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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
El poder del perro
Título original: The Power Of The Dog
© 2005 by Don Winslow
© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
© De la traducción del inglés, Eduardo G. Murillo
Esta traducción ha sido publicada con el permiso de Alfred A. Knopf, un sello de The Knopf Doubleday Group, una división de Penguin Random House, LLC.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imágenes de cubierta: Shutterstock
I.S.B.N.: 978-84-17216-89-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Primera parte. Pecados originales
1. Los hombres de Sinaloa
2. Irlandeses salvajes
3. Chicas de California
Segunda parte. Cerbero
4. El Trampolín Mexicano
5. Narcosantos
6. Conmovió las más profundas simas
7. Navidad
Tercera parte. Tlcan
8. Día de los inocentes
9. Día de muertos
Cuarta parte. Camino de Ensenada
10. El Golden West
11. La bella durmiente
12. Adentrándose en la oscuridad
Quinta parte. La frontera
13. Las vidas de los fantasmas
14. Pastoral
15. La frontera
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
En memoria de Sue Rubinsky,
que siempre quiso averiguar la verdad
Libra mi alma de la espada, mi única vida de las garras de los perros.
Salmos 22,21
El Sauzal. Baja California. México. 1997
El bebé está muerto en brazos de su madre.
A juzgar por la forma en que yacen los cuerpos (ella encima, el bebé debajo), Art Keller deduce que la mujer intentó proteger al niño. Debía de saber, piensa Art, que su cuerpo blando no podría detener las balas (de rifles automáticos), desde esa distancia, pero el movimiento debió de ser instintivo. Una madre interpone el cuerpo entre su hijo y quien quiere hacerle daño. Así que se dio la vuelta, se retorció cuando las balas la alcanzaron, y después cayó sobre su hijo.
¿De veras creía que podría salvar al niño? Tal vez no, piensa Art. Tal vez no quería que el niño viera surgir la muerte del cañón del arma. Tal vez quería que la última sensación del niño en este mundo fuera la de su pecho. Envuelto en amor.
Art es católico. A los cuarenta y siete años de edad, ha visto montones de madonas. Pero ninguna como esta.
—Cuernos de chivo —oye que dice alguien.
En voz baja, en un susurro, como si estuviera en la iglesia.
Cuernos de chivo: AK-47.
Art ya lo sabe: centenares de casquillos de 7.62 milímetros siembran el suelo de cemento del patio, junto con algunos casquillos de escopeta calibre 12, y algunos 5.56, procedentes seguramente de AR-15, piensa Art. Pero casi todos los casquillos son de cuerno de chivo, el arma favorita de los narcotraficantes mexicanos.
Diecinueve cuerpos.
Diecinueve bajas más en la guerra contra las drogas, piensa Art.
Diez hombres, tres mujeres, seis niños.
Alineados contra la pared del patio y fusilados.
Cosidos a balazos sería una expresión más acertada, piensa Art. Destrozados por una descarga enorme de balas. La cantidad de sangre es irreal. Un charco del tamaño de un coche grande, de dos milímetros y medio de espesor, de sangre seca y negra. Las paredes salpicadas de sangre, el jardín inmaculado salpicado de sangre, que brilla roja y negra en las puntas de la hierba. Sus hojas semejan diminutas espadas ensangrentadas.
Debieron de oponer resistencia cuando se dieron cuenta de lo que iba a suceder. Sacados de sus camas en plena noche, arrastrados al patio, alineados contra la pared… Alguien tuvo que resistirse al final, porque hay muebles tirados. Muebles de patio de hierro forjado. Cristales rotos sobre el cemento.
Art baja la vista y ve… Carajos, es una muñeca, y está mirándolo con sus ojos de cristal marrón, tirada en la sangre. Una muñeca, y un muñeco de peluche, y un bonito caballo pinto de plástico, todos arrojados al charco de sangre, junto a la pared.
Niños, piensa Art, arrancados de su sueño, que agarran sus juguetes y los abrazan. Mientras, sobre todo mientras, los fusiles rugen.
Una imagen irracional se le aparece: un elefante de peluche. Un juguete infantil con el que siempre dormía. Tenía un solo ojo. Estaba manchado de vómito, de orina y de diversos efluvios infantiles, y olía a todos ellos. Su madre se lo había quitado mientras dormía para sustituirlo por un elefante nuevo con dos ojos y un aroma prístino, y cuando Art despertó le dio las gracias por el elefante nuevo, y después buscó y recuperó el viejo de la basura.
Arthur Keller oye cómo se parte su corazón.
Desvía la mirada hacia las víctimas adultas.
Algunos están en pijama (pijamas y combinaciones de seda caras), otros en camiseta. Dos de ellos, un hombre y una mujer, están desnudos, como si hubieran interrumpido su abrazo poscoito. Lo que fue amor, piensa Art, ahora es obscenidad desnuda.
Un cuerpo yace paralelo al muro opuesto. Un anciano, el jefe de la familia. Debió de ser el último en morir, piensa Art. Obligado a contemplar el asesinato de su familia, y después ejecutado. ¿Misericordiosamente?, se pregunta Art. ¿Una especie de retorcida compasión? Pero, entonces, repara en las manos del viejo. Le han arrancado las uñas, y cortado los dedos después. La boca todavía está abierta en un chillido petrificado, y Art ve los dedos embutidos contra su lengua.
O sea, sospechaban que alguien de su familia era un dedo, un informante.
Porque yo les hice creerlo.
Que Dios me perdone.
Registra los cuerpos hasta encontrar el que busca.
Cuando lo hace, se le revuelve el estómago y tiene que reprimir las náuseas, porque han despellejado la cara del joven como si fuera un plátano. Las tiras de carne cuelgan obscenamente de su cuello. Art espera que lo hayan hecho después de dispararle, pero sabe que no es así.
Le volaron la mitad inferior del cráneo.
Le dispararon en la boca.
A los traidores se les dispara en la nuca, a los informantes en la boca.
Pensaban que era él.
Eso era exactamente lo que querías que pensaran, se dice Art. Afróntalo: salió tal como lo habías planeado.
Pero nunca me imaginé esto, piensa. Nunca pensé que harían esto.
—Tenía que haber criados —dice Art—. Obreros.
La policía ya ha inspeccionado las dependencias de los obreros.
—No había nadie —dice un policía.
Desaparecidos. Desvanecidos.
Se obliga a mirar de nuevo los cadáveres.
Es culpa mía, piensa Art.
Yo he provocado su desgracia.
Lo siento, piensa Art. Lo siento muchísimo. Se inclina sobre la madre y el niño, hace la señal de la cruz y susurra:
—In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
—El poder del perro —oye murmurar a un policía mexicano.
El poder del perro.