ALBERTO MAYOL
De Maquiavelo a Coppola a través de Puzo
COLECCIÓN LA COSA NOSTRA
MAYOL, ALBERTO
50 leyes del poder en El Padrino
De Maquiavelo a Coppola a través de PuzoSantiago, Chile: Catalonia, 2020
ISBN: 978-956-324-829-6
ISBN Digital: 978-956-324-830-2Ilustración de portada: Danny C. Schiller
Fotografías: Getty images
Ilustración interior: Grone artevisual (Ulises)
Edición de textos: Genaro Hayden
Diseño y diagramación eBook: Sebastián Valdebenito M.
Dirección editorial: Arturo Infante ReñascoTodos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.
Primera edición: noviembre, 2020
ISBN: 978-956-324-829-6
ISBN Digital: 978-956-324-830-2
RPI: código solicitud ls4m5m (24/11/2020)© Alberto Mayol
© Editorial Catalonia Ltda.
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl
(Ludwig Wittgenstein, T7)
Dicho siciliano
Diálogo con Boris López, 1991, El Padrino III
Todos habitamos el poder, por fortuna o desventura.
El poder es un sol nocturno. Posee la energía del astro rey y la oscuridad de la noche.
El poder es el príncipe de este mundo.
Es indispensable haber digerido este saber. La mayor parte de las veces vivimos en el mundo sin conciencia de estas breves sentencias. No imaginamos la relevancia de sus consecuencias. El poder puede estar en la dirección de la llamada telefónica, en la veloz respuesta silente de una mirada, en la risa burlona ante una presunta amenaza, en un pescado envuelto, en el título de un correo electrónico, en una cabeza de caballo en tu cama.
Y es que normalmente pasamos nuestros días sin prestar atención a la más incómoda y menos simpática de las variables: el poder. Preferimos la ingenuidad, la risa, el juego, el delirio metafísico o el frenesí de la carne. Pero en cada acción, como un submundo réplica de nuestro mundo, el poder sube o baja, como un gráfico para cada humano, como el aroma de un barrio, como el destino de una familia. El poder. Podemos disfrutar livianamente de la vida y sin embargo se mueve. El poder se mueve.
Incautos arribamos a nuestros destinos de cada día sin pensar siquiera cuánto poder hemos perdido, cuánto hemos ganado y cuánto podemos perder. Y todavía menos comprendemos que habitar el poder es compartir tu cuarto con Satanás. Siempre. Todos habitamos el poder y, por ello, en nuestro cuarto cada noche duerme Satanás, con gran calma, con la certeza absoluta de que no importa de cuántos valores nos blindemos, siempre podrá arrastrarnos al pecado en el preciso momento en que el poder exija nuestro pronunciamiento.
No es lo mismo saber que tomar conciencia. Sabemos que el poder se expresa como una montaña, con una cima radicalmente más angosta que su base. Sabemos que acumular más poder, que ir más arriba en la montaña, es difícil. Lo sabemos. Pero no tenemos conciencia. Nos imaginamos que el camino de su acumulación será un grato paseo por un parque. El poder, sin embargo, es tanto una necesidad como una maldición. Cuando ganamos en su juego, nuestros días se tornarán más difíciles. Cuando perdemos, nuestros días serán horribles. El poder no es un grato compañero. Pero sin su compañía la vida es un espanto.
Todos habitamos el poder. Él estuvo antes que el verbo.
La sombra del poder viaja por el mundo a mayor velocidad que la luz. Pero normalmente no nos enteramos. Los hombres de buena voluntad avanzan por las calles redondeando meticulosamente su odio a los poderosos. Buscan que su odio sea puro y perfecto. Suele acontecer en ciertas épocas. Y suele ser una buena noticia. Ese odio, con un poco de suerte, eliminará algo del moho que habita en los pasillos del poder. Los hombres de buena voluntad, con algo de suerte, habrán hecho quizás un aporte. Pero no siempre la suerte acompaña a las almas nobles. Y en esos casos, frecuentes a decir verdad, los buenos oficios tienen la eficacia de la pólvora mojada.
Vivimos en una era que pretende quitarle poder a la autoridad. Si la historia de la humanidad había sido intentar darle autoridad al poder, ahora sencillamente la sospecha inunda la sala de operaciones. Pero no es solo eso. También es una época donde prevalece el desconocimiento del poder. Todo se reduce a decir: el poder es malvado. Este analfabetismo es un mal compañero para la aventura de sociedades que buscan afrontar los mayores desafíos de su historia. Para cruzar el infierno no basta la buena voluntad, no basta la energía. Se requiere más. Y la historia intelectual de quienes han puesto su mente y sus manos en la cuestión del poder lo saben.
En el siglo XVI, Nicolás Maquiavelo escribió El Príncipe, un tratado para enseñar a administrar el poder al que lo tiene. En el siglo XX, Mario Puzo y Francis Ford Coppola crearon El Padrino, una saga literaria y cinematográfica, un opus que enseña a construir el poder al que no lo tiene. Pero esta no es solo una historia sobre la mafia, no es solo la historia del crimen. Es una historia que enseña que el poder importa.
