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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Judy & Pamela Kaye & Bauer

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Ilusiones, n.º 1431 - septiembre 2021

Título original: Make-Believe Mother

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-866-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ERAN las ocho menos cinco de la tarde del viernes y el padre de Bryan Shepard no había llegado todavía a casa del trabajo. Su niñera, la señora Wahlstrom, hablaba por teléfono en la cocina. Otros niños de nueve años tal vez se hubieran sentido abandonados, pero Bryan no. En realidad, se alegraba de que a la señora Wahlstrom le gustara hablar por teléfono y su padre trabajara a menudo las tardes de los viernes porque así podía ver «Dos por dos» en la televisión. A su padre no le gustaba mucho la tele y, si tenían una en casa, era sólo para poder ver las noticias.

Bryan ahuecó un cojín y lo colocó detrás de su cuerpo en el sofá. Con el control remoto en la mano, cambió de un canal a otro hasta que el reloj digital marcó las ocho. Entonces, volvió al canal siete y comenzó a sonar una canción familiar. A sus labios asomó una sonrisa al ver a dos gemelos de nueve años cruzar la escena en monopatín. Su padre los perseguía, intentando en vano alcanzarlos. Al fin, aparecía una mujer escultural y enlazaba a los tres con una soga de corazones.

Al terminar la introducción, apareció Katie Roberts, la madre de los niños, preparando galletas de chocolate en forma de coche. Los niños las decoraban con azúcar de colores. Katie, la madre perfecta, sonreía y alababa su creatividad.

Bryan suspiró. Aunque la señora Wahlstrom era bastante agradable y le dejaba ver la tele, jamás preparaba galletas con él.

En todos los episodios de «Dos por dos» surgía un problema que había que resolver. El de esa noche tenía que ver con un gamberro que molestaba a los niños en la escuela. Bryan se enfrascó en la comedia, deseoso de saber cómo resolverían los padres el problema. Siempre lo arreglaban todo juntos. Eran una familia de verdad, con una madre de verdad, algo de lo que carecía Bryan.

Katie Roberts era genial. Y guapa. Y lista. Suspiró de nuevo. Le hubiera gustado tener una madre como ella.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL ÚLTIMO lugar al que quería ir Judd Shepard un sábado por la tarde era al centro comercial. Pero su hijo lo arrastró hasta allí con el pretexto de que necesitaba unos vaqueros nuevos. Cuando llegaron y Judd vio la fila de chicos que hacía cola en el pasillo, sospechó que el deseo de su hijo tenía poco que ver con los pantalones nuevos.

—¡Oh, mira! —exclamó Bryan, con fingida sorpresa—. Hay estrellas de la tele firmando autógrafos.

Judd siguió con la vista la cola de chicos hasta el atrio central, donde colgaba una gran pancarta del techo. En ella, el centro comercial Ridgedale daba la bienvenida a Katie Roberts, de «Dos por dos».

—Parece que sólo hay una estrella —comentó con sequedad.

—¡Es Katie Roberts! ¡Guay!

El hombre intentó ignorar el interés de su hijo.

—Vamos a probar en la tienda de Mason. Seguro que tienen Levi’s.

—¡Espera! ¿No puedo pedirle una foto, papá? ¿Por favor?

Tiró de su padre y arrastró las suelas de sus deportivas por el suelo.

—No tenemos tiempo —suspiró Judd—. Le he dicho a Frankie que volvería a las cuatro y son las dos y media. Hoy me falta un piloto y no puedo alejarme de la oficina por si necesitan que vuele.

—Podemos llegar a casa en diez minutos si suena tu busca —dijo Bryan con lógica—. Además, Katie Roberts no volverá nunca a este centro comercial. Tengo que conseguir su autógrafo ahora. Puede ser mi última oportunidad.

Judd hizo una mueca al oír el tono de desesperación de su hijo. Su obsesión con el programa «Dos por dos» era exagerada. No quería salir de casa el viernes por la tarde porque tenía miedo de no volver a tiempo de verlo. Había recortado fotos de la familia televisiva de las revistas y las había pegado en las paredes de su cuarto.

—Vamos, papá. Por favor.

Tenía tal aire de cachorro en busca de afecto, que Judd fue incapaz de negarse.

—Adelante, ponte a la cola. Yo te alcanzaré.

Lo vio correr hacia los demás admiradores de Katie y suspiró. Confiaba en que ese tipo de enamoramiento con una madre televisiva no le hiciera ningún daño.

