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Vélez Upegui, Mauricio

El horizonte de los vestigios (Reflexiones sobre la praxis investigativa) / Mauricio Vélez
Upegui. – Medellín: Editorial EAFIT, 2020

202 p.; 24 cm. -- (Colección Académica)

ISBN: 978-958-720-646-3

ISBN: 978-958-720-647-0 (versión EPUB)

1. Lenguaje y lenguas - Filosofía. I. Tít. II. Serie

121.68 cd 23 ed.

V436

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

El horizonte de los vestigios

(Reflexiones sobre la praxis investigativa)

Primera edición: julio de 2020

©  Mauricio Vélez Upegui

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9359-7429

©  Editorial EAFIT

Carrera 49 No. 7 sur - 50

Tel.: 261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-646-3

ISBN: 978-958-720-647-0 (versión EPUB)

DOI: https://doi.org/10.17230/9789587206463lr0

Edición: Marcel René Gutiérrez

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Imagen de carátula: Fantasía arquitectónica (1760). Charles-Louis Clerisseau, Francia (1721-1820).

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158 emitida el 13 de febrero de 2018

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Presentación

Desde el primer sorbo de lectura llama la atención el ejercicio de pedagógica explicitación que se realiza en estas páginas. Para decirlo con mayor énfasis, tenemos ante los ojos un festín del modus expresandi que no deja piedra, huella o rasgo de lo advertido en el camino sin examinarlo cuidadosamente antes de guardarlo en el morral como un presupuesto sobre el que se podrá volver más adelante como algo ya visto y aprendido, para reafirmar inferencias, hacer cotejos y adelantar conclusiones. A esto llamo “explicitación”: un recurso expositivo que hace fértil la valoración de todo lo nombrado, porque considera importante que se preste atención a todos los elementos que participan de un proceso, así como a todas las variables que se presentan cada que se da un paso en dicho proceso. Hay en la explicitación que se practica en las páginas de este libro un vínculo estrecho con su objeto mismo, que es la investigación, la búsqueda de conocimiento, la pregunta por las cosas y los fenómenos. La advertencia no puede ser otra distinta a un llamado de atención para que quien investiga esté atento, observe con cuidado, tenga tacto y reconozca con claridad la relevancia que tiene cada instancia de la investigación. Pero lo que llamo “advertencia” no se plantea aquí como un tipo de discurso con el que se trazan normas de conducta, o se crean alarmas sobre lo que no se debe hacer en absoluto, sino como una invitación implícita que, en la medida en que se toma conciencia de ella, va dando forma al perfil mismo del investigador.

Este primer comentario, sobre el que volveré más adelante, no consigue resumir el propósito que ha movido a Mauricio Vélez Upegui a deliberar sobre los modos de aproximación al conocimiento y a partir de allí ilustrar a los lectores. De manera conjugada dos corrientes paralelas (que no alternas) se mueven aquí hasta alcanzar una forma que podemos nombrar como “la ruta humanística y la ruta científica del conocimiento”. Por lo primero, se van entrelazando las razones por las cuales ha sido, desde la Antigüedad clásica, un asunto de inmensa trascendencia para los seres humanos conocer y, paralelamente, conocerse a ellos mismos. La definición como zoon politikón (o “animal político”, “animal racional”) está en la base de los desafíos que representa el conocimiento para “la ruta humanística” (o para la elevación de la estatura humana en virtud del conocimiento en general y de su propio conocimiento). A esta primera corriente se le suma la que podemos calificar como la más caudalosa, “la ruta científica del conocimiento” que, en gran medida, aporta a la exposición una estructura que puede vislumbrarse como el holograma de un proyecto de investigación con todos los ítems perfectamente definidos y desarrollados. El entramado de estas dos rutas da como resultado la formación, es decir, la identificación del sentido de la experiencia humana del conocimiento en función del ejercicio mismo de la investigación tal como lo ilustran las ciencias humanas y las ciencias positivas. Resumiendo, el lector no tendrá más que leer con atención lo que, ya lo dijimos, de modo explicitado le será presentado (nada diferente a tomar asiento en un tren y hacer un largo e interesante recorrido observando cuanto se va poniendo de manifiesto ante su mirada). Pero no vayamos tan rápido, porque aún se pueden señalar otros aspectos que hacen de este libro una pieza valiosa de teoría y práctica del conocimiento.