La lección del poder no es hermosa, no es delicada. Su problema no es lo bello, es lo sublime. Su potencia estética radica en la grandeza, y la grandeza no se puede rechazar. Tampoco se puede ir tras ella, pues no reside en un sitio ni está a la espera de su cazador. La grandeza se produce, se construye y se conquista en cada empresa mayor, siempre riesgosa hasta lo inimaginable.
Cuando quedamos de cara al poder estamos ante lo incomprensible, normalmente por deliberada ceguera o por insuficiente precaución. El poder es una habitación oscura que nadie nos querrá mostrar. Y si deseamos no saber nada, fácilmente lo lograremos porque nadie luchará por darnos ojos ante el poder. Este libro (y el proyecto que lo sustenta) nace como un ejercicio para iluminar ese territorio oscuro. Pero no tendremos jamás una luz brillante. Así es la historia, con un poco de suerte forjaremos una tiniebla más tenue.
¿Por qué visitar ese sitio en penumbra?
Porque para protegerse de los horrores, es preciso cruzar el infierno.
Decidí escribir este libro sin las formalidades académicas, a pesar de lo que considero su profundidad, porque en este libro conservador subyace una rebeldía cuya fuerza (espero) nunca se agote. Y esa rebeldía no es meramente intelectual. Nace de dolores estomacales, de quebrantos, de soledades infames, de delicadas u obscenas traiciones. Las razones intelectuales de este libro han sido solo una parte de su génesis. Se combinaron, hace tiempo ya, con un sentido de supervivencia.
Cuando las leyes que se exponen en este libro estaban en su etapa primigenia, recurrí a ellas inquieto por mi futuro. Eran momentos en los que era fácil imaginar un destino amargo. La derrota parecía inevitable (y lo era). Y comprendí que esa derrota era por falta de poder y, peor aún, por mi dilapidación sistemática de él en cada conducta. Esto no ocurrió solo una vez. Fueron dos las ocasiones, largos procesos donde la penumbra arribó a una radical oscuridad.
En ambos episodios, mi instinto me llevó a recordar que alguna vez había detectado algo así como “las leyes del poder” en el opus de El Padrino. Y también en ambos casos, el uso de las leyes que tenía sistematizadas hasta entonces fue suficientemente impresionante como herramienta de acción y como orientación en un espacio devastado.
Esos dos sucesos se resumen así. El primero casi termina con mi salida de la vida académica por mera derrota política, a temprana edad, luego de avances muy exitosos. El segundo supuso abordar una elección presidencial en mi país, Chile, desde la total debilidad; quienes me nominaron candidato fueron presionados para retirar mi candidatura. En cuestión de horas quienes me promovieron querían sacarme, a cualquier precio, de la carrera.
Luego de estos dos episodios me tocó presenciar un tercer fenómeno (todavía me corresponde hacerlo en una posición de desagradable privilegio). Ciertos actores del mundo académico habían construido una inarmónica estructura de acumulación de poder institucional y extrainstitucional con las peores prácticas, mientras un conjunto de personas carentes de todo sentido del poder (que oficiaban en cargos de poder) creían controlarlos en el mismo instante en el que, en rigor, les construían el camino a estos personajes.
En esos tres momentos, las leyes que presento en este libro fueron útiles a tal punto de reducir los daños cuando estos eran inapelables y de generar modestas victorias en medio de un escenario muy difícil. Este ejercicio intelectual se ha hecho carne en varias ocasiones y ha tenido que batirse a duelo con ese desafiante ente llamado realidad.
La historia de mi vida es simple. Por muchos años el silencio fue mi leal compañero. Literalmente, casi no hablaba: era tímido y reservado a la vez. Desde los ocho años asumí que sería académico. Veía edificios universitarios y los sentía mi casa. Leía muchísimo, incluso cosas que no entendí en lo más mínimo. Tomaba el Metro desde mi casa, en la periferia de la ciudad, y gastaba mi poco dinero en las librerías del centro de Santiago. No creo equivocarme si digo que nunca fui a una fiesta siendo adolescente. No tomé alcohol hasta los veinticinco años. No tenía habilidades sociales y aunque ahora tengo pocas, la verdad es que he mejorado muchísimo. En pocas palabras, soy eso que llaman un nerd. Tiendo a creer que ese concepto no me abarca, pero no tengo alternativa, es lo que resume mejor. Debo decir, eso sí, que nunca fui muy obediente. Leía lo que me apetecía, no aceptaba una intromisión intelectual y me enfrentaba a los profesores cuando era el caso. Tenía una cierta dosis de rebeldía, pero nunca fui disruptivo.
En mi trayectoria inicial logré ser académico de la principal universidad de mi país relativamente rápido. Fui el profesor más joven del departamento que me albergaba y me hice cargo de todo lo que, en ese instante, fatigaba a mis colegas por ser un problema: las tesis de los estudiantes, la revista del departamento, el diseño de proyectos. De hecho, redacté un proyecto de investigación que significó grandes recursos para la Facultad… Pero nada bueno surgió de dichos esfuerzos y sus logros, pues estos me convirtieron en el enemigo público de mis colegas. No comprendí que la conquista de objetivos sin la necesaria acumulación de poder era una combinación tan inadecuada como insostenible. Pensé que ser generoso e inofensivo me haría respetable y querido. Y fue así… solo un tiempo. Por de pronto, mi esfuerzo en apoyar las tesis de estudiantes y mi preocupación en hacer más y mejores cursos significó que los estudiantes me quisieran bastante. Ese respeto y afecto duró muy poco. Bastó una operación política para que eso acabara. Los dirigentes estudiantiles pasaron al otro bando. Con una mala estructura de poder, ser enemigo del pueblo puede ser sencillo.
