Lee Child nació en Inglaterra en 1954. Es autor de veinticuatro novelas policiales, entre ellas Tiempo pasado, Nunca vuelvas atrás, El enemigo y Personal, y doce cuentos. Todos sus libros son de la serie de Jack Reacher y dos fueron llevados al cine. Ha sido traducido a cuarenta y ocho idiomas y lleva vendidos más de cien millones de ejemplares en todo el mundo. Decidió dedicarse a la literatura después de quedar desempleado, debido a una reestructuración en una cadena de televisión británica. Actualmente reside en Estados Unidos.
Lee Child
Mañana no estás. - 1a ed. - Buenos Aires : Blatt & Ríos, Eterna Cadencia, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
Traducción de: Aldo Giacometti.
ISBN 978-987-4941-69-5
1. Novelas. 2. Novelas de Suspenso. 3. Novelas de Misterio. I. Giacometti, Aldo, trad. II. Título.
CDD 863
© 2009, 2020, Lee Child
© 2020, por esta edición: Blatt & Ríos y Eterna Cadencia
© 2020, por la traducción: Aldo Giacometti
1ª edición en Blatt & Ríos y Eterna Cadencia: abril de 2020
1ª edición digital: abril de 2020
Título original: Gone Tomorrow
Diseño de cubierta: Iñaki Jankowski | www.jij.com.ar
Fotografía de cubierta: Magu Directors
Producción de eBook: Libresque
blatt-rios.com.ar
www.eternacadencia.com.ar
eISBN: 978-987-4941-69-5
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.
MAÑANA NO ESTÁS
Lee Child
Traducción de Aldo Giacometti
“El mejor escritor de thrillers del momento”.
The New York Times
“Si eres fanático de los thrillers y no estás leyendo las novelas de Reacher, entonces no eres fanático de los thrillers”.
Chicago Tribune
“Jack Reacher es uno de los mejores personajes de thrillers en actividad hoy en día”.
Newsweek
“Cada época tiene el héroe que se merece. En un mundo hipercomunicado y vigilado hasta la náusea,
Reacher quiere ser nadie”.
Los Inrockuptibles
“Child tiene una imaginación fértil y una responsabilidad que lo lleva a trabajar duramente en el plano informativo de cada título”.
El País
“La prosa de Child retrata atmósferas norteamericanas de policías, militares, mafiosos o granujas con la crudeza entrañable de un cuadro de Edward Hopper”.
La Nación
“Child combina la sagacidad propia del policial inglés clásico con la podredumbre y la nocturnidad ominosa del policial negro norteamericano”.
Artezeta
“Reacher aparece y la trama se gatilla, empiezan a oírse los engranajes de la anécdota, como si el protagonista viniera a instalar el policial donde hasta entonces no había nada”.
Otra Parte
“Jack Reacher es el James Bond de la actualidad, un héroe del que nunca tenemos suficiente”.
Ken Follett
“Es Lee Child, ¡cómo no habrías de leerlo!”.
Karin Slaughter
“Estoy leyendo y disfrutando muchísimo las novelas de Jack Reacher”.
George Martin
“Un menú estupendo que además tiene un latido británico, disimulado pero esencial”.
Elvio E. Gandolfo
“Reacher es una figura que recuerda a Lucky Luke, que siempre camina hacia un nuevo crepúsculo, a la espera de que surja un nuevo caso”.
Antonio Lozano
Descarté el pensamiento de inmediato. No por una cuestión de perfil racial. Las mujeres blancas son tan aptas para la locura como cualquier otra persona. Descarté el pensamiento por una cuestión de implausibilidad táctica. El momento del día estaba mal. El metro de Nueva York podría ser un buen objetivo para un atentado suicida. La línea 6 podría ser tan buena como cualquier otra y mejor que la mayoría. Tiene parada debajo de la terminal Grand Central. A las ocho de la mañana, a las seis de la tarde, un vagón lleno, cuarenta sentados, 148 de pie, esperar hasta que las puertas se abran a andenes repletos, apretar el botón. Cien muertos, un par de cientos de heridos de gravedad, pánico, daño en la infraestructura, posiblemente incendio, un centro de transporte de los más importantes cerrado por días o semanas y en el que quizás ya no se vuelva a confiar nunca más. Una anotación significativa, para gente cuyas cabezas trabajan de maneras que no podemos entender bien.
Pero no a las dos de la mañana.
No en un vagón en el que viajaban apenas seis personas. No cuando los andenes de metro de Grand Central iban a tener solo basura flotando de acá para allá y vasos vacíos y un par de viejos sin hogar recostados en bancos.
El tren se detuvo en Astor Place. Las puertas se abrieron con un siseo. No se subió nadie. No se bajó nadie. Las puertas se cerraron de vuelta con un golpe y los motores chirriaron y el tren siguió.
Los puntos de la lista seguían encendidos.
El primero era uno obvio sin mucha ciencia: vestimenta inapropiada. A esta altura los cinturones con explosivos están tan evolucionados como los guantes de béisbol. Agarra un pedazo de tela resistente de un metro por medio metro, dóblalo una vez longitudinalmente y tienes un bolsillo continuo de veinticinco centímetros de profundidad. Ajústalo alrededor del terrorista y cóselo en la espalda. Los cierres y las hebillas pueden llevar a reconsideraciones. Inserta una estacada de cartuchos de dinamita en el bolsillo todo alrededor, cabléalos, rellena los huecos con clavos o rulemanes, cose la parte de arriba para que quede cerrada, agrega unas correas para que sostengan el peso desde los hombros. Del todo efectivo, pero del todo abultado. La única manera práctica de esconderlo, una prenda de vestir de un talle más grande que el adecuado como una parka de invierno acolchada. Nunca apropiada en Medio Oriente, y plausible en Nueva York quizás tres meses de doce.
Pero era septiembre, y hacía tanto calor como si fuera verano, y bajo tierra diez grados más. Yo estaba en remera. La pasajera número cuatro tenía puesta una campera de plumas North Face, negra, gruesa, brillante, un poco demasiado grande y cerrada hasta el mentón.
Si ve algo, diga algo.