No deja de llamar la atención que en los procesos de reconocimiento de la realidad que se realizan habitualmente es el fenómeno contrario el que se impone: la no explicitación. Como lo señala el fenomenólogo colombiano Daniel Herrera Restrepo, tenemos en frente nuestro el horizonte no explicitado del mundo de la vida;1 esto significa que dadas las facultades del lenguaje, la inteligencia, la sensibilidad y la sociabilidad, es mucho lo que tenemos como pre-dado para afrontar la experiencia de desenvolvernos en el mundo. Si fuera necesario que una voz exterior nos explicara qué es cada cosa y nos fuera indicando cómo movernos, cómo distinguir, cómo conocer, la experiencia de lo cotidiano sería tan ardua y tan difícil que nos derrotaría el mero ofrecimiento de las cosas. A cambio de esto estamos en el mundo como en una situación de diálogo permanente con las cosas porque, en términos generales, sabemos claramente qué son, por qué y para qué están en nuestro horizonte de conocimiento. Sin embargo, para que no se confundan unos asuntos con otros, lo que trae entre manos la exposición de Vélez Upegui en las páginas que vienen a continuación es, enfáticamente, la investigación, es decir, la descripción de ese momento en el que nos detenemos a preguntar ¿qué es esto?, ¿por qué es de tal o tal manera?, ¿cómo ha llegado a ser lo que es?, ¿qué implicaciones tiene su estatus y su presencia frente a otros fenómenos que le son concomitantes?, en fin, ¿cómo llegar a saber todo esto y mucho más? Lo que queda advertido en este estado de cosas es que ingresar en las dinámicas de la investigación reclama otras acciones que no se pueden pasar por alto, como analizar, describir, deliberar, estimar, cotejar, demostrar, argumentar, interpretar, etc.; en otras palabras: conseguir comprender la relación que guardan con determinado fenómeno la inmensa variedad de asuntos que se ofrecen a la consideración de un observador reflexivo. Ninguno de estos pasos, puede decirse, se da de golpe, como resultado de agudas intuiciones o de manifestaciones del instinto racional o, tanto menos, como iluminación o mensaje que se recibe de fuentes externas al proceso mismo de observación y valoración de los fenómenos. Y al no darse de esta manera, lo que se recalcará es que todo ello guarda relación con la puesta en ejercicio de cuantos métodos se consideren pertinentes para progresar en la búsqueda hasta alcanzar el conocimiento. Finalmente, lo que se consigue atenuar es la fuerza de las suposiciones, hasta el punto de conseguir distinguir con claridad lo que resulta relevante en cada etapa de la investigación, sabiendo por qué se toman en consideración determinadas variables y no otras. Todo ello cobra como resultado, justamente, dejar el rastro (o trazar el camino) de lo que se ha hecho de manera consciente y rigurosa.

Los tiempos de lanzar hipótesis al azar quedan superados por el detalle que aquí se impone de distinguir con objetividad qué es o qué no es, qué puede ser o no ser un problema de investigación, cómo se formulan las preguntas en torno a ese problema, a partir de qué momento se puede proceder a plantear una o varias hipótesis, qué pasos se deben seguir para validarlas o invalidarlas, de qué se puede valer un investigador para aducir una prueba, y lo que es no menos importante, para conseguir sustentarla; en fin, cómo dar cuenta del proceso en su totalidad y cómo argumentar sobre lo advertido en la investigación y sobre las conclusiones a las que se llega, sin incurrir en falacias ni en prejuicios. Adicionalmente, en razón de qué inferir algo más que pueda dar lugar a nuevas rutas de investigación. En letra menuda, pero invitando a una amena lectura, este libro ingresa en el detalle y realiza amplificaciones de todo esto y mucho más, al punto que se le puede tomar con plena seguridad como un manual de investigación que bien podría tener como subtítulo la conocida expresión de Jean-Paul Sartre: “Cuestión de método”.

