sería extraña. Archer siempre estaba recogiendo caballos abandonados, como otra gente recogía gatos y perros. Haviland vio que Archer ataba al animal a la parte trasera del carruaje, y oyó la voz de Nolan desde el otro lado del embarcadero.
—¡Gané! —gritó su amigo, mientras se acercaban—. Haviland ya está aquí, y tiene su funda —dijo, y lo agarró del hombro afectuosamente—. Buenos días, Haviland. ¿Ya está todo a bordo? Le dije a Archer que tú estarías aquí, supervisando.
Haviland se echó a reír.
—Me conoces demasiado bien. He visto que subían los carruajes hace una hora, y cargaron nuestros baúles anoche.
Habían decidido que la mejor manera de ir a París y, una vez allí, a sus destinos, sería llevar sus propios coches para el viaje. Tendrían que comprar o alquilar los caballos en Calais, pero Calais estaba preparado para tales adquisiciones. Los viajeros que podían permitírselo cruzaban el Canal con sus propios carruajes. Quienes no podían permitírselo, debían utilizar el transporte público o los vehículos que estuvieran a la venta allí, y a Haviland le había preocupado mucho el hecho de que a su llegada solo encontraran carruajes a la venta por precios cercanos a la extorsión.
—¿Y les has confiado todo tu equipaje, que contiene todo lo que necesitas para vivir durante el viaje, pero no les has confiado el estuche de las armas? —preguntó Archer, señalándolo con el pie.
—Esto también te lo dije —intervino Nolan—, pero tú te empeñaste en que también lo había mandado traer al muelle con antelación. Yo sé estas cosas. Soy un estudioso de la naturaleza humana.
—Es una pena que no pudieras estudiar eso en Oxford —dijo Archer, para provocarlo—. Habrías sacado mejores notas.
Sin embargo, Nolan se echó a reír. Archer y él llevaban muchos años peleándose, y sabían cuáles eran los límites del otro.
—¿Qué puedo decir? Que es cierto. Vosotros dos erais los buenos alumnos, no Brennan y yo. Por cierto, ¿ha llegado ya?
—No —dijo Haviland—. ¿Esperabas que hubiera llegado, siendo un estudioso de la naturaleza humana como eres?
Nolan le dio a Haviland un suave empujón.
—Estudioso de la naturaleza humana, sí, pero adivino, no —respondió, con una sonrisa—. Bueno, ¿y quién es la afortunada? Solo llevamos una noche en Dover. No es la camarera de la posada. Ella se fue con otro.
Haviland se encogió de hombros mientras se acercaba el capitán de su barco.
—Milord, es hora de embarcar. Zarpamos dentro de veinte minutos.
—Gracias —dijo Haviland—. Estamos esperando al último miembro de nuestro grupo.
No esperaba que el capitán fuera comprensivo, y no lo fue.
—La marea no espera, milord. Ustedes han tenido suerte de que podamos zarpar enseguida. Otros han de esperar en las posadas durante semanas a que lleguen el viento y el tiempo apropiados.
—Entendido —respondió Haviland, y recorrió el muelle con la mirada, como si pudiera conseguir que Brennan se materializara. El capitán había dicho la verdad. Él había oído historias de otros que habían cruzado el Canal, y sabía que existía el riesgo de tener que esperar, y que sus planes de viaje estaban a merced de los elementos.
—Debería haberme quedado con él —dijo Haviland, mientras el capitán se alejaba.
Se culpó a sí mismo. Una de las cosas que había hecho que funcionara su amistad con Brennan era el equilibrio. Brennan le hacía reír y, a cambio, él conseguía que Brennan no perdiera el control y no se metiera en problemas. Sin embargo, la noche anterior él estaba preocupado por el embarque del equipaje, y había dejado a Brennan solo. Había pensado que su amigo no podía cometer ninguna locura sabiendo que iban a zarpar tan temprano. Parecía que se había equivocado.
El trío recorrió el embarcadero.
—Me apuesto cinco libras a que Brennan pierde el barco —dijo Nolan—. Archer, ¿me aceptas la apuesta? Si me equivoco, puedes recuperarte de tus pérdidas.
