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Natsume Sōseki

Diez noches de sueños

Traducción e introducción

Judith Zamora Lablanca

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COLECCIÓN GRANDES CLÁSICOS - 6

Título original (en orden de aparición de los relatos): 夢十夜, 文鳥, 永日小品

Copyright de la traducción © Judith Zamora Lablanca, 2014

Copyright de la introducción © Judith Zamora Lablanca, 2014

Copyright de la ilustración de cubierta © David González García, 2014

Copyright de la presente edición © Chidori Books S.L., 2014

Archiduque Carlos, 64-1º-4ª, 46014 Valencia

http://chidoribooks.com

Realización técnica: digitalebooks.es

ISBN: 978-84-943351-4-3

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Tabla de contenido

Portada

Portadilla

Créditos

Introducción

Sobre la obra

Bibliografía

Diez noches de sueños

Primera noche

Segunda noche

Tercera noche

Cuarta noche

Quinta noche

Sexta noche

Séptima noche

Octava noche

Novena noche

Décima noche

El gorrión de Java

Misceláneas primaverales

El día de Año Nuevo

La serpiente

El ladrón

El caqui

El brasero

La pensión

El olor del pasado

La tumba del gato

Un sueño acogedor

Impresiones

Ser humano

El faisán

La Mona Lisa

El incendio

La niebla

El rollo

El Día de la Fundación Nacional

Un negocio redondo

El desfile

Tiempo atrás

La voz

El dinero

El alma

El cambio

El profesor Craig

Notas

Enlaces

Introducción

Natsume Kinnosuke, que más tarde adoptaría el seudónimo literario de Natsume Sōseki, nació el 5 de enero de 1867 en la antigua Edo, ciudad que en la actualidad se conoce como Tokio. Fue el octavo hijo de un matrimonio que ya tenía más niños de los que podía alimentar. La insuficiencia económica de sus progenitores provocó que estos dieran en adopción al pequeño Natsume, que pasó a llamarse Shiohara Kinnosuke, a la edad de dos años. No obstante, tras el divorcio de sus padres adoptivos cinco años más tarde, regresó a casa de sus padres biológicos, a los que él creyó sus abuelos hasta que una sirvienta le explicó la verdad. El recuerdo amargo de una infancia inestable y confusa, y las consecuencias de tantas idas y venidas entre una familia y otra a tan temprana edad quedan reflejados en ocasiones en forma de resentimiento y desconfianza en algunos de los relatos que contiene esta obra. Shiohara Kinnosuke recuperaría su nombre y apellido originales cuando su padre se los devolvió por temor a que su linaje se perdiera tras el fallecimiento de sus tres hijos mayores.

La inteligencia de Sōseki se hizo patente ya desde una edad temprana y su talento le granjeó una plaza en la prestigiosa Universidad Imperial de Tokio en 1889. Durante sus años de estudiante aprendió inglés y se especializó en literatura británica, consciente de que tales estudios podrían resultar provechosos para su futura carrera profesional en un Japón donde los profesores de inglés autóctonos no abundaban. No obstante, siempre fue un apasionado de la literatura china, concretamente de la poesía antigua, de la que muchas de sus obras recibirán influencia directa. Tras su graduación en 1893 comenzó su carrera como profesor de inglés en Tokio y dos años más tarde aceptó un puesto, también como docente, en la pequeña ciudad de Matsuyama, en la sureña isla de Shikoku, para sorpresa de todos los que vieron en tal despropósito una manera de malograr su prometedora carrera. No obstante, fue precisamente su breve pero intensa estancia en Matsuyama la que inspiraría la aclamada Botchan (1906), en la que un joven maestro de capital es víctima de toda clase de travesuras por parte de los estudiantes y de las intrigas de unos nada convencionales maestros de provincias. Al año siguiente comenzó a impartir clases en un instituto de Kumamoto y, ese mismo año, contrajo matrimonio con Nagane Kyōko, la hija de un político local.

