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© Lino García Morales, 2017
Edición e impresión por BoD – Books on Demand GmbH
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Impreso en Alemania – Printed in Germany
ISBN: 978-8-4132-6106-5
A Hugo, Héctor y Viki.
A Fernan y Momi.
–¿Tú sabes lo bueno que tiene Cuba? Que no hay
armas. Si no la gente se mataría.
Anónimo, en una guagua
Pinga es sin duda la palabra que más se usa en Cuba. Si me siento mal o me siento bien: me siento de pinga. Si alguien es bajo y ruin: es de pinga. Si no hay nada: ¡aquí no hay ni pinga! Si fulano, mengano, zutano o perengano es tonto, idiota o comemierda: es un comepinga. Si no entiendes lo que dice es porque: lo que habla es pinga. Si no tienes ni idea es porque: no sabes ni pinga. Si eres blanco de la ira es porque: estás empinga’o. Si no le vas a dar nada a alguien es que: no le vas a dar ni pinga. El grito de guerra es: ¡ni pinga! Y ¡vete al carajo! es lo mismo que: ¡vete pa’ la pinga! Si algo está muy mal es porque: está de pinga y si algo está súper es porque: está bueno con pinga. Si eres buena gente: eres un tipo empinga’o. Si te das un golpe: ¡Ay, repiiinga! Si no sabes qué pasa: ¿qué pinga te pasa? Si alguien está agresivo: ¿qué pinga es la que te singa? Si no estas de acuerdo: ¿qué pinga es? Si esto no tiene que ver contigo: ¿a ti qué pinga te importa? Si una mujer está amargada o peleona es porque: está falta de pinga. Si quieres mandar a alguien a domicilio indefinido dile sin más: ¡vete pa’ casa d’ la pinga!
Si quieres dejar clara tu determinación y criterio propio hazlo: me sale de la pinga. En una bronca es lo primero que se reparte: ¡pinga pa’ to’ el mundo! Si cogen a alguien con la masa en la mano: le parten la pinga y el pene, en Cuba, se llama: pinga.
Pinga también significa sorpresa: ¡manda pinga!, resignación: ¡de pinga!, y desolación... En ese caso no se dice, se grita, vacía, sin acompañamiento: ¡Pinga!
El día 30 de junio de 2015, a las 12:00 del mediodía, ni más, ni menos, Roberto Ferrer Roca expiró su último suspiro. Nadie se percató del hecho. Ningún vecino, pariente, ni conocido. Nadie le echó de menos. Nadie, excepto Lenin.
El día anterior tuvo un dolor. Se tiró en la cama. Justo, el vecino del quinto, vino a traerle un buche de café pero él dijo: Viene a buscarme. Así dijo, sin que nadie se lo preguntara. Todo el mundo sabía quién venía. Nadie se preguntaba por qué. La mayoría de los vecinos ni siquiera se atrevían a cruzar el umbral de la puerta. Le faltaba un poco el aire. Justo le ofreció su inhalador. El salbutamol le ayudaría. Aspiró dos veces, con profundidad, pero el dolor no remitió. Los servicios sanitarios lo trasladaron al hospital. Según el médico de guardia tenía una simple contracción muscular por hacer sobreesfuerzo. Casi todos los días cargaba cubos de agua, tenía que hacerlo, y a su edad, ya no estaba para eso. Lo mandaron para casa. Él no quería, suplicó que lo dejaran allí; pero no quedaban camas libres. No era posible. Se fue como quien se enfila hacia el paredón. Se tomó el último trago de ron, se acostó y ya no se levantó más.
Al caer la tarde algunos vecinos vieron deambulando por el barrio a su hijastro retrasado mental, Lenin. Se veía atolondrado, ido. Hacía gestos de guillotina con la mano izquierda sobre su cuello mientras mascullaba: ¡Pinga!, pinga, ¡pinga! Parecía poseído. Era otro.
Lenin iba delgado, sucio, descalzo. Las uñas de los pies eran tan largas que apenas podía andar sin hincarse por debajo de los dedos. Daba tumbos, con torpeza y pesadez, con pereza. No miraba a ninguna parte, solo hacia adentro. El sol rajaba las piedras, pero Lenin no sudaba. Solo mascullaba y gritaba: ¡Pinga!, pinga, ¡pinga! Iba sin rumbo, perdido. Fue el único ser en el universo que sintió cuando se llevaron a Bobe.
