A los refugiados del mundo, se llamen como se llamen, sean de donde sean, estén donde estén y sea cual sea la razón por la que han huido de sus lugares de origen,

15

FUE al concluir el primer puñado de arroz, todavía con restos de él en los dedos de la mano, cuando su padre le dijo:

—¿No tienes algo que dar a tus hermanas?

Yu le miró con la boca llena, esforzándose por recordar. Le vino a la memoria igual que una descarga. Por supuesto, ¡los caramelos! Quizá su padre pensara que no había podido resistir la tentación. Quizá aquello fuera una prueba para él. Quizá...

Se alegró de haberse mantenido digno.

Y mientras se llevaba la mano al bolsillo del pantalón, rezó para que los dos caramelos siguieran allí. Se había olvidado de ellos por completo.

Palpó el primero, y soltó el aire retenido en sus pulmones al dar con el segundo. Los extrajo con un gesto triunfal. Su padre sonreía mirando a Tai Xi y Lin Li. Su madre se quedó sorprendida.

—¿De dónde has sacado eso? —inquirió.

—El comisionado le ha dado un caramelo a Yu —explicó su padre—, y él le ha dicho que tenía dos hermanas.

—¿Eso has hecho? —vaciló la mujer.

—Y no me los he comido, ¿eh? —recordó Yu masticando por fin la bola de arroz de su boca.

Los dos caramelos, con mucha peor presencia después de haber pasado la mañana en el bolsillo de Yu, fueron desenvueltos por Tai Xi y Lin Li con manos presurosas. La pequeña se había olvidado ya de sus fugaces lágrimas. Yu no pudo dejar de experimentar un sentimiento de envidia cuando las dos bolas de color rojo desaparecieron de la faz de la tierra para ser engullidas por las ávidas bocas de sus hermanas. El simple recuerdo de aquel sabor, que ahora sentían ellas, le hizo experimentar un tenue dolor de estómago combinado con una mayor segregación de sus glándulas salivares. Se llevó otro puñado de arroz a los labios.

Su madre le contemplaba con orgullo.

Eso le hizo recordar algo más importante.

—Mamá, ¿podría tener un perro? —preguntó tragando el arroz sin casi masticarlo.

—Lo tendremos —dijo ella—, aunque no inmediatamente. Habrá que dejar pasar un tiempo. Cuando estemos aclimatados y tengamos un lugar decente para vivir, entonces todo será posible.

Yu la miró como si se hubiese vuelto loca.

—¿De qué estás hablando?

—De Australia, por supuesto.

—¡Yo me refería aquí, ahora!

Hasta Tai Xi y Lin Li dejaron de chupar sus caramelos para mirarle tan pasmadas como expectantes.

—¿Un perro, ahora? —el tono de su madre recuperó su primigenia energía habitual—. ¡Aquí no hay perros, Yu, y si encontrara uno, te aseguro que esta noche comeríamos carne!

—¿Lo matarías? —gritó él horrorizado.

—Puedes jurar que sí.

—¿Has visto un perro, hijo? —se interesó su padre.

Quedó atrapado por el juego de las cuatro miradas, inquisidora la de su madre, curiosa la de su padre, y expectantes las de sus hermanas. Temió haber sido demasiado vehemente y no estuvo muy seguro de que sus palabras sonasen sinceras cuando exclamó:

—¿Yo? No, claro que no he visto un perro.

—Entonces, ¿de qué perro estás hablando, si puede saberse? De sobra sabes que aquí no hay perros.

Pronunció el primer nombre que se le vino a la cabeza, al margen de las intocables señora Potts y señorita Spencer, que podían descubrirle.

—Charlie Charlie —dijo casi con atropello—. Sí, Charlie Charlie. Su perra va a tener perritos y me ha dicho si quería uno.

—¿El guardia de la oficina del Servicio de Inmigración? —preguntó su padre.

—Ya te he dicho que es mi amigo —se justificó Yu llenándose la boca con un nuevo puñado de arroz.

