Escribir este libro ha requerido la orientación y el apoyo de muchos amigos y maestros. En especial, me gustaría ofrecer mi gratitud más profunda a Kristen Barendsen, que fue mi editora de primera línea, una crítica equilibrada y sabia y una maravillosa colaboradora para este libro.
También quiero expresar mi agradecimiento a Arnold Kotler, que aportó su conocimiento editorial en los inicios de este libro, y a Whitney Frick, Bob Miller y Jasmine Faustino, de Flatiron Books, por sus habilidades editoriales y sus amables palabras de aliento.
Mi agente Stephanie Tade ha supuesto una enorme fuente de inspiración, con sus valiosísimos comentarios sobre el manuscrito durante el proceso de escritura. Mi agradecimiento a Noah Rossetter por su apoyo a lo largo de los varios años de escritura; trabajó sobre las citas y me mantuvo sonriente hasta el final.
Siempre estaré profundamente agradecida a mi buena amiga Rebecca Solnit, quien redactó el prólogo, y cuyo trabajo como activista social y como defensora de la verdad me mantuvo fiel a una línea narrativa concisa mientras este proyecto se iba desplegando. Y a Natalie Goldberg, cuyas percepciones como escritora me dieron el valor de lanzarme al arte de escribir con todo el corazón.
Mi vida y este libro se han visto profundamente influidos por muchos activistas valientes, entre ellos Fannie Lou Hamer, Florynce Kennedy, el padre John Dear, Eve Ensler, John Paul Lederach, Jodie Evans, Sensei Alan Senauke y A.T. Ariyaratne. Su trabajo y su dedicación han constituido una guía para mí.
Mi agradecimiento al periodista David Halberstam, que en la década de los 1960 habló de una forma tan conmovedora sobre la muerte de Thich Quang Duc. Sus palabras me transmitieron un mundo que yo nunca hubiera podido comprender sin ese momento en el apartamento de Alan Lomax en los años sesenta, cuando compartió con nosotros su experiencia de estar presente cuando Thich Quang Duc se inmoló.
Mi eterno agradecimiento a los fantásticos antropólogos Alan Lomax, Mary Catherine Bateson, Gregory Bateson y Margaret Mead por presentarme perspectivas multiculturales sobre la cultura y el comportamiento humano. Y a Stanislav Grof, cuyo trabajo sobre la «desintegración positiva» abrió para mí «las puertas de la percepción».
También me siento profundamente agradecida a los colaboradores y colegas en el campo de los cuidados al final de la vida, en especial los doctores Cynda Rushton y Tony Back por todo lo que han aportado a nuestros programas de formación y por sus colaboraciones intelectuales a lo largo de los años. Asimismo, me siento muy agradecida a Frank Ostaseski, Jahn Jahner, Rachel Naomi Remen, Gary Pasternak y Cathy Campbell por sus inestimables contribuciones.
Quiero darle las gracias al neurocientífico Alfred Kaszniak, que me asesoró en las partes científicas de este libro. Y también a la comunidad de Mind and Life Institute, a su cofundador, Francisco Varela, y a sus miembros Evan Thompson, Richard Davidson, Daniel Goleman, Antoine Lutz, Paul Ekman, Helen Weng, Nancy Eisenberg, Daniel Batson, Amishi Jha, Susan Bauer-Wu y John Dunne, cuyo trabajo ha contribuido a mi comprensión de la neurociencia y de la psicología social de estados y rasgos. También me siento en deuda con Christina Maslach y Laurie Leitch; su trabajo sobre el burnout me ha ayudado a comprender el sufrimiento que existe en nuestro mundo actual.
Asimismo, quiero dar las gracias a grandes maestros budistas, cuyas luces brillan a lo largo de este libro. Mi gratitud a Su Santidad el Dalai Lama, Thich Nhat Hanh, Roshi Bernie Glassman, Roshi Eve Marko, Roshi Jishu Angyo Holmes, Roshi Enkyo O’Hara, Roshi Fleet Maull, Roshi Norman Fischer, Matthieu Ricard, Chagdud Tulku Rinpoche, Sharon Salzberg y al artista, traductor y activista social Kazuaki Tanahashi.
Quiero hacer mención a todo lo que he aprendido de los medioambientalistas William DeBuys y Marty Peale sobre los sistemas vivos, y dar las gracias a Jerome Wodinsky, biólogo marino de la Universidad de Brandeis, que hace muchos años me invitó a la vida del Octopus vulgaris en el Laboratorio Marino de Bimini. También quiero dar las gracias al biólogo marino y neurofisiólogo Edward (Ned) Hodgson de la Universidad de Tufts, que me introdujo en el mundo de los tiburones y despertó mi amor por el mar.
Mis colaboradores en las Clínicas Nómadas de Upaya me han enseñado inmensamente. Le doy las gracias a Tenzin Norbu, Prem Dorchi Lama, Buddhi Lama, Tsering Lama, Pasang Lhamu Sherpa Akita, Tora Akita, Dolpo Rinpoche, Charles MacDonald, y Wendy Lau, entre muchos otros profesionales sanitarios y amigos que han servido en nuestras clínicas himalayas a elevadas altitudes, y cuyo valor y dedicación aparecen reflejados en varias historias en este libro.
Le doy las gracias a Sensei Joshin Brian Byrnes, a Kosho Durel y a Cassie Moore por sus valiosos conocimientos acerca de la realidad de las personas sin techo. Y a Sensei Genzan Quennell, Sensei Irene Bakker, y Sensei Shinzan Palma por sostener el dharma en su trabajo al servir a los demás.
Mis buenos amigos el hermano David Steindl-Rast y Ram Dass han estado a mi lado como guías y como inspiración durante muchos años. Su sabiduría se refleja en este libro.
Mi inmenso agradecimiento a los estudiantes de capellanía de Upaya que me han enseñado tanto, entre ellos William Guild, Michele Rudy y Angela Caruso-Yahne, cuyas historias aparecen en este libro.