En el año 1900 el Ministerio de Educación le concedió una beca para que ampliara sus estudios literarios en Londres, beca que Sōseki aceptó de inmediato, movido, quizá, por la falta de motivación que la misma docencia y un matrimonio difícil le suscitaban. No obstante, el escritor se llevó una decepción mayúscula al llegar a Londres, pues no era esta la ciudad que describían las novelas de que se había nutrido hasta entonces. En sus Críticas literarias (1906), Sōseki describió los dos años en Inglaterra como los más miserables de su vida. La exigua pensión que recibía del Gobierno nipón le permitía subsistir a duras penas; asistía a las clases en el University College de Londres porque la cuantía de la beca no le permitió matricularse en Cambridge y le costó sobremanera ampliar sus conocimientos a través de las clases particulares del verídico profesor William James Craig, un personaje de Misceláneas primaverales que da título a uno de los relatos y a quien Sōseki describe y recuerda en su obra con afecto tras un velo de fina y triste ironía. Durante aquellos dos años peregrinó de una pensión a otra, hastiado, sintiéndose como un extraño pordiosero en medio de un mar de caballeros ingleses altos y bien trajeados. Fue aquí donde Natsume Sōseki empezó a padecer graves crisis neuróticas que le habrían de acompañar para siempre. A su regreso a Japón, los rumores sobre su locura empezaron a extenderse como la pólvora y las recaídas se sucedieron. El verse obligado a aceptar un puesto de profesor de inglés que Lafcadio Hearn, académico y escritor griego radicado en Japón, dejó vacante en la Universidad Imperial de Tokio no mejoró el panorama, pues a esas alturas aborrecía la docencia. En 1905 comenzaría a levantar cabeza tras la publicación de Soy un gato, la primera novela que lo lanzó a la fama. En 1907, en vista del éxito obtenido, abandonó su puesto de profesor de inglés y se dedicó por completo a escribir novelas, que se publicarían en forma de seriales en el periódico japonés Asahi.

Sōseki escribiría su última novela, la inconclusa Meian (Luz y oscuridad) en 1916, año en que el autor falleció debido a una úlcera estomacal a la temprana edad de cuarenta y nueve años.

Sobre la obra

Considerado uno de los autores más representativos de la literatura moderna japonesa, escribió las tres obras que el lector tiene entre sus manos en su época intelectual, fuertemente marcada por la idea del individualismo imperante en las corrientes literarias de Occidente, de las que Sōseki fue un gran estudioso. Se trata de la etapa en la que el autor nos muestra un atisbo de lo que serán los grandes temas de sus obras maestras: la moralidad contra el orden social, la identidad, el aislamiento y la culpa. Misceláneas primaverales (1910), El gorrión de Java (1908) y Diez noches de sueños (1908) son pequeñas joyas literarias muy refinadas, de una elegancia exquisita, en las que el autor ha imbuido toda su maestría y talento.

Para comprender el trasfondo de sus obras hay que volver al Japón que siguió a la revolución Meiji en 1868, el punto de inflexión de un país que intentó y consiguió empaparse del aroma de Occidente a un ritmo verdaderamente frenético, una transformación que obligó a los japoneses a abandonar viejas costumbres y a sacrificar una parte de su propia identidad en pos de una «modernidad» que no les dio tiempo a comprender. El japonés de a pie pasó a formar parte de una sociedad homogénea y opresiva que no podía por más que avanzar en la dirección que marcaba la corriente de la época. Fue entonces cuando nació una literatura en la que se reflejan las inquietudes, temores y reproches de toda una generación que se sentía impotente y totalmente perdida ante tamaño cambio. Sōseki redactó estas tres obras en el convulso Tokio de entonces, y esa latente opresión es el factor común que las une.

En Diez noches de sueños la inseguridad, la opresión, la inevitabilidad de los cambios se manifiestan en forma de sueños que Sōseki podría haber tenido realmente, si bien no es algo que pueda afirmarse con total rotundidad. La mayoría son sueños tristes, melancólicos, muchos de los cuales huelen a muerte y todos encierran los demonios del autor.

En El gorrión de Java, Sōseki nos maravilla con el discurrir de los días en la jaula de un precioso pajarillo cuyo aspecto y delicados movimientos el autor describe con todo lujo de detalles antes de comenzar a descuidar al ave con el paso de los días. Es esta una obra en la que se hace patente este mea culpa del autor, sutilmente cubierto por un velo de moralidad que deja entrever las características de que harán gala obras posteriores de Sōseki, como la célebre Kokoro (1914).