Los móviles y el asunto mismo de la investigación han sido tema recurrente en los oficios académicos, lo que no significa que resulte innecesario un título más, porque cada autor se propone sus propios desafíos y alcanza sus propias metas. Una comprobación de esta observación –tomando en cuenta el panorama de las publicaciones de estas características hechas en Colombia– es el Tratado de epistemología (2003), de Germán Vargas Guillén; allí, como lo reza su subtítulo, la exposición se concentró en la fenomenología de la ciencia, la tecnología y la investigación social. Tanto en el trabajo de Vargas Guillén, como en este de Vélez Upegui no hay, como tal, una fórmula asertiva para que se siga de manera infalible, esperando cobrar como resultado una verdad absoluta sobre lo que demanda y significa investigar, sino, por el contrario, una recurrida valoración del método que, de manera particular, cobra sus propios resultados en el emprendimiento de cada investigador.

En lo que compete a este libro en particular, aunque el hilo de la exposición se realiza de modo continuo, delimitado apenas por numerales, sin mayores indicaciones como partes, capítulos o subcapítulos, es evidente que la progresión avanza de lo que se puede nombrar como el qué de la investigación (en el que queda recogida la integridad de lo que conocemos como un proyecto de investigación, con su respectiva delimitación del campo o disciplina, la identificación del problema, la formulación de los objetivos para asediar dicho problema, el marco teórico que reclama como fundamentación y el estado de la cuestión –o estado del arte–, según se recoge de investigaciones similares) a lo que se nombraría como el cómo de la investigación (que guarda relación con la práctica misma, la cuestión del método y los pasos que este reclama para conseguir avanzar). De tal manera, los lectores tienen ante sí la prosa regia de un excelente expositor que no dejará cabos sueltos, que involucrará en su recorrido los criterios teóricos que considera fundamentales, principalmente los que tienen que ver, de un lado, con la filosofía de la ciencia, donde apela a las precisiones de autores como Karl Popper, Paul Feyerabend y Mario Bunge, entre otros; mientras que del lado de la hermenéutica toma referencia de las disquisiciones de autores como Hans-Georg Gadamer, Paul Ricoeur, Jean Grondin y muchos más. No obstante, adicional a lo anterior, queda claro a cada momento que el campo de la investigación se encuentra en permanente construcción, como lo puede revelar una mirada panorámica a la historia de la ciencia en general.

Los oficios de Mauricio Vélez Upegui como académico, pedagogo e investigador son suficiente garantía para ingresar con confianza en el ofrecimiento de la lectura. Son suyos, entre otros, los siguientes títulos: La casa de Dionisio. Un estudio sobre el espacio escénico en la Atenas clásica (2015); Dar acogida. El motivo de la hospitalidad en la Telemaquia de Homero (2011); El pórtico de Jenófanes. O sobre la educación (2006); Los desdoblamientos de la palabra. Variaciones en torno al diálogo (2005); Novelas y no-velaciones. Ensayos sobre algunos textos narrativos colombianos (1999), todos ellos del sello editorial de la Universidad EAFIT.

Antes de dar espacio a los lectores, destinaré unas líneas para reflexionar sobre el título que hoy se nos presenta: El horizonte de los vestigios. Reflexiones sobre la praxis investigativa; título que hace eco a una publicación anterior de Vélez Upegui sobre la razón suficiente de la investigación, titulado: “La devoción de lo ignorado (breve escrito sobre la investigación en humanidades)”. Se vislumbraban allí las tensiones de un inmenso desafío de reflexión, discusión y exposición sobre los asuntos relacionados con la investigación. Pero llegados a este horizonte de los vestigios, encontramos aquí un título igualmente hermético, que logra como el anterior poner a prueba las dotes sugestivas de la palabra en el marco de lo que podría llamarse una “hermenéutica atractiva”. Efectivamente, al nombrar el “horizonte” se está mirando a lo profundo, hacia lo que se presume contenido en frente del observador; mientras que en los “vestigios” queda involucrada la política del signo o los potenciales significados de todo cuanto se observa, ya sean estas formas perfectas o parcialmente definidas. Ahora bien, contrario al afán descriptivo de los títulos de artículos y libros de otros autores sobre asuntos relacionados con la investigación, lo que motiva y atrae de este tránsito que Vélez Upegui ha dado a su pensamiento, yendo de la “devoción de lo ignorado” al “horizonte de los vestigios”, es que, en contravía de lo que hemos resaltado como las virtudes de la explicitación, algo críptico se esconde aquí. No se trata de un título programa que deje dicho de qué va la cuestión, sino de una mera alusión, una sugerencia, un susurro que advierte acerca de algo que bien puede aludir a la conocida declaración socrática sobre la docta ignorancia; de igual manera puede conjugar diferentes actitudes frente al saber: la hermenéutica, la mística, la científica, la consuetudinaria; como puede sembrar la inquietud acerca del ser mismo, consciente y racional humano, que se entrega complacido a la indagación de todo aquello que desconoce.