Cuando estuvieron a bordo, se apoyaron en la barandilla y observaron los muelles. Haviland miró su reloj; los minutos pasaban velozmente. Su viaje no sería lo mismo sin Brennan. Tal vez Bren pudiera tomar otro barco y reunirse con ellos en París. ¿Tendría suficiente dinero? Seguramente, no. Brennan nunca tenía suficiente dinero.
Nolan se sobresaltó al oír las cadenas.
—Están levando anclas. No va a llegar a tiempo —dijo—. Demonios, no quería ganar esta apuesta.
Los tres amigos se miraron con una expresión de desilusión. Aquel comienzo de viaje era un mal augurio.
El barco empezó a soltar amarras lentamente y, casi al mismo tiempo, se oyó un alboroto en el muelle. Un caballo que tiraba de un carro lleno de cajas se encabritó, y se oyó una retahíla de imprecaciones. Cayó un barril. Más maldiciones. Algo, alguien, se estaba moviendo. Haviland entornó los ojos. Había algo que corría… ¿Un caballo? No tuvo tiempo de considerarlo, porque estaba concentrado en la figura que se acercaba a ellos a toda velocidad, perseguida por otras dos figuras.
—¡Es él! ¡Es Brennan! —gritó Haviland. Saludó con la mano en alto, y gritó—: ¡Vamos!
No le gustaba el aspecto de los hombres que iban tras él. Cuando se acercaron, Haviland vio que uno de ellos empuñaba una pistola.
Miró hacia abajo; el hueco que separaba el barco del embarcadero era cada vez mayor. Sería imposible saltar hasta donde ellos se encontraban. Sin embargo, la popa todavía estaba cerca del muelle, y tal vez fuera posible. Sería un salto enorme, pero Brennan tendría la ventaja de la velocidad.
Haviland gesticuló salvajemente hacia la popa y le gritó instrucciones con las manos formando una bocina alrededor de la boca.
—¡La popa, Brennan, ve hacia la popa!
Nolan y Archer estaban detrás de él. Archer le gritó algo como «El caballo, Brennan, súbete al caballo!».
El caballo que había visto Haviland había adelantado a los hombres y estaba galopando junto a Brennan, acompasando su galope a la velocidad de Brennan, como si lo estuviera animando a continuar. ¡Aquello era una locura! Sin embargo, enfrentarse a dos hombres armados no parecía una buena alternativa. Los perseguidores de Brennan estaban muy cerca, y el barco se movía demasiado deprisa para los gustos de Haviland. El caballo era la mejor oportunidad de dar aquel salto. Haviland añadió su voz a la de Archer.
—¡Bren, sube al caballo!
Haviland vio que Brennan saltaba a lomos del animal, y miró hacia el final del embarcadero.
Saltaron.
Aterrizaron.
El caballo cayó de rodillas.
Brennan salió disparado hacia Haviland y lo tiró a la cubierta mientras se oían disparos desde el muelle. Una bala les pasó silbando por encima de las cabezas.
—¡Demonios!
Con la excitación del salto, se le había olvidado el arma, y había estado a punto de recibir un balazo. Qué buen comienzo de viaje había sido aquel. Instintivamente, Haviland quiso levantarse para ver de dónde había salido la bala. Gruñó al notar el peso de Brennan encima, pero Brennan no le permitió que se levantara.
—¡Agáchate!
Su amigo solo le dejó incorporarse cuando el barco estuvo a una distancia prudencial del embarcadero.
—Dios Santo, Bren, ¿en qué te has metido ahora? —le preguntó Haviland, mientras se levantaba y se sacudía el polvo de los pantalones.
Más allá del hombro de su amigo, vio a los hombres que se habían quedado en tierra, agitando el puño con impotencia en dirección a ellos. Fuera lo que fuera, había sido lo suficientemente grave como para provocar un tiroteo.
Brennan terminó de meterse el bajo de la camisa por la cintura del pantalón y enarcó una ceja pelirroja mientras lo miraba con disgusto.
—¿Te parece una bonita forma de saludar a un amigo que acaba de salvarte la vida?
Haviland respondió enarcando su propia ceja, de color oscuro.
—¿Mi vida? Yo creía que era la tuya.
Dio un paso hacia Brennan y lo abrazó, dándole palmadas en la espalda.
—Creí que perdías el barco, idiota.
Algunas veces, Brennan le preocupaba. Se arriesgaba demasiado, y vivía la vida con displicencia, como si dudara de su propio valor.