Misceláneas primaverales son relatos breves, algo más realistas que los expuestos en Diez noches de sueños, redactados en una prosa melancólica bastante alejada de otras obras ribeteadas de humor y fina ironía como Botchan. Muchas de las breves historias que conforman esta obra ahondan en las sombras que la estancia (o, más bien, la supervivencia) de Sōseki en Londres, a expensas de esa mediocre pensión del Ministerio japonés, hizo que se cernieran sobre el autor. Fue en aquella ciudad donde se acució la neurastenia que Sōseki ya arrastraba desde hacía tiempo.

Deprimido y desequilibrado por el aislamiento y la decepción que le supuso la vida en Occidente, se subió a una tarima y comenzó su etapa de profesor de inglés en la Universidad Imperial de Tokio. Las crisis nerviosas y las recaídas se sucedieron y, quizá por eso, la creación literaria se convirtió en su refugio, un consuelo para un Sōseki que poco después escribiría su celebérrima Soy un gato. A esta le siguieron Botchan, Kusamakura (1906) y Nowaki (1907), que publicó en forma de seriales en el periódico Asahi. Tras dejar atrás la tortuosa senda de la década de sus treinta años, a los cuarenta y uno escribió El gorrión de Java y Diez noches de sueños. Justo después se embarcó en el primer libro de una trilogía que empezaría con Sanshiro en 1908 y acabaría con Entonces en 1909 y La puerta en 1910. Misceláneas primaverales la escribió también durante el desarrollo de dicha trilogía.

Las tres obras compendiadas en el presente libro (Diez noches de sueños, El gorrión de Java y Misceláneas primaverales) nos muestran, pues, a un Sōseki mucho más íntimo e introspectivo, reflexivo y crítico consigo mismo y el entorno que lo rodea. Un día en la vida del escritor se refleja de un modo totalmente transparente y sin pretensiones en una de las perlas de Misceláneas primaverales, concretamente en El brasero. El protagonista (el propio Sōseki, a todas luces) se encuentra en el centro de su estudio, sentado sobre un suelo de madera por el que se cuela un frío penetrante, arrimado a un pequeño brasero hacia el que extiende sus manos heladas. Fuera, la nieve se mantiene como el día anterior; tanto la bañera como los conductos del agua se han congelado. Trata de entrar en calor con un té caliente, pero siente tanto frío que no puede ni moverse. El niño, que va a cumplir dos años, no ha dejado de llorar en todo el día. Y encima, vuelve a nevar. A la sirvienta le duele la barriga, así que le dice a su mujer que llame al médico. Tiene una montaña de trabajo, pero atiende a las personas que vienen a visitarlo. Uno de estos visitantes le pide dinero y el otro se deshace en lágrimas tras explicarle un asunto personal. Cuando los invitados por fin se van a casa, el niño vuelve a llorar. Ese día, el escritor apenas si podrá escribir una sola línea. Al protagonista se le agria el humor, se irrita. Se ha mostrado condescendiente con los demás, pero esa muestra de preocupación o interés no lo alivia, quizá porque se trata de una máscara y no la ha sentido en realidad. Este relato, tan estrechamente ligado al individualismo imperante en la Europa de la época, resultaba también tremendamente inquietante para los japoneses que iban a la búsqueda de una identidad perdida. Debía resultar un bálsamo para sus corazones. Este libro se convierte, pues, no solo en un retazo de la literatura de Sōseki, sino también en una muestra microscópica de lo que era su propia vida. A medida que vamos leyendo, se acrecienta la sensación de que no vivimos en el presente, sino en una profunda, larga e interminable prolongación del pasado. En Diez noches de sueños, Sōseki nos ancla a ese pasado mostrándonos a unos personajes impotentes que no son libres ni en la inmensidad de los sueños porque están totalmente atados a sus recuerdos. Esa sombra se aprecia también en las misceláneas, especialmente en relatos como La serpiente, El incendio y El alma. Durante su estancia en Londres, por más libros y libros de los que se empapara, no halló la paz mental. Y, al volver a casa, el Japón que lo había encumbrado no le era más halagüeño. Aunque tratara de cubrir las deficiencias de un presente que no le satisfacía, nunca podría liberarse de su pasado. En sus páginas encontramos pruebas de ello. En uno de los sueños un niño ciego le hace recordar a su padre su pasado de asesino, aunque esto ocurriera posiblemente en una vida anterior, hace cien años. En otro relato, una serpiente que se siente ofendida en una oscura noche de lluvia amenaza al protagonista con un «esta te la guardo» antes de desaparecer entre la hierba. Un hombre que se tira al mar desde la cubierta de un barco, en plena caída, se da cuenta, arrepentido, de que no debería haberlo hecho. Eso es lo que desea un Sōseki ansioso por huir: anhela encontrar la paz de su propio interior, sueña con vastos y luminosos paisajes y un entorno en el que dejar de sentirse prisionero.