Mi profunda gratitud al psicólogo Laurel Carraher, quien me invitó al poderoso trabajo de servir como voluntaria en la Penitenciaría de Nuevo México.
Para mí, el arte también supone una fuente importante de aprendizaje y de inspiración. Mi agradecimiento a los artistas Joe David y Mayumi Oda, y Sachiko Matsuyama y Mitsue Nagase por presentarme al fabricante de espejos mágicos Akihisa Yamamoto. De igual modo, me siento profundamente agradecida por las palabras de escritores como Pico Iyer, Clark Strand, Jane Hirschfield, David Whyte, Wendell Berry y Joseph Bruchac.
Mi amor por mi familia biológica se puede descubrir en varios capítulos. Doy las gracias a mis padres, John y Eunice Halifax, a mi hermana Verona Fonte y a sus hijos, John y Dana, y también a Lila Robinson, que me cuidó cuando yo era niña y caí gravemente enferma.
Quiero expresar mi agradecimiento a un grupo especial de personas que me han ayudado en mi trabajo a lo largo de los años: Barry y Connie Hershey, John y Tussi Klug,Tom y Nancy Driscoll, Laurance Rockefeller, Pierre y Pam Omidyar, y Ann Down. Su apoyo generoso a mis muchos proyectos me ha posibilitado expandir mi horizonte y asumir los riesgos que me han llevado al límite en el que he aprendido y he intentado beneficiar a otros.
Y tras expresar mi enorme aprecio hacia aquellos que han contribuido a hacer realidad este libro, también quiero disculparme por cualquier error de comprensión en el que haya podido incurrir, y al mismo tiempo asumir la responsabilidad por lo escrito en estas páginas. Este libro lo he escrito desde mi experiencia directa, y es posible que lo que yo haya aprendido no esté siempre en concordancia con la ciencia convencional o con el budismo tradicional.
Hay una pequeña cabaña en las montañas de Nuevo México donde paso algún tiempo siempre que puedo. Se encuentra en un profundo valle en el corazón de la cordillera de Sangre de Cristo. La caminata desde mi cabaña hasta la cima, a más de cuatro mil metros por encima del nivel del mar, es extenuante. Desde allí puedo ver el profundo tajo del río Grande, los bordes del antiguo volcán de Valles Caldera y la distintiva meseta de Pedernal, donde, según los dinés, nacieron el Primer Hombre y la Primera Mujer.
Cada vez que camino por la cresta de la montaña, me descubro pensando en límites y bordes. A lo largo de la cresta hay lugares donde debo poner mucho cuidado en donde piso. Hacia el oeste, un abrupto declive de pedreras conduce a la cuenca exuberante y estrecha del río San Leonardo; al este, un descenso rocoso y empinado hacia el espeso bosque que rodea el río Trampas. Soy consciente de que, por esos riscos, un mal paso podría cambiar mi vida. Desde esta cresta, puedo ver que abajo, en la distancia, hay un paisaje asolado por el fuego o hileras de árboles que mueren por falta de sol. Las lindes entre esos hábitats dañados encajan y las áreas de bosque sanas a veces son tajantes y otras veces difusas. He oído decir que las cosas crecen desde los bordes. Por ejemplo, los ecosistemas se expanden desde sus lindes, donde tienden a albergar mayor diversidad de vida.
Mi cabaña se encuentra en el límite entre un humedal alimentado por la nieve profunda del invierno y un espeso bosque de abetos que no ha visto un fuego en cien años. A lo largo de este límite hay una abundancia de vida, donde conviven el álamo temblón de corteza blanca, la violeta salvaje y la aguileña púrpura, así como el temerario arrendajo de Steller, el búho boreal, la perdiz nival y el pavo salvaje. En verano, los altos juncos y el herbazal de los humedales son refugio de ratones de campo, ratas de pradera y topillos ciegos, a su vez codiciadas presas de rapaces y gatos monteses. Los prados también alimentan a los alces y venados que acuden a apacentarse al amanecer y al atardecer. Las jugosas frambuesas, las diminutas fresas silvestres y los sabrosos arándanos cubren las laderas que enmarcan nuestro valle y, a finales de julio, los osos y yo devoramos sin pudor sus frutos abundantes.
He llegado a pensar que los estados mentales también son ecosistemas. Esos terrenos, a veces amistosos y a veces peligrosos, son entornos naturales incrustados en el sistema más amplio de nuestro carácter. Creo que es importante estudiar nuestra ecología interna para que podamos reconocer cuándo estamos al borde, en peligro de resbalarnos desde la salud hacia la patología. Y cuando caemos en las regiones menos habitables de nuestras mentes, podemos aprender de estos peligrosos territorios. Los bordes son lugares donde se encuentran los opuestos. Donde el miedo se encuentra con el valor y el sufrimiento con la libertad. Donde el terreno sólido termina en un desfiladero. Donde podemos alcanzar una vista que abarca mucho más de nuestro mundo. Y donde necesitamos mantener una gran conciencia, no vaya a ser que tropecemos y caigamos…
Nuestro viaje por la vida es un viaje de peligro y de posibilidad, y a veces ambas cosas al tiempo. ¿Cómo podemos mantenernos en el umbral entre el sufrimiento y la libertad y participar en ambos mundos? Con nuestra propensión a las dualidades, los humanos tendemos a identificarnos o con la terrible verdad del sufrimiento, o con la liberación del sufrimiento. Sin embargo, excluir cualquier porción del paisaje más amplio de nuestras vidas reduce el territorio de nuestra comprensión.