Cuando se saludaron y Archer se ocupó de meter al caballo en un compartimento improvisado, los amigos ocuparon su puesto en la barandilla del barco.
—Bueno —dijo Nolan, mirando a Brennan—. La pregunta no es dónde has estado, sino ¿ha merecido la pena?
Brennan echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada al cielo, como si no hubiera nada en el mundo que pudiera preocuparle.
—Siempre.
Haviland sonrió, y notó que dentro de él se encendía una pequeña chispa. Era una buena señal. Todavía no estaba muerto, no estaba totalmente entumecido. Inglaterra fue desapareciendo ante su vista, e iban a pasar seis meses hasta que él volviera a ver aquellas costas. Y, mientras, el viaje iba a ser estupendo.
Un mes más tarde, desde el cuarto de observación del salón de esgrima de Leodegrance
Mon Dieu! El inglés era exquisito. Alyssandra Leodegrance se quedó sin aliento mirándolo a través de la mirilla de la sala privada de observación, mientras él ejecutaba una agresiva flecha contra su oponente en el salón de entrenamiento principal. Cada uno de sus movimientos tenía una gracia letal, y el florete era como una extensión natural de su brazo. Esquivó sin esfuerzo la serie de movimientos de contraataque de monsieur Anjou.
—¡Ha obligado a monsieur Anjou a hacer un redoble! —susurró con entusiasmo, mientras apartaba los ojos de la mirilla para poder sonreírle a su hermano, Antoine, que estaba sentado a su lado en la silla de ruedas, y que estaba tan embelesado como ella.
Antoine sonrió irónicamente al oír su tono petulante.
—Tú también estás disfrutando, ¿eh?
Alyssandra se encogió de hombros para fingir que le resultaba indiferente, pero los dos sabían que no era cierto. Entre el maestro jefe y ella únicamente había cortesía y respeto profesional. Se volvió de nuevo hacia la mirilla, porque no quería perderse ni un momento más de lo que estaba sucediendo. Seguramente, Julian Anjou nunca habría pensado que tendría que recurrir al redoble para continuar su ofensiva.
Hacía mucho tiempo que no veía derrotado a Julian, y le alegró que aquel arrogante maestro recibiera una lección de humildad; eso no había vuelto a suceder desde que ella misma lo había vencido. Aunque ya habían pasado dos años de aquello, él no lo reconocía; prefería decir que la había dejado ganar para no herir su orgullo. Ciertamente, Julian era un magnífico tirador, y su arrogancia estaba justificada, pero no por ello era menos insoportable.
El inglés realizó con seguridad una elegante balestra seguida de un fondo; aquella era una combinación tradicional, pero también audaz. Sabía exactamente lo que estaba haciendo y lo que esperaba conseguir. Aquel asalto se había convertido en una partida de ajedrez.
—Jaque mate —susurró Alyssandra, al ver que volvían a girar uno alrededor del otro.
Julian, tenso en extremo para mantener la postura erguida por la que era famoso, y el inglés, atlético y relajado incluso después de aquel largo asalto. Alrededor de la pista se habían arremolinado estudiantes y maestros.
«Debe de bailar maravillosamente», pensó Alyssandra, con toda aquella elegancia contenida en sus anchos hombros y sus largas piernas. Aquel pensamiento la tomó por sorpresa. Después de pasar años evaluando a los hombres desde una perspectiva puramente deportiva, como tiradores, apenas se fijaba en detalles más sensuales del físico masculino. Bien, pues parecía que, en aquella ocasión, eso era lo que estaba haciendo. Un delicioso escalofrío le recorrió la espalda cuando el inglés trazó un círculo cerrado alrededor de Anjou, aunque lo suficientemente alejado como para que el maestro no pudiera alcanzarlo con el florete. Era fácil imaginarse la presión segura de su mano en la espalda de una mujer, guiándola con garbo mientras bailaban un vals. ¿Qué mujer no querría bailar con un compañero así, con su cuerpo ligeramente ceñido al de ella, de manera que ambos notaran las sutiles presiones y matices del otro?