Dado el escenario de enorme conflicto con mis colegas, estuve a punto de retirarme de las ciencias sociales con 32 años. Demasiado joven para haber sido derrotado y demasiado viejo para comenzar de nuevo. En 2010 decidí darme una segunda oportunidad. Sería la última. Si no funcionaba, de hecho, ingresaría de nuevo a la universidad (con dos posgrados y dos licenciaturas ya a cuestas) para dedicarme a otra cosa. Pero junté fuerzas y decidí perseverar solo una vez más. Pero comprendí que debía jugar las cartas de otra manera y ello implicaba declarar la guerra a quien fuese pertinente, asumir la necesidad de hacerse fuerte, no solo emocionalmente, sino en toda la gama de recursos.
Para hacer viable mi existencia conseguí un trabajo en un banco. Y comencé a construir el camino para volver a la academia, pero no en los códigos de ellos. No quise cumplir las leyes de su mundo. El camino correcto me parecía absurdamente peligroso. Y el camino paralelo, fuera de los mapas, me parecía un poco mejor. No mucho, pero mejor. Fue por entonces que me iniciaba en la comprensión más profunda de la obra de Puzo-Coppola: no aceptes las leyes de otros, en ellas morirás.
Cuando la política desaparece solo queda el poder. Ante nuestros ojos aparece una entidad que no ha fijado sus límites, que no conoce fronteras. Y con ella aparece también la necesidad de pensar e investigar ese objeto, puro y simple, como una línea recta en medio de un cuadro, como la pregunta por la luz y su carácter ondulatorio o particular. En ese juego, en ese navegar sin instrumentos precisos, me alejé de Weber y volví a tomar aquella novela leída de adolescente luego de la fascinación por ver la película El Padrino. Volví a Puzo una vez más, ahora buscando afinar los detalles, buscando más leyes. Ávido de una verdad que me fuera útil, fatigué las noches y los días.
Aún recuerdo el estremecimiento que sentí cuando comprendí, como en medio de un misterio que nos ha revelado su secreto, que su novela no era sobre la mafia, no era sobre la familia, no era sobre Italia ni sobre los sicilianos en Nueva York. Comprendí que no era sobre los crímenes, que no era sobre el dolor y la necesidad de matar un hermano, que no hablaba acerca de la tragedia de huir de lo ominoso para caer en el Banco del Vaticano (Banco Ambrosiano). O mejor dicho, que sí era todo eso, pero que había algo más, algo que en realidad estaba debajo (y siempre lo que está debajo es más importante). Y eso que estaba debajo era Maquiavelo.
Mario Puzo había reescrito El Príncipe de Maquiavelo, pero lo hacía en 1969 (450 años después de su origen) inspirándose en una historia que abarcaba (en la novela) hasta 1955 (desde 1900 aproximadamente). Luego, en la versión cinematográfica tanto Mario Puzo como Francis Ford Coppola avanzaron más décadas, escribiendo un último libreto que excede las fechas originales abriéndose a una nueva generación (los nietos de Vito Corleone, el padrino), construyéndose un relato que llega hasta la década del ochenta, involucrando un radical esfuerzo por mostrar las entrañas del poder en ese lugar donde el misterio se apuesta a sí mismo, el lugar donde el poder no necesita armas porque su única arma está en aquel que concentra el poder, que con razones más o menos comprensibles, recibe la fortuna de la potencia. El vilipendiado Padrino III es en realidad una obra mayor. Los remilgos de los críticos de cine, influenciados formidablemente para no darle el Óscar ante una película que ya a nadie le importa, son irrelevantes: la obra es, además de formidable, una oda a la valentía política. Juan Pablo II, el socio ideológico de Ronald Reagan, era el papa. Y Reagan era el alma de la época en Estados Unidos. Y la película venía a decir cómo Juan Pablo II había llegado a ser papa. Y la historia era ominosa.
Puzo volvió a escribir El Príncipe como el regisseur de una ópera clásica que ha sido contratado para volver a montarla y ha decidido renovarla radicalmente ante la evidencia de la reiteración posible. Esto significa, entre otras cosas, que Puzo no se centró en la mafia, que no estuvo fundamentalmente enfocado a investigar el funcionamiento de las familias italianas dedicadas a los negocios ilegales en Nueva York o en Chicago. Significa, en cambio, que Puzo reconstruyó en un ejercicio narrativo la teoría del poder de Maquiavelo y la puso en escena en forma de novela, mezclando el juego de Dostoievski con el perfilamiento de los muy distintos hijos de Los hermanos Karamazov (además del asesinato interno en la familia), con la muy evidente filosofía del poder del autor de El Príncipe.
