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Mónica Ojeda

 

 

Las voladoras

 

 

 

 

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Mónica Ojeda, Las voladoras

Primera digital: octubre de 2020

 

ISBN epub: 978-84-8393-665-8

 

 

© Mónica Ojeda, 2020

c/o Agencia Literaria CBQ, SL

info@agencialiterariacbq.com

© De la ilustración de cubierta: Marcela Ribadeneira, 2020

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2020

 

 

Colección Voces / Literatura 302

 

 

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de todas las huellas/ escoge la del desierto

de todos los sueños/ el de las bestias

de todas las muertes/ escoge la tuya propia

que será la más breve y ocurrirá en todas partes

 

Mario Montalbetti

 

 

Miren así las huecas cordilleras los Andes son hoyos del horizonte

 

Raúl Zurita

 

Las voladoras

 

 

 

De villa en villa, sin Dios ni Santa María

«Las voladoras», relato oral de Mira, Ecuador

 

 

 

¿Bajar la voz? ¿Por qué tendría que hacerlo? Si uno murmura es porque teme o porque se avergüenza, pero yo no temo. Yo no me avergüenzo. Son otros los que sienten que tengo que bajar la voz, achicarla, convertirla en un topo que desciende, que avanza hacia abajo cuando lo que quiero es ir hacia arriba, ¿sabe?, como una nube. O un globo. O las voladoras. ¿A usted le gustan los globos? A mí me encantan, sobre todo los que mamá ata a los árboles para espantar a los animales del bosque. A las voladoras no les gustan los globos y siempre los revientan. Hacen ¡bam!, y con eso yo ya sé que son ellas. Mamá les grita mucho: les lanza zapatos, les lanza tenedores. Pero las voladoras son rápidas y lo esquivan todo. Esquivan los cascos de los caballos de papá. Esquivan los balidos de las cabras. Yo he llorado mucho por esto, y si ya no lo hago es porque me dan miedo las abejas que se prenden de mis pestañas. Si quiere que se lo explique bien, míreme. En mi cara está toda la verdad, la que no tiene palabras sino gestos. La que es materia, la que se escucha y se toca. Verá, es cierto que las voladoras no son mujeres normales. Para empezar tienen un solo ojo. No es que les falte uno, sino que solo tienen un ojo, como los cíclopes. Yo soñé con una de ellas antes de que entrara a nuestra casa por la ventana de mi habitación. La vi sentada, rígida, dándole de beber sus lágrimas a las abejas. Pocos saben que las voladoras pueden llorar, y los que saben dicen que las brujas no lloran de emoción, sino de enfermedad. La voladora entró llorando con su único ojo y trajo los zumbidos a la familia. Trajo la montaña donde jadean las que aprendieron a elevarse de una forma horrible, con los brazos abiertos y las axilas chorreando miel. A papá le disgusta su olor a vulva y a sándalo, pero cuando mamá no está le acaricia el lomo y le pregunta cosas muy difíciles de entender y de repetir. En cambio, si mamá está presente, él intenta patearla para que salga de la casa, le escupe, se saca el cinturón y golpea las puertas y las paredes como si fueran a gemir. En secreto, yo dejo las ventanas abiertas por la noche para escuchar el rezo de los árboles. Los oigo y me arrullo con ellos aunque a veces también me da escalofríos el negro fondo de sus oraciones. La voladora tiene el pelo negro, ¿sabe?, como el mío y como el canto de los pájaros del monte. La siento acurrucarse entre mis piernas en las madrugadas y me abrazo a ella porque, como dice papá cuando mamá no lo ve, un cuerpo necesita a otro cuerpo, sobre todo en la oscuridad. He aprendido a amar sus lágrimas. Usted no sabe lo que es amar un pelaje como si fuera un cabello, pero verá: en mis sueños, la voladora tiene un paisaje y una tumba. Tiene montañas y un muerto al que llorar. Yo nunca he sabido por qué llora ni por qué sus lágrimas sirven de alimento para el zumbido divino. ¿Sabe usted que el sonido que hacen las abejas es la vibración de Dios? Mamá le teme a los panales por eso. Y odia a la voladora porque es una mujer que inquieta a los caballos y le da de beber su tristeza a las abejas. «No es nuestra», dice sudando y tocándose el cuello. «No queremos su silencio». Y es que ella mira a mamá con su único ojo sin hablar. Es esa falta de palabra lo que más molesta a los caballos. Las cabras, en cambio, se tranquilizan si la voladora llega seguida por un enjambre y moja la tierra con su llanto. Yo no entiendo por qué mamá la odia y a la vez la observa con las mejillas rojas y calientes. No entiendo por qué a papá se le tensa el pantalón. La montaña es el verdadero hogar de las voladoras, una casa que siempre nos ha dicho cosas importantes, pero en la mía está prohibido acercarse. Según mis padres es un templo de sonidos terribles, de ruidos de pieles, uñas, picos, colas, cuernos, lenguas, aguijones… Allí se van volando las abuelas, madres e hijas que se extravían, pero lo que más me da miedo es el sonido de las plantas. Esos crujidos verdes que llaman a la voladora y la alejan de mis caderas. Fue mi padre el primero en enseñarme que Dios es tan peligroso y profundo como un bosque. Por eso nuestros animales están domesticados y jamás traspasan las vallas, salvo uno que otro caballo enloquecido por la divinidad. Cuando un caballo enloquece, papá dice que es porque el-Dios-que-está-en-todo despierta en el corazón del animal. «Si algo tan grande como Dios abre los ojos tras tus huesos, tú te disuelves como polvo en el agua y dejas de existir», me dijo. Pero la voladora es el bosque entrando a nuestra casa y eso no había pasado nunca. Nunca habíamos sentido el delirio divino tan cerca, ni tampoco su deseo. Porque en el fondo, créame, yo le estoy hablando del deseo de Dios: el misterio más absoluto de la naturaleza. Imagine ese misterio entrando a su casa y ensanchándole las caderas. Imagine a las plantas sudando. Imagine las venas brotadas de los caballos. La voladora hace que papá se manche los pantalones y que mamá cierre muy fuerte las piernas. Hace que yo me unte las axilas con miel y suba al tejado a probar el aire. A pesar de eso la amamos y el amor tiene su propia forma de conocer, ¿entiende? Yo amo su pelaje como si fuera un cabello. Amo su naturaleza. El día en que sangré por primera vez ella desapareció durante una semana. Mamá fingió ponerse contenta, pero en las madrugadas regaba leche en el suelo de la cocina que luego lamía con toda su sed. Se subía al tejado con las axilas como un panal. Volaba unos metros. Caía desnuda sobre la hierba. Papá y yo la veíamos sufrir a escondidas y, a la mañana siguiente, la escuchábamos decir: «Creo que se ha ido para siempre». Pero la voladora regresó y lloró sobre mis pezones con su único ojo y mis pezones, grandes y oscuros como los rezos de los árboles, despertaron. Espero que lo entienda: un ser así trae el futuro. Y después de unos meses yo empecé a hincharme y todos los caballos enloquecieron. Todas las cabras durmieron. Usted tiene que explicarle a la congregación que esto fue lo que sucedió: que a papá le turbaba que yo durmiera con el zumbido de las abejas. Sudaba. Se tocaba debajo de los pantalones. Mamá, en cambio, se cortó el pelo y lo enterró al pie del manzano más viejo del bosque. Tiene que contarles que la voladora llora y revienta los globos y vacía los panales, pero que yo amo su pelaje como a un cabello. ¿Qué se hace cuando una familia siente cosas tan distintas y tan similares a la vez? Yo rezo hacia arriba y el ojo de la bruja se tuerce. Suben las abejas. ¿Sabe usted lo que hace en la sangre el zumbido de los panales? Las lágrimas mojan mi cuerpo por las noches. Todavía duermo con la voladora y, a veces, papá mira igual que un caballo en delirio la línea irregular de la valla que separa nuestra casa del promontorio.