Insto, por tanto, al lector a que se deje llevar por esta melancólica corriente de relatos creados por la mente maravillosa de un autor capaz de comparar el picoteo de un gorrión con «un humano diminuto, del tamaño de una violeta, que repiquetea sin descanso sobre piedrecitas de ágata con un martillo de oro».

Bibliografía

ABE, A., «Kaisetsu» («Explicación»). En SŌSEKI, N., Yumejūya, Tokio: Iwanami Shoten, 2013, pp. 181-187.

CABEZAS, A., La literatura japonesa, Madrid: Hiperión, 1990.

ETŌ, J., «Sōseki no bungaku» («La literatura de Sōseki»). En SŌSEKI, N., Kusamakura, Tokio: Shinchosha, 2008, pp. 214-227.

RUBIO, C., Claves y textos de la literatura japonesa: una introducción, Madrid: Ediciones Cátedra, 2007.

SATO, A. y TOTSUKA, V., «Traducción: El discurso de Natsume Sōseki, “La civilización del Japón contemporáneo”, de 1912, y sus advertencias sobre la modernización en Japón». Estudios de Asia y África, Vol. 29, No. 3 (95), 1994.

TSURUMI, S., Ideología y literatura en el Japón moderno, México: El Colegio de México, 1980.

WATKINS, M., «Introducción». En SŌSEKI, N., Soy un gato, Tokio: Gendaikikakushitsu Publishers, 1996, pp. 7-11.

YAMANAKA, N., Sōseki Bungakuron wo yomu tame no yobinteki kōsatsu (Estudio preliminar a las Teorías literarias de Sōseki) [en línea] http://opac.library.twcu.ac.jp/opac/repository/1/3027/KJ00005523183.pdf [consulta: 14 octubre 2014].

Diez noches de sueños

Primera noche

Esto fue lo que soñé.

Estoy sentado de brazos cruzados cerca del lecho sobre el que yace tendida boca arriba una mujer que dice con voz serena que va a morir.

Sus largos cabellos se esparcen por la almohada y enmarcan un dulce rostro ovalado. Un ligero rubor enciende la blanca piel de sus mejillas. Sus labios muestran un saludable color rojo. No parece que vaya a morir, en absoluto. No obstante, la mujer lo ha afirmado rotundamente, con total tranquilidad, y empiezo a creer que quizá es cierto. Mirándola desde arriba le pregunto si es verdad que va a morir.

«Voy a morir», repite al tiempo que abre los ojos de par en par. Los tiene exageradamente húmedos; sus largas pestañas enmarcan unas pupilas de un negro impenetrable. Mi silueta se proyecta vívidamente en la oscura superficie de su mirada.

Escruto esos ojos que me atraviesan como si pudieran ver a través de mí y me pregunto de nuevo si realmente es posible que vaya a morir. Me acerco a la almohada y replico que no es verdad, que todo parece ir bien. Ella reitera con la misma voz sosegada, sin cerrar los ojos, pero con expresión somnolienta que va a morir, y que no hay nada que hacer al respecto.

Le pregunto con vehemencia si puede verme. Me sonríe dulcemente y responde: «Claro que te veo. ¿No te ves ahí, reflejado en mis ojos?». No añado nada más. Me separo de la almohada y me cruzo de brazos sin dejar de preguntarme si realmente va a morir o no.

Al cabo de un rato, la mujer me dice:

—Al morir, entiérrame. Utiliza la concha de una ostra de buen tamaño para cavar el agujero. Del cielo caerá el fragmento de una estrella que quiero que dejes encima de mi tumba. Después quédate al lado de mi féretro y espera. Volveré a reunirme contigo.

Le pregunto cuándo ocurrirá eso, y ella responde:

—¿Verdad que el sol sale? ¿Verdad que, al cabo, se pone? ¿Y verdad que al día siguiente vuelve a salir para ponerse de nuevo? Va de Este a Oeste, de Este a Oeste, sin detenerse. ¿Me esperarás mientras ese ciclo no se detenga?