Debía parar. Se estaba poniendo demasiado imaginativa. Hacía tres años que no tenía un verdadero pretendiente; ni tenía tiempo para interesarse por nadie, con el torneo tan cerca. Se reprendió a sí misma; en aquel momento, su vida era la sala de armas y Antoine y, hasta que eso cambiara, no tenía tiempo para jueguecitos románticos. Un movimiento brusco llamó su atención desde la pista, y se dio cuenta de que había estado a punto de perderse el momento en el que el inglés tocaba al maestro en el pecho con la punta de su arma.
Julian le hizo una reverencia, reconociendo así su derrota, pero, cuando se quitó la careta protectora y se retiró a su rincón a secarse el sudor de la frente, tenía una expresión muy dura. El inglés hizo lo mismo; se quitó la careta y la tiró a un lado, y dejó a la vista una cara que cualquier mujer podría estudiar durante horas sin descubrirla por entero. Tenía una nariz fuerte y alargada, las cejas oscuras y los pómulos marcados, que seguramente le hacían cosas maravillosas a su rostro cuando sonreía. En aquel momento, no estaba sonriendo, y le conferían un aire un poco áspero. Y su boca, con aquel aristocrático arco en el labio superior, y con un labio inferior carnoso y sensual, estaba llena de picardía. Solo aquella boca podría tener a una muchacha imaginándose todo tipo de cosas pícaras una noche entera.
—Hoy ha estado perfecto —comentó.
Antoine y ella se habían apartado de las mirillas para hablar y hacer planes. El inglés querría saber si había otro maestro por encima de Anjou con quien poder continuar sus estudios.
Su hermano la miró con seriedad un instante.
—No estamos intimidados, ¿verdad?
Ella dio un resoplido al oírlo, e intentó quitarle razón a su hermano encogiéndose de hombros.
—Admirar al inglés no es lo mismo que sentirse intimidada por él.
¿Intimidada? No. ¿Excitada? Por supuesto. Le ardía el cuerpo.
No, no se sentía intimidada. En general, los hombres no la intimidaban. Se había enfrentado a hombres que se creían los mejores, a hombres como Julian. Ella se deleitaba con la euforia de entrechocar las armas, de agotarlos y golpear cuando su brazo se había debilitado y su orgullo era demasiado fuerte. Sin embargo, tenía la sensación de que el inglés iba a ser distinto; iba a ser un verdadero desafío, pero un desafío que ella conseguiría superar, estaba segura. Había estado observando y aprendiendo. Ya estaba preparada, y él, también.
El inglés llevaba tres semanas asistiendo a la escuela. Al principio, ella lo había observado porque era nuevo, y los nuevos siempre eran interesantes. Él había empezado a medirse con otros caballeros que iban, simplemente, a hacer ejercicio. Cuando los hubo despachado a todos, pasó a combatir contra los que iban allí a estudiar con más seriedad el arte de la esgrima. Y, finalmente, no quedó nadie que pudiera entrenarlo, salvo Julian. El hecho de que Julian hubiera accedido a combatir con él era testimonio de la riqueza y la maestría del inglés, puesto que el maestro solo aceptaba a unos cuantos alumnos selectos que tuvieran la habilidad y el dinero suficientes para recibir la instrucción de uno de los grandes.
Julian ya había sido derrotado. El inglés se había ganado el privilegio de enfrentarse a ella. A ella que era incluso más exclusiva que Julian, y no por el dinero, sino por su secreto. Ninguno de sus clientes sabía que se estaba enfrentando a una mujer. Gracias a la careta y a su destreza, podía permanecer en el anonimato. Nadie hubiera creído nunca que una mujer podía tener tanto talento para la esgrima.
Alyssandra tomó su careta y empuñó el florete.
—¿Salgo ahora?
Antoine negó con la cabeza.
—No, siéntate y sigue mirando. Tu inglés no es del todo perfecto, aunque tú lo creas —respondió su hermano y, con una sonrisa, señaló las mirillas—. Están a punto de empezar otra vez.
Antoine y ella se asomaron nuevamente a las mirillas. Ella observó y esperó pacientemente hasta que Antoine le demostrara lo que había dicho. Habían hecho lo mismo incontables veces desde que, debido a un accidente, Antoine se había quedado incapacitado para practicar la esgrima. Ahora, ella era sus piernas, y él era su mentor. Uno de los beneficios de tener un hermano mellizo era que podía leerle la mente. A menudo, sabía lo que estaba pensando antes de que hablara. Como en aquel preciso instante. Ni siquiera se estaban mirando, pero ella presintió que había visto algo en la parada del inglés.