Desde luego, resultaba comprensible. Cuando murió su madre de verdad, su mundo cambió de repente. Los dos habían pasado una gran parte del último año buscando algo que llenara el vacío que había dejado esa muerte en sus vidas.

Judd por lo menos tenía su trabajo. Como propietario de un servicio de ambulancia aérea, no disponía de mucho tiempo libre. Había veces, en mitad de un transporte crítico, en las que olvidaba todo lo que no fuera la tarea que tenía entre manos. Trabajar para ayudar a alguien en una crisis le servía para contener sus emociones. No obstante, la soledad y la pena regresaban en cuanto dejaba su trabajo.

Y Bryan no tenía ese alivio, así que se evadía a menudo viendo la televisión. Judd y su esposa ni siquiera habían tenido televisión en los primeros años de su matrimonio. Leían libros, oían música o bailaban descalzos en la alfombra.

Cuando Carol dio a luz a Bryan, hicieron el pacto de que la televisión no jugaría un papel importante en su vida. Y era ella la que controlaba los programas que veía y limitaba el tiempo que pasaba ante el aparato.

Desde su muerte, a Judd le resultaba difícil seguir con el plan. Debido a su trabajo, Bryan se quedaba a menudo solo con la señora Wahlstrom. Y, aunque ésta tenía instrucciones estrictas, estaba seguro de que no las cumplía. La mujer creía que, a un niño que había perdido a su madre, las series familiares como «Dos por dos» le ofrecían un consuelo especial. Y, como era buena niñera en todo lo demás, Judd se veía obligado a ignorar esa faceta suya.

Miró su reloj y la cola que llegaba hasta la mesa donde la actriz firmaba fotos en blanco y negro y sonreía. Su cabello era una melena rubia dorada; sus dientes, perfectos y su maquillaje, sin mácula. Llevaba un suéter muy ajustado que resaltaba su figura esbelta pero exuberante. Judd concluyó que era tan perfecta y tal falsa como cualquier otra estrella de Hollywood.

Rozó su busca con la esperanza de que sonara. No había pasado mucho tiempo con Bryan últimamente y lo echaba de menos. En cuanto pudieran alejarse de los cazadores de autógrafos, comprarían los vaqueros e irían a tomar un batido.

Cuando el niño llegó casi al final de la cola, lo llamó con el brazo para que se uniera a él. Judd se acercó de mala gana.

Una cosa buena que se podía decir de la actriz era que firmaba con rapidez. Unas palabras impersonales, una sonrisa deslumbrante y una fotografía que le tendía un ayudante y pasaba a otro fan.

Bryan se movía con nerviosismo, impaciente por llegar hasta la estrella de su programa favorito.

—Es especial, ¿verdad, papá? —dijo con reverencia, mirando a la rubia.

Judd le dio un codazo.

—Avanza. Ya te toca a ti.

El niño abrió mucho los ojos y sonrió cuando la mujer lo miró.

—Hola. ¿Cómo te llamas? —preguntó ella, dedicándole la misma sonrisa que había dirigido antes a cientos como él.

—Bryan. Y éste es mi padre —tiró de la manga de Judd.

—Hola, padre de Bryan —le lanzó la misma sonrisa y a él le dio un vuelco el estómago cuando sus ojos se encontraron. Un instante después ella había firmado la foto—. ¿El padre también quiere una? —preguntó a Judd.

Éste sintió una punzada de atracción física por primera vez desde la muerte de Carol. La mirada de la famosa le producía la sensación de ir a caer por un precipicio; y no le gustaba nada.

—No, el padre no quiere una —repuso con cierta dureza.

La estrella de la tele enarcó una ceja. Lanzó otra sonrisa a Bryan y los despidió preguntando el nombre a la persona siguiente de la fila.

—Papá, deberías haber aceptado. Así yo tendría dos —gruñó Bryan cuando se alejaban de la mesa.

—No necesitas dos —repuso su padre.

Apretó el paso para alejarse de la famosa y sus provocativos ojos verdes. Entonces, sonó su busca. Su tiempo con Bryan había terminado y lo único que habían hecho era guardar cola para ver a una personalidad de Hollywood. En lugar de comprar vaqueros y tomar batidos, regresaron a casa. Llamaron a la señora Wahlstrom y Judd corrió a su trabajo.