La vida me ha llevado a geografías emocional, social y geográficamente complejas. He militado en los movimientos antibélicos y a favor de los derechos civiles de los años sesenta, he trabajado como médica y antropóloga en un gran hospital público, he fundado y dirigido dos comunidades educativas y de práctica espiritual, me he sentado a la cabecera de la cama de personas moribundas, he sido voluntaria en una cárcel de máxima seguridad, he pasado largos periodos de tiempo meditando, he colaborado con neurocientíficos y psicólogos sociales en proyectos basados en la compasión y he dirigido clínicas en las zonas más remotas del Himalaya: todo eso me ha planteado desafíos complicados, incluso periodos de agobio. La educación adquirida a través de estas experiencias, en especial a través de mis luchas y fracasos, me ha ofrecido una perspectiva que jamás habría podido anticipar. He llegado a ver el valor profundo de asimilar todo el panorama de la vida y de no rechazar o negar lo que se nos da. También he aprendido que nuestros desvíos, dificultades y «crisis» podrían no ser obstáculos terminales. En realidad, pueden ser puertas de acceso a paisajes internos y externos más amplios y más ricos. Si estamos dispuestos a investigar nuestras dificultades, podemos convertirlas en una visión de la realidad más valiente, más inclusiva, más nueva y más sabia, como han hecho tantos otros que se han precipitado al vacío.
Con el paso de los años, he tomado progresivamente consciencia de cinco cualidades internas e interpersonales imprescindibles para una vida compasiva y valiente y sin las cuales no podemos estar al servicio, ni tampoco sobrevivir. Pero si estos valiosos recursos se deterioran, se pueden manifestar como paisajes peligrosos y dañinos. He llamado a estas cualidades bivalentes estados límite.
Los estados límite son el altruismo, la empatía, la integridad, el respeto y la implicación, valores de una mente y un corazón que ejemplifican el cuidado, la conexión, la virtud y la fortaleza. No obstante, si perdemos el equilibrio firme en los elevados riscos de cualquiera de esas cualidades, podemos caer en un lodazal de sufrimiento donde nos veremos atrapados en las aguas tóxicas y caóticas de los aspectos nocivos de un estado límite.
El altruismo puede convertirse en altruismo patológico. Las acciones desinteresadas al servicio de los demás son esenciales para el bienestar de la sociedad y del mundo natural. Pero en ocasiones nuestros actos aparentemente altruistas nos lastiman, lastiman a quienes estamos tratando de servir o dañan a las instituciones donde servimos.
La empatía puede resbalar hacia la angustia empática. Cuando somos capaces de sentir el sufrimiento de otra persona, la empatía nos acerca más a los demás, nos puede inspirar a servir y a expandir nuestra comprensión del mundo. Pero si asumimos demasiado el sufrimiento de otra persona y nos identificamos muy intensamente con él, podemos acabar dañados e incapaces de actuar.
La integridad apunta a tener fuertes principios morales. Pero cuando nos implicamos o presenciamos actos que violan nuestro sentido de integridad, de justicia o de beneficencia, el resultado puede ser sufrimiento moral.
El respeto es considerar con alta estima a los seres y las cosas. El respeto puede naufragar en las aguas pantanosas de la falta de respeto tóxica, cuando vamos en contra de los valores y los principios del civismo o denigramos a los demás o a nosotros mismos.
La implicación en nuestro trabajo puede dar propósito y significado a nuestras vidas, sobre todo si nuestro trabajo sirve a los demás. Pero el exceso de trabajo, un lugar de trabajo nocivo o la experiencia de la falta de eficacia pueden conducir al burnout o agotamiento, y desembocar en un colapso físico y psicológico.
Como un médico que diagnostica una enfermedad antes de recomendar un tratamiento, me sentí obligada a explorar el aspecto destructivo de estas cinco cualidades humanas virtuosas. Por el camino, me sorprendió aprender que incluso en sus formas degradadas, los estados límite pueden enseñarnos y fortalecernos, igual que los huesos y los músculos se fortalecen cuando se exponen al estrés, y si se rompen o desgarran, si se dan las circunstancias adecuadas se pueden curar y acabar siendo más fuertes que antes de la lesión.
Dicho de otro modo, perder el pie y resbalar por la pendiente del daño no tiene por qué ser necesariamente una catástrofe terminal. Nuestras mayores dificultades nos pueden aportar humildad, perspectiva y sabiduría. En su libro1 La soberanía del bien (1970), Iris Murdoch definió la humildad como «un respeto desinteresado por la realidad». Escribe que «nuestra imagen de nosotros mismos se ha vuelto demasiado grande». Eso lo descubrí al sentarme en la cama de los moribundos y al estar con los cuidadores. Hacer este trabajo íntimo con los que estaban muriendo y con quienes los cuidaban me hizo ver qué gravosos pueden ser los costes del sufrimiento tanto para el paciente como para el que cuida. Desde ese momento, he aprendido de maestros, abogados, directivos, defensores de los derechos humanos y padres que ellos pueden experimentar lo mismo. Entonces recordé algo profundamente importante y al mismo tiempo totalmente obvio: que la salida de la tormenta y del fango del sufrimiento, el camino de vuelta a la libertad en el límite más alto de la fuerza y el coraje, reside en el poder de la compasión. Esta es la razón por la que me zambullí en el intento de comprender qué son los estados límite y cómo pueden moldear nuestras vidas y la vida del mundo.
Cuando pienso en el lado destructivo de los estados límite, recuerdo el trabajo de Kazimierz Dabrowski, psiquiatra y psicólogo polaco que propuso una teoría del desarrollo de la personalidad denominada desintegración positiva. Es un enfoque transformador hacia el crecimiento psicológico basado en la idea de que las crisis son importantes para nuestra maduración personal. El concepto de Dabrowski es similar a un principio de la teoría de sistemas: los sistemas vivos que se descomponen pueden reorganizarse a un nivel más elevado y más robusto si aprenden de la experiencia de descomposición.
En mi trabajo de antropóloga en Malí y México, también observé la desintegración positiva como una dinámica fundamental en los «ritos de paso». Son ceremonias de iniciación que marcan transiciones vitales importantes, y su intención es profundizar y reforzar el proceso. Esta moción de desintegración positiva también estaba reflejada en el trabajo que llevé a cabo como coterapeuta con el psiquiatra Stanislav Grof, haciendo uso del LSD como complemento a la psicoterapia en pacientes terminales de cáncer. En el proceso de este rito de paso contemporáneo, aprendí mucho acerca del valor de afrontar directamente nuestro propio sufrimiento como un medio para la transformación psicológica.