Yo no me avergüenzo del tamaño de mis caderas. No bajo la voz. No le tengo miedo al pelaje. Subo al tejado con las axilas húmedas y abro los brazos al viento.

El misterio es un rezo que se impone.

Sangre coagulada

 

Me gusta la sangre. Alguna vez me preguntaron: «¿Desde hace cuánto, Ranita?». Y yo respondí: «Desde siempre, Reptil». No recuerdo un solo día que no haya abierto mi cuerpo para ver la sangre brotar como agua fresca.

Agua pura de jardín.

Agua tibia de amapola.

Recuerdo que de niña me caía a propósito. Me quitaba las costras y las dejaba sobre las sábanas, la bañera, el plato frío de Firulais.

Tocaba mi sangre. Olía mi sangre.

Recuerdo la piel de gallina. Hay tantos colores que si los juntas parecen un arcoíris malo y bruto, pero yo soy como los inuit: veo cientos de rojos cuando abro una herida y la araño para que se manchen mis uñas de verdad.

Me gusta que las uñas se ensucien por debajo, que parezca que se van a salir. Que se noten mis huellas digitales. Que atardezca y se oxiden las nubes.

A veces cuento los tonos y me pierdo con tanto número largo, tanto número feo. También he intentado nombrarlos en mi cabeza:

rojo caracha

rojo terreno

rojo aguja

rojo raspón.

Pero luego olvido los nombres y tengo que inventarme otros:

rojo canoa

rojo hígado

rojo pulga.

Yo recuerdo todo. Por ejemplo, mi piel de gallina y la cabeza de gallina rodando en círculos junto a los pies de la abuela. Son dos cosas distintas pero iguales: mi piel levantada, la cabeza caída dibujando la forma de un vientre hinchado. Una redondez perfecta, como Dios.

«El tiempo es una circunferencia», decía la abuela.

Ella era gorda y besaba a los animales antes de decapitarlos o degollarlos.