—¿Eres amigo de un guardia de seguridad? —pronunció su madre incrédula.

—Yu es amigo de todo el mundo —le defendió Tai Xi, quizá porque el caramelo en su boca le hacía sentirse la persona más feliz del campo.

—Ese hombre está loco —manifestó resoplando su madre—. Si quiere regalarte algo, que te dé un pollo, no un perro.

Su padre seguía observándole en silencio. Rehuyó la mirada aplicándose de nuevo a su comida. Su madre era una explosión constante; en cambio, su padre... A veces era como si le atravesara con los ojos, sobre todo cuando le sorprendía mirándole con aquella mezcla de ternura y paz envuelta en resignación.

Su expresión eran tan cansada...

Como la de ese momento. Como la de cualquier día después de ir a la oficina del comisionado.

El asunto del perro quedó olvidado, aunque no para Yu.

—Si mañana hay agua, te aseguro que vas a lavarte —dijo la mujer recuperando el mando de la situación—. Y espero que se termine pronto el dichoso tema de las duchas. ¿Cuánto creen que podemos estar así? Si quisieran, podrían repararlas en un abrir y cerrar de ojos.

Era mejor que protestara, o sospecharían. Su padre aún le estaba mirando.

—¡Mamá!

—¡A callar, Yu! ¡Eres un cerdo, pero nosotros no vivimos en una pocilga!

—¡Por lo menos deja que lo haga solo, y que papá ponga algo para taparme!

—¡El señorito quiere criados!

Tai Xi y Lin Li estallaron en carcajadas.

—Mujer... —dijo Hu Dong—. Yu ya es casi un hombre.

Esta vez la que le miró con una expresión distinta fue ella. Como si se diera cuenta de que era así. o acabase de descubrirlo. Yu advirtió un sesgo de contenido dolor en su faz. Tan contenido que fue superado rápidamente por una pantalla de inquebrantable firmeza.

—Eso, tú apóyale —lamentó sin fuerzas, para acabar concediendo—: Ya sé que es casi un hombre. ¡Por esa razón me quejo!

Intercambiaron cinco miradas de adiós. Su madre fue la primera en levantarse. La secundaron las dos niñas. Su padre todavía permaneció unos segundos sentado, sin dejar de fijar sus ojos en él. Yu hizo lo posible para retardar el final de su comida. Apenas si quedaban ya dos puñados de arroz en su cuenco.

Y    en el momento en que su padre se puso en pie, el no esperó más. Se jugó el todo por el todo. Cogió el arroz y lo introdujo con un rápido gesto en el bolsillo de su pantalón.

No hubo ningún grito, ninguna recriminación.

Y    suspiró aliviado.

—¡Vamos, Yu, acaba de una vez y muévete! —le ordenó su madre.

—¡Si me muevo te enfadas, y si me estoy quieto también! —protestó el niño.

—¡Yu. no repliques!

El peligro aún no había pasado. Su perro seguía allí, firme candidato a servirles de cena.

Aunque él antes se moría de hambre que comérselo.

30

CUANDO Mei Po salió por la puerta del barracón y vio a su marido y a su hijo, Yu hacía ya cinco minutos que dormía. La mujer se sentó al lado de ellos.

Sus ojos se encontraron con los de Hu Dong.

Y entre ambos flotó algo más que! a ternura del amor.

—¿Duermen las niñas? —preguntó él.

—Sí —respondió ella.

—Yu acaba de dormirse. No quería moverme.

Mei Po acercó su rostro al de su marido. Le besó en la mejilla. Luego se inclinó e hizo lo mismo con su hijo, rozando con sus labios la cabeza del niño.

Al separarse, Hu Dong vio las dos lágrimas que rodaban por sus mejillas.

lilla se las frotó inmediatamente.

—Será mejor que le acuestes —dijo.

—¿Qué harías si te vieran llorar? —susurró él.

Mei Po se atrevió a sonreír.