Juan Manuel Cuartas Restrepo
Profesor investigador, Universidad EAFIT

Ninguna cosa nace de la nada

Lucrecio, De rerum natura

… de manera que no se debería
jamás acostumbrar a la gente a dormir
día y noche en el ataúd de
un conjunto concreto de ideas

Feyerabend, Diálogo sobre el método

Como habrían dicho
los antiguos griegos: sólo los dioses
pueden conocer; nosotros
los mortales, sólo opinar y conjeturar

Popper, Un mundo de propensiones

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Aptitud rara, y por eso mismo admirable, la de aquel que, en el marco de un acto académico –clase magistral, conferencia o seminario–, y sin disponer de un texto a la mano ni de ayuda audiovisual alguna como las que ahora se usan, atrae al hablar la atención de un auditorio expectante y le produce a este, a causa del decir substancioso, la impresión de estar oyendo una reflexión preparada con anterioridad. Diríase que, en el proceso de pensar y comunicar lo pensado, es una muestra palmaria de culta y ordenada repentización, cuyo arte en nada se parece a la experiencia, tenida por muchos en una situación semejante, de “perder el hilo”. A juzgar por la biografía escrita por Grondin, Gadamer gozaba de semejante talento (2000, p. 275). En una de esas apariciones en público, recogida por escrito en el segundo tomo de su obra Verdad y método y titulada “Hombre y lenguaje”, el pensador alemán se hace esta pregunta, no menos enigmática que radical: “¿Qué es, pues, lo suyo” [del lenguaje]? Puesto en contexto, el predicado de la interrogación hace referencia a aquello que el lenguaje, en tanto atributo distintivo del ser humano, tiene de particular o, mejor, de esencial. Pero antes de ofrecer una respuesta, Gadamer repasa los apartados iniciales del libro I de la Política de Aristóteles, extrae la línea en la que el Estagirita define al hombre como zoon politikón o “animal político” y, sin demorarse en una ardua lección de índole filológica (¿qué consecuencias semánticas trae el hecho de que la frase griega haya sido traducida al latín en términos de animal rationale?), da a conocer algunas de las implicaciones –éticas y políticas, especialmente– contenidas en la célebre afirmación aristotélica. Que, entre todos los seres vivos, el hombre sea poseedor de logos, entendido no solo como “razón” o “pensamiento” sino también como “lenguaje”, significa que está capacitado para rebasar –así sea con ayuda de la imaginación– las coacciones y urgencias impuestas por el presente (esa solícita atención que a menudo ponemos en las cosas que conforman y regulan nuestra más apremiante cotidianidad), y, sobre todo, para comunicar las ideas, opiniones o creencias que comparte con los demás congéneres e, incluso, para “pensar lo común, tener conceptos comunes, sobre todo aquellos conceptos que posibilitan la vida de los hombres sin asesinatos ni homicidios, en forma de vida social, de una constitución política, de una vida económica articulada en la división del trabajo” (Gadamer, 1994, p. 145).