Los besaba en el cogote.

Los besaba en las pezuñas.

Sus cabezas caían rodando sobre un mismo eje igual que un trompo o en espiral, como la concha de un caracol.

Geometría divina.

A veces yo beso la sangre de los animales y los labios se me ponen pesados, urgentes. Me quedo así hasta que la sangre se seca y se pone rojo oscuro.

Rojo pelo de árbol.

Rojo cabeza de montaña.

También beso mi sangre, pero menos, porque me da vergüenza. Es un gesto privado como cuando cierro la puerta, me miro al espejo y me pego.

Son bonitos los chichones:

los hematomas

los cardenales

los moretones.

Son parecidos al interior de una cueva, a las piedras que recojo del río y pongo debajo de mi almohada para escuchar el torrente. Funciona, aunque mami diría: «¡No seas estúpida, tarada!».

Según mami yo ya soy tarada, pero no estúpida.

Según mami todavía puedo salvarme de la estupidez.

Cuando tenía diez años ella me dejó con la abuela para que aprendiera cosas. Ahora estoy aquí con los caracoles, los mosquitos y las culebras. Con las ranas, los caballos y las cabras. Lavo los platos, barro el piso, cuido de los animales, restriego la espalda de la abuela con una piedra gris, recojo sus pelos blancos, le corto las uñas de las manos y de los pies, seco las plantas y las hierbas, ayudo a cocinar los remedios que enferman a las chicas, canto una canción inventada por la noche que dice: «Ai, ai, ai, las niñas lloran, las ranas saltan, los pollitos pían, pío, pío, las vacas mugen, muuu, los hombres jadean, aj, aj, aj, las lechuzas ululan, uuu, uuu, las niñas lloran, ai, ai, ai».

La abuela dice que tengo voz de cencerro, voz de lechón triste. Dice que mami me abandonó y que no va a volver. «Se fue porque tienes el cerebro redondo», me explicó. «Y tus ideas se caminan por encima».

A mí me gusta que los animales dibujen mi cerebro sobre la hierba fresca: un órgano brillante y bonito, como Dios oculto en las formas interiores. Hay personas que no lo entienden. Por ejemplo, mami nunca ha degollado a una vaca, nunca le ha abierto el vientre a un cerdo. No sabe que las cabezas ruedan en círculos y sueltan sangre rojo músculo.

Sangre rojo arcilla.

Sangre rojo vino.

En cambio Firulais una vez le arrancó la cabeza a un gato. Yo creo que por eso se hacía pis en las alfombras, en la bañera, en el sofá. A mami no le gustaba limpiar nada de eso. «Guau, guau», decía y mojaba de un amarillo azufre la casa vieja. Entonces yo fregaba el piso con las manos hasta que la piel se me caía en láminas muy chicas. Luego me sentaba a contar los pedazos de mi piel muerta: tres, cuatro, siete, diez, quince, veinte… y me perdía con tanto número largo, tanto número horrible.

A veces me corto y eso está mal. Eso está enfermo. La primera vez que lo hice se me hincharon las mejillas y mojé mis calzones. Cortarse es difícil, caerse duele mucho, pero cuando mi carne se abre veo agua de corazón y tiemblo. Yo sé que ese líquido que brota de mí es sucio y transparente. Sé que me hace frotarme donde no debo y que crece cuando me hago cortes en las piernas y en los pies.

Hace tiempo vi con mami una peli de vampiros y me sentí vampiro, solo que a mí sí me gusta el sol.

Me gustan las plantas, el chocolate, los caballos, las escaleras de grandes escalones, Firulais, las bañeras limpias, los ojos blancos de los corderos, el olor a caca de vaca. Me gusta el río y el rojo oxidado de la coagulación de la tierra. Me gusta Reptil, aunque ya no pueda hablarle. Me gusta mami, pero desde que vio mis cortes me mandó al páramo. Yo sé que ella le dijo mentiras a la abuela: que me robo tampones usados de la basura. Que canto canciones raras en las noches de luna llena. Que me corto el vello púbico. Que he aprendido a ser bruja: que es culpa de la abuela que yo huela a sangre y a genitales.

Cuando iba al colegio también me lo gritaban las otras niñas: hueles a calzón, decían. Pero ellas no saben a qué huele eso de verdad.

A cabras en celo.

A parto.

Es cierto que la sangre puede comerse. Cuando se coagula, deja de ser líquida y se transforma en alimento. Yo conozco la belleza de los coágulos como niños pequeños colgando del pelaje de las cabras. Los toco y sonrío porque son mis bebés. Mami no soporta que hable de la forma de la sangre. Le da miedo el páramo y le da miedo la abuela. A mí no me da miedo la piel de gallina, la cabeza de gallina. No temo al cuello de la vaca, ni a los intestinos del cerdo, ni a las cabras que lloran y gritan por las noches mojando la tierra con su solitaria leche. Nada que venga del interior de los animales me asusta porque ese interior de huesos y de arterias se parece al mío.