—Supongo que mi reputación se vendría abajo —manifestó.

Hu Dong la admiró. Tan fuerte. Tan débil. Tan humana. ¿Diferente? No. Solo capaz de resistir, por todos ellos. Alguien tenía que hacerlo. Su esposa era Vietnam. la tierra y su sangre.

—Te quiero —dijo el hombre.

Ella sostuvo su mirada. La última mirada del día. —Lo sé —declaró en un murmullo,

Y se puso en pie para ayudar a su marido y a su hijo.

Epílogo

Al dejarle su padre en el jergón, junto a sus hermanas, Yu entreabrió los ojos, aún agitado por los haces de luz de su tormenta interior.

Quedó así, inmóvil, dotando entre las dos aguas de su estado somnoliento, con la huella del último beso de su padre impresa en la mejilla, mientras ellos se tendían en el otro jergón, en silencio. Y ya no les oyó hablar.

Bien, había sido un buen día.

Tal vez «el gran día».

El sujetapapeles, el caramelo, Tiam, el viejo Tui y, por supuesto. Ajedrez.

Y Hoi An.

¿Se sentía triste o feliz? No lo sabía.

Ya pensaría en ello.

Mañana saldría de nuevo el sol, y volaría por encima de sus cabezas, con las alas extendidas.

Mañana.

—Buenas noches, Johnny —le deseó al negro del techo, aunque en la oscuridad no podía verlo.

Yu sabía que estaba allí.

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A modo de cierre...

El campo de refugiados de Shek Kong, en Hong Kong, es uno de los diversos establecimientos que el Gobierno británico tiene en la colonia para el cuidado y salvaguardia de los miles de huidos vietnamitas desde que, en abril de 1975, acabó la guerra en aquel país del sureste asiático, tras la invasión de Vietnam del Sur por parte de las fuerzas comunistas de sus hermanos del Norte.

En estos campos, que no son de concentración ni cárceles, pero que tienen medidas carcelarias y sistemas de vigilancia como los primeros, son frecuentes el tráfico de drogas, las peleas, los suicidios, las venganzas, los malos tratos y abusos y las guerras entre bandas rivales, así co/no la presencia de las mafias locales, mediante las cuales unos pocos extorsionan a muchos en la impunidad.

En los años 80, solo en los campos de Hong Kong llegaron a vivir un total de 85, 000 personas en su momento de mayor auge demográfico.

A comienzos de los años 90, el número era de 60.000, de las cuales se calcula que solo unas 4.000 lograrían el estatuto de asilado político, siendo el resto devuelto a Vietnam en virtud del acuerdo firmado por este país y Hong Kong en octubre de 1991, que permitía las deportaciones.

Se cree que el número de huidos, en frágiles embarcaciones siempre, que jamás lograron llegar y murieron a causa de los piratas, las tormentas y los tiburones, es de medio millón de personas, cifra imposible de calcular con exactitud a causa de lo incierto de una evaluación real. Otros setecientos cincuenta mil consiguieron arribar a lugares diversos, donde fueron rechazados, asesinados, devueltos al mar o internados en campos como los de Hong Kong, único lugar donde se les garantiza, por lo menos, el derecho a la vida. Los piratas del mar de China han vendido miles de niños como mano de obra en los países de la zona, y miles de mujeres con destino a la prostitución.

El total de casos, vivos o muertos, probablemente no se sabrá jamás.

El mundo los conoce como boat people, la gente de los botes.

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados sigue estudiando y trabajando en el problema de los millones de seres humanos de todo el mundo huidos de sus países de origen a causa de hambres y guerras, intolerancia y falta de libertad. Un problema que pasa por la ayuda y cooperación del llamado mundo libre. Un problema que, pese a los esfuerzos de unos pocos, no tiene un fin próximo, ni soluciones a corto, medio o largo plazo.

Cada año, miles de nuevos refugiados incrementan ese problema.

Yu (you en inglés, tú en castellano) somos todos.