Pasé de largo el segundo de los once puntos. No inmediatamente aplicable. El segundo punto es: un andar robótico. Significativo en un puesto de control o en un mercado repleto de gente o afuera de una iglesia o de una mezquita, pero no relevante con un sospechoso sentado en un transporte público. Los terroristas suicidas caminan de manera robótica no porque estén agobiados de éxtasis por pensar en la inminente inmolación sino porque están cargando veinte kilos extra de peso desacostumbrado, que se les está clavando en los hombros a través de las correas, y porque están drogados. El atractivo de la inmolación tiene sus limitaciones. La mayoría de los terroristas suicidas son gente simple intimidada, con una barrita de pasta de opio crudo entre la mejilla y la encía. Esto lo sabemos porque los cinturones de dinamita explotan con una onda de presión característica en forma de dona que enrolla hacia arriba el torso en una fracción de nanosegundo y hace que la cabeza salga volando limpia de los hombros. La cabeza humana no está atornillada. Solo permanece ahí por la gravedad, de alguna manera agarrada por piel y músculos y tendones y ligamentos, pero esos insustanciales sostenes biológicos no hacen mucho contra la fuerza de una violenta explosión química. Mi mentor israelí me dijo que la manera más fácil de determinar si un ataque al aire libre fue llevado a cabo por un hombre bomba y no por un coche bomba o un paquete bomba es registrar en un radio de veinte o treinta metros y buscar una cabeza humana cercenada, que es probable que esté extrañamente intacta e indemne, incluso hasta el pedazo de opio en la mejilla.
El tren se detuvo en Union Square. No se subió nadie. No se bajó nadie. Desde el andén sopló hacia dentro aire caliente y peleó contra el aire acondicionado del interior. Después las puertas se cerraron de vuelta y el tren siguió.
Los puntos tres a seis son variaciones sobre un tema subjetivo: irritabilidad, sudor, tics y comportamiento nervioso. Aunque en mi opinión el sudor puede ser ocasionado tanto por el sobrecalentamiento físico como por los nervios. El vestuario inapropiado, y la dinamita. La dinamita es aserrín empapado con nitroglicerina y moldeado en forma de bastón corto. El aserrín es un buen aislante térmico. Por lo que el sudor viene con el territorio. Pero la irritabilidad y los tics y el comportamiento nervioso son indicadores valiosos. Estas personas están en los últimos y raros momentos de su vida, ansiosas, asustadas por el dolor, atontadas con narcóticos. Son irracionales por definición. Creyendo o creyendo a medias o en verdad no creyendo para nada en el paraíso y ríos de leche y miel y pastura abundante y vírgenes, movidas por presiones ideológicas o por las expectativas de sus pares y sus familias, de repente demasiado metidas y sin la posibilidad de echarse atrás. Hablar de manera valiente en encuentros clandestinos es una cosa. La acción es otra. De ahí el pánico reprimido, con todas sus señales visibles.
La pasajera número cuatro las dejaba ver todas. Tenía el aspecto exacto de una mujer dirigiéndose hacia el final de su vida, de manera tan cierta y segura como que el tren se dirigía hacia el final del recorrido.
Por lo tanto el punto siete: la respiración.
Estaba respirando fuerte, de manera baja y controlada. Adentro, afuera, adentro, afuera. Como una técnica para vencer el dolor del parto, o como el resultado de un shock terrible, o como una última barrera desesperada contra empezar a gritar de espanto y miedo y terror.
Adentro, afuera, adentro, afuera.
Punto ocho: los terroristas suicidas que están por entrar en acción tienen la mirada rígidamente clavada hacia el frente. Nadie sabe por qué, pero testigos oculares que han sobrevivido y la evidencia filmada han sido del todo consistentes en sus testimonios. Los hombres bomba miran derecho hacia el frente. Quizás llevaron su compromiso hasta el punto problemático y temen una intervención. Quizás como los perros y los niños sienten que si no están viendo a nadie entonces nadie los está viendo. Quizás un último remanente de conciencia hace que no puedan mirar a la gente a la que están por destruir. Nadie sabe por qué, pero todos lo hacen.
La pasajera número cuatro lo estaba haciendo. Eso estaba claro. Estaba mirando fijo enfrente a la ventana vacía del lado opuesto de manera tan intensa que estaba casi quemando un agujero en el vidrio.
Puntos uno a ocho, corroborados. Me moví en el asiento pasando mi peso hacia delante.
Luego me detuve. La idea era tácticamente absurda. La hora estaba mal.
Luego volví a mirar. Y me volví a mover. Porque los puntos nueve, diez y once también estaban todos presentes y correctos, y eran los puntos más importantes de todos.
Para mis cuñadas Leslie y Sally,
dos mujeres de inusual encanto y calidad
Los terroristas suicidas son fáciles de identificar. Emiten señales delatoras de todo tipo. Más que nada porque están nerviosos. Por definición son todos primerizos.
La contrainteligencia israelí redactó el manual de defensa. Nos dijeron qué es lo que tenemos que buscar. Usaron la observación pragmática y el conocimiento psicológico y con eso armaron una lista de indicadores de comportamiento. Yo aprendí la lista de un capitán del Ejército israelí hace veinte años. Él le tenía una confianza plena. Por lo que yo también le tenía una confianza plena, porque en ese momento yo cumplía un período de servicio de tres semanas, mayormente a más o menos un metro de su hombro, en Israel mismo, en Jerusalén, en la Ribera Occidental, en el Líbano, a veces en Siria, a veces en Jordania, en autobuses, en tiendas, en veredas atestadas. Mantenía mis ojos en movimiento y mi mente recorriendo libre los puntos de la lista.
Veinte años después todavía me sé la lista. Y mis ojos todavía se mueven. Pura costumbre. De otro grupo de tipos aprendí otro mantra: Mira, no veas, escucha, no oigas. Mientras más te comprometas más sobrevives.
La lista tiene doce puntos si estás mirando a un sospechoso masculino. Once, si estás mirando a una mujer. La diferencia es una afeitada fresca. Los hombres bomba se sacan la barba. Los ayuda a mezclarse. Los vuelve menos sospechosos. El resultado es una piel más pálida en la mitad de abajo de la cara. Ninguna exposición reciente al sol.
