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LUZ PONIENTE

JUAN RAMÓN BIEDMA

Luz poniente

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2019
[Primera edición el libro electrónico, 2019]

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contraportada

Para y por Rosaura
 
Gracias a Paco Ignacio Taibo II, Cristina Macía
y Justo Vasco.
En insuficiente correspondencia

De los cinco apocalipsis que vendrán, el anuncio será el Apocalipsis de la Palabra.

Capítulo de Sofonías,
El manuscrito de Dios

Por ejemplo, los Rosacruces afirman que poseen un libro en el cual se puede aprender todo cuanto esté contenido en los demás libros ya hechos y en los que están por hacer.

NAUDÉ, citado por FIGUER
citado por GÉRARD ENCAUSSE

ÍNDICE

Prólogo. Roma, 2 de octubre de 1829, luz poniente

  1. Sevilla a principios del nuevo siglo, día 360
    1. Hesperio M. Tertulli. Transjordania, diciembre de 1947
  2. Sevilla a principios del nuevo siglo, día 361
    1. Hesperio M. Tertulli. Padua, 20 de junio de 1954
  3. Sevilla a principios del nuevo siglo, día 362
    1. Hesperio M. Tertulli. Viena, 12 de enero de 1953
  4. Sevilla a principiosdel nuevo siglo, día 363
    1. Hesperio M. Tertulli. Atalaya, 11 de septiembre de 1949
  5. Sevilla a principios del nuevo siglo, día 364
    1. Hesperio M. Tertulli. Liechtenstein, 19 de febrero de 1912
  6. Sevilla a principios del nuevo siglo, final de año
    1. Hesperio M. Tertulli. Sevilla, 31 de diciembre de 1909

PRÓLOGO

Roma, 2 de octubre de 1829, luz poniente

El mañana y el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino hacia el polvo de la muerte.

Macbeth, W. SHAKESPEARE

Primero, el cielo nocturno se volvió blanco.

Después se desprendió en millones de fragmentos sobre la ciudad.

Nadie en Roma recordaba una nevada como aquélla a principios del otoño.

Afrontando la galerna a un galope enloquecido, el vaho del jinete se confunde con el de su montura; no le importa el estruendo de los cascos sobre el empedrado de las antiquísimas callejuelas, no importan los lamentos de su caballo cuando le clava la fusta, no importan las lágrimas que le queman de frío los ojos enrojecidos; el conde de Neuchâtel, teniente de la Guardia suiza, ha sustituido su juramento de lealtad al sumo pontífice por otro juramento a una causa aún más elevada. Lo único que importa es que Dios haya estado de acuerdo con su elección.

A medida que se aleja del Palacio Apostólico de la Ciudad del Vaticano, va reduciendo la marcha a un trote rápido. Aunque apenas se cruza con nadie por las calles sin luna, y ha cambiado el vistoso uniforme de alabardero que diseñara Miguel Ángel cuatro siglos atrás para la guardia por un tabardo de piel de camello y unos pantalones de cuero, el viento helado lo va serenando suficientemente para recordar las estrictas instrucciones de no atraer la atención de nadie sobre su presencia, sobre la carga que lleva en las alforjas y sobre la mansión a la que se dirige.

La alianza que se está forjando esa noche va más allá de los doscientos años que su familia ha dedicado al servicio del ejército de la Santa Sede; es más importante que su cabeza, más importante que su honor y, con toda probabilidad, más importante que la salvación de su alma.

Atraviesa las aguas semisólidas del Tevere por el Ponte Sisto y toma la Vía Arenula que lo lleva directamente a la Piazza del Gesù. Desde allí, un angosto callejón lo deja en la puerta posterior de la Villa Martius, donde ya lo esperan dos criados. Uno de ellos se hace cargo del caballo y el otro alumbra con un candil de aceite mientras el soldado extrae algo de las alforjas. A continuación, lo precede al interior del caserón.

Siguiendo los pasos del silencioso lacayo, deja atrás el patio de la casa aparentemente vacía, cruza la oscuridad de las cocinas y llega a la entrada de las bodegas. Desciende despacio a la escasa luz de la llama por una escalera inacabable excavada en los cimientos de la construcción, hasta que un estrecho recodo lo deja ante la claridad y los murmullos de una enorme sala de piedra.

En ella hay exactamente setenta y siete personas.

Siete filas de diez sillas ocupadas por juristas, políticos, militares de alta graduación, aristócratas, hombres de banca, miembros destacados del clero y otros prohombres demasiado importantes como para ser definidos según las categorías habituales constituyen el Consejo Secreto de los Setenta.

En una mesa alargada frente a ellos, cinco cardenales, ex inquisidores de distrito, y en un extremo, contrastando su tosco hábito de arpillera con los ricos ropajes de los prelados, un teólogo dominico que actúa como calificador del consejo.

Preside la mesa el inquisidor general, su eminencia Armand Denis du Mirabeau, cardenal de Lorena.

Todos esperan al teniente de la Guardia suiza, que avanza paralelo a la asamblea, rápido y nervioso bajo la inestable luz de los candelabros, rodea la mesa y se arrodilla ante el inquisidor general, entregándole el legajo robado que portaba en sus alforjas.

—Reverencia.

Por un momento todo se vuelve confusión en la mente enferma del cardenal, cree que el legajo que le tiende el recién llegado es el Manuscrito de Dios, la obra secreta que ha buscado durante tantos años y cuya posesión supondría para la Santa Alianza la llave definitiva con la cual recobrar el poder que se les escapa. Pero en seguida recuerda que no es ése el libro que le están entregando, que los médicos le han pronosticado pocos meses de vida y que otros deberán proseguir con la búsqueda del manuscrito.