Cuando Magda salió de El Progreso, con una pequeña cajita de caldo de pollo Avecrem, vio a Lenin gritando y rasgándose el pullover con tal fuerza, que se llevaba en sus uñas parte de la piel y los pelos del pecho.
–Chico, ¿qué pinga es lo que está pasando aquí? –le increpó al negro alto que estaba más cerca de Lenin.
–No se –reaccionó intimidado–, yo solo le pregunté cómo estaba y empezó a gritar: ¡Bobe se murió! ¡Pinga!, y a romperse la ropa, y a arañarse. Yo no le he hecho nada. Te lo juro.
–¿Qué te pasa Lenincito? –preguntó acercándose y mirándole a la cara–, ¿por qué estás tan empinga’o? ¿Esta gente te ha hecho algo? Dímelo porque aquí va a arder Troya. ¿Qué es eso de que Bobe se murió?
Lenin no respondió, solo la miró desconectado hasta que, de repente, volvió a gritar con más genio. Entre las pocas frases inteligibles que escupía solo sobresalían: Bobe se murió y Pinga. «¡Cojones!», pensó Magda, y una serpiente del círculo polar ártico atravesó toda su gordura y la apretó hasta provocarle temblores y sudores fríos. Podía dudar de si la sudación provenía del calor insoportable y pegajoso del mes de julio, del principio de la menopausia o de la que se estaba formando en ese momento al que llegaba gente de todas partes, pero no lo dudó ni un segundo: sudaba de miedo y de pena, de una inmensa pena y de un terror gigantesco. Cogió a Lenin por el brazo y con mucho cariño, casi susurrándole en el oído, le dijo:
–Vamos Lenincito, vamos a mi casa y me cuentas qué te pasa –nada más dar el primer paso, pisó una mierda de perro con una de sus chancletas, pero no blasfemó, ni sacudió toda su mole como de costumbre. No esta vez. En su lugar emitió un chasquido con la boca, apenas un rugido mordido y apagado y murmuró, agarrada a Lenin, mientras restregaba la chancla por las yerbas para quitar la mierda: –¡Qué asco de vida!
A esa hora el sol rajaba las piedras y no había donde guarecerse. Al principio Magda no dijo nada, dejó que Lenin se fuera tranquilizando poco a poco; como si pinchara una cámara de camión a punto de reventar y tuviera que esperar a que saliera todo el aire por un agujero diminuto y ruidoso. Fueron caminando agarrados del brazo, uno del otro, a lo largo de una larga plaza desierta con rastros de tierra roja perenne; traída desde cualquier campo cercano por los “nuevos” campesinos-mercaderes adherida a las frutas, las hortalizas y las viandas. Una plaza grande y vacía de intercambio de miserias: dinero sucio por comida sucia que con suerte, después de lavada con agua sucia, parecería hasta sana. Una plaza a la que siguen calles indisciplinadas que no se sabe muy bien donde empiezan y donde acaban, ni de donde vienen y hacia donde van; calles siempre protegidas por crotos y cardonas; calles rotas por trillos de caminar que imponen una urbanidad siempre a medio construir y a medio destruir.
Alamar es así. Todos los edificios parecen el mismo; tanto como un perro sarnoso se parece a otro. A las cardonas los vecinos las llaman “ataja negros”. Dos de cada tres personas que transitan por estas arterias improvisadas son mulatas, jabás, blancas, indias, mestizas y negras; sin embargo, a esas plantas repletas de espinas largas y punzantes no les llaman ataja mulatos, ataja jabaos, ataja blancos, ataja indios, mucho menos ataja mestizos, sino ataja negros.
En Cuba las cosas son así. La corrección política no es su fuerte. No hay afroamericanos, ni gente de color. Hay una gama de degradación formal que empieza en el blanco y termina en el negro. Cuanto más oscura, más ofensiva y vergonzosa. Los impenetrables muros de cardonas sustituyen el alambre de púas. Dicen que espantan la lluvia, pero la siembran para espantar a los negros y en su defecto: atajarlos.