Si, antes de ofrecer una respuesta a la pregunta arriba citada, Gadamer retorna a una antigua fuente griega es porque, a su juicio, Occidente, en lugar de seguir la senda abierta por Aristóteles, esto es, el pensar teorético, inherente a los saberes que se buscan por sí mismos, y no por alguna otra finalidad práctica o placentera que sirva de justificación a aquellos, toma el camino trazado por la teología, en el marco de unas circunstancias sociales hostiles a cualquier forma de especulación trascendente. En efecto, Gadamer deja entrever su sospecha de que en la idea aristotélica conforme a la cual el hombre se yergue como precursor y agente del quehacer político merced a la tenencia y uso del lenguaje cabe leer tanto un argumento a favor de esta valiosa invención cultural, propia por lo demás de seres que han comprendido que el ámbito físico-espiritual de la ciudad-Estado supera con creces cualquier otra forma de asociación o comunidad –llámese familia, aldea, tribu o confederación tribal–, puesto que en él se dan las condiciones necesarias y suficientes para alcanzar ese bien supremo denominado felicidad (Aristóteles, Política, I, 252a, 1-9), cuanto una muestra ostensible del modo de proceder filosófico que reconoce en la pregunta por la esencia de las cosas –aquello que no puede ser enajenado– el más idóneo recurso para alcanzar cierta clase de conocimiento (la clase de conocimiento que se consigue acudiendo al pleno ejercicio de la razón).

Ahondar en el señalamiento de Aristóteles de que todo lo humano ha de hacerse pasar por el tamiz del lenguaje, previa clarificación racional de su esencia, es la línea de reflexión que, subraya Gadamer, pudo haber retomado Occidente para fecundar el ámbito de los –entonces tempranos y escasos– estudios sobre el logos. Con todo, razones de índole histórica, apenas aludidas por el pensador alemán, darán al traste con semejante expectativa. Condensando en exceso un lapso sustancial de la Antigüedad grecorromana, y limitando la síntesis al terreno de la religión y las ideas, acotemos que los siglos que suceden a la toma de la ciudad de Corinto en el año 146 a. C, fecha en la cual Grecia pasa a convertirse en una provincia romana (Pausanias, Descripción de Grecia, VII; Duncan, 2018, p. 41), y por ende a depender administrativamente de una república en trance de volverse potencia del Mediterráneo, constituyen un largo y conflictivo período marcado a partes iguales por la pervivencia cultual del viejo paganismo y las raudas manifestaciones del naciente cristianismo. Así, en los albores del régimen imperial, Roma se yergue en un palpitante centro de civilización urbana donde, entre innumerables aspectos adicionales, coexisten, bajo tensas relaciones de clase y gobierno (Veyne, 2010, pp. 31-35), multitud de gentes que ostentan idearios políticos discrepantes (no siempre ventilados públicamente de una manera apacible –Campbell, 2013, pp. 255 y ss.–), procedencias y costumbres étnicas diferentes (cuya diversidad cultural es resultado de la conquista y anexión de nuevos territorios por parte del Estado –Baker, 2011, pp. 165 y ss.–), y creencias y prácticas religiosas dispares (inveteradas algunas y de reciente data otras –Johnson, 2017, pp. 15 y ss.–).

Plagados de sucesiones de gobierno envueltas en escándalos y asesinatos familiares, suntuosas y extravagantes fiestas cortesanas, masivos espectáculos circenses de gladiadores y fieras salvajes, obras arquitectónicas y de ingeniería monumentales y campañas militares de control y expansión territorial, los dos primeros siglos del Imperio romano son también una coyuntura de efervescencia religiosa. Junto a la religión tradicional, en principio de naturaleza animista y después dotada de figuras antropomórficas para representar las potencias providenciales de los dioses, otras formas de concebir lo divino, producto del contacto de Roma con distintas razas y culturas, moldean el ámbito religioso imperial. Pero, contrario a lo que podría esperarse, la ciudad se muestra tolerante y flexible con las religiones extranjeras. La libertad de cultos que se garantiza a los miles de individuos que moran en la ciudad en calidad de ciudadanos o de simples residentes y en las decenas de provincias conquistadas, sean de filiación etrusca, hispana, gala, africana, britana, siria o judaica, representa una política de Estado y, por ende, constituye un eficaz instrumento para demostrar que un conquistador militar, provisto de autoridad, formación castrense, un ejército disciplinado y cierta dosis de fortuna bélica, puede asegurarse la conversión de un adversario bárbaro en amigo y, por qué no, en un romano (Barrow, 2010, p. 14). Mientras el fervor de los practicantes no confluya en estallidos de fanatismo o no desemboque en proclamas nacionalistas que alteren la seguridad y subsistencia del ordenamiento político y social del Estado, Roma permite abiertamente el cultivo de lo sagrado, pues ella misma, en palabras de Polibio, no olvida que debe buena parte de su prestigio, genius y poder a un sentimiento de devoción irrestricta en sus dioses (Historias, VI, 56, 8).