Conozco la historia de reescribir El Padrino. Lo he hecho. Es una plantilla formidable, en ella todo adquiere nueva luminosidad. También escribí una ópera que fue censurada, Maquiavelo encadenado, una historia contemporánea donde los gobernantes del presente han convertido en prisioneros los secretos del poder, concentrados en el cuerpo de Maquiavelo. Mientras el orden funciona, nadie piensa en Maquiavelo, que trabaja esclavizado como sirviente en un country club llamado El Príncipe. Pero cuando el orden se desbarata, emerge la necesidad de la sabiduría de Maquiavelo.
¿Por qué llaman a Maquiavelo en la crisis? Porque en el éxito, el poder es invisible a fuerza de comodidades y facilidades. Solo la carencia y sobre todo la derrota nos convocan a concentrar todas las fuerzas en la acumulación de poder. He ahí un punto relevante, imposible de omitir: el poder se acumula, se concentra, tiene la virtud de su suma sin límite.
Pero volvamos a la historia de cómo nació este libro.
Pasó el tiempo desde la lectura que me reveló un maquiavelismo fino y profundo en Puzo. Por entonces comencé a trabajar el problema del poder, pero no fui capaz, no tuve la osadía de cruzar las fronteras disciplinarias y los moldes impuestos para vociferar los nombres prohibidos de un novelista y un cineasta como dos teóricos del poder al nivel de los grandes. Esa falta de valentía fue un cierre cognitivo. Hoy me avergüenza: había aceptado las leyes que me hacían débil. No pude reconocer lo que veía ni expresar lo que sentía. La juventud es temeraria, pero no osada. Los investigadores queremos el reconocimiento de los pares, una extraordinaria manera de no innovar, de convertirse en funcionario sin necesidad (nadie puede criticar a un funcionario que debe funcionar, pero un intelectual que debe pensar no debiera impregnarse del alma funcionaria). Lo cierto es que coleccioné algunas observaciones del libro en algún archivo de la computadora, algún apunte en la copia de mi libro y alguna observación se quedó pegada exitosamente en mi memoria.
Una disrupción misteriosa de la sociedad (una inusual explosión social en mi país, que luego fueron dos y pronto fueron más) me encontró bien parado, con material, trabajo en terreno, visión interpretativa y todo lo que se requiere para moverse con solidez. Di una conferencia provocadora, incluso rebelde; luego escribí un par de libros que se vendieron muy bien (gracias a la conferencia principalmente). Y como estaba cansado de vivir en un banco, me busqué la vida y conseguí entrar a una nueva universidad.
Tiempo después ocurrió lo que a veces acontece a los académicos que venden libros y aparecen en la televisión. El asunto es que llegué a ser candidato a la Presidencia de la República en unas primarias nacionales. Recorrí el país, fui a todos los programas de televisión que los candidatos deben visitar y llegué a la elección con la total claridad de una derrota segura y violenta, pero de una aventura formidable y sin más daño que el espanto económico de mi hacienda personal.
Mi modesto paso de la teoría a la praxis, en términos realistas, fue catastrófico. El grupo dominante de la coalición donde participaba consideró que mi nombre era una amenaza y que debía ser quirúrgicamente extirpado de la contienda.
Encerrado en una oficina tétrica pasé varios días observando sin ver cómo me faenaban en el matadero, amigos y enemigos. El exitoso académico que había logrado escapar del infierno, dejaba el paso a un mediocrísimo político que, ahora por otra puerta, retornaba al infierno. Con las pocas capacidades políticas que tenía había logrado ser candidato presidencial (también hay que decirlo). Recuerdo uno de esos días, solitario no por el exceso de poder, sino por algo más normal: por no tenerlo. Caminé al Metro, me subí y cavilé. ¿Cómo se sobrevive? Ya tenía asumido que perdería vergonzosamente la primaria presidencial de mi sector, pero el asunto no era ganar, era sobrevivir. El mundo académico es bastante más delincuencial de lo que parece y llegar en calidad de derrotado y defenestrado era una muy mala idea.
Atribulado recapitulé mis infinitas discusiones con mi equipo de investigación sobre el problema del poder, sobre la seducción, sobre la estrategia. Y de pronto recordé que Vito Andolini (conocido como Vito Corleone) no tenía nada, que se había tenido que parar sobre la necesidad, o sobre la vergüenza, o sobre lo que fuera. Llegué a mi casa y saqué de la biblioteca El Padrino. Encontré dos o tres rayones, dos o tres páginas dobladas para marcar algo. Busqué en mis archivos del computador lo que tenía. Existía, pero era disperso. Preferí leer, volver al inicio. Era medianoche cuando lo comencé. Lo terminé alrededor de la misma hora en la que hoy escribo esto, las 4:40 de la madrugada.
El libro, puesto en un contexto como el que vivía, era una revelación. Decidí inspirarme en la sabiduría proverbial de la obra y volví a sistematizar, en plena guerra personal. Era una escena absurda. Las preparaciones para la televisión y las reuniones dejaron de ser mi foco. Todo era Puzo. Y Coppola. La realidad era más terrible, la verdad es que ni siquiera era candidato. Para ello hay que inscribir una candidatura y cumplir requisitos formales.