Pero yo no estaba interesado en las afeitadas.
Estaba trabajando con la lista de once puntos.
Estaba mirando a una mujer.
Estaba viajando en metro, en Nueva York. La línea 6, el ramal local de la avenida Lexington, en dirección uptown, a las dos de la mañana. Me había subido en la calle Bleecker por el extremo sur del andén a un vagón que estaba vacío salvo por cinco personas. Los vagones del metro se sienten pequeños e íntimos cuando están llenos. Cuando están vacíos se sienten vastos y cavernosos y solitarios. De noche sus luces se sienten más cálidas y más brillantes, aunque son las mismas luces que usan de día. Son las únicas luces que hay. Yo estaba despatarrado en un asiento para dos personas al norte de las puertas del fondo del lado de las vías. Los otros cinco pasajeros estaban todos al sur con respecto a mí en los asientos largos, de perfil, dándome el costado, lejos unos de otros, con la mirada perdida a través del ancho del vagón, tres a la izquierda y dos a la derecha.
El número del vagón era el 7622. Una vez viajé ocho estaciones en la línea 6 al lado de un loco que hablaba del vagón en el que estábamos con el mismo tipo de entusiasmo que la mayoría de los hombres les dedica a los deportes o a las mujeres. Por eso sabía que el vagón 7622 era un modelo R142A, el más nuevo del sistema de Nueva York, construido por Kawasaki en Kobe, Japón, traído en barco, transportado en camión hasta los playones de la calle 207, montado a las vías por grúas, remolcado hasta la calle 180 y testeado. Sabía que podía andar trescientos mil kilómetros sin que se le prestara mayor atención. Sabía que el sistema de anuncios automatizado daba instrucciones con voz de hombre e información con voz de mujer, que se decía que era de casualidad pero que en realidad era porque los jefes de transporte creían que esa división del trabajo era psicológicamente persuasiva. Sabía que las voces venían de Bloomberg TV, pero años antes de que Mike fuera alcalde. Sabía que había seiscientos R142A rodando en las vías y que cada uno estaba una fracción por debajo de los dieciséis metros de largo y tenía un poco menos de tres metros de ancho. Sabía que la unidad sin cabina como esa en la que habíamos estado entonces y yo estaba ahora había sido diseñada para transportar un máximo de cuarenta personas sentadas y hasta 148 de pie. El loco había sido claro en toda esa información. Podía ver por mí mismo que los asientos del vagón eran de plástico azul, del mismo tono que un cielo de final de verano o un uniforme de la Fuerza Aérea británica. Podía ver que los paneles de las paredes estaban moldeados en fibra de vidrio antigraffiti. Podía ver las franjas gemelas de anuncios alejándose de mí donde los paneles de las paredes se juntaban con el techo. Podía ver pequeños pósters alegres ofreciendo con descaro programas de televisión y aprendizaje de idiomas y títulos de universidad fácil y oportunidades de obtener grandes ganancias.
Podía ver un aviso policial que me aconsejaba: Si ve algo, diga algo.
La pasajera que estaba más cerca de mí era una mujer hispana. Estaba del otro lado del vagón, a mi izquierda, antes de la primera puerta, sola en una banqueta para ocho personas, lejos del medio. Era menuda, en algún lugar entre los treinta y los cincuenta años, y parecía tener mucho calor y estar muy cansada. Agarrada de la muñeca tenía una bolsa de supermercado gastada y miraba enfrente al lugar vacío del lado opuesto con ojos demasiado agotados como para estar viendo algo.
El que le seguía era un hombre del otro lado, quizás un metro y medio más lejos. Iba solo en su propia banqueta para ocho personas. Podría haber sido de la península balcánica, o del mar Negro. Pelo oscuro, piel arrugada. Era fibroso, estaba desgastado por el trabajo y el clima. Tenía los pies plantados y estaba reclinado hacia delante con los codos en las rodillas. No dormido, pero cerca. Animación suspendida, haciendo tiempo, meciéndose con los movimientos del tren. Tenía alrededor de cincuenta años, estaba vestido con ropa demasiado joven para él. Jeans holgados que le llegaban solo hasta las pantorrillas y una remera enorme de la NBA con el nombre de un jugador que no reconocí.
La tercera era una mujer que podría haber sido de África Occidental. Estaba a la izquierda, al sur de las puertas del centro. Cansada, inerte, con la piel negra desteñida y gris por la fatiga y las luces. Tenía puesto un vestido batik muy colorido en combinación con un cuadrado de tela atado en la cabeza. Iba con los ojos cerrados. Conozco Nueva York razonablemente bien. Me considero a mí mismo como un ciudadano del mundo y a Nueva York como la capital del mundo, por lo que puedo entender la ciudad igual que un británico conoce Londres o un francés París. Estoy familiarizado con sus costumbres pero no las conozco de cerca. Pero era fácil suponer que tres personas cualquiera como esas ya sentadas al sur de Bleecker en un tren de la línea 6 con dirección al norte tarde a la noche eran empleados de limpieza de oficinas yendo a casa después del turno noche en los alrededores de City Hall o trabajadores de restaurantes provenientes de Chinatown o Little Italy. Iban probablemente a Hunts Point en el Bronx, o quizás seguían hasta el final del recorrido en Pelham Bay, listos para un descanso breve y errático antes de más días largos.
Los pasajeros cuarto y quinto eran diferentes.
El quinto era un hombre. Tenía quizás mi edad, instalado a cuarenta y cinco grados en el asiento para dos personas opuesto al mío en diagonal, bien del otro lado y al fondo del vagón. Estaba vestido de manera casual pero no barata. Pantalones chinos y camisa polo. Estaba despierto. Tenía los ojos fijos en algún lugar enfrente de él. El foco cambiaba y se reducía constantemente, como si estuviera alerta y especulando. Me hicieron pensar en los ojos de un jugador de béisbol. Tenían una cierta sagacidad perspicaz y calculadora.
Pero a la que yo estaba mirando era a la pasajera número cuatro.