Magda le dio un durofrío que compró por un peso. Lenin se lo metió en la boca sin rechistar y empezó a morderlo, más que a chuparlo. Tenía hambre. Tenía el estómago vacío, el pecho oprimido y los ojos perdidos. No era él. Estaba como poseído por un inmenso agujero. La tristeza es enorme, es mucho más grande que esa plaza sucia, que todo el barrio, la capital o el país. La tristeza no tiene límites. Algo brutal y desconocido se tragaba a Lenin. Algo inexorable, sin retorno, ni piedad. Lenin era como un cuerpo sin alma: automático, mecánico, defectuoso. Como aquellos edificios, como aquellos caminos, como aquel barrio, aquella capital, aquel país.
Apenas diez días antes de que Bobe se despidiera de un infierno y partiera al otro, Gigi, la madre de Lenin y mejor amiga de Magda (según Magda), había muerto de una trombosis en el Hospital Naval de la Habana del Este. Magda fue la última en decirle adiós; era la que tenía su mano entre las suyas cuando ésta abandonó el limbo para siempre. No sirvió de nada agarrarla más fuerte. Se fue y se llevó parte del aire de la habitación, parte de todas las cosas inorgánicas que le rodeaban. Dejó un extraño vacío.
Gigi llegó al cuerpo de guardia con el cuerpo lleno de garrapatas, la cadera rota y una demencia senil que le hacía apartar moscas o mariposas por todas partes. Uno de esos días de apagón tropezó con uno de los casi veinte perros callejeros que acogía en su casa y se partió la cadera. Ese fue el detonante.
Los viejos mueren por una de las tres C: Cabeza, Cadera, Corazón. Gigi murió por las tres; en ese orden. La primera de sus muertes fue lenta y penosa para el resto de su familia. La segunda fue expreso y llevadera. Pasó casi diez días postrada en la cama, meándose y cagándose encima, mientras Bobe se emborrachaba y Lenin no paraba de balancearse en su sillón de siempre: desfondado, despintado, desconchado, pero “su” sillón, su trono (nadie se atrevería a dudarlo; podría terminar muy mal), frente a un televisor a medias entre la falta de imagen (había destrozado la antena una vez más) y la falta de contenido (de ese destrozo se encargaba la programación oficial). La televisión, el mundo de Lenin, es para él como una pecera sin peces, un cuadro sin pintura, una ventana con vistas a un lugar ridículo y ficticio. Pero es su vida ajena a los perros, el hambre y la locura. Durante aquellos largos días penosos, solo algún vecino se atrevió a traerle algún caldo de huesos de pollo a los dos, cuando Bobe no estaba. La tercera muerte fue rutinaria. No podía más.
La máxima preocupación de Gigi, su mundo, era los perros: –¿Ya comieron? ¿Dónde está el maricón de Bobe? ¡Booobe! –gritaba por gritar, para no perder la costumbre. Pero Bobe ya no aparecía. Estaba demasiado ocupado malgastando los dólares que Valentina mandaba; alardeando de su estupidez frente a otros igual o más cretinos que él, que le reían la gracia y brindaban por un futuro ni mejor, ni peor, sino igual; por algo incierto, que habían olvidado.
Madga llamó por teléfono a cobro revertido para avisar a Valentina, la única hija de Gigi. Bofe se niega a llevar a tu madre al médico, le dijo y a continuación le sugirió, aunque sonó más como una recriminación que como una sugerencia, que si quería ver a su madre en vida debía cruzar el charco cuanto antes. Valentina no tenía el pasaporte en regla. No tenía previsto volver a la isla en los próximos veinte años; pero esto era una improvisto de esos que sabes que ocurrirá, pero esperas que no ocurra. Le era imposible llegar en menos de diez días. Al final Axila, la vecina del afectado contiguo, dio el chivatazo, primero a la policía y después a Magda, impulsada por el mal olor. No vino la patrulla, sino una ambulancia.
El primer camillero que entró, vomitó nada más entrar en su habitación. La escena era dantesca. Al final se pusieron mascarillas y un traje especial y la trasladaron en una camilla. Lenin los siguió, pero no lo dejaron montarse. Se quedó ahí, solo, en la calle gritando: ¡Pinga! ¡Voy a matar! ¡Pinga! ¡A matar!
Nadie le hizo caso. Bobe llegó arrastrado por dos compañeros que, por lo menos, podían andar. Lo tiraron como pudieron sobre la cama apestada de todo y se largaron sin más. Estaba inconsciente; incapaz de saber si era de noche o de día, si estaba solo o acompañado, limpio o sucio, vivo o muerto.