Años más tarde, oiría al maestro vietnamita Thich Nhat Hanh –o Thay, como le llaman sus estudiantes– reflejar esta sabiduría cuando hablaba del sufrimiento que experimentó cuando se encontraba en medio de la guerra de Vietnam y más tarde como refugiado. Decía, con voz calmada, «Sin lodo, no hay loto».
Reflexionando sobre las dificultades que podemos experimentar al servir a otros, desde el altruismo patológico hasta el síndrome del trabajador quemado, el lado tóxico de los estados límite se puede considerar desde la perspectiva de la desintegración positiva. El lodo putrefacto del fondo de un viejo estanque puede ser también alimento para el loto. Dabrowsky, Grof y Thay nos recuerdan que nuestro sufrimiento puede alimentar nuestra comprensión y ser uno de los grandes recursos de nuestra sabiduría y nuestra compasión.
Otra metáfora para la desintegración positiva nos habla de tormentas. Yo crecí en el sur de Florida. Cada año de mi infancia, los huracanes ponían el vecindario patas arriba. Las líneas eléctricas chisporroteaban en las calles mojadas, el viento arrancaba de la tierra las viejas higueras y también las cubiertas de los tejados de tejas de barro de las casas de estuco de estilo español del barrio. A veces mis padres nos llevaban a mi hermana y a mí a la playa para ver llegar los huracanes. Nos plantábamos en la orilla, sintiendo la fuerza del viento, el azote de la lluvia. Luego regresábamos rápidamente a casa, abríamos todas las puertas y ventanas y dejábamos que la tormenta soplara libremente.
En una ocasión leí sobre un geólogo especializado en el estudio de las playas. Lo estaban entrevistando durante un inmenso huracán que azotaba los Bancos Externos de Carolina del Norte. El geólogo le dijo al periodista: «Estoy deseando llegar a la playa cuanto antes». Tras una pausa, el periodista le preguntó: «¿Qué espera ver ahí fuera?».
Al leer esto, mi atención se agudizó. Esperaba que el geólogo describiera una escena de destrucción total. Pero él simplemente dijo: «Probablemente haya una playa nueva».
Una nueva playa, una nueva costa: regalos de la tormenta. Aquí, en el límite, existe la posibilidad de destrucción, de sufrimiento… y de promesa ilimitada.
En los estados límite reside un gran potencial, y si se trabaja hábilmente con ellos, se puede acelerar la comprensión. Pero los estados límite son un territorio voluble, y las cosas pueden ir en cualquier dirección. Caída libre o terreno sólido. Agua o arena. Barro o loto. Cuando un fuerte viento nos atrapa en una playa o en una cordillera, podemos tratar de mantenernos firmes y disfrutar de la vista. Si nos precipitamos fuera del límite de nuestra comprensión, tal vez la caída nos pueda enseñar qué importante es mantener nuestra vida en equilibrio. Si estamos atascados en el barro del sufrimiento, podemos recordar que la materia en descomposición alimenta el loto. Si el mar nos arrastra, quizá podamos aprender a nadar en medio del océano, incluso en plena tormenta. Y cuando estamos allí, quizá aprendamos incluso a dejarnos llevar, subiendo y bajando las olas del nacimiento y la muerte junto con el compasivo bodhisattva Avalokitesvara.
A veces, me imagino los estados límite como una meseta de piedra rojiza. Vista desde arriba, parece sólida y ofrece un amplio panorama, pero sus bordes son un precipicio total, sin rocas ni árboles que frenen nuestra caída. El borde en sí es un lugar expuesto donde la menor pérdida de concentración puede hacernos perder el equilibrio. Abajo, al fondo, aguarda el terreno duro de la realidad, y la caída nos puede destrozar. Otras veces imagino que hemos caído en un pantano oscuro, donde podemos quedar largo tiempo atrapados. Cada vez que intentamos salir, el barro del sufrimiento nos absorbe más hacia el fondo. Pero tanto si nuestra caída termina en roca dura como en una desagradable cloaca, estamos muy lejos del borde superior de nuestro mejor yo, y la caída y el aterrizaje se cobran su precio.
Cuando estamos en lo alto del acantilado, en el borde elevado del altruismo, la empatía, la integridad, el respeto y la implicación, podemos mantenernos firmes en él, sobre todo si somos conscientes de lo que podría suceder si perdemos el equilibrio. Este reconocimiento puede alimentar nuestra determinación de actuar desde nuestros valores, así como nuestra humildad al saber qué fácil es cometer errores. Y si nos tropezamos y caemos, o si la tierra se desmorona bajo nuestros pies, tenemos que encontrar alguna manera de regresar a la cresta, al lugar donde nuestro equilibrio y nuestro contrapeso nos pueden mantener firmemente arraigados y la vista abarca el paisaje completo. En el mejor de los casos, podemos aprender a evitar la caída al abismo… la mayor parte del tiempo. Pero nuestro camino está expuesto a la realidad y, más tarde o más temprano, la mayoría de nosotros caeremos al vacío. Es importante que no haya juicio en eso. Lo que de verdad importa es lo que hagamos con esa experiencia, cómo usemos el espacio de transformación que encierra la caída.