Si ve algo, diga algo.
Estaba sentada del lado derecho del vagón, sola en el más alejado de los asientos para ocho personas, del otro lado y más o menos a mitad de camino entre la exhausta mujer de África Occidental y el tipo con los ojos de jugador de béisbol. Era blanca y tenía probablemente entre cuarenta y cincuenta años. Era normal. Tenía pelo negro, con un corte prolijo pero no estilizado, y oscuro de una manera demasiado uniforme como para ser real. Estaba vestida toda de negro. La podía ver bastante bien. El tipo que estaba más cerca de mí del lado derecho seguía reclinado hacia delante y el hueco en forma de V entre su espalda inclinada y la pared del vagón hacía que mi línea de visión no estuviera interrumpida salvo por un bosque de barras para agarrarse hechas de acero inoxidable.
No una vista perfecta, pero lo suficientemente buena como para hacer sonar todas las alarmas de la lista de once puntos. Los apartados de la lista se encendieron como cerezas de tragamonedas.
Según la contrainteligencia israelí yo estaba mirando a una terrorista suicida.
Punto nueve: balbuceo de plegarias. Hasta la fecha todos los ataques de los que se tiene noticia han sido inspirados, o motivados, o validados, o supervisados por la religión, casi de manera exclusiva la religión islámica, y la gente islámica está acostumbrada a orar en público. Testigos oculares que han sobrevivido informan largos ensalmos rutinarios repasados y repetidos interminablemente y más o menos inaudibles, pero con los labios visiblemente en movimiento. La pasajera número cuatro estaba haciendo exactamente eso. Sus labios se estaban moviendo por debajo de su mirada fija, en un recitado largo, jadeante, ritualista que parecía repetirse más o menos cada veinte segundos. Quizás ya se estaba presentando a sí misma a la deidad que estuviera esperando encontrar del otro lado de la línea. Quizás se estaba tratando de convencer a sí misma de que de verdad había una deidad, y una línea.
El tren se detuvo en la calle 23. Las puertas se abrieron. No se bajó nadie. No se subió nadie. Vi los carteles rojos de salida por encima del andén: 22 y Park, esquina noreste, o 23 y Park, esquina sudeste. Extensiones comunes de vereda de Manhattan, pero de repente atractivas.
Me quedé en mi asiento. Las puertas se cerraron. El tren siguió.
Punto diez: un bolso grande.
La dinamita es un explosivo estable, siempre y cuando esté fresca. No explota por accidente. Tiene que ser accionada mediante detonadores. Los detonadores están conectados a un suministro de energía y a un interruptor mediante un cable detonante. Los detonadores grandes tipo cajas en las viejas películas del Oeste eran las dos cosas a la vez. La primera parte hacia arriba del movimiento del mango ponía en funcionamiento un dínamo, como un teléfono de campaña, y después se accionaba un interruptor. No práctico para uso portátil. Para uso portátil se necesita una batería, y para un metro lineal de explosivo se necesita cierto voltaje y cierto amperaje. Las pilas pequeñas AA descargan un débil voltio y medio. No alcanza, de acuerdo con las reglas generales prevalecientes. Una batería de nueve voltios es mejor, y para una descarga decente lo que uno quiere es una de las pilas grandes y cuadradas del tamaño de una lata de tomate de las que se venden para linternas importantes. Demasiado grande y demasiado pesada para un bolsillo, de ahí el bolso. La batería va en el fondo del bolso, los cables van de ahí hasta el interruptor, luego salen del bolso por una discreta hendidura en su parte de atrás y luego pasan hacia arriba por debajo del dobladillo de la prenda inadecuada.
La pasajera número cuatro llevaba un bolso de tela negra como de cartero, de estilo urbano, agarrado por delante de uno de los hombros y por detrás del otro, apoyado en la falda. La manera en que la tela dura se abultaba y se hundía hacía que pareciera vacío excepto por una sola cosa pesada.
El tren se detuvo en la calle 28. Las puertas se abrieron. No se subió nadie. No se bajó nadie. Las puertas se cerraron y el tren siguió.
Punto once: las manos en el bolso.
Veinte años atrás el punto once era un agregado reciente. Previamente la lista había terminado en el punto diez. Pero las cosas evolucionan. Acción, y después reacción. Las fuerzas de seguridad israelíes y algunos miembros valientes del público habían adoptado una nueva táctica. Si algo te despertaba sospechas, no corrías. No tiene sentido, en realidad. No puedes correr más rápido que una esquirla. Lo que hacías en cambio era agarrar al sospechoso en un desesperado abrazo de oso. Le inmovilizabas los brazos a los costados. Les impedías que alcanzaran el botón. Se evitaron bastantes ataques de esa manera. Se salvaron muchas vidas. Pero los hombres bomba aprendieron. Ahora se les enseña que mantengan el pulgar en el botón todo el tiempo, para que el abrazo de oso sea irrelevante. El botón está en el bolso, junto a la batería. De ahí las manos en el bolso.
La pasajera número cuatro tenía las manos en el bolso. La solapa estaba plegada y arrugada entre sus muñecas.
El tren se detuvo en la calle 33. Las puertas se abrieron. No se bajó nadie. Una pasajera sola dudó y después avanzó hacia su derecha y se subió al vagón siguiente. Me di vuelta y miré por la ventanita que estaba detrás de mi cabeza y la vi tomar asiento cerca de mí. Dos separaciones inoxidables, y el espacio del enganche. Quería hacerle señas para que se alejara. Podía sobrevivir en el otro extremo del vagón. Pero no le hice señas. No hicimos contacto visual y de todos modos me habría ignorado. Conozco Nueva York. Los gestos de locos en los trenes tarde a la noche no tienen credibilidad.
Las puertas quedaron abiertas un poco más de lo normal. Durante un segundo absurdo pensé en intentar arriar a todos fuera del vagón. Pero no lo hice. Habría sido una comedia. Sorpresa, incomprensión, quizás barreras lingüísticas. No estaba seguro de saber cómo se dice ‘bomba’ en español. ¿Se dice así, bomba? ¿O esa es la palabra que se usa para las lamparitas de luz? Un loco aullando algo acerca de lamparitas de luz no iba a ayudar a nadie.