Comprendí que llegar al final era imprescindible. Y ordené mis armas para ello. Mi coalición tenía doce partidos y movimientos. Formalmente me apoyaba solo un movimiento. En la realidad era peor. Honestamente no me apoyaba ninguno (ese movimiento no tenía el poder para defender su ridícula idea de tener un presidenciable y luego de filtrar mi nombre a la prensa estaban suficientemente arrepentidos de la irreflexiva osadía desplegada). La tarea era ridículamente difícil. Para inscribirme legalmente en las primarias necesitaba una cantidad de firmas que era inviable recolectar, por logística y por costo económico. Debía entonces producir un escenario imposible: que el partido político que podía contar con las firmas, y que eran mis enemigos acérrimos, fuera justamente la entidad que inscribiera mi candidatura. Había que convencer primero al partido de que juntara dichas firmas, que gastara dinero, que cambiara su planificación y que luego además me inscribiera como uno de sus candidatos. Y era ese mismo partido el que había operado hasta el cansancio para sacarme del juego con toda clase de armas. ¿Cómo convertir el odio en amor? Es casi imposible, menos si no hay sexo.
Solo quedaba una fórmula: el miedo. Maquiavelo, Puzo y Coppola me acompañaron. Producir miedo en la estructura del partido era difícil. Los partidos son entidades muy insensibles. Pero ese partido, ante mi candidatura, había tenido que convocar una candidata desde fuera de su estructura partidaria, un rostro de televisión, mucho más visible que yo. Me enfoqué en demostrarle a ella que estaba expuesta a ser vista como una persona poco seria si no aceptaba ir a primarias competitivas y legales (argumento que, de todos modos, era cierto). Ella entonces, preocupada por el qué dirán, exigió las primarias a su partido. Indignados y desconsolados, tuvieron que cambiar todo el diseño. Su odio crecía hacia mí. Y el escenario se tornaba tóxico. Pero ya había dado el paso y no convenía retroceder.
La lucha terminó con un triunfo: el partido político que me detestaba me inscribía como candidato a las primarias porque no tenían otra alternativa. Fue entonces cuando tomé la decisión de sistematizar con más fuerza los recursos de poder como una herramienta poderosa. El Padrino ingresó a mi mochila y viajó en gira por el país. No tenía dinero, tenía diez veces menos apariciones de televisión que el siguiente candidato menos visto, pero tenía a Puzo-Coppola.
La historia tuvo un final feliz: perdí con dignidad. Volví a la universidad con toda tranquilidad, nadie me miró con cara de muerto. Y comprendí que había que organizar esa sabiduría.
La larga historia de ordenar un conocimiento dio paso a algo más concreto, las leyes del poder. Primero fueron veinte. Las lecturas pasaron y luego fueron treinta. Después cuarenta. Finalmente el número se fijó en cincuenta. Y nos pusimos, junto a Darío Quiroga (sociólogo de profesión y asesor de oficio), que me había ayudado en la campaña, a hacer seminarios al respecto. Y fue entonces que fundamos una Cosa Nostra, que adquirió su forma final con el arribo de Mirko Macari (periodista de profesión y provocador de oficio).
¿Por qué se llaman leyes? Porque son leyes, a la manera de Moisés, pero también a la manera de Newton. Hay pecadores que creen que se trata de una metáfora, de un ejercicio relativo, que son recomendaciones genéricas. Diré que no. Son leyes. Y el que quiere incumplir la ley puede hacerlo (lo he hecho), pero sabrá también padecer las consecuencias.
Sí, son leyes para las que no existen los abogados. Debes saberlo. Ante el poder siempre estarás solo, arrojado al mundo, con la enorme probabilidad de que el poder se olvide de ti dejándote en un lugar hostil o, peor, que se recuerde de ti para esperar el siguiente callejón oscuro y clavar un cuchillo en tu espalda.
El poder es el único veleidoso que siempre triunfa. No es poco.
La Constitución Política de El Padrino
Jack Woltz, un todopoderoso productor de Hollywood se despierta una mañana luego de un sueño intranquilo. En lo más profundo de su cama, las sábanas y su pijama están inusualmente húmedos. Woltz percibe unas misteriosas secreciones corporales amenazando su despertar. Los segundos se agolpan mientras intenta comprender lo que ha ocurrido.
Jack Woltz, nos cuenta la obra de El Padrino, es un personaje relevante para los políticos. Se rumorea que es amigo personal y quizás asesor del primer director del FBI, Edgar Hoover. El productor es miembro oficial de la sección cinematográfica del Gabinete Asesor de Información Bélica del presidente de Estados Unidos, lo cual significaba que colaboraba en la realización de películas de propaganda. Estamos en el año 1945, Hollywood ha nacido hace poco más de quince años y los productores van demostrando que derrotarán a los directores en la disputa del poder. Woltz es el símbolo de ese poder, junto a otros dos productores. Pero este hombre poderoso ahora está despertando en una cama ensangrentada y fría.