Creo que tenemos que trabajar el borde, expandir sus límites y descubrir el don del equilibrio entre los diversos ecosistemas de los estados límite, de modo que podamos poner a nuestra disposición una mayor variedad de experiencias humanas. Es en el límite donde podemos descubrir el valor y la libertad. Tanto si afrontamos la angustia y el dolor de los demás como si nos enfrentamos a nuestras propias dificultades, se nos invita a mirar de frente el sufrimiento para que, con suerte, podamos aprender de él y cultivar la perspectiva y la resiliencia, y aprender asimismo a abrir el gran regalo de la compasión. En cierto sentido, los estados límite solo son la opción de cómo ver cosas. Nos brindan una manera nueva de ver e interpretar nuestras experiencias de altruismo, empatía, integridad, respeto e implicación… y sus lados oscuros. Si alimentamos una visión más amplia, más inclusiva e interconectada de estas cualidades humanas ricas y poderosas, podemos aprender a reconocer cuándo estamos al límite, cuándo corremos el riesgo de traspasar la frontera, cuándo nos hemos pasado de la raya y cómo volver a trepar hasta la cima de lo mejor de nosotros mismos.
Desde allí, podemos descubrir cómo cultivar una perspectiva que todo lo abarque, la visión interior que desarrollamos fomentando una profunda conciencia de cómo funcionan nuestros corazones y mentes en medio de las grandes dificultades de la vida. Y también podemos percibir la verdad de la impermanencia, la interconexión, la ausencia de base firme. La perspectiva amplia se puede abrir cuando hablamos con una persona que se está muriendo sobre sus deseos, cuando oímos el ruido de la puerta de la cárcel y cuando escuchamos a nuestros hijos con atención. Se puede abrir cuando en la calle conectamos con una persona sin hogar, cuando visitamos la tienda húmeda de un refugiado sirio atrapado en Grecia y cuando nos sentamos con una víctima de tortura. También se puede abrir a través de nuestra propia experiencia de angustia. La perspectiva se puede abrir casi en cualquier lugar; sin eso no podemos ver el abismo ante nosotros, el pantano bajo nuestros pies y el espacio dentro y fuera de nosotros. El paisaje también nos recuerda que el sufrimiento puede ser nuestro maestro más grande.
Muchas son las influencias que han conformado mi manera de ver el mundo y han contribuido a mi perspectiva de los estados límite. Durante los años sesenta era joven e idealista; para muchos de nosotros fue una época difícil y apasionante. Estábamos indignados ante la opresión sistémica de nuestra sociedad: racismo, sexismo, clasismo, discriminación por la edad. Veíamos que esa opresión alimentaba la violencia de la guerra, la marginación económica y el consumismo, además de la destrucción del medioambiente.
Queríamos cambiar el mundo. Y queríamos una forma de trabajar con nuestras buenas aspiraciones; no perderlas ni perdernos en ellas. En ese clima de conflicto político y social empecé a leer libros sobre budismo y a aprender a meditar por mi cuenta. A mediados de los sesenta conocí al joven maestro zen vietnamita Thich Nhat Hanh y gracias a su ejemplo me sentí atraída hacia el budismo, porque aborda de manera directa las causas del sufrimiento personal y social y porque su enseñanza principal es que transformar la angustia es el camino hacia la liberación y el bienestar de nuestro mundo. También me gustó que el Buda hiciera hincapié en la indagación, la curiosidad y la investigación como herramientas del camino y que no nos recomendara evitar, negar o exagerar el valor del sufrimiento.
El concepto budista de surgimiento interdependiente también me aportó una forma nueva de percibir el mundo: ver las intrincadas conexiones entre cosas aparentemente separadas. El Buda explicaba ese concepto con estas palabras: «Esto es porque eso es. Esto no es porque eso no es. Esto llega a ser porque eso llega a ser. Esto deja de ser porque eso deja de ser». Al mirar un cuenco de arroz, puedo ver la luz del sol y la lluvia y los granjeros y los camiones conduciendo por las carreteras.
En cierto sentido, un cuenco de arroz es un sistema. Poco después de empezar a estudiar budismo, comencé a investigar la teoría de sistemas, una forma de ver el mundo como una colección de sistemas interrelacionados. Cada sistema tiene un propósito; por ejemplo, un cuerpo humano es un sistema cuyo propósito (al nivel más básico) es mantenerse vivo. Todas las partes del sistema deben estar presentes para que el sistema pueda funcionar de forma óptima: sin un corazón o un cerebro o unos pulmones que funcionen, moriríamos. Da igual en qué se dispongan las partes; no puedes confundir el lugar de cada órgano.
Los sistemas van de lo micro a lo macro, de lo sencillo a lo complejo. Hay sistemas biológicos (el sistema circulatorio), sistemas mecánicos (una bicicleta), ecosistemas (un arrecife de coral), sistemas sociales (amistades, familias, sociedades), sistemas institucionales (centros de trabajo, organizaciones religiosas, gobiernos), sistemas astronómicos (nuestro sistema solar), etcétera. Los sistemas complejos suelen estar compuestos por numerosos subsistemas. Los sistemas alcanzan su punto culminante, avanzan hacia el declive y finalmente colapsan, dejando espacio para que surjan sistemas alternativos.
Digo esto porque, en conjunto, los estados límite constituyen un sistema interdependiente y se influyen entre sí, formando nuestro carácter. Y los sistemas son el terreno sobre el cual se desarrollan los estados límite: relaciones interpersonales, el lugar de trabajo, las instituciones, la sociedad, además de nuestros cuerpos y mentes. Cuando los sistemas se deterioran, también nosotros podemos desmoronarnos. Aun así, con frecuencia, desde el colapso puede surgir una perspectiva de la realidad nueva y más fuerte.
Tengo un amigo que fue un psicólogo dedicado y hábil, pero después de años de práctica, se había hundido en la futilidad. En una conversación me confesó: «Ya no puedo soportar escuchar a mis pacientes». Me explicó que en algún punto de su carrera había empezado a sentir cada emoción que experimentaban sus clientes, y estaba totalmente abrumado por sus experiencias de sufrimiento. La exposición constante acabó por agotarlo. Llegó un momento en que ya no podía dormir y comía demasiado para aliviar el estrés. Se adentró progresivamente en un espacio de impotencia y de cierre emocional. «Sencillamente no me importa –dijo–. Me siento desinflado y gris por dentro.» Y lo peor, había empezado a derivar sus clientes a otros médicos, y sabía que eso significaba que debía dejar su profesión.