Vallirana, verano de 1992


Las alas del sol

Jordi Sierra i Fabra


Prólogo

 al abrir los ojos, vio el resplandor.

Era la primera luz, todavía tenue, aún difusa, la que le acababa de despertar, como cada mañana,

Y también como cada mañana, a pesar de que las sombras dominaban su entorno con mayor fuerza que la claridad, miró en primer lugar al hombre negro del techo del barracón. Luego le sonrió.

—Hola, Johnny —susurró.

El desconchado no se movió; permaneció estático en las alturas, como el reflejo de un imaginario sueño.

Ni siquiera él sabía que Yu era su amigo secreto.

El chico se levantó de un salto, en silencio, con la larga práctica ejercitada día tras día. y pasó por encima de los cuerpos de sus hermanas. Su padre y su madre dormían al filo del nuevo día.

La misma escena de siempre, sazonada cada amanecer con una nueva esperanza.

Sus pies descalzos se movieron con la agilidad de un chimpancé. Salió fuera del barracón, donde se hacinaban más de setenta personas, contando los últimos refugiados recién llegados dos días antes. Una vez en el exterior, se rascó por encima de la sucia camiseta y buscó la posible presencia de una chinche, para echar luego a correr por la callejuela polvorienta y reseca. Era el único momento en que se sentía solo, y siempre le parecía muy especial, como si él fuese el único habitante del campo. Después, todo se hacía más difícil: caminar, respirar, incluso sonreír.

Y a Yu le gustaba sonreír.

La enfermera, la señora Potts, le había dicho el primer día que su sonrisa era muy contagiosa.

Corrió por la callejuela de su barracón, a la que llamaban eufemísticamente Avenida de la Luz, porque el sol golpeaba de lleno sobre ella cuando llegaba a su cénit, y fue acercándose a su objetivo en una breve carrera. No estaba lejos de las alambradas, aunque en realidad dentro del campo nada estaba lejos de ellas, así que llegó rápidamente a su destino. Como cada mañana también, se pegó a la primera, metió los dedos a través de los rombos de la rejilla metálica y aproximó los ojos a lo que constituía el límite de su mundo.

Yu no miró la segunda alambrada, ni se fijó en la altura de cinco metros que tenía la primera, a la que seguía pegado. Tampoco miró a derecha e izquierda, en dirección a las dos torres de vigilancia. Solo formaban parte del paisaje en determinadas ocasiones. Y nunca, desde luego, al amanecer.

El amanecer era el instante de la libertad.

La máxima ilusión.

Centró su mirada en la montaña, distante, recortada con suave perfección sobre la línea lejana del horizonte. A su espalda, la noche era barrida impetuosa aunque solemnemente por el resplandor del día. Por delante, ese día era presagio y también certeza. Si algo no fallaba nunca, si en algo se podía confiar, era en que cada mañana él estaría allí.

El sol.

Yu esperó. La cita tenía algo de mágica, y no por conocida jornada a jornada era igual o repetida, monótona o vulgar. Su madre le había dicho que aquel sol era el mismo de la aldea, que aún recordaba pese al paso del tiempo. Y que también era el mismo que alumbraba el resto del mundo, el gran mundo.

Hasta Australia.

Porque el sol era el más libre de los prodigios de la naturaleza, el más vivo, el más poderoso y el más fuerte. Su madre le había dicho que estaba allí mucho antes de que llegaran ellos, y que seguiría mucho después de haberse ido. Desde luego no se refería a ellos mismos, o a los refugiados del campo. Se refería a los humanos, a todos.

Claro que eso, para Yu, era demasiado profundo.

Se contentaba con saber que el sol, lo mismo que la mancha negra con forma de hombre del techo del barracón, era su amigo.

Esperó.