Al borde de la histeria, Jack Woltz busca una respuesta a sus preguntas, pero al mismo tiempo no desea respuesta alguna. No obstante su vida disipada, tiene perfecta claridad de que no se trata de los fluidos corporales que son habituales para él y que son contingentes a sus placeres, no muy admirables por cierto. No, no, no. Sabe que hay algo que no cuadra. La seda de su pijama y la seda de sus sábanas, ostensiblemente bellas y de precios sobrenaturales, han sido manchadas por un líquido oscuro no exento de una sutil viscosidad. Por supuesto, lo ha comprendido sin aceptarlo del todo, porque la sangre intempestiva siempre se presenta con el pesar del espíritu. Intentando entender qué le pasa, pues el productor parece temer algo sobre sí mismo, mueve repentinamente las mantas y sábanas que lo cubren buscando una explicación. No será una explicación lo que encontrará.
Sobre su cama, la violencia se ha convertido en arquetipo. Lo que encuentra solo aumenta su escándalo, su histeria, su horror: la cabeza de su caballo favorito ha sido cortada y yace en su lujosa cama, recostada junto a él, ensangrentando su despertar. Se trata de la hermosa cabeza de Khartoum, su más valioso bien, cuyo nombre refiere a la zona profunda del centro de África donde el Nilo, mucho antes de los largos vericuetos que describe antes de llegar al Mediterráneo, entrega su vital aporte a los desiertos. Es la zona donde el Nilo “blanco” se une con el Nilo “azul” (uno proviene de Etiopía, el otro de Burundi).
El exótico y valioso caballo ha sido decapitado e inunda la mañana de su propietario, que grita desaforado. Pocos días antes había lucido su caballo ante el enviado de Vito Corleone, el abogado y consigliere debutante Tom Hagen, quien demostrando una aguda sensibilidad había comprendido que lo más importante para el empresario del cine era ese animal, comprado en seiscientos mil dólares según la película. Dado que la obra está ambientada en los años cuarenta, el valor del caballo es sideral, cerca de los diez millones de dólares de hoy en día.
El productor ha debido comprender que su capacidad de inferencia y comprensión de las palabras de Hagen había sido insuficiente y cede a los requerimientos, muy simples por lo demás, del líder de la mafia neoyorquina: debe incorporar como protagonista de su siguiente película a Johnny Fontane, el exitoso cantante a quien Woltz tanto odia y quien, al ingresar a la película, logrará revitalizar su carrera antes de que sea evidente que su voz ha caído en desgracia y que su vida licenciosa y sin rumbo ha cobrado su cuenta.
El productor, que se vanagloria de ser el asesor en asuntos de cine y propaganda de importantes autoridades del pujante imperio norteamericano, debe dejar de lado su odio por Fontane, el hombre que malogró a su amada y prometida, una actriz que el productor había construido y tallado con sus manos, en cuerpo y alma, para verla caer rendida a los pies del cantante, quien sobre ella hizo uso y abuso hasta dejarla denigrada y mustia en un costado del camino. Woltz no puede volver a estar con ella, ya no es la misma. Y él tampoco es el mismo. Llena sus días y placeres con oscuros contratos que le procuran acceso a pequeñas muchachas de la más tierna edad, vendidas por sus propias madres. El informe repugna a Vito Corleone: Woltz es un hombre con afinidades por la licencia sexual, un incontinente. Y es además un imbécil. Tiene un imperio que no se merece. De alguna manera el Padrino comprende que ya no se trata solamente de conseguir el papel de su ahijado Johnny. Ahora hay algo más.
La cabeza del caballo, desde que la película de Coppola la hiciera célebre, será un arquetipo de la amenaza radical, de la evidencia de que al frente hay alguien capaz de los más salvajes y atroces actos, es una carta sin palabras capaz de explicarlo todo. Es un símbolo que se desenrolla y configura un significado. La cabeza de caballo marca la fractura temporal de todo protagonista. La sangre pegada en su cama es la persecución de la desgracia, es la maldición, la garantía ineludible del mal. Es su propio y reluciente año cero. La cabeza del caballo representa el nacimiento de un Cristo que luego del parto sin dolor de María queda en claro que está muerto. Es el día cero del horror. Woltz lo comprende. Y grita.
La escena en la cama de Woltz es también un punto de anudación ficticio de una historia aparentemente cierta. Johnny Fontane, el meloso cantante ahijado de Vito Corleone, representa la figura de quien conocemos como ‘la voz’, Frank Sinatra, el prototipo de los crooner, el tipo de intérprete baladista de voz profunda que se acompaña de una orquesta o big band. El crooner es un subgénero que busca dar una versión pop a las obras de fuerza melódica y potencia emotiva típicas del bel canto en la ópera. Pues bien, la leyenda (con bastante evidencia histórica) da cuenta de una situación muy semejante a la que experimenta Fontane, pero en la piel de Sinatra.