Su historia es un ejemplo de los resultados negativos de una combinación presente en todos los estados límite: lo que ocurre cuando el altruismo se vuelve tóxico, la empatía conduce a un malestar empático, el respeto colapsa bajo el peso de la sensibilidad y la inutilidad y se convierte en una falta de respeto con una pérdida de integridad, y cuando la implicación desemboca en el agotamiento. El sufrimiento se había apoderado del psicólogo, y él empezó a morir por dentro. Ya no podía absorber y transformar el dolor para encontrar un significado en su trabajo y su mundo.
Mi amigo dista de estar solo en su sufrimiento. Muchos cuidadores, padres y profesores me han confesado tener sentimientos parecidos. Parte de mi trabajo ha consistido en afrontar la devastadora epidemia de la futilidad, que provoca un déficit de compasión en aquellas personas que se supone que han de cuidar.
Tengo otra amiga, una joven nepalí que desafió las probabilidades y transformó la adversidad en fortaleza. Pasang Lhamu Sherpa Akita, una de las mejores escaladoras del país, se hallaba a una hora de distancia a pie del campamento base del Everest, en abril de 2015, cuando tuvo lugar el terremoto de 7,8. Pudo oír la avalancha atronadora que causó tantas muertes en el campamento base. Inmediatamente se puso en marcha para ayudar, pero se vio obligada a dar media vuelta cuando se produjo una réplica.
El terremoto había destrozado la casa de Pasang en Katmandú, pero ella y su marido, Tora Akita, supieron que tenían que responder a la pérdida de vidas, hogares y medios de subsistencia que tantos estaban viviendo en Nepal. «Yo podría haber muerto en el campamento base del Everest –dijo Pasang–, pero estaba segura. Sobreviví. Tenía que haber algún motivo por el cual sobreviví. Le dije a mi marido: “Tenemos que hacer algo por las personas que lo están pasando mal”».
En Katmandú, Pasang y Tora empezaron a organizar a los jóvenes y contrataron camiones para llevar arroz, lentejas, aceite, sal y lonas a los habitantes de Sindhupal-chowk, la región del epicentro del terremoto. Semana tras semana, volvía a la zona de Gorkha con tejados de zinc, tiendas, medicinas y más lonas para los supervivientes de una serie de pueblos. Contrató a gente del lugar para construir nuevos caminos sobre y a través de los derrumbamientos que habían destruido los senderos existentes. Dio trabajo a cientos de aldeanos para llevar comida y suministros a las personas que habían quedado completamente aisladas por los efectos del terremoto, y que se enfrentaban a la temporada del monzón sin alimento ni abrigo.
Pasang actuó desde el altruismo, un estado límite que puede bascular fácilmente hacia el perjuicio. Pero cuando hablaba con ella durante sus largos meses de servicio intensivo después del terremoto, en su voz nunca detecté nada que no fuera buena voluntad, energía y dedicación ilimitadas. También expresó su tremenda sensación de alivio por la posibilidad de ayudar que tenían ella y su marido.
Mi amigo psicólogo sobrepasó el límite y nunca encontró el camino de regreso. Mi amiga nepalí se mantuvo en la orilla buena de su humanidad. ¿Cómo es posible que, en lugar de ser derrotadas por el mundo, algunas personas saquen fuerzas de su profundo deseo de ponerse al servicio?
Creo que la clave es la compasión. El psicólogo había perdido la conexión con su corazón compasivo; al haberse quemado había sofocado sus sentimientos. El cinismo había echado una raíz profunda. Pasang, sin embargo, fue capaz de mantenerse arraigada en la compasión al dejar que sus sentimientos guiaran sus acciones. He llegado a ver la compasión como la forma de mantenernos arraigados y firmes al borde del precipicio y no despeñarnos al sobrepasar el límite. Y cuando caemos, la compasión puede ser nuestra salida de la ciénaga.
Si aprendemos a reconocer los estados límite en nuestra vida, podemos mantenernos en el umbral del cambio y contemplar un paisaje rico en sabiduría, ternura y amabilidad humana básica. Al mismo tiempo, podemos ver un terreno asolado por la violencia, el fracaso y la inutilidad. Si tenemos la fortaleza de quedarnos en el borde, podemos sacar lecciones de los entornos de sufrimiento –los campamentos de refugiados, las zonas destruidas por los terremotos, las cárceles, los pabellones de enfermos de cáncer, los poblados chabolistas y las zonas de guerra, y al mismo tiempo recuperar nuestros recursos a través de nuestra bondad básica y la bondad básica de los demás–. Esta es la premisa fundamental para conocer íntimamente los estados límite: cómo desarrollamos la fuerza para mantenernos en el borde y conseguir una visión más amplia, una vista que incluya todos los lados de la ecuación de la vida. Cómo encontramos el equilibrio entre fuerzas opuestas que da vida. Cómo encontramos la libertad en el límite. Y cómo descubrimos que la alquimia del sufrimiento y la compasión engendra el oro de nuestro carácter, el oro de nuestros corazones.
La palabra altruismo fue acuñada en 1830 por el filósofo francés Auguste Comte, quien la obtuvo de la expresión vivre pour autrui, o «vivir para otros». El altruismo, un antídoto contra el egoísmo de vivir para nosotros mismos, se convirtió en una nueva doctrina social basada en el humanismo en lugar de en la religión. El altruismo era un código ético para los no creyentes, uno separado del dogma.
Los que actúan desde la forma más pura de altruismo no buscan aprobación o reconocimiento social, y tampoco sentirse mejor consigo mismos. Una mujer ve a un niño desconocido que camina despistado hacia un coche. No piensa: «Salvar a este niño me haría ser buena persona», simplemente se lanza a la carretera y agarra al niño, arriesgando su propia vida. Y es probable que después no se vanaglorie demasiado. Lo que piensa es que hizo lo que tenía que hacer. «Cualquiera habría hecho lo mismo.» Se siente aliviada porque el niño está sano y salvo. Como ilustra este ejemplo, el altruismo va un paso más allá de la generosidad ordinaria; implica sacrificio personal o riesgo físico.