A Gigi tenían que operarla. No podía seguir así; pero era imposible en esas condiciones. Tenía escaras y garrapatas por todas partes. Parecía un cadáver antes de morirse; hablando incoherencias y matando insectos invisibles. Magda estuvo con ella todo el tiempo. Apenas la dejaba unas horas por la mañana para volver con sábanas y toallas limpias (en el hospital no había) y algo de comida (también brillaba por su ausencia; no había ni siquiera para los médicos). A los dos días Bobe resucitó. Valentina llamó y, por fin, pudo hablar con él. Fue tal la bronca que le echó, que dejó de beber y apareció por el hospital bien vestido, peinado y sobrio. Magda no le dirigió la palabra. Mejor que ni te vea, le aconsejó retorciendo los ojos y él huyó espantado. Tenía miedo. Era un simple cobarde con aires de valiente, poca cosa. Pero esta vez un pánico inexplicable le llegaba de otras dimensiones como una tormenta tropical ártica silenciosa de categoría 5.
Por mucho que Valentina pagó una barbaridad para agilizar el trámite, su pasaporte no llegó a tiempo. El consulado es ajeno a las inclemencias humanas. Así castigan los burócratas a los disidentes. El consulado es una auténtica fábrica de disidentes.
Valentina llamó a Magda para avisarle de su retraso. No se cuando llegaré; aún no tengo el pasaporte. No hace falta hija, tu madre falleció al mediodía. Valentina se quedó en silencio, como alguien que no se cree lo que acaba de oír, pero sabe que es del todo cierto e irreversible, como si pudiera decirle al consulado que no hace falta que se apure sino que, por el contrario, que ya no tiene prisa, que puede ir todo lo despacio que saben, que incluso los funcionarios pueden escribir con los pies si quisieran o pensar con las manos, como si el alivio que le suponía la pérdida doliera más de lo que había sopesado, como si el ojo de la culpa se posara en ella. Cuando lo tenga iré directo para la casa, respondió a la sentencia y colgó para no tener que decir nada más. Pero sí hacía falta. Lenin la necesitaba. Lenin solo podía necesitar.
Toda palabra era ya una palabra desperdiciada. Había tenido muchas palabras con su madre. La mayoría malas. No palabras groseras, sino palabras feas, de esas que nunca debieran de ser pronunciadas. Palabras de reproche. Palabras negativas, dañinas. Palabras que existen por puro equilibrio. Para que las otras positivas tengan sentido.
Las últimas palabras fueron: ¿Sabes qué? Ya no estoy disgustada, ni encabronada contigo. No. Lo que estoy es decepcionada. Esa es la palabra que mejor define cómo me siento. Estoy tan decepcionada, que ya no te quiero. Su madre se quedó en silencio al otro lado de la línea, del Atlántico y de la razón y Valentina repitió la frase para asegurarse de que era eso lo que sentía: Ya no te quiero.
Gigi empezó siendo un viento incómodo y terminó como un huracán que arrasaba todo lo que se interponía en su camino; incluida su vida y la de sus hijos. Roberto Ferrer Roca no fue una buena idea: demasiado bruto, demasiado borracho; pero solo fue una consecuencia, no una causa. Gigi solo buscaba, o encontraba, aquello que la hundiera con más fuerza en el abismo del delirio. Bobe no fue una buena opción, pero Gigi elegía solo la peor de las más pésimas opciones. Gigi era una kamikaze. Valentina tiró la toalla. Se cansó, se casó, se fue y se olvidó.
Siguió cumpliendo con su deber de hija, forzada por su obligación de hermana. Madre solo hay una, es cierto, pero las madres no se escogen y la que le tocó fue justo la que nunca elegiría de poder hacerlo. Por mucho que se martirizara pensando en lo mala hija que era, no encontraba ni una razón, ni un recuerdo, por el cual mereciera la pena salir de nuevo del mismo vientre. Lenin no tenía la culpa. Pero el agujero sin fondo de Gigi, el ojo del tornado, arrastraba a Valentina sin piedad, sin misterio, sin misericordia. Su madre le saqueó, le robó, le estafó, le mintió. Todo... para nada.