No, lamparita se decía también bombilla, pensé, no bomba.
Quizás.
Posiblemente.
Pero con seguridad yo no sabía ningún idioma balcánico. Y no sabía ningún dialecto de África Occidental. Aunque quizás la mujer del vestido hablaba francés. Parte de África Occidental es francófona. Y yo hablo francés. Une bombe. La femme là-bas a une bombe sous son manteau. La mujer de allá tiene una bomba debajo del abrigo. La mujer del vestido podría llegar a entender. O podría captar el mensaje de alguna otra manera y simplemente seguirnos fuera del vagón.
Si se despertaba a tiempo. Si abría los ojos.
Al final solo me quedé en el asiento.
Las puertas se cerraron.
El tren siguió.
Miré a la pasajera número cuatro. Me figuré su pulgar pálido y delgado en el botón escondido. El botón probablemente proviniera de Radio Shack. Una pieza inocente, para un hobby. Probablemente costó un dólar y medio. Me figuré un enredo de cables, rojo y negro, encintados y enrollados y sujetados. Un grueso cable detonante, saliendo del bolso, metido por debajo del abrigo, conectando doce o veinte detonadores en una escalada paralela larga y letal. La electricidad se mueve casi a la velocidad de la luz. La dinamita es increíblemente poderosa. En un ambiente cerrado como un vagón de metro solo la onda expansiva nos aplastaría a todos hasta volvernos pasta. Los clavos y los rulemanes serían del todo gratuitos. Como balas contra un helado. Muy poco de nosotros sobreviviría. Fragmentos de huesos, quizás, del tamaño de semillas de uvas. Posiblemente el yunque y el estribo de la parte interna del oído podrían sobrevivir intactos. Son los huesos más pequeños del cuerpo humano y por lo tanto estadísticamente los que tienen mayores probabilidades de que la nube de esquirlas no les acierte.
Miré a la mujer. No había manera de acercarse a ella. Yo estaba a diez metros de distancia. Su pulgar estaba ya listo en el botón. Los contactos de lata baratos estaban quizás separados por tres milímetros, y esa separación diminuta quizás se angostaba y se ensanchaba fraccional y rítmicamente con los latidos de su corazón y los temblores de su brazo.
Ella estaba lista para partir, y yo no.
El tren se balanceaba hacia delante, con su característica sinfonía de sonidos. El aullido de las ráfagas de aire en el túnel, el golpeteo y el repiqueteo de las juntas bajo las ruedas de hierro, el raspazo del colector de corriente contra el riel electrificado, el chirrido de los motores, los chillidos secuenciales cuando los vagones se sacudían uno atrás de otro en las curvas y los rebordes de las ruedas mordían.
¿Adónde iba la mujer? ¿Por debajo de qué pasaba la línea 6? ¿Se podía derribar un edificio con una bomba humana? Pensé que no. Por lo que ¿cuáles eran los grandes amontonamientos de gente que todavía seguían reunidos después de las dos de la mañana? No muchos. Clubes nocturnos, quizás, pero a la mayoría ya los habíamos dejado atrás, y de cualquier forma no la dejarían pasar del otro lado de la cuerda de terciopelo.
La seguí mirando.
Fijo.
Lo sintió.
Giró la cabeza, despacio, suave, como un movimiento preprogramado.
Me devolvió la mirada.
Nuestros ojos se encontraron.
La cara de ella cambió.
Ella sabía que yo sabía.
Nos miramos fijo durante casi diez segundos. Entonces me puse de pie. Forcejeé contra el movimiento y di un paso. Iba a morir estando a diez metros de distancia, sin ninguna duda. No iba a terminar más muerto por estar más cerca. Pasé a la mujer hispana a mi izquierda. Al tipo con la remera de la NBA a mi derecha. A la mujer de África Occidental a mi izquierda. Sus ojos seguían cerrados. Iba pasando con las manos de una barra de agarre a la siguiente, izquierda y derecha, bamboleando. La pasajera número cuatro me miró durante todo mi recorrido, asustada, jadeando, murmurando. Las manos dentro del bolso.
Me detuve a dos metros de ella.
—De verdad quiero estar equivocado acerca de esto —dije.
No respondió. Sus labios se movieron. Sus manos se movieron por debajo de la tela gruesa negra. El objeto grande en el bolso cambió un poco de posición.
—Necesito verle las manos —dije.
No respondió.
—Soy policía —mentí—. La puedo ayudar.
No respondió.
—Podemos hablar —dije.
No respondió.
Solté las barras de las que me agarraba y dejé caer mis manos a los costados. Así era más pequeño. Menos amenazador. Tan solo un tipo. Me quedé tan quieto como me lo permitía el tren en movimiento. No hice nada. No tenía opción. Ella necesitaba una fracción de segundo. Yo necesitaba más que eso. Salvo por el hecho de que no había absolutamente nada que yo pudiera hacer. Podría haber agarrado el bolso e intentado sacárselo. Pero lo tenía pasado alrededor de su cuerpo y la correa era una banda ancha de algodón grueso. El mismo tejido que una manguera de incendios. Estaba prelavado y pregastado y preenvejecido como vienen ahora las cosas nuevas pero así y todo iba a ser muy fuerte. Iba a terminar sacándola del asiento y tirándola al piso.
Salvo porque nunca podría haber llegado cerca de ella. Ella habría apretado el botón antes de que mi mano estuviera a mitad de camino.
Podría haber intentado sacar el bolso hacia arriba y barrer por detrás con mi otra mano para arrancar de las terminales el cable detonante. Salvo porque para facilitar el movimiento iba a haber tanto cable de más que yo habría necesitado tirar durante un arco gigante de sesenta centímetros antes de encontrar alguna resistencia. Momento para el cual ella ya habría accionado el botón, aunque más no sea como consecuencia de un shock involuntario.
Podría haber agarrado su campera e intentado desconectar algunos otros cables. Pero entre los cables y yo había unas gruesas acumulaciones de plumas de ganso. Un recubrimiento resbaloso de nylon. Ninguna percepción, ninguna sensación.
