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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Helen Bianchin

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor en secreto, n.º 1383 - agosto 2015

Título original: A Passionate Surrender

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6852-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Demonios!

Luc Dimitriades profirió el juramento con suavidad, a pesar de la irritación que sentía, y dejó caer un fax sobre su escritorio.

Era la información detallada de los movimientos de su mujer durante los últimos nueve días. No había nada sorprendente, excepto un detalle que le hizo sospechar. Reflexionó unos segundos con los ojos entrecerrados y, rápidamente, como por un acto reflejo, tomó su teléfono móvil y marcó un número.

–Quiero hablar con Marc Andreas –dijo secamente en cuanto la recepcionista contestó, al otro lado de la línea.

–Lo siento, pero en estos momentos está con un paciente.

–Es urgente –contestó sin ningún reparo, y se identificó.

Unos instantes más tarde obtuvo la confirmación oficial y su expresión se endureció. Presionó el botón del interfono que había en su mesa.

Dio instrucciones claras y concisas, y su plan se puso en marcha. Después se levantó de la silla y cruzó el despacho hasta la ventana.

Observó el espléndido panorama que le ofrecían la bahía y la ciudad. El cielo estaba muy azul y el sol hacía centellear los rascacielos de acero y cristal. Entre los árboles y arbustos había mansiones de dos y tres pisos construidas sobre la ladera de la colina que bajaba hasta el mar. Cientos de yates de recreo encontraban refugio en las numerosas calas y ensenadas que había salpicadas por toda la costa. Enfrente, el arco del puente de Sidney y el edificio de la Ópera, con su particular arquitectura.

La vista era maravillosa y sin embargo aquel día ni siquiera le prestaba atención. Tampoco se fijaba en los preciosos muebles de su despacho, ni en las obras de arte que adornaban las paredes.

No había ninguna emoción que alterase la expresión de sus rasgos marcados y de su mirada. Estaba absorto en sus pensamientos, recordando algunos de los acontecimientos que se habían producido en su vida.

Su breve matrimonio con Emma, su amor desde la niñez, había terminado trágicamente con la muerte de su esposa en un accidente de tráfico. Totalmente devastado por el dolor de aquella pérdida, se había dedicado por completo al trabajo y había alcanzado un éxito fabuloso en los negocios.

Volverse a casar no había estado dentro de sus planes. Había amado y perdido y no quería pasar por ello otra vez. Durante los últimos diez años, había tenido algunas relaciones sin compromisos, sin promesas.

Hasta que conoció a Ana.

Era la hija de uno de sus ejecutivos y había acompañado a su padre en varias ocasiones a eventos sociales. Tenía veinticinco años y era atractiva, inteligente y con un agudo sentido del humor. Y lo más importante, su estatus social y toda su riqueza no la afectaban ni le producían temor.

Habían salido juntos algunos meses y disfrutaban el uno del otro en el dormitorio, y por primera vez desde la muerte de Emma tuvo conciencia de su propia vida, de todo lo que había acumulado… Sintió la necesidad de compartirlo todo con una mujer y de tener hijos con ella, construir un futuro juntos.

Nadie podía asumir aquel papel mejor que Ana. A él le importaba y era la adecuada en todos los sentidos.

La boda había sido discreta y sencilla, y después habían disfrutado de unas semanas de luna de miel en Hawai. Al volver a casa, se habían adaptado fácilmente a la vida en común.

La única nube en el horizonte desde hacía un año era Celine Moore, una ex amante que acababa de divorciarse y había fijado su objetivo en él. Estaba empeñada en causar problemas.

Luc apretó los labios mientras recordaba las veces que Celine le había puesto, con toda la intención, en una situación comprometida. Él se las había arreglado para salir de aquellos incidentes con diplomacia, y advirtiéndole que desistiera, algo que Celine no estaba dispuesta a hacer. Aquello se había convertido en un problema que Ana no podía pasar por alto.

Hacía menos de dos semanas que Luc y ella habían tenido una fuerte discusión en el desayuno que no se había resuelto, y cuando él llegó a casa por la noche, descubrió que Ana había hecho la maleta y había tomado un vuelo hacia Gold Coast. Le había dejado una nota en la que decía que necesitaba marcharse unos días para pensar las cosas detenidamente.

Pero ya habían transcurrido nueve días y Ana no había contestado a sus llamadas. Su padre juró que tampoco a él lo llamaba, y tenía el mejor de los motivos para no mentirle. Y Rebekah, su hermana pequeña y su socia en la floristería que regentaban, negó que supiera dónde estaba. Solo pudo facilitarle el nombre de un hotel, donde le dijeron que Ana se había marchado a los pocos días de haberse registrado.

En aquel momento, Luc ya no tuvo ninguna duda y contrató a un detective privado, que le acababa de entregar la información sobre los últimos nueve días en la vida de su esposa. Aquel fax confirmaba todas las sospechas de Luc: había alquilado un apartamento y había encontrado un trabajo, lo cual significaba que no tenía intención de volver.