Si durante décadas la comunidad hierosolimitana asentada en Roma goza de una relativa tranquilidad, interrumpida a veces por luchas esporádicas entre facciones rivales, es porque la ciudad delega en el Consejo Judío, y en el Sumo Sacerdote, el cuidado y dominio de sus naturales. En compensación por ello, y por permitir que los judíos acuñen su propia moneda y que los varones adultos sean eximidos de prestar servicio militar en las legiones, dicho órgano de gobierno se compromete a pagar un impuesto al Estado y a mantener la paz entre sus fieles (Barrow, 2010, p. 180). Quizás por ser un grupo minoritario, dedicado a las labores del comercio y a la observancia de su fe (una fe que, debido a la dispensa religiosa imperante, anuncia sin temor el advenimiento de un redentor que habrá de instaurar un reino espiritual en la tierra), las autoridades romanas y en general la población plebeya se desentienden de él y lo contemplan con ponderada atención. En Jerusalem, en cambio, la situación entre judíos y cristianos, la secta que se proclama adepta a las enseñanzas de Jesús o “Cristo o Cresto” (Suetonio, Vida de los doce césares, V, 25, 4), no es nada apacible, pues los seguidores de una y otra religión, trenzados en disputas interminables, no logran llegar a acuerdos exegéticos sobre el sentido de las Escrituras y menos se disponen a negociar una ocupación compartida del territorio. Huyendo del rechazo y la persecución de los judíos, decenas de cristianos marchan al exilio. En Roma, adonde llegan algunos, empiezan a concertar reuniones secretas con las clases más humildes para dar a conocer la noticia (el evangelio) del nuevo credo, un hecho que no tarda en ensanchar su influencia entre esclavos, legionarios y damas del patriciado, entre otros habitantes. La cauta atención prestada por los romanos a los judíos se concentra ahora en los cristianos, dado el revuelo que poco a poco suscitan sus costumbres y creencias. Pero es en las fronteras orientales donde se recoge una primera noticia documentada de los cristianos a manos de un abogado, científico y escritor romano.

Las cartas que Plinio el Joven dirige a Trajano desde la provincia de Bitinia (cerca de la actual Izmit, en Turquía), a donde es enviado –en el año 111 d. C.– por el emperador para poner orden en una región proclive a los descalabros económicos, la evasión de los tributos y las anomalías sociales, dejan traslucir la vacilación, primero, y el furor, después, que los cristianos despiertan en el neófito gobernador. ¿Qué origina en Plinio tales estados emocionales? ¿Acaso los rumores que acusan a los cristianos de maldecir la institución del matrimonio, ensalzar la pobreza, descuidar la higiene personal, abjurar de las diversiones, practicar el ayuno, abominar de las habladurías, evitar la fruición sexual o todo atisbo de intemperancia placentera –cf. Pablo, Rom, 1: 24–? ¿Quizás considera que tal rigorismo ascético, aunado a la despreocupación que ellos manifiestan por los asuntos públicos (res publica) choca contra el estilo de vida romano, una de cuyas virtudes supremas, y más, de sus mores maiorum (las costumbres de los antepasados), es el amor a la patria, evocada y defendida por no pocos escritores? (Cicerón, Disputas tusculanas, V, 37, 108; Horacio, Odas, III, 2, 13; Séneca, Epístolas, 66, 26). No lo sabemos. Pero una de las cartas, hoy conocida como 10.96, da un ligero indicio de lo que lo alarma y enfada: la contumacia, o, en términos de Nixey, “el patente desaire a su autoridad” (2019, p. 99). En los mensajes que hace llegar a Trajano le hace saber que, por más que intenta tratarlos con deferencia, aunque sin demostrarles demasiados miramientos, no consigue persuadirlos de que expresen francamente su lealtad (fidus) a Roma. ¿Es este desdén para con un magistrado, y, por extensión, para con el emperador, lo que hizo que, en el año 64 d. C., Nerón eligiera a los cristianos como chivos expiatorios para identificar un culpable del Gran Incendio de Roma y desviar así la atención de las imputaciones que recaían sobre él? La cuestión, entre los historiadores, permanece abierta (cf. Dando-Collins, 2010, pp. 86 y ss.).