El resumen puede ser ejecutivo. Frank Sinatra comienza su carrera con éxito, es un cantante de izquierda bien valorado en circuitos artísticos y bastante arriesgado: está ostensible y efusivamente a favor de la causa negra. Por esa razón, en plena época del macartismo Sinatra pasa a ser parte de la lista negra de los posibles comunistas. Por lo demás, en pleno imperio de MacArthur (la era más intensa fue 1950 a 1956) Sinatra es uno de los artistas relevantes que eleva la voz en contra de las persecuciones, que se habían hecho frecuentes en Hollywood. Otros actores, por el contrario, se suman a la caza de brujas: el más célebre de ellos, Ronald Reagan. Esta afinidad con la causa negra se desnuda en la novela de Puzo al situar a Fontane conversando amistosamente con su sirviente doméstico afroamericano, con quien sostiene una amistad sin las distancias habituales del propietario de la casa y el sirviente. Luego vemos a Fontane yendo a ver a su padrino, Vito Corleone, para pedir un favor. Esta vinculación con la mafia es cierta en Sinatra, quien es invitado por un amigo de infancia, cuñado de Al Capone, para cantar en una reunión de altos mandos de la mafia en Cuba, en el hotel La Habana, en 1947. Sinatra tendrá desde entonces una relación de confianza con el carismático Lucky Luciano, primer promotor de la llamada “Comisión”, esto es, la junta directiva, el directorio de las principales familias que, organizadas en conjunto, más allá de sus rencillas (o con ellas por dentro) generarán una acción coordinada para mantener su poder.
Luciano fue un genio político y es claramente uno de los nombres que Puzo convoca para construir el personaje de Vito Corleone. De hecho, Lucky Luciano llega a Nueva York casi a la misma edad en que Puzo y Coppola sitúan la llegada de Vito Andolini (Corleone) a la Gran Manzana. De todos modos, es indispensable aclararlo, Luciano no es Corleone, pues más bien tiene un estilo de negocio muchísimo más parecido al de su rival Sollozo, por el mercadeo ilícito de drogas y por pertenecer a un tipo no tradicionalista de mafioso. Esta distinción, entre mafiosos a la antigua y su versión moderna (los apodados “turcos”), es una clave para entender la época.
Lo cierto es que Sinatra se acercó a la mafia. Se habla de que tuvo algunos derechos de juego en Las Vegas, que en 1941 comenzaba a convertirse en la ciudad del juego. En la época de la persecución política Sinatra perdería estos derechos y su relación con la mafia habría sido también parte de la presión que recibía, con amenazas de juicio mediante. Durante todo ese proceso, su compromiso político no mermó, pues apoyó decididamente las campañas demócratas y fue muy cercano a Kennedy. Sin embargo, esa relación se habría roto cuando el presidente de Estados Unidos rechazara (luego de haber aceptado) quedarse en casa del cantante por los rumores de su proximidad con el crimen organizado. Hay otras versiones que hablan de su alejamiento del mundo más liberal o socialista por el creciente chantaje que supuestamente recibía. Sea cual sea la causa, desde 1970 Sinatra comienza a acercarse al mundo republicano, apoyando a Nixon y luego fuertemente a Reagan, con quien hizo una intensa campaña e incluso donó 4 millones de dólares de la época. Era un apoyo que él legitimaba porque decía haberse tornado muy conservador, aunque seguía siendo un gran defensor de la igualdad racial, donde había destacado hasta la radicalidad en su juventud. Coincidencia o no, la era republicana le propició mucho éxito y pasó del impacto musical y cinematográfico a ese sitial, tan distinto y metafísico, que es el mito.
¿Por qué recordar la historia de Fontane y sus paralelismos con Sinatra? Es muy simple. Nos permitirá comprender el hilo conductor, la fuerza primigenia, el espíritu de las cuatro obras de El Padrino (la novela y las tres películas). Es mi convicción que la clave del entronque Puzo-Coppola radica en el realismo. Y ese realismo no es solo artístico, es también político. La premisa central de esta obra es que la construcción de El Padrino como obra tiene un tercer autor, uno de hace quinientos años.
El Padrino es la continuación de El Príncipe de Maquiavelo, pero por otros medios. El opus llamado El Padrino es una obra sobre el poder, sobre su acumulación y sobre su administración. La forma que tiene es una tragedia griega; el estilo es el naturalismo.
La cabeza del caballo es la debilidad, es tu debilidad, la mía, la de Woltz. Significa que no sabes defender ni a tu mujer, malograda por Fontane; ni a tu caballo, muerto para la mayor gloria de Fontane. Pronto el cantante volverá al éxito, pronto se ganará el Óscar, pronto se convertirá él mismo en productor de cine con el dinero de su Padrino y con el apoyo de los sindicatos que le habían hecho la vida imposible. Esa es la vida de Woltz. Una porquería. Y todo porque declaró una guerra para la cual no tenía armas.
Estamos en el año 1901. A sus nueve años de edad, el pequeño Vito Andolini ya ha visto morir a su hermano y a su padre a manos de Ciccio, un hombre violento cuyas acciones atormentan al pueblo de Corleone, en Sicilia. El asesino sabe que Vito buscará venganza y querrá matarlo apenas pueda. Previendo la eventualidad de su futuro ataque, porque le resulta lógico que así sea, Ciccio decide matar a Vito siendo todavía un crío.
En estas circunstancias, las virtudes del niño se convierten en defectos: Vito demuestra habilidades físicas, Vito es un buen cazador de aves, Vito tiene carácter. No cabe duda para Ciccio: el jovencito debe morir tal y como murió su padre primero, tal y como lo hizo su hermano inmediatamente después (precisamente durante el funeral de su padre). Ambos, padre y hermano, Antonio y Paolo, confrontaron al mafioso. Ese fue su pecado.