Ninguna esperanza.
Podría haber intentado incapacitarla. Pegarle fuerte en la cabeza, noquearla, un golpe, instantáneo. Pero por más veloz que yo siga siendo, un swing decente desde una distancia de sesenta centímetros habría tardado casi medio segundo. Ella tenía que mover el pulgar menos de medio centímetro.
Ella habría llegado primero a su objetivo.
—¿Me puedo sentar? ¿Al lado suyo? —pregunté.
—No, no se acerque —dijo.
Una voz neutral, inexpresiva. Ningún acento obvio. Americano, pero ella podría haber sido de cualquier parte. De cerca no parecía muy perturbada o trastornada. Solo resignada, y seria, y asustada, y cansada. Me miraba con la misma intensidad con la que había estado mirando la ventana de enfrente. Parecía completamente alerta y consciente. Me sentí completamente analizado. No me podía mover. No podía hacer nada.
—Es tarde —dije—. Debería esperar a la hora pico.
No respondió.
—Seis horas más —dije—. Ahí va a funcionar mucho mejor.
Sus manos se movieron, dentro del bolso.
—No ahora —dije.
No dijo nada.
—Solo una —dije—. Muéstreme una mano. No necesita las dos ahí adentro.
El tren frenó fuerte. Me tambaleé hacia atrás y volví a ir hacia delante y me estiré hacia arriba para agarrar la barra cerca del techo. Mis manos estaban húmedas. El acero se sintió caliente. Grand Central, pensé. Pero no. Miré por la ventanilla esperando luces y azulejos blancos y en cambio vi el brillo de una tenue lámpara azul. Nos estábamos deteniendo en el túnel. Mantenimiento, o señalización.
Me di vuelta.
—Muéstreme una mano —volví a decir.
La mujer no respondió. Me estaba mirando la cintura. Con mis manos en alto se me había levantado la remera y la cicatriz en la parte baja de la panza quedaba a la vista por encima del pantalón. Piel blanca en relieve, dura y rugosa. Puntos grandes y crudos, como un dibujo animado. Esquirlas, de un coche—bomba en Beirut, mucho tiempo atrás. Yo estaba a cien metros de la explosión.
Estaba noventa y nueve metros más cerca de la mujer en el asiento.
Miraba fijo. La mayoría de la gente pregunta cómo me hice la cicatriz. No quería que ella me preguntara. No quería hablar de bombas. No con ella.
—Muéstreme una mano —dije.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—No necesita tener dos ahí adentro.
—¿Entonces a usted para qué le sirve?
—No lo sé —dije. No sabía exactamente qué era lo que estaba haciendo. No soy un negociador de rehenes. Solo estaba hablando por hablar. Lo cual no es característico. Por lo general soy una persona callada. Habría sido estadísticamente muy poco probable para mí morir en medio de una frase.
Quizás por eso estaba hablando.
La mujer movió las manos. La vi pasar dentro del bolso a un agarre de una sola mano con la derecha y sacó la izquierda despacio. Pequeña, pálida, débilmente recorrida por venas y tendones. Piel de mediana edad. Uñas sin pintar, cortas. Ningún anillo. No casada, no comprometida. Dio vuelta la mano, para mostrarme el otro lado. La palma vacía, roja porque tenía calor.
—Gracias —dije.
Apoyó la mano con la palma hacia abajo en el asiento de al lado de ella y la dejó ahí, como si no tuviera nada que ver con el resto de su persona. Lo cual era así, a esa altura. El tren se detuvo en la oscuridad. Bajé mis manos. El dobladillo de mi remera volvió a donde le correspondía.
—Ahora muéstreme qué hay en el bolso —dije.
—¿Por qué?
—Solo lo quiero ver. Sea lo que sea.
No respondió.
No se movió.
—No voy a tratar de sacárselo —dije—. Se lo prometo. Solo lo quiero ver. Estoy seguro de que lo puede entender.
El tren volvió a arrancar. Aceleración lenta, sin sacudidas, velocidad baja. Una entrada suave a la estación. Un deslizamiento lento. Quizás doscientos metros, pensé.
—Creo que al menos tengo el derecho de verla —dije—. ¿No lo cree?
Hizo un gesto con la cara, como si no entendiera.
—No veo por qué usted tiene derecho a verla —dijo.
—¿No?
—No.
—Porque soy parte de esto. Y quizás puedo ver si está bien preparada. Para después. Porque esto lo tiene que hacer después. No ahora.
—Usted dijo que era policía.
—Esto lo podemos solucionar —dije—. La puedo ayudar. —Miré por encima de mi hombro. El tren avanzaba lentamente. Luz blanca más adelante. Me di vuelta. La mano derecha de la mujer se estaba moviendo. La estaba acomodando en un agarre más firme y la estaba sacando despacio del bolso, todo a la vez.
Miré. El bolso se le enganchó en la muñeca y usó su mano izquierda para correrlo. Apareció la mano derecha.
No una batería. No cables. No un interruptor, no un botón, no un detonador.
Algo totalmente distinto.
La mujer tenía un arma en la mano. Me estaba apuntando directo a mí. Bajo, al medio, en una línea entre mis ingles y mi ombligo. Todo tipo de cosas necesarias en esa región. Órganos, columna, intestinos, arterias y venas varias. El arma era un Ruger Speed-Six. Un revólver .357 Magnum grande y viejo con un cañón corto de diez centímetros, capaz de hacerme un agujero lo suficientemente grande como para ver la luz del otro lado.
Pero con todo yo estaba mucho más contento de lo que había estado un segundo antes. Muchas razones. Las bombas matan a las personas todas al mismo tiempo, las armas matan de a una por vez. Las bombas no necesitan puntería, y las armas sí. El Speed-Six pesa alrededor de un kilo totalmente cargado. Mucha masa por controlar para una muñeca delgada. Y los disparos de Magnum sacan por el caño un fogonazo fuerte y dan una patada rigurosa. Si ella hubiera usado antes el arma lo sabría. Tendría lo que entre tiradores se conoce como el sobresalto del Magnum. Un instante antes de apretar el gatillo el brazo se le contraería y los ojos se le cerrarían y giraría la cabeza. Tenía una chance decente de errar el disparo, incluso a dos metros. La mayoría de las armas cortas erran el disparo. Quizás no en el polígono, con protector auditivo y protector visual y tiempo y calma y nada en juego. Pero en el mundo real, con pánico y estrés y temblando y con el corazón acelerado, las armas cortas son una cuestión de suerte, buena o mala. La mía y la de ella.