No demasiado. Los minutos se hicieron arrullo; el silencio, música; la calma, paz. El resplandor fue cada vez mayor; las sombras, menores. La sinfonía de colores creció, apoderándose de un mundo que parecía esperarla para despertar. El cielo dejó de ser oscuro y se tornó rojo y amarillo, blanco y, de nuevo, azul, aunque esta vez mucho más claro. Los ojos de Yu atravesaban el hueco de la alambrada y se centraban en el punto por el cual despuntaría el astro rey.

Le hubiera gustado verlo del otro lado de las dos alambradas, sin barreras ni fronteras.

Como en su aldea.

Donde quiera que estuviese, porque ya no lo sabía.

Contuvo la respiración al aparecer el primer atisbo de mayor luminosidad. Allí estaba, por fin, fiel a su cita. Despuntaba con la misma lentitud majestuosa de siempre, inalterable y solemne. Era hermoso su elegante despertar, emergiendo de la tierra para convertirse en su guía.

Más y más.

Los ojos de Yu se llenaron de él. Si el sol era un todo celestial, sus ojos eran ahora dos lunas, grandes y llenas. Despacio, muy despacio, el milagro se produjo. El sol se abrió paso entre la última cárcel y acabó flotando por encima de ella.

Extendiendo sus alas.

Había amanecido, ya era de día. Pronto el Gran Dios sobrevolaría las alambradas, simbolizando la libertad, la esperanza.

Yu cerró los ojos.

Y sintió las alas del sol en su corazón.

DÍA 972

1

Eel exterior del barracón, compartiendo el mínimo espacio con las restantes personas que se movían por allí, su madre estaba lavando a sus dos hermanas, frotándoles el cuerpo con brío y sin desperdiciar ni una gota de agua del barreño. Yu ni siquiera se imaginaba que hubiese tardado tanto, aunque estuvo en la alambrada hasta mucho después de que el sol se elevara por el aire, distanciándose más y más de la tierra.

Había agua, toda una novedad, y el reparto se había hecho muy a primera hora.

O tal vez su madre se había peleado por ella. Era una mujer de carácter.

Lo demostró nada más verle.

—¡Yu, otra vez! ¿Te voy a dar una paliza, hijo haragán! ¿Se puede saber adónde vas y de dónde vienes todo el día? ¿Qué has estado haciendo a estas horas?

No sabía por qué se enfadaba. No podía ir muy lejos.

—He ido a la puerta principal —mintió—, por si veía algún coche.

La mujer intentó agarrarle, pero Yu se escabulló con agilidad. Tai Xi y Lin Li, desnudas en el barreño, se echaron a reír. Su madre no quería que se acercara a la alambrada, por las torres, porque decía que mirar al otro lado era tan malo como mirar a los ojos del viejo Tui, que los tenía blancos y vueltos del revés, por lo cual Yu imaginaba que se estaba viendo siempre los pensamientos.

Los pensamientos del viejo Tui debían de ser muy malos, porque estaban llenos de guerras: contra los franceses, contra los americanos, contra los propios hermanos del sur.

Claro que eso había sido muy lejos, en casa, y hacía mucho, muchísimo tiempo.

—¡Deberías darte un baño! —gritó su madre desistiendo de atraparle—. ¡Estás tan sucio que pronto tendrás una segunda piel!

—¡Lo hice la semana pasada! —protestó él—. ¡Y ya sabes que no me gusta que me bañes tú, aquí en medio! ¡Yo no soy como ellas!

Tai Xi y Lin Li le sacaron la lengua y volvieron a echarse a reír. Yu las ignoró. Como todas las niñas pequeñas, eran muy tontas, a pesar de que la mayor hubiese cumplido ya los siete años dos días antes.

—Haz algo de provecho —dijo la mujer—. Luego empiezas a dar vueltas por ahí y ya no te veo. Mira si tu padre aún duerme.

Yu entró en el barracón dispuesto a no acrecentar los habituales enfados de su madre. Estaba seguro de que era la mujer que más chillaba en todo el campo. La dependencia se hallaba ahora medio vacía, aunque algunas camas, hamacas o esteras