La madre de Vito, cuyo nombre desconocemos, comprende que el mafioso matará al hijo que le queda y ha tomado la decisión de pedir clemencia a Ciccio. La mujer se acerca con Vito a sus espaldas y le pide que lo perdone. Esta escena es muy importante. La signora Andolini nada les ha hecho, Vito nada les ha hecho, más aún, Ciccio ha destruido su familia. Pero la madre y el hijo deben pedir clemencia. Su poder es tan reducido que deben pedir perdón no por algo que han hecho, sino por lo que no han hecho, por el daño que han recibido, por ser un peligro hipotético al poder vigente. Deben pedir perdón. Si no lo hacen, morirán. Y si lo hacen, también. La genial narración de la debilidad se consolida con la escena donde el requerimiento de clemencia no es aceptado. Ciccio es enfático: el niño debe morir. Se lo dice a la madre, lo dice en presencia del hijo. Ella, desesperada, juega su última carta, intenta matarlo abordándolo con un cuchillo y Ciccio la asesina. Vito ha visto morir a su padre, a su hermano y a su madre en cosa de días.
Antes de morir, mientras trata de asesinar (o hacer perder tiempo) al mafioso que destruyó su vida, la madre le pide al pequeño que huya. Vito correrá hasta el puerto y comenzará su aventura, viajando en solitario a Nueva York. Perseguido siendo un niño de nueve años, Vito se embarca solo a Estados Unidos, a vivir el hambre y la miseria en un barrio de italianos pobres. El niño conquistará el sueño americano gracias a su artístico desprecio de la ley, pero esta historia de infancia lo acompañará toda su vida.
Cuatro décadas más tarde, en la clínica donde se encuentra recuperándose del intento de asesinato cursado por su rival Sollozzo, Vito recibirá la visita de su hijo Michael. De inmediato, el joven se da cuenta de que está todo listo para terminar la tarea iniciada por Ciccio: no hay protección, todos los soldados de la familia están fuera y su padre yace solo con una sola enfermera de turno. Vito tiene en ese instante 53 años y está al borde de la muerte. Hasta allí el joven ha ido, contra la voluntad de su padre, a pelear por Estados Unidos a la guerra. Hasta ahí Michael es un norteamericano más, un abogado que prefiere ir con el uniforme militar al matrimonio de su hermana y que se niega a salir en la foto de la familia, arruinando el momento. Pero algo cambia cuando Michael se acerca a su padre en la clínica y lo ve en peligro. Es la iniciación espiritual del hijo en la mafia.
Michael convence a la enfermera y decide sacar a su padre de ese cuarto, minutos antes de que lleguen los asesinos, para esconderlo en otro sitio. Y para aclarar a su padre las razones de tanto jaleo, se acerca a su oído y le explica: “—Soy Mike. No temas. Ahora escucha: no hagas menor ruido ni digas nada, sobre todo si alguien pronuncia tu nombre. Quieren matarte, ¿comprendes? Pero no te preocupes; yo estoy aquí”1 .
En este punto el relato de Puzo es estremecedor. El padre mira al hijo con una calma capaz de iluminar el mundo, con la mirada del padre que puede tranquilizar a su hijo en medio de cualquier batalla. Con sus ojos le señala que no hay problema, que Don Corleone no podría sentirse amenazado en ese escenario. ¿Por qué debería tener miedo alguien a quien han querido matar desde su más tierna infancia? Ese gesto de Marlon Brando interpretando a Vito marca el espíritu de la obra. No es la forma convexa la que construye la película, no es el grito imponente del líder. Vito Corleone es silencio, es la profunda paz de las armas en movimiento. Vito Corleone está inmóvil y el mundo gira. Como el dios medieval, Vito tiene su centro en todas partes y su circunferencia en ninguna.
Vito Corleone es el motor inmóvil de la obra El Padrino. El concepto de motor inmóvil es aristotélico y tiene una gran tradición tanto en la teoría de la causalidad como en la metafísica. Por asociación se usa a veces en las referencias críticas a obras tratadas literariamente (para fines literarios o para otros fines, como ópera o cine). En esos casos se hace alusión al planteamiento de una obra que gira en torno a un personaje sin necesidad de que este tenga presencia permanente o incluso sin que tenga ninguna presencia. El clásico tema del personaje secuestrado o desaparecido que vierte toda la narración en su órbita.
En el caso de El Padrino esta situación se da con claridad. La obra gira sobre la sabiduría esencial de Don Corleone, sobre su imperio, sobre su historia. Pero de las extensas horas de duración de las películas, Vito Corleone solo está frente a nosotros en tanto jefe imperial alrededor de una hora, de las más de doce que constituyen la trilogía. Es cierto que en la segunda película hay largos pasajes que recrean su origen. En ese proceso la historia más bien se concentra en las peripecias de Vito, en el acontecer de su vida, en su ascenso, en la historia infantil, en el dolor en Sicilia, en la conquista de Nueva York, en la venganza final matando a Ciccio. Pero de ninguna manera podemos decir que esa aparición se relaciona con lo central de la obra: la sabiduría del maestro que busca denodadamente quién será el depositario de su sagacidad, encontrándolo finalmente en una persona inesperada: Mike, su hijo rebelde.