Sin embargo, él sabía cómo enfrentarse a aquello. Tenía la intención de traerla de vuelta y se dijo que debería haberlo hecho a los dos días de que se fuera en vez de dejarla tanto espacio y tiempo como ella había dicho que necesitaba. Aun así, Ana había intentado no dejar pistas para que no la encontrase, pero no había tenido éxito. ¿Acaso pensaba que su intento de separación iba a durar más tiempo?

El sonido del interfono de su despacho lo sacó de sus pensamientos.

–El piloto está preparado, y su coche lo espera en la puerta. Petros lo tendrá todo preparado para cuando llegue a casa.

–Gracias.

Una hora más tarde, Luc estaba a bordo de su avión privado. Se hundió en uno de los lujosos asientos y se preparó para el despegue.

 

–Ya puedes irte a comer.

Ana terminó de atar un lazo con habilidad, rizó los bordes con las tijeras y puso el ramo de rosas que acababa de hacer a un lado del mostrador.

Aquel era su tercer día como ayudante en una floristería en un lujoso barrio de Main Beach. Había entrado en la tienda a comprar flores para alegrar su nuevo apartamento, y había notado que la dueña estaba agobiada por el trabajo. Así pues, se ofreció a ayudarla y le explicó que tenía experiencia en una floristería, aunque no mencionó el hecho que poseía una en Sidney. Parecía increíble, pero había llegado al lugar preciso en el momento preciso, y había encontrado trabajo de la manera más simple.

Parecía que el destino había sido generoso con ella, aunque sabía que finalmente tendría que enfrentarse con lo que había dejado en Sidney: su matrimonio.

Sonrió mientras se echaba el bolso al hombro y empezaba a andar por la acera. Era un precioso día de comienzo de verano, el sol calentaba suavemente y corría una brisa deliciosa que venía del mar.

Como siempre, los cafés de Tedder Avenue estaban abarrotados. Cruzó la calle, eligió una mesa y se sentó. El servicio era muy eficiente e inmediatamente le sirvieron una botella de agua fría mientras esperaba la comida. Abrió una revista y se puso a hojearla. Empezó a leer un artículo que le llamó la atención y solo dejó la lectura cuando le llevaron el plato de humeante arroz con verduras y el pan que había pedido. Tomó el tenedor y empezó a comer.

La charla de los demás clientes se confundía en un murmullo agradable que se mezclaba con el suave sonido de los motores de los coches en busca de un sitio para aparcar. La calle estaba llena de vehículos lujosos y de gente rica que paseaba o buscaba sitio en las terrazas de los cafés y restaurantes, donde era más importante ser visto que comer con los amigos.

A Ana, no obstante, le gustaba ser parte de aquel ambiente. Notaba que había gran similitud con las zonas de moda de Sidney. Le resultaba muy fácil olvidarse de la nostalgia que sentía por la ciudad donde había nacido y crecido, pero no tan fácil olvidarse del hombre con el que se había casado hacía poco más de un año.

Luc Dimitriades tenía la altura, la anchura de hombros y el atractivo necesarios para volver loca a una mujer. Si se le añadían el encanto de la sofisticación y el aura de poder, el resultado era demoledor.

Sus padres eran griegos, pero él había nacido en Australia, y después de terminar sus estudios en la universidad, se había especializado en el campo de la banca mercantil. Su carrera había avanzado de manera tan fulgurante que en pocos años había llegado a un puesto directivo.

Había heredado una fortuna y la había manejado con una habilidad innata para los negocios, de manera que había llegado a ser uno de los hombres más ricos y famosos del país.

Ana se había sentido atraída por él la primera vez que lo había visto. Había sentido algo como un cataclismo, una poderosa química sexual que se había convertido en mucho más que eso. La afectaba de una manera como nadie antes lo había hecho y se había enamorado profunda e irremediablemente de él.

Por eso había aceptado su proposición de matrimonio. Se había convencido a sí misma de que sería suficiente para ella con que le prometiera guardarle fidelidad y honrarla y cuidarla durante toda la vida. Quizá, después de un tiempo, su afecto se convertiría en amor. Después de un año de casada, estaba contenta. Su marido era un hombre atento, su vida sexual completamente satisfactoria y la rutina transcurría plácidamente.

Hasta que la tentadora Celine había vuelto a escena. La recién divorciada estaba de caza y Luc era su presa.

Había maquinado una sutil forma de destruir la confianza de Ana. Era muy lista y solo lanzaba pullas cuando Luc no estaba cerca. Sus comentarios envenenados llevaban implícita la sugerencia de que tenía una aventura con él, y mencionaba horas en las que Luc estaba ausente de casa o cuando tenía una cena de negocios con otros colegas. Eran meras excusas que usaba para estar con Celine.

La duda y la sospecha, junto con la ira y los celos habían atormentado a Ana durante semanas.

Incluso en aquel momento, al pensar en Celine se ponía tensa. A pesar de que su marido lo había negado todo, estaba segura de que aquellos comentarios tenían una base. Y la infidelidad era algo que ella no estaba dispuesta a perdonar.