Si erraba no iba a tener un segundo tiro.
—Tranquila —dije. Solo para emitir algún sonido. El dedo estaba blanco hueso en el gatillo, pero todavía no lo había movido. El Speed-Six es un revólver de doble acción, lo que significa que la primera mitad del movimiento del gatillo tira el martillo hacia atrás y hace girar el tambor. La segunda mitad suelta el martillo y dispara el arma. Mecánica compleja, que lleva tiempo. No mucho, pero un poco. Me quedé mirando el dedo de ella. Sentí al tipo con los ojos de jugador de béisbol, mirando. Supuse que mi espalda bloqueaba la vista en la parte de más allá del vagón.
—Usted no tiene ningún problema conmigo, señora —dije—. Ni siquiera me conoce. Baje el arma y hablemos.
No respondió. Quizás algo le cruzó la cara, pero yo no estaba mirando la cara de ella. Yo estaba mirando su dedo. Era la única parte de ella que me interesaba. Y estaba concentrado en las vibraciones que venían del piso. Esperando que el vagón se detuviera. El pasajero loco ese con el que viajé una vez me había dicho que los R142A pesan treinta y cinco toneladas cada uno. Pueden andar a cien kilómetros por hora. Por lo que los frenos son muy poderosos. Demasiado poderosos para sutilezas a bajas velocidades. No es posible estabilizar de a poco. Se clavan y se sacuden y rechinan. Los trenes a menudo patinan el último metro con las ruedas bloqueadas. De ahí el chillido característico mientras frenan.
Supuse que lo mismo aplicaría incluso después del andar lento con el que veníamos. Quizás más aún, relativamente hablando. El arma era esencialmente un peso en el extremo de un péndulo. Un brazo largo y delgado, un kilo de acero. Cuando los frenos mordieran, el impulso se iba a llevar el arma hacia delante. Uptown. Las leyes de Newton. Yo estaba preparado para ir contra mi propio impulso y empujarme de las barras para el otro lado y saltar en dirección downtown. Conque el arma se moviera solo quince centímetros al norte y yo me moviera solo quince centímetros al sur yo estaría a salvo.
Quizás con diez centímetros ya estaría bien.
O doce y medio, para estar seguro.
La mujer preguntó:
—¿Dónde se hizo la cicatriz?
No respondí.
—¿Un disparo?
—Una bomba.
Movió la boca de fuego, hacia su izquierda y mi derecha. Apuntó a donde el dobladillo de mi remera escondía la cicatriz.
El tren siguió avanzando. Ya en la estación. Infinitamente lento. Apenas a paso de hombre. Los andenes de Grand Central son largos. El vagón de adelante estaba haciendo todo el recorrido hasta el final. Esperé que los frenos mordieran. Supuse que iba a haber un buen sacudoncito.
Nunca pasó.
El cañón volvió a mi centro de masa. Después se puso vertical. Por un instante creí que la mujer se estaba rindiendo. Pero el cañón siguió su viaje. La mujer levantó alto el mentón, como un gesto orgulloso y obstinado. Apoyó la boca de fuego en la carne blanda que está por debajo. Oprimió el gatillo hasta la mitad. El tambor giró y el martillo al moverse hacia atrás raspó el nylon de su abrigo.
Después terminó de apretar el gatillo y se voló la cabeza.
Las puertas no se abrieron por un largo rato. Quizás alguien había usado el intercomunicador de emergencia o el conductor había oído el disparo. Pero lo que fuera, el sistema pasó a modo de bloqueo completo. Era indudablemente algo ensayado. Y el procedimiento tenía mucho sentido. Mejor que una persona armada enloquecida quedara contenida en un solo vagón, en vez de que se le permitiera andar corriendo por toda la ciudad.
Pero la espera no fue agradable. Los cartuchos del .357 Magnum se inventaron en 1935. ‘Magnum’ es grande en latín. Una munición más pesada, y mucha más carga propulsora. Técnicamente la carga propulsora no explota. Deflagra, que es un proceso químico a medio camino entre arder y explotar. La idea es crear una burbuja enorme de gas caliente que acelera la bala a lo largo del cañón, como una primavera reprimida. Normalmente el gas sale por la boca del arma detrás de la bala y se prende fuego con el oxígeno del aire alrededor. De ahí el fogonazo. Pero con un disparo a la cabeza haciendo pleno contacto como el que había elegido la pasajera número cuatro, la bala hace un agujero en la piel y el gas a continuación bombea hacia dentro. Se expande violentamente debajo de la piel y o bien se abre paso y desgarra una herida de salida enorme y con forma de estrella o hace volar del mismo hueso toda la carne y toda la piel y desenvuelve el cráneo completamente, como al pelar una banana de arriba abajo.
Eso fue lo que pasó en este caso. La cara de la mujer quedó reducida a jirones y andrajos de carne sanguinolenta colgando de hueso destrozado. La bala había viajado verticalmente a través de la boca y había vertido su enorme energía cinética en el cráneo de la mujer, y la gran presión repentina había buscado un desahogo y lo había encontrado donde las placas del cráneo se habían sellado allá lejos en la infancia. De golpe se habían abierto de vuelta y la presión había pegado tres o cuatro fragmentos grandes de hueso en la pared todo por encima y detrás de la mujer. De una u otra manera su cabeza básicamente había desaparecido. Pero la fibra de vidrio antigraffiti estaba cumpliendo su función. Hueso blanco y sangre oscura y tejido gris se estaban chorreando por la superficie resbaladiza, sin pegarse, dejando a medida que caían un rastro de caracol. El cuerpo de la mujer había colapsado y había quedado derrumbado sobre el asiento. El dedo índice derecho estaba todavía enganchado en el guardamonte. El arma había rebotado en el muslo y había quedado en el asiento de al lado de ella.