Cuando volvió era ya muy tarde. Bryan se había acostado y la niñera dormía en el sofá. Se despertó con un sobresaltó cuando él cerró la puerta.

—¡Oh, debe ser muy tarde!

—Lo siento. He tardado más de lo que esperaba.

—¿Se da cuenta del tiempo que he pasado aquí, señor Shepard?

Era la primera vez que la mujer abordaba el tema de su horario irregular.

—Le pagaré el doble las horas extra, señora Wahlstrom.

Hizo ademán de buscar la cartera, pero la mujer lo interrumpió.

—No quiero más dinero. Me gusta estar con su hijo —dijo con sinceridad—. El que me preocupa es Bryan. No debería pasar tanto tiempo con una vieja como yo.

—Usted se porta bien con él. Y por eso quiero pagarle una bonificación.

Intentó darle dinero otra vez, pero ella rehusó.

—Soy como una abuela para él —se cruzó de brazos—. Y hay algo que creo que debe saber.

—¿De qué se trata?

—Cuando reza sus oraciones antes de acostarse, pide una madre.

Judd tuvo la sensación de que acabara de recibir un golpe en el estómago.

—No lo sabía —se frotó la nuca con una mano—. Seguro que son esas series de televisión que ve. Todas sacan niños con madres ideales —rió con sorna—. Y las mujeres reales no pueden ser tan perfectas.

—Yo no creo que quiera una madre perfecta. Sólo una que lo quiera —comentó la señora Wahlstrom antes de darle las buenas noches.

En cuanto se quedó solo, se acercó al cuarto de su hijo. La luz de noche lanzaba un brillo dorado sobre la cama, dándole aspecto angelical. Todo el mundo decía que, con su cabello castaño y sus ojos angulosos, era igualito a su padre. Judd sintió una punzada de orgullo y se inclinó a besarlo. Entonces vio la foto de la estrella de «Dos por dos» colgada encima de la cama.

La miró y deseó que su hijo no buscara consuelo en una actriz que sólo era una madre fingida.

—Se te da muy bien conquistar a los niños, ¿verdad? —susurró a la foto.

La hubiera roto con gusto, pero sabía que no era necesario. Sólo era una mujer de la tele. Bryan no volvería a verla. Y, antes o después, quitarían la serie.

—Buenas noches, hijo —dijo con suavidad.

Salió de puntillas del cuarto pero, cuando cerraba la puerta, no era el rostro de su hijo el que veía, sino el de Katie Roberts, la madre perfecta de la tele. Y por mucho que le costara admitirlo, comprendía muy bien por qué se sentía su hijo atraído por ella.

 

 

—¿Cuándo llegará papá a casa?

La señora Wahlstrom, que limpiaba la plata que había encontrado en un armario, frunció el ceño por encima de las gafas.

—Dijo que llamaría. Yo no puedo leerle el pensamiento. Tu padre tiene muchas responsabilidades y no puede contarte lo que hace cada minuto del día.

Se subió las gafas con el dorso de la mano.

—¿Por qué no me ayudas a limpiar estos tenedores? Mira lo negros que están.

—¿Y por qué los limpia? Yo y papá no invitamos a nadie a cenar desde que murió mamá. Está perdiendo el tiempo —se levantó del sofá.

—Se dice papá y yo —lo corrigió la mujer.

El niño se encogió de hombros.

—¿Puedo ir al parque a ver entrenar al equipo del instituto?

—Demasiado lejos —dijo ella con firmeza—. Imposible saber en qué lío te meterías allí.

—Entonces, voy a la tienda a comprar cromos de béisbol. Papá me ha dado dinero. Además, está más cerca.

—No quieren ver a niños tocando cosas —replicó ella—. Además, esas tiendas son imanes para los atracadores. Espera a tu padre para ir a por los cromos.

El niño pensó que la señora Wahlstrom estaba imposible aquel día. Sólo Dios sabía a qué hora volvería su padre.

—Pues me voy a la iglesia —dijo—. Allí no puedo meterme en ningún lío.

—No seas impertinente, jovencito. Busca algo que hacer.

Bryan se acercó a la ventana y miró al exterior. Estaba a punto de alejarse cuando un camión de mudanzas se detuvo ante el edificio.

—¡Alguien se está mudando! —anunció con placer—. Acaba de llegar un camión. ¿Puedo ir a ver cómo descargan?

—De acuerdo —contestó la mujer—, pero procura no molestar. Y llévate el abrigo.