Toma las hojas, extiende la mano para que el militar bese la piedra morada de su anillo y, en cuanto éste se retira, se concentra en el documento que lleva en su portada la firma y el sello de lacre del vicario de Roma bajo el título Cogitationes Nostras. Todos guardan silencio mientras pasa despreciativamente las páginas, con indiferencia, como si ya estuviera al tanto de su contenido.

Cuando concluye su examen, dirige su mirada rencorosa y su voz aspirada, llena de furia constreñida, al impaciente auditorio.

—Como sospechábamos, el nuevo papa, ese ser débil que lleva como inmerecido nombre Pío VIII, ha cedido a la extorsión de los correligionarios del demonio.

No hay reacciones entre los concurrentes.

Todos esperan que aquel anciano inmóvil traduzca en palabras las decisiones que van a cambiar el curso de sus vidas y de las vidas de tantas personas.

No los decepciona.

—Nos hemos reunido aquí para trazar una difícil senda. Para iniciar una nueva alianza en defensa de los valores que la propia madre Iglesia ya no sabe preservar por sí misma. En cuanto se haga público el breve que acaba de llegar a mi poder, la Santa Inquisición, el máximo instrumento de protección de la fe, con el que durante seiscientos años hemos combatido los peligros que acechaban a la divina Trinidad, habrá desaparecido formalmente.

De crudo y púrpura, el cardenal de Lorena, con los brazos apoyados en los brazos de su sillón tapizado de terciopelo, observa intensamente a aquellos espectadores procedentes de diversos puntos de Europa y de las Américas, atento a cualquier signo de disidencia. Un hombre sin expectativas personales que ya ha protagonizado otros momentos críticos de cuyo control se vio apartado en el último momento, que obtuvo el arzobispado de Malinas a los treinta y cinco años y el capelo cardenalicio a los cuarenta y dos; una carrera aparentemente imparable hacia el Patriarcado de Occidente truncada para siempre por un cónclave adverso. Es consciente de que llevará muerto muchos años cuando se produzca el desenlace de la empresa que está iniciando en estos días, pero va a asegurarse de que su paso por la historia de la humanidad tenga consecuencias definitivas.

—No voy a extenderme. Ya ha pasado el tiempo de las palabras. A todos los presentes nos constaba hace tiempo que esta situación podía producirse y nos hemos estado preparando para cuando llegara este momento. A todos los presentes nos constan las amenazas que se ciernen sobre nosotros: el mecanicismo, los socialismos y el libertinaje… y que las tres se resumen en una sola: la herejía. Y a todos nos consta cuál es nuestra obligación ante Dios Padre. No podemos permitir que el último baluarte de la Santa Cruz se desintegre en esta época en la que el diablo ha salido de su cautiverio para sentarse a la mesa de los dirigentes de los Estados. No vamos a renunciar al Santo Oficio.

Resuenan las palabras bajo la bóveda oscura, fría y húmeda de la vieja bodega. Se esconden tras los enormes toneles de roble donde envejece el coñac. Se depositan en los anaqueles junto a las polvorientas botellas horizontales.

Mas resuenan los silencios.

—Ya sé que nos esperan innumerables escollos. De itinere deserti quo pergitur post turbamentum. Nos aguardan décadas, siglos quizá, de durísimas contingencias, de velar en silencio. Tenemos que reconstruir el armazón judicial, administrativo y ejecutivo de la Santa Inquisición en toda la cristiandad. Redistribuir los distritos. Dotarlos de hombres fieles, de instalaciones adecuadas, de comunicaciones seguras y raudas, de medios monetarios suficientes, de procedimientos ágiles y prudentes, pero implacables. De un férreo sistema de control por el cual sea este consejo el único órgano jurisdiccional en materia doctrinal y de gobierno interno. Una tarea colosal, cuyas dificultades se verán extremadamente acentuadas por la indefectible necesidad de actuar siempre en el más estricto de los secretos.

A medida que se van agotando las fuerzas del cardenal, aumenta el brillo de sus ojos. En la misma proporción que disminuye el volumen de su voz, se hace más patente la resolución de sus palabras.

—Y, además, hemos de acostumbrarnos a convivir con la certeza de que ninguno de los presentes estaremos aquí para gozar del regreso de los tiempos en que vuelva a imperar la Gracia. La Alianza del Supremo y Santo Oficio que hoy nace seguirá existiendo aun cuando nuestros continuadores, y los continuadores de éstos, hayan abandonado este mundo. Nosotros nos marcharemos con el infinito tormento de haber transitado por el purgatorio… Hoy comienza una de las más cruentas guerras que se han librado en nombre del Señor. Los años interminables serán nuestro campo de batalla. Enterremos la acidia y la falsa misericordia. Nos han expulsado de los templos y de las plazas que legítimamente nos pertenecen, por lo tanto, tenemos que regresar a los subterráneos, adonde ya una vez nos relegaron. Seamos fuertes. El infierno nos espera.

Después de una pausa, el fiscal del consejo tomó la palabra.

De aquella primera sesión surgieron innumerables planes y disposiciones.

Entre ellas, el primer Auto de Fe In Abdito de la Alianza… Unos meses más tarde, el recientemente elegido papa Pío VIII fallecía por causas aparentemente naturales, convirtiéndose su pontificado en uno de los más cortos de la historia.