El sonido del disparo todavía me sonaba en los oídos. Podía escuchar detrás de mí ruidos apagados. Podía oler la sangre de la mujer. Me incliné hacia delante y revisé el bolso. Vacío. Bajé el cierre de la campera y la abrí. No había nada. Solo una blusa blanca de algodón y el hedor de haber vaciado intestino y vejiga.
Busqué el tablero de emergencia y llamé yo mismo al conductor. Dije: “Suicido por disparo de arma de fuego. Anteúltimo vagón. Ya terminó. Estamos seguros. No hay más amenazas”. No quería esperar hasta que el Departamento de Policía de Nueva York juntara escuadrones de SWAT y chalecos antibala y fusiles y llegaran con el mayor sigilo. Eso podía llevar mucho tiempo.
No recibí respuesta del conductor. Pero un minuto después se oyó su voz a través del altoparlante. Dijo: “Se les informa a los pasajeros que las puertas permanecerán cerradas por unos minutos debido a un incidente en curso”. Hablaba despacio. Probablemente leía de una tarjeta. Su voz era temblorosa. Nada que ver con los tonos tersos de los presentadores de Bloomberg.
Recorrí por última vez el vagón con la mirada y me senté a un metro del cadáver sin cabeza y esperé.
Podrían haber pasado episodios enteros de programas de televisión de policías antes incluso de que llegaran los policías de verdad. Se podría haber extraído y analizado el ADN, se podrían haber encontrado coincidencias, se podría haber salido en busca de criminales y se los podría haber atrapado y juzgado y sentenciado. Pero finalmente seis oficiales aparecieron bajando las escaleras. Estaban con chalecos y gorras y habían desenfundado sus armas. Agentes del Departamento de Policía de Nueva York del servicio nocturno, probablemente la estación de policía del distrito 14 sobre la calle 35 Oeste, el famoso Midtown Sur. Avanzaron por el andén y empezaron revisando el tren desde adelante. Me volví a poner de pie y miré por las ventanillas por encima de los enganches, todo el tren a lo largo, como atisbando por un túnel de acero inoxidable largo e iluminado. A lo lejos la vista se ponía borrosa, debido a la suciedad y a las impurezas verdes en las capas de vidrio. Pero podía ver a los policías abriendo las puertas vagón por vagón, revisando, despejando, sacando a los pasajeros y apurándolos para que subieran y salieran a la calle. Era un tren nocturno poco cargado y no les llevó tanto tiempo llegar a nosotros. Miraron por las ventanillas y vieron el cadáver y el arma y se pusieron tensos. Las puertas se abrieron con un siseo y subieron todos juntos, dos por cada par de puertas. Todos nosotros levantamos las manos, como un reflejo.
Cada una de las entradas quedó bloqueada por un policía y los otros tres fueron directo hacia la mujer muerta. Se detuvieron y se quedaron a más o menos dos metros. No revisaron si tenía pulso o ningún otro signo de vida. No pusieron un espejo debajo de la nariz, para corroborar si respiraba. En parte porque era obvio que no respiraba, y en parte porque no tenía nariz. El cartílago había salido volando, dejando pedazos de hueso astillado entremedio donde la presión interna le había hecho saltar los globos oculares.
Un policía grandote con tiras de sargento se giró. Se había puesto un poco pálido pero por lo demás estaba llevando a cabo una buena interpretación de una noche de trabajo más. Preguntó:
—¿Quién vio lo que pasó acá?
Hubo silencio en la parte de adelante del vagón. La mujer hispana, el hombre con la remera de la NBA y la señora africana. Todos estaban sentados sin moverse y no decían nada. Punto ocho: una mirada rígida hacia el frente. Era lo que estaban haciendo todos ellos. Si yo no te puedo ver, tú no me puedes ver. El hombre de camisa polo no dijo nada. Así que yo dije:
—Sacó el arma del bolso y se disparó.
—¿Así como así?
—Más o menos.
—¿Por qué?
—¿Cómo lo podría saber yo?
—¿Dónde y cuándo?
—Entrando a la estación. Cuando eso haya sido.
El tipo procesó la información. Suicidio por disparo de arma. El metro era responsabilidad del Departamento de Policía de Nueva York. La zona de desaceleración entre la calle 41 y la 42 era territorio del distrito 14. Su caso. Sin dudas. Asintió. Dijo:
—OK, por favor todos ustedes salgan del vagón y esperen en el andén. Vamos a necesitar sus nombres y direcciones y declaraciones.
Entonces accionó el micrófono del cuello y recibió la respuesta de un fuerte estallido de estática. Él respondió a eso con una larga serie de códigos y números. Supuse que estaba llamando paramédicos y una ambulancia. Después de eso desenganchar el vagón y limpiarlo y normalizar el servicio iba a quedar en manos de la gente de transporte. No era difícil, pensé. Había mucho tiempo antes de la hora pico de la mañana.
Bajamos y nos encontramos en el andén con un grupo de gente que se iba reuniendo. Policías de transporte, más policías patrulleros llegando, trabajadores del metro amontonándose alrededor, personal de Grand Central apareciendo. Cinco minutos más tarde un equipo de paramédicos del Departamento de Bomberos de Nueva York bajó las escaleras haciendo ruido con una camilla. Pasaron la barrera y subieron al tren y los policías que habían llegado primero se bajaron. No vi lo que pasó después de eso porque los policías se empezaron a mover entre la gente, mirando alrededor, preparándose para buscar cada uno un pasajero y llevárselos para más indagaciones. El sargento grandote me buscó a mí. Yo había respondido sus preguntas en el tren. Por lo que me hizo estar primero en la fila. Me llevó bien adentro de la estación y me metió en una sala de azulejos blancos y con el aire caliente y viciado que podría haber sido parte de las instalaciones de la policía de transporte. Me hizo sentar solo en una silla de madera y me preguntó mi nombre.
—Jack Reacher —dije.
Lo anotó y no volvió a hablar. Solo se quedó de pie en la entrada y me miró. Y esperó. Que apareciera un detective, supuse.
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