—¡Eso es! —exclamó Antoine, en un susurro; aunque, en realidad, no había peligro de que pudieran oírlos, porque la habitación estaba insonorizada—. ¿Lo has visto?
Sí, había visto algo, pero ¿qué?
—No —admitió.
Era astuta midiendo a sus oponentes, pero su hermano era un maestro detectando los movimientos más sutiles de un tirador. Por eso había sido tan bueno.
—Ahí lo tienes, baja el hombro —dijo Antoine—. Míralo bien. Va a hacerlo otra vez.
En aquella ocasión, ella lo captó, pero solo alguien con la agudeza de Antoine lo habría notado sin indicación. Julian, por ejemplo, no se había dado cuenta, o habría aprovechado la oportunidad de tocar con la punta del florete el hombro desprotegido del inglés.
—Cuando se recupera de una parada, baja el hombro. Ese es su momento de mayor vulnerabilidad —dijo Antoine, y le guiñó un ojo—. Le ayudaremos a arreglarlo, por supuesto, pero solo después de que tú te hayas hecho con sus clases.
—Bien sûr —dijo Alyssandra, y se echó a reír con su hermano.
Vencer a un estudiante un par de veces antes de revelarle por qué había perdido era una estrategia muy efectiva para ganarse su respeto. Demostraba que el maestro sabía lo que estaba haciendo tanto en la teoría como en la práctica. Sin embargo, al ver la expresión solemne de su hermano, ella se alarmó.
—¿Qué?
—Puedes vencerlo, ¿no? —le preguntó él, con cara de preocupación—. Si no puedes…
Antoine no tuvo que terminar la frase. Los dos sabían que estaba en juego la reputación de la escuela de esgrima, como cada vez que Alyssandra se enfrentaba a un oponente haciéndose pasar por Antoine Leodegrance, el famoso tirador de París.
Ella sonrió para calmar su preocupación.
—Claro que voy a vencerlo. Todo irá bien, como siempre. Me has enseñado perfectamente —le aseguró.
Entendía la inquietud de su hermano. Él quería que estuviera a salvo, pero también se sentía frustrado por no poder mantenerlos a los dos sin tener que recurrir a aquella farsa. Hacía tres años del accidente de Antoine, tres años desde que habían ideado aquella forma de mantener abierta su prestigiosa sala de armas. Nadie querría estudiar esgrima con una mujer.
Su pequeño engaño había funcionado a la perfección hasta aquel momento, y no había ningún motivo para pensar que las cosas fueran a cambiar. Solo había otra persona que conocía su secreto, y era Julian, que tenía tanto que perder como ellos si la verdad salía a la luz. Por supuesto, ellos no habían pensado que el engaño duraría tanto tiempo; esperaban que Antoine recuperara el movimiento y volviera a ocupar su puesto de maestro de armas de la sala. Al principio, los médicos habían dicho con seguridad que solo era una cuestión de tiempo.
Sin embargo, después de tres años, Alyssandra había empezado a preguntarse cuánto tiempo debía pasar hasta que tuvieran que admitir que la recuperación de Antoine era algo improbable. ¿Y si no se recuperaba? ¿Qué significaría eso para ellos dos? Antoine era su única familia, pero no podían seguir manteniendo aquella farsa para siempre por muchas razones, una de las cuales eran sus esperanzas de formar una familia propia. Cuanto más tiempo siguieran con el engaño, menos probabilidades tendría ella de contraer un buen matrimonio. Tal vez ya fuera demasiado tarde; Etienne DeFarge se había casado la primavera pasada porque ya no quería esperar más. Sus esperanzas en ese sentido se habían desvanecido.
Sin embargo, aquellos eran pensamientos para otro momento, para un futuro lejano, si alguna vez llegaba. No tenían ninguna importancia para el día siguiente. Lo que sí tenía importancia era el inglés. Alyssandra se dio la vuelta, concentrada en su presa, y todos los pensamientos sombríos sobre su futuro se vieron desplazados por visiones seductoras de un inglés bailando con sus largas piernas, sus hombros anchos y su atrayente boca.
«Mañana», pensó Alyssandra, «usted, señor, va a encontrarse con la horma de su zapato».