En 2007, Wesley Autrey (no muy alejado de autrui), un obrero de la construcción, saltó a las vías del metro de Manhattan para salvar a Cameron Hollopeter, un estudiante de cine que sufrió una convulsión y cayó del andén a las vías. Autrey vio que se acercaba el tren y saltó para apartar a Hollopeter de su paso. Pero el tren se acercaba demasiado rápido, así que Autrey se arrojó sobre Hollopeter, tumbándolo en la zanja de drenaje entre las vías, de apenas treinta centímetros de profundidad. Mientras aplastaba contra el suelo al hombre que tenía debajo, el tren pasó por encima de ambos, rozando la punta de la gorra de lana de Autrey. Ningún pensamiento hacia sí mismo, solo un impulso inmediato de salvar la vida de un compañero humano.
Posteriormente, Autrey parecía estar desconcertado ante toda la atención y los elogios que recibió. Relató al New York Times: «No creo haber hecho nada espectacular; simplemente vi a una persona que necesitaba ayuda. Hice lo que sentí que era correcto».3
Para mí, la historia de Autrey es un ejemplo de altruismo puro. Todos tenemos impulsos altruistas, pero no todos nos dejamos llevar por ellos en todo momento. Sin duda en el andén del metro hubo otras personas que vieron convulsionarse a Hollopeter y percibieron su necesidad de ayuda, pero también entendieron que podían perder la vida si lo ayudaban. El altruismo surge cuando nuestro impulso de servir supera nuestro miedo y nuestros instintos de supervivencia. Afortunadamente, Autrey fue lo bastante hábil como para salvar una vida y sobrevivir al mismo tiempo.
En todo el planeta, todos los días, las personas actúan desde un altruismo puro para estar al servicio de los demás. Como el manifestante chino no identificado que se plantó resueltamente delante de los tanques que se dirigían a la plaza de Tiananmen. Como los médicos en África que trataron valientemente a los pacientes de ébola. Como los parisinos que abrieron sus hogares a quienes huían de los ataques terroristas de 2015. Como los tres mil valientes voluntarios sirios que fueron los primeros en intervenir para ayudar a rescatar a los supervivientes del bombardeo de barrios civiles.4 Como Adel Termos, que abordó a uno de los terroristas suicidas cuando se dirigía hacia una mezquita llena de gente en Beirut la víspera de los atentados de París en 2015. Cuando Termos hizo detonar la bomba lejos de la multitud, perdió su propia vida, pero salvó la de otros muchos.5 Como Ricky John Best, Taliesin Myrddin Namkai-Meche y Micah David-Cole Fletcher, que intervinieron audazmente en un ataque racial contra dos adolescentes que viajaban en el metro ligero MAX de Portland en mayo de 2017. Ricky y Taliesin perdieron la vida; Micah sobrevivió.6 Mientras se desangraba, Taliesin ofreció estas palabras: «Dile a todos los que viajan en este tren que los amo». Creo que en este mundo nuestro tan tenso es importante escuchar historias como estas para mantener nuestra fe en la belleza y el poder del corazón humano, y recordar lo natural que es el altruismo.
Volvamos por un momento a la mujer que rescata al niño del tráfico. Si después pensara: «Soy una buena persona por actuar así», ¿este pensamiento de felicitación personal invalidaría el altruismo de su acción? Las definiciones más estrictas de altruismo no admiten la participación del ego, ni antes ni después de la acción. El altruismo se caracteriza por ser un acto de desinterés que consiste en beneficiar a los demás, un acto carente de expectativas de recompensa externa (como gratitud o correspondencia), y carente también de recompensas internas como, por ejemplo, una mayor autoestima o incluso una mejor salud emocional. Los altruistas puros no tienen «ninguna idea de ganancia», por citar al maestro zen Shunryu Suzuki Roshi: no ganan nada con sus acciones benéficas. Son básicamente desinteresados.
Los grandes practicantes contemplativos y algunos seres humanos que son compasivos por naturaleza tienen el tipo de corazón ilimitado que está abierto a servir en cualquier circunstancia. No hay yo, ni hay otro; solo una bondad sin sesgo hacia todos. Sin embargo, la mayoría de nosotros somos simplemente humanos, y nos resulta muy humano sentir cierta sensación de satisfacción al servir a los demás.
La mera existencia de un altruismo puro es tema de debate entre psicólogos y filósofos. Según la teoría del egoísmo psicológico, ningún acto de servicio ni de sacrificio es puramente altruista, porque a menudo estamos motivados, como mínimo, por una pequeña sensación de gratificación personal, o sentimos un pequeño fortalecimiento del ego tras ayudar a otros. Esta teoría sostiene que, en el mundo real de la psicología y del comportamiento humano, el altruismo puro simplemente no existe.
El budismo asume una posición más radical; dice que el altruismo y su hermana, la compasión, pueden estar totalmente libres de ego, del pequeño yo. El altruismo puede surgir de manera espontánea e incondicional en respuesta al sufrimiento de los demás, como le sucedió a Autrey. El budismo sugiere asimismo que la preocupación desinteresada por el bienestar de los demás forma parte de nuestra verdadera naturaleza. Mediante la práctica contemplativa y el estilo de vida ético, podemos resistirnos al tirón del egoísmo y regresar a ese lugar dentro de nosotros que ama a todos los seres y los tiene en igual consideración; el lugar que aspira sin miedo a acabar con su sufrimiento y que está libre de sesgos.
Thich Nhat Hahn escribe: «Cuando la mano izquierda está herida, la mano derecha se encarga de ella de inmediato. No se detiene a decir: “Te estoy cuidando. Te estás beneficiando de mi compasión”. La mano derecha sabe muy bien que la mano izquierda es también la derecha. No hay distinción entre ellas».7 Este es el tipo de altruismo no referencial, es decir, que no siente preferencia hacia los familiares, los amigos o los miembros de otros grupos de pertenencia.