Era algo difícil de asumir, imposible de desahogar; increíble, en definitiva. Son los hijos los desagradecidos, los especuladores y torturadores, los malos de la película, no las madres. Las madres cuidan de sus hijos, los amamantan primero, les enseñan después, los vigilan por siempre. Las madres son ángeles de la guardia reencarnados en progenitoras.
Madre solo hay una. Por eso le dedican un día al año; para que no se olvide. Por eso algunos les componen canciones y otros se la tatúan en el pecho o en la espalda.
Valentina colgó el teléfono y lloró y lloró; no por la muerte de su madre, sino por su insoportable decadencia. Sintió que algo de sí se desconectaba del resto del mundo; como un satélite de un transbordador. Como si estar libre para volver a nacer, doliera más que morirse. Como si, a pesar de todo, el sumidero sin fin hubiera agotado toda su energía y se disipaba sin remedio. Sintió un dolor que no parecía suyo, sino de Lenin; la desesperación ante lo sublime, ante algo tan gigantesco y desconocido. No hace falta, dijo Magda, pero ¿qué va a pasar con él? Ahora es cuando único hacia falta. Lloró y lloró hasta que Magda llamó de nuevo:
–Ay mija, se ha muerto Roberto –y dijo Roberto, ella que siempre le llamaba Bofe, no con respeto, sino con miedo, con susto a desaparecer ella también solo por decir algo impropio–. Tienes que venir corriendo. Lenin está solo –. Era una buena noticia cargada de malas noticias.
Gigi falleció en el hospital, pero Bobe tuvo que hacerlo en casa. No le quedó otra. En cuanto Magda regresó con Lenin pudo comprobarlo con sus propios oídos. Le gritó desde la puerta de la calle. No respondió nadie. Lenin insistía pasándose la mano por el cuello: Mira... muerto. Maté . Magda se asomó. Pudo ver los pies inmóviles en la cama y los perros ladrando y gruñendo rabiosos a su alrededor. Allí estaba, en el lecho, tirado como un bulto, como un perro, como lo que siempre fue para ella, que ahora no se atrevía a repetir. Bofe era uno más de los casi veinte perros que formaban la manada. A lo mejor se lo estaban comiendo. No entres Lenincito, por tu madre, le ordenó nerviosa arrepintiéndose de inmediato y a medias de lo que decía. Subió con toda la prisa que pudo a su casa, seguida de Lenin y avisó a la policía. Después se lo contó a Axila. En menos de cinco minutos el barrio entero parecía un hormiguero espolvoreado con azúcar glas. Todos querían ver y opinar. Todo el mundo comentó, no los hechos, sino su interpretación de los hechos; pero nadie, nadie en absoluto, se atrevió a cruzar el umbral de la casa. La policía tardó casi dos horas en llegar. Junto con ellos vino una brigada criminalista. Una mujer fuerte, musculosa, de estatura media, caderas anchas, pechos escasos y bien puestos, pelo castaño con mechas blancas cortado por capas y ojos pardos, se presentó ante Madga en representación de la comitiva.
–Mi nombre es Danger –dijo tendiéndole la mano–. Soy la criminalista que atiende el caso –Magda puso cara de asombro al oír la palabra “caso” pero no dijo nada. Para ella era un asunto sencillo de justicia divina. Era, tal cual, lo que Bofe se merecía. Gigi sabía que no podía dejar solo a Lenincito con él. Eso era todo. Pero Danger debía averiguar qué pasó en realidad. Ese era su trabajo. Le hizo muchas preguntas: ¿Cómo era Roberto Ferrer Roca? ¿Tenía enemigos? ¿Amigos? ¿Cómo era la relación con la difunta? ¿Buena, mala, regular? Fue como encender un ventilador en un estercolero. Magda se despachó a gusto. Tuvo más de una hora de gloria defecando por esa boca, que por una vez era bien atendida. Al final, después de un rato muy largo, un mulato de ojos verdes saltones, salido de CSI Los Ángeles, interrumpió la confesión que había dejado de ser un interrogatorio preliminar. Danger se disculpó con educación:
–Bueno... –pronunció buscando el nombre de su interlocutora en sus notas– Magda. Eso es todo por ahora. Muchas gracias por su colaboración. Seguiremos en contacto –dijo entregándole en mano una tarjeta de presentación tal y como había visto tantas veces en las películas de detectives y los seriales que venían en el paquete.