Yo asiento sin mediar palabra. La mujer alza un poco más la voz sin abandonar su sosiego.

—Espérame cien años —dice con resolución—. Espérame cien años sentado al lado de mi féretro. Te aseguro que volveré.

Le respondo que la esperaré. Y, entonces, la imagen de mí mismo que con tanta claridad se reflejaba en sus pupilas empieza a difuminarse como el reflejo proyectado sobre unas aguas tranquilas que, de repente, se enturbian. Y la mujer cierra los ojos. De entre las largas pestañas asoman lágrimas que resbalan por sus mejillas. Ha muerto.

Salgo al jardín y cavo un agujero en la tierra con la concha de una ostra enorme, de borde regular y afilado. La luz de la luna danza en su superficie cada vez que la hinco en la tierra mojada, de cuyo olor se impregna. Al cabo de un rato ya he terminado de cavar el agujero. Meto a la mujer en su interior y lo tapo de nuevo con tierra blanda mientras la luz de la luna danza sobre la concha a cada palada.

A continuación, recojo el fragmento de estrella y lo coloco suavemente sobre la tierra. Es redondo. Supongo que ha sido el trayecto desde el cielo infinito hasta aquí lo que ha suavizado el contorno de la piedra hasta otorgarle esa forma. Mientras la deposito sobre la tierra, noto un calorcillo en el pecho y las manos.

Me siento sobre el musgo. «Ahora sólo tengo que esperar cien años», pienso mirando fijamente la redonda piedra sepulcral. Mientras espero, y tal y como había predicho la mujer, el sol sale por el Este. Una enorme esfera carmesí. Y, de nuevo como había dicho la mujer, acaba poniéndose por el Oeste sin perder un ápice de esa tonalidad rojiza. Un día menos.

Poco después el cielo vuelve a teñirse de escarlata y el astro rey se alza de nuevo para ponerse otra vez en silencio. Dos menos.

Sigo llevando la cuenta de los días hasta que dejo de saber cuántas veces he visto pasar a la enorme esfera carmesí. Por más días que cuente, el sol sigue cruzando el cielo impávido sobre mi cabeza, pero los cien años no se suceden. Contemplo ensimismado el musgo que se ha ido formando sobre la piedra redonda y me asalta la sospecha de que quizá la mujer me ha engañado.

Entonces, de debajo de la piedra veo brotar, curvándose en dirección hacia mí, un tallo verde. En un instante se alarga de un modo insospechado, me llega hasta el pecho y se detiene. El tallo vibra ligeramente y, en el extremo, se forma un capullo luengo y delgado cuyos pétalos se abren en todo su esplendor mostrando el blanco algodonado de un lirio. Su fragancia permea en cada rincón de mi cuerpo. Del distante cielo caen gotas de rocío que hacen que la flor se incline por su propio peso. Estiro el cuello y beso los blancos pétalos cubiertos de fresco rocío. Al alzar la vista al cielo veo que solo hay una estrella brillando al alba. En ese instante me doy cuenta:

—Ya han pasado cien años.

Segunda noche

Esto fue lo que soñé.

Salgo de las dependencias del abad y me dirijo hacia mi habitación cruzando el pasillo. Al llegar, compruebo que la tenue luz de la lámpara de papel está a punto de extinguirse. Hinco una rodilla en el cojín y avivo la mecha de la lámpara, un trozo de la cual cae con la suavidad del pétalo de una flor sobre la base lacada de rojo. La habitación se ilumina entonces de un bermellón encendido.

La pintura de la puerta corredera es obra de Buson [1]. Aparecen representados un sauce negruzco pintado con trazo grueso y un pescador que cruza la rivera calado con un sombrero coolie. En la pared cuelga un pergamino con la imagen de un Manjushri, el Bodhisattva de la sabiduría. La varilla de incienso se ha consumido casi por completo y su aroma se esparce hasta el rincón más umbrío del cuarto. El silencio reina en el enorme templo: no hay ni rastro de vida. En el oscuro techo se refleja un círculo de luz proyectado por la lámpara de papel que parece estar vivo.