Hay un poema de Joseph Bruchac que transmite esta sensibilidad profunda y humilde de cuidar a todos los seres por igual:
El abuelo de Birdfoot
El viejo ha debido parar el coche al menos dos docenas de veces para salir y recoger en sus manos a los pequeños sapos cegados por nuestras luces, saltando, como gotas de lluvia vivas. ******** La llovizna desprendía una niebla sobre su pelo cano y yo le decía una y otra vez no puedes salvarlos a todos, acéptalo, vuelve a entrar, tenemos lugares a los que ir. Pero con sus manos curtidas llenas de vida húmeda marrón de rodillas en la hierba de verano de la carretera, él solo sonrió y dijo: ellos también tienen lugares a los que ir.8
En este caso, el abuelo es un buen ejemplo de un bodhisattva vivo: para el budismo, alguien que salva a todos los seres del sufrimiento sin reservas. El abuelo sigue deteniéndose para rescatar a esos sapos, aunque eso implique caminar de rodillas por la carretera oscura y lluviosa. Sonriendo, parece estar experimentando lo que los budistas definen como «alegría altruista», una alegría por la buena fortuna de otros.
La alegría altruista se considera una cualidad de la mente verdaderamente nutritiva. En este sentido, el budismo concuerda con la psicología occidental cuando dice que sentir alegría por la buena fortuna de otros es bueno para nosotros. Yo sé que me siento mejor mental y físicamente cuando hago algo bueno por los demás, aunque sentirme mejor no sea lo que me motive. Estudios de psicología recientes sugieren que estar menos centrado en uno mismo y ser más generoso es una fuente de felicidad y de satisfacción para el que da.
Un estudio demostró que los niños de muy corta edad, incluso menores de dos años, tienden a experimentar una sensación mayor de bienestar cuando dan regalos que cuando los reciben.9 Otro estudio mostró que los participantes adultos que gastaban su dinero en otras personas experimentaban mayor satisfacción que aquellos que gastaban dinero en sí mismos.10 Y la neurocientífica Tania Singer ha descubierto que la compasión (una compañera muy cercana del altruismo) activa los centros de recompensa y las redes del placer en el cerebro. Ella defiende que los seres humanos están diseñados para ser amables.11 Cuando actuamos desde la amabilidad, nos sentimos en armonía con nuestros valores humanos más profundos. Nos regocijamos en nuestras acciones, y le encontramos más sentido a la vida.
Por el contrario, cuando nuestras acciones dañan a otros no nos sentimos bien; a menudo perdemos el sueño, nos volvemos irritables y peores. Cada vez abundan más las investigaciones que documentan los resultados positivos para la salud en las personas que ayudan a los demás (por ejemplo, una mejora de la respuesta inmune y una mayor longevidad),12 de modo que tal vez pronto nos enfrentaremos a una ola de pseudoaltruistas que ayudarán a los demás únicamente con el objetivo de vivir más tiempo y tener una vida más sana. En cualquier caso, tampoco sería un problema tan grave.
Para mí, uno de los ejemplos más conmovedores de altruismo es la historia del difunto inglés Nicholas Winton. En 1938, cuando los nazis invadían Checoslovaquia, Winton organizó el transporte de 669 niños, la mayoría de ellos judíos, de Checoslovaquia a Gran Bretaña. Se aseguró de que viajaran de forma segura en tren a través de Europa y encontró un hogar en Gran Bretaña para todos y cada uno de los refugiados. Fue un acto increíblemente arriesgado y desinteresado. Durante cincuenta años ni siquiera se lo contó a su mujer. No le interesaba la fama, aunque al final se hiciera famoso en 1998, cuando su mujer encontró sus álbumes de recortes al limpiar en el desván e informó a la BBC sobre ese proyecto extraordinario.
Ese año la BBC invitó a Winton a la emisión de un programa titulado That’s Life. Sin que él lo supiera, también habían invitado a personas a las que había salvado, que por entonces ya tenían cincuenta o sesenta años. El presentador preguntó: «¿Hay alguien en nuestro público esta noche que deba su vida a Nicholas Winton? Si es así, ¿serías tan amable de ponerte de pie?». Todo el público en el estudio se puso de pie. Winton abrazó a la mujer que tenía a su lado, mientras se enjugaba las lágrimas.13
Podríamos preguntarnos si conocemos realmente las motivaciones precisas de Winton, y si sus acciones pudieron haber reificado su sentido del yo de alguna forma. En 2001, cuando un periodista del New York Times le preguntó a Winton por qué hizo lo que hizo, él respondió con modestia: «Uno se daba cuenta de que había un problema ahí, que muchos de estos niños estaban en peligro y que había que llevarlos a lo que se consideraba un refugio seguro, y no había organización que hiciera eso. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué la gente hace cosas diferentes? Hay personas que disfrutan asumiendo riesgos, y otras pasan por la vida sin correr ningún riesgo».14 Un interesante análisis personal de su gran valor.
Winton vio la necesidad, vio que él podía hacer algo y tenía predisposición hacia el riesgo positivo. Si hubiera sentido algo de «satisfacción» por sus acciones, ¿cambiaría eso nuestra forma de verlo? Yo creo que no. Salvar la vida de 669 niños merece nuestra profunda apreciación. Sus acciones tuvieron un efecto de largo alcance tan poderoso, a lo largo de generaciones, que solo podemos maravillarnos de que haya ocurrido algo así y haya beneficiado a tantas personas. Winton vivió una larga vida y falleció en 2015, a la edad de 106 años.
En palabras del psiquiatra y superviviente de Auschwitz Viktor Frankl: «El ser humano siempre apunta y se dirige hacia algo o alguien más allá de sí mismo […]. Cuanto más se olvida de sí mismo, al entregarse a una causa para ayudar o al amar a otra persona, más humano se vuelve».15