Luego se fueron sin más. A Magda le llamó la atención que no le llamase compañera, pero desde hacía rato los tiempos ya no eran como los tiempos de antes. Era solo cuestión de desacostumbrarse. Se asomó por el balcón para ver como la dura y discreta inspectora se subía a un Lada 2105 blanco con el mulato de ojos de sapo principesco y otro flaco muy alto y pálido que ejercía de chofer. «Se acabó el querer», pensó Magda.
Según la “confesión” voluntaria y profusa de Magda, Gigi era muy buena persona, pero los años le habían jugado una mala pasada. Había perdido la cabeza. Bofe la trataba mal.
En realidad ocultó, por alguna impulsiva e inexplicable razón, que los dos se trataban peor; pero lo cierto es que no declaraba bajo juramento, sino bajo el deseo irresistible de vomitar el prójimo sobre el prójimo. El pobre Lenin solo cobraba las consecuencias de toda la violencia doméstica y ambiental. Gigi tenía una hija en Europa llamada Valentina. Ninguno era hijo de Bobe. Eso está claro, le dijo Magda a Danger, que no entendió la evidencia, así que tuvo que explicarse mejor. Valentina y Lenin son como Gigi, blancos. El padre de los dos, que en paz descanse, falleció hace un par de años de un infarto, aunque llevaban ya más de veinte separados. Valentina se ocupaba de ellos. Eso me consta.
Después de esa afirmación, Danger levantó de nuevo la cabeza de su libreta para encontrar alguna respuesta que explicara porqué vivían entonces en la indigencia. La demencia compañera, justificó Magda leyéndole el pensamiento. Esa niña le mandaba su dinero con religiosidad y Bobe, esta vez le llamó por su apodo neutro, lo despilfarraba con sus borracheras y sus amigotes. Aquí Magda también ocultó, de manera deliberada, que Bobe derrochaba solo lo que era capaz de arrancarle a Gigi, una parte ínfima del botín; aunque diera para muchas botellas de alcohol mal destilado. Era Gigi la gran botarata, la mano rota, la viva la pepa. El dinero, en sus manos, salía mucho más rápido de lo que entraba; quemaba.
A Magda le pareció que la oficial había estado muy atenta a su valioso testimonio, sin caer en la cuenta de que Danger tenía un don especial para parecer que hacía una cosa cuando, en realidad, hacía otra, y que, por otra parte, ella había repetido lo mismo una y otra vez sin aportar nada nuevo y mucho menos útil. Todo no eran más que chismes de barrio que solía restregar y manosear con Axila; la única en todo el vecindario que la soportaba porque, teniendo toda su confianza, era más fácil compartir la cama con su marido. Pero eso Magda aún no lo sabía.
Lenin permaneció en su sofá hasta que cayó la noche. Después de darle un buen plato de arroz y frijoles, le enchufó una pastilla de meprobamato, lo devolvió a su casa y lo encerró con llave; para que no se escapara o le fuera a pasar algo. Después, regresó a su casa con cara triste.
Magda dijo: Tienes que venir corriendo, como si llegar “corriendo” dependiera de Valentina, como si pudiera ponerse las botas de siete leguas y plantarse en Micro X, Alamar, sin que la olfateen, registren y requisen, en emigración. Valentina sintió pavor, vértigo, desesperación. ¿Qué va a pasar con Lenin ahora? Se vistió y salió con prisa al consulado por aquellas calles de piedras y adoquines anquilosados.
Llovía. En Lisboa llueve de vez en cuando con un cielo gris que anima a sentir aflicción. Pena por uno mismo o por quien quieras. Da para todos. Tristeza que algunos se atreven a cantar; no para digerirla, sino para saborearla. Pero Valentina solo siente frío. Un frío impropio de esta época. La poética de los fados, que conoce bastante bien, se manifiesta en su total desolación. Las cosas suelen ser varias cosas a la vez, pero se ocultan tras las circunstancias. Solo sacan sus caras según se las mire. Se esconden para sorprenderte. Por eso asustan. Están ahí para amedrentar.