Bryan se alejó antes de que le impusiera botas y gorro. La señora Wahlstrom no entendía a los niños.

—Hola —saludó a los dos hombres musculosos de la mudanza.

Acababan de abrir las puertas y estaban colocando una rampa del camión al suelo.

—Hola, chico —repuso uno de ellos—. ¿Sabes dónde está el apartamento diez?

—Sí. Está enfrente del mío. ¿Quiere que se lo enseñe?

—Claro.

Bryan lo precedió al interior. Lenny, el encargado del edificio, abría ya la puerta del apartamento cuando llegaron. Sonrió al niño y saludó al otro.

—La señorita Gordon ha llamado para decir que se retrasaría un poco. Quiere que empiecen sin ella, ya que todas las cajas están marcadas.

Bryan asimiló aquella información. La que se mudaba era una señorita, lo que probablemente indicaba que no tenía marido ni hijos. Se sentía decepcionado. Nunca parecían llegar niños a aquel bloque.

Vio cómo llevaban al interior los primeros muebles y abrió mucho los ojos al ver una pantalla gigante de televisión. Había varias cajas en las que ponía vídeos. La nueva vecina se volvía más interesante por momentos.

Decidió que los demás muebles eran bastante normales. Sofás estampados, una gran cama de bronce y lo que uno de los mozos definió como una mesa de maquillaje. Se disponía a salir cuando una mujer avanzó por el pasillo hacia él.

La miró y apartó la vista. Luego, a medida que su cerebro comenzaba a procesar lo que habían visto sus ojos, volvió la cabeza y la examinó sin reservas. ¡Era Katie Roberts, su mamá favorita de la tele!

Era aún más hermosa de lo que recordaba: alta y esbelta, de cabello color miel, con una falda corta oscura y una blusa blanca muy parecida a las que lucía en «Dos por dos».

Bryan estaba encantado. Era la madre más hermosa del mundo y se mudaba al apartamento enfrente del suyo. La miró paralizado en el sitio y con la boca abierta.

—Hola —su voz sonaba igual que en la tele.

—Ho… hola —tartamudeó él, pensando si su lengua, su cerebro y sus pies estarían conectados. Debía ser así, ya que las tres cosas dejaron de funcionar a la vez.

 

 

Alexis Gordon sonrió al ver al niño con la boca abierta y los ojos tan grandes como platos. Estaba acostumbrada a causar ese efecto.

—¿Vives aquí?

Bryan asintió y señaló su puerta.

—Entonces, seremos vecinos —la mujer observó el pasillo—. ¿Hay muchos niños en este bloque?

—No, sólo yo. ¿Usted tiene hijos? —preguntó él, esperanzado.

—No. Ni hijos ni marido.

Se preguntó si llegaría un día en el que cambiara eso. Cuando dejó su pueblo natal en las montañas de Colorado, lo hizo con un objetivo en mente: ganarse la vida como actriz. Poco imaginaba entonces el éxito que tendría o lo difícil que sería llevar una vida normal como famosa. No tardó en descubrir que Hollywood no era el lugar indicado para criar una familia. Una sensación de añoranza la embargó al ver a ese niño que le recordaba a su hermano menor, Timmy, y todo lo que había dejado en Colorado.

—¿Por qué?

Alexis parpadeó.

—¿Qué?

—¿Por qué no tiene hijos? —se ruborizó como si comprendiera la enormidad de su impertinencia—. Es usted tan buena madre en la tele que creía que debía tener muchos hijos.

—Entonces, ¿sabes quién soy?

El niño sonrió con timidez.

—Es usted Katie.

—Lo cierto es que me llamo Alexis. Alexis Gordon.

—Y yo Bryan Shepard —le tendió la mano como un adulto—. Es usted una madre estupenda.

—Vaya, gracias —le dedicó su sonrisa más maternal—. Eres muy amable.

—He estado ayudando a los de la mudanza —anunció él, sacando pecho.

—Eres muy considerado. Muchas gracias —repuso ella con sinceridad.

—Tiene usted cosas muy bonitas —se asomó por la puerta abierta—. Nunca había visto una tele tan grande.

Alexis podía ver que deseaba entrar. La miraba con timidez y con los hombros caídos.

—¿Hace mucho que vives aquí? —preguntó.

—Un año. Es un buen sitio, pero me gustaba más nuestra casa. Tenía más amigos allí. Aquí hay pocos niños.