Los reproches les habían llevado a una tener una discusión grave. Después, Ana había hecho algunas llamadas telefónicas, había hecho la maleta y había tomado el primer avión hacia Gold Coast.

Aparte de la nota que le había dejado, su único intento de contactar con él posteriormente había sido un mensaje que le había dejado en el contestador, y dudaba que eso lo aplacase durante mucho tiempo.

–Ana.

Reconoció aquella voz al instante. Era profunda y burlona, con un ligerísimo matiz de cinismo. Su sexto sentido no la había advertido de su presencia allí. Fue algo totalmente inesperado.

Ana levantó lentamente la cabeza y se encontró con su marido, que la miraba fijamente. A su pesar, el corazón le dio un vuelco, pero consiguió disimular su reacción, totalmente consciente del efecto que él tenía sobre sus sentidos. Se sentía vulnerable y desprotegida, y de algún modo lo necesitaba desesperadamente. Pero aquellos no eran sentimientos que pudiese permitirse, y mucho menos cuando tenía que pensar con la cabeza y no con el corazón.

Sin embargo, sabía que no tenía ninguna oportunidad. A los pocos segundos de que él hubiera pronunciado su nombre, Ana era incapaz de controlar sus emociones. ¿Cómo era posible amar y odiar a alguien en la misma medida?

Podía justificar aquello de varias maneras… Era posible tener sentimientos ambivalentes hacia alguien, o tener las hormonas fuera de control. Deseaba hacerlo sufrir igual que ella sufría. ¿Por qué, entonces, tenía la necesidad imperiosa de correr a sus brazos y sentir el roce de sus labios sobre la piel? El calor de su cuerpo…

Un grito silencioso le salió de lo más dentro de su ser. «No te aventures por ese camino».

En vez de eso, sometió a un examen minucioso el rostro de Luc, deteniéndose deliberadamente en la estructura del rostro y en su mirada penetrante, y recorriendo con los ojos su boca seductora.

Tenía el pelo negro y brillante, y lo llevaba un poco largo pero perfectamente peinado. Vestía un traje impecable, una camisa azul oscuro y una corbata de seda, e irradiaba poder en estado puro.

Era alto, moreno y peligroso, pensó ella. Bajo la apariencia controlada, había un carácter implacable.

–¿Te importa que me siente?

–¿Y qué pasa si digo que no?

Esbozó una sonrisa y se preguntó si ella se imaginaba lo fácil que le resultaba leer sus pensamientos.

–Voy a sentarme de todas formas.

–Entonces, ¿por qué preguntas?

Luc se sentó en la silla de enfrente y pidió un café solo. Después, fijó toda su atención en su mujer.

Estaba pálida y había perdido algún que otro kilo. Tenía ojeras, como si no hubiera dormido bien, y los ojos oscuros de fatiga. Llevaba el pelo recogido en una coleta.

Su mirada escrutadora la molestó insoportablemente.

–¿Has terminado? –le preguntó con voz tensa.

Tenía la elegancia graciosa de un felino que esperaba relajadamente a su presa, pero aquella apariencia no la engañaba en absoluto. No había ninguna duda de que se abalanzaría sobre ella, solo era una cuestión de tiempo.

–No –contestó Luc mientras ella apartaba el plato de arroz que se estaba tomando.

–Come –le dijo él suavemente, y ella le lanzó una mirada torva.

–He perdido el apetito.

–Pide otra cosa.

Ana estuvo a punto de arrojarle algo a la cara, pero resistió la tentación.

–¿Te importaría decirme cómo me has encontrado?

Continuó mirándola fijamente, con sus ojos fríos y profundos.

–Me parece bastante evidente.

–Has contratado un detective privado –elevó la voz ligeramente–. ¿Has hecho que me siguieran?

–¿No se te ocurrió que lo haría?

Ella lo había estado notando durante los últimos días. Era una sensación que había invadido su sueño y le había alterado los nervios.

El camarero llevó el café y Luc pidió la cuenta.

–Yo pago mi comida.

–No seas ridícula.

Ella miró la hora.

–¿Qué es lo que quieres, Luc? Te sugiero que dejes la persecución. Tengo que volver al trabajo en diez minutos.

Luc tomó un azucarillo y lo echó en el café.

–No –contestó suavemente.

Ella sostuvo su mirada mientras le preguntaba:

–¿Qué significa «no»?

–Ya no tienes trabajo, y el contrato de alquiler de tu apartamento se ha terminado.

Ana se quedó sin respiración. Estaba tan consternada y furiosa, que sintió que le ardían las mejillas.

–No tienes derecho a…

–Sí –su tono de voz tenía una tranquilidad amenazadora–. Sí lo tengo.

–No, no lo tienes –reiteró ella con fiereza.

–Podemos discutir sobre esto tanto como quieras, pero el resultado siempre será el mismo.

–Si te crees que voy a volver a Sidney contigo, como si nada, ¡estás completamente confundido!

–Esta tarde, esta noche, mañana, no importa cuándo.