En el consulado, una funcionaria cansada le dice que aún no ha llegado la valija diplomática en la cual, se supone, debería venir su pasaporte de oro. Valentina se desahoga, con toda la educación y mesura que puede, hasta lo permisible. Sabe que eso no puede acelerar el viaje del documento. Sabe que nadie tendrá, ni pagará, culpa alguna. Sabe que solo sirve para desahogarse y empeorar las cosas. Al final desiste.
Al salir pudo oír como la funcionaria cansada se quejaba a su compañera. ¡Di tú! Esta gente no entiende... Como si una tuviera la culpa. Le he dicho que vuelva la semana que viene y me ha puesto cara de circunstancias. ¡Cómo si pudiéramos hacer algo! Terminó la frase en plural como si todos fuesen igual de víctimas, como si todas las víctimas fuesen iguales. Como si no supiesen quién tiene la culpa. Como si no supiesen quién paga la culpa. Como si no supiesen que se irá mordiéndose la boca y clavándose las uñas. Como si no les diera lo mismo.
En Cuba, si tiras una piedra en la tierra, crece un árbol. El suelo sedimentario y arcilloso derrocha fertilidad. Los guanábanos, piñales, mameyes, guayabos, papayos, caimitos, mamoncillos, tamarindos, corojos, parras cimarronas y mangos, entre otros frutales, crecen con natural espontaneidad. Sin embargo, la Revolución, en vez de inundar la isla de árboles, la ahogó con mártires y héroes que, por mucho que los rieguen, no alimentan; la empantanó hasta el aburrimiento, el delirio y el colapso, con promesas de futuro utópico-paradisíacas; sacrificó cualquier presente por un tímido y escurridizo futuro que, casi sesenta años después, sigue sin asomar la cabeza. La construcción devino en destrucción. Según Enrisco:
Primero destruyeron los símbolos del poder anterior: los cuarteles, los casinos, los parquímetros. Luego le tocó el turno al lujo: las mansiones, las grandes fincas, los campos de golf, los clubes sociales. Más tarde cayeron barrios enteros, ciudades. Y entonces sobrevino el derrumbe de la poca mierda que ellos mismos habían construido. Alguna vez se hicieron llamar materialistas pero si algo siempre los distinguió fue una saña incomparable contra la materia.
La idea contra la materia. ¿Esa es la cuestión? Al final resulta que el supuesto materialismo era puro idealismo populista o populismo idealista. Ni siquiera es eso porque las ideas se fueron transformando según algunos países amigos se fueron y otros enemigos llegaron, según el mundo siguió su curso, ajeno a la enajenación y la exaltación patriótica e ideológica de la isla. Las mesas redondas de la televisión se llenan de ideas desnutridas y las mesas cuadradas, o rectangulares, de cada casa se vacían de materia alimentaria.
A Magda no le falta comida porque su marido la desvía. No la roba. “Robar” es muy feo; de tanto uso ha caído en desuso. Su marido “resuelve”. Desde hace ya más de dos décadas trabaja como auxiliar de cocina para un hotel exclusivo al turismo extranjero. Allí no se roba, se resuelve. Así que Lenincito pudo cenar esa segunda fatídica noche de muertes, como no lo había hecho en años, gracias al patrocinio indirecto del Estado.
Tan pronto Magda dejó a Lenincito cenado, acostado y encerrado, agarró el teléfono y llamó a Axila:
–¿Qué bolá mi amiga?
–Me coges en pleno trajín, pero dime.
Axila está tumbada boca abajo en la cama con el culo en pompa. Una mano larga recorre su espalda curva arriba-curva abajo mientras un pene todavía algo flácido se restriega entre su labios, la vulva y el ano
–¡Dime! –continuó la conversación Axila, como si la hubiera dejado en alguna parte– ¡Viste que buena la serie!... Tú verás como se queda con él. Tú verás –el hombre mira su enorme culo mientras piensa: «¡¿la serie?!».
–Oye mi amiga, ¿a ti no te pareció conocida la cara de la forense?
–Claro chica, ella vive en el bloque que da al patio de la escuela... Ahí mismo... enfrente –El hombre al reconocer la voz del otro lado del auricular sufre una erección súbita y se mete dentro ella. Axila aguanta la respiración para no delatarse y empuja hacia atrás con todas sus fuerzas. La llamada aumenta la excitación a tope.
–¡Aaahhhhhh, ya decía yo que su cara me era conocida!