Apoyo todo el peso del cuerpo sobre una sola rodilla, levanto un extremo del cojín con la mano izquierda y mis dedos tocan aquello. Está donde lo dejé. Un poco más tranquilo, vuelvo a dejar el cojín como estaba y me siento apropiadamente sobre él.

«Eres un samurái. Y, como tal, has de poder alcanzar la iluminación —le había dicho el abad—. Si no eres capaz de lograrlo, no serás más que escoria. En ningún caso podrás considerarte un guerrero. ¡Ja, ja, ja! ¿Qué? ¿Enfadado? —se había reído—. En tal caso, cuando alcances la iluminación, tráeme la prueba de tu éxito». Y dicho esto, miró para otro lado. Miserable engreído.

«Le mostraré que puedo alcanzar la iluminación antes de que el reloj de la habitación contigua vuelva a tocar. Cuando lo haga, volveré a su habitación esta misma noche y le rebanaré el cuello. No obstante, para ello es indispensable que alcance la iluminación. Al fin y al cabo, soy un samurái. Si, por desgracia, no soy capaz de lograrlo, mi honor habrá quedado mancillado y no tendrá ningún sentido seguir viviendo. En tal caso, me suicidaré y moriré con dignidad».

Tales son mis cavilaciones cuando vuelvo a deslizar subrepticiamente la mano bajo el cojín y extraigo la daga enfundada en una vaina roja. La sostengo un momento entre los dedos, retiro la funda y el frío acero destella en la oscuridad de la habitación. Siento que en cualquier momento se me escapará de entre los dedos con un sonido sibilante. Concentro todo mi ser en la punta de la afilada hoja, sedienta de sangre. Noto como la daga empequeñece hasta verse reducida al tamaño de una aguja para, poco después, recuperar su tamaño original. De repente, me acucia la necesidad de empuñarla. Toda la sangre de mi cuerpo se concentra en mi muñeca derecha y la empuñadura se humedece. Me tiemblan los labios.

Envaino la daga y la guardo en el lado derecho del cinto. A continuación, me cruzo de piernas sobre el cojín y me dispongo a meditar… Me concentro en la idea de «la nada» de Jōshū [2]. ¿Qué es «la nada»...? Psch, maldito monje.

Aprieto con fuerza los dientes y un aire tibio se escapa por mis fosas nasales; noto el doloroso palpitar de las venas en las sienes; tengo los ojos abiertos de par en par, parece que se me vayan a salir de las órbitas.

Veo el rollo colgante; veo la lámpara de papel; veo el tatami. Veo claramente la calva del abad y hasta puedo oírle riéndose de mí a mandíbula batiente. ¡Monje miserable! ¡Juro que le cortaré la cabeza de un tajo! He de alcanzar la iluminación como sea. Me concentro en la idea de «la nada», ¡«la nada», «la nada»! Pero por más que trate de recluirme en ella, no dejo de percibir el olor del incienso. ¡Incienso del demonio!

De repente, aprieto los puños y me golpeo con fuerza en la cabeza. Oigo el chirriar de mis dientes y me empiezan a sudar profusamente las axilas. Tengo la espalda tiesa como un palo y siento un dolor punzante en las rodillas. «¿Y qué si se me rompen?», pienso; pero, con todo, el dolor es insufrible. Duele que rabia. Y no llego ni siquiera a rozar «la nada». Cuando creo que estoy a punto de lograrlo me sobreviene una nueva oleada de dolor, de desazón, de ira. Es insoportablemente frustrante. Empiezo a llorar a lágrima viva. Siento ganas de lanzarme de cabeza contra una enorme roca y romperme cada hueso y cada músculo de mi cuerpo.

No obstante, permanezco sentado aguantándome las ganas. Una opresión insufrible ha encontrado refugio en mi pecho; esta opresión corre por mis venas y pugna por salir a través de los poros de mi piel, sin éxito. No hay forma de escapar de tamaña crueldad.

Es entonces cuando dejo de ser yo mismo. Ya no hay lámpara de papel, ni pintura de Buson, ni tatami, ni estanterías. Es como si no hubiera nada, pese a que sé que eso no es posible. Me limito a permanecer sentado en la misma postura y, al cabo, el reloj de la habitación contigua toca una hora en punto.

He vuelto en mí. Mi mano derecha sujeta la daga con firmeza. Y el reloj toca por segunda vez.

Tercera noche

Esto fue lo que soñé.

[3]