Unos cincuenta años después de la muerte de Nerón, Tácito (Cayo Cornelio), perteneciente a la clase de los equites –caballeros–, y luego de desempeñar el cargo de procurador de la Galia belga, comienza a escribir los Anales del Imperio romano. Prolija en nombres de personajes, topónimos, eventos, batallas, referencias temporales y demás componentes de una narración histórica, y redactada en una prosa apretada que no da respiro al lector, la obra no pierde ocasión de salpicar los hechos que describe con comentarios de índole moralizante (en ocasiones de tinte condenatorio) y contenido proaristocrático. En general, el blanco de sus ataques lo conforma la dinastía Julio-Claudia, a la mayoría de cuyos miembros endilga la responsabilidad de la decadencia de la antigua dignidad romana, representada por la venerable clase senatorial. Pero, en igual medida, no olvida dirigir sus diatribas, bien es verdad que sin abundar en argumentos y cuidando de no explayarse en detalles insustanciales, contra un grupo de advenedizos caracterizado por intentar introducir en Roma lo que, a juicio suyo, no es más que otra impostura religiosa. ¿Por ventura son las férreas creencias de los cristianos, “esos hombres aborrecidos del vulgo por sus excesos” (Anales, XV, 44), lo que lleva al historiador a calificar esta religión como una “perniciosa superstición” (exitiabilis superstitio) que, pese a los vergonzosos actos que se le atribuyen, reverdece por igual en Judea y en todas partes? En la escueta alusión de Tácito a los cristianos, ¿subyace una exaltada postura racionalista, la misma que será adoptada décadas más tarde por intelectuales griegos como Celso (Orígenes, Contra Celso, I, 50), Porfirio (Agustín, Carta 104.2.7) o Luciano (Whitemarch, 2015, p. 221), en virtud de la cual se niega a aceptar las ideas de la resurrección de la carne, la redención de los pecados o el tránsito a un ulterior ámbito celestial divulgadas por los predicadores cristianos? Es difícil casarse con una respuesta. Sea como fuere, antes que mejorar, la situación de los cristianos tenderá a empeorar a lo largo del siglo III d. C. De las tres fases de persecución imperial a los seguidores de Cristo, bajo los gobiernos de Decio, Valeriano y Diocleciano, la última es la más brutal, pues comporta la quema de textos sagrados, tortura y ejecución de fieles y destrucción completa de iglesias (Nixey, 2019, p. 84).

A partir de 312-313 d. C., fecha en que el emperador Constantino implanta el cristianismo como religión oficial del Imperio, las antiguas libertades atingentes a la fe comienzan a deteriorarse, a despecho de una de las grandes promesas consignadas en el Edicto de Milán (“Todo hombre puede tener completa tolerancia en la práctica de cualquier devoción que haya escogido” –cf. Drake, 2014, pp. 63-78–). El número de creyentes cristianos aumenta, bien porque muchos encuentran en la doctrina recién adoptada un inédito remanso de paz y compasión, bien porque otros son obligados a convertirse, so pena de padecer expoliaciones o castigos, bien porque algunos más, evocando antiguas historias de persecuciones, pretenden hacer del martirio una puerta de entrada al Cielo (Moss, 2013, p. 35 y ss.); las diputas teológicas entre apologetas y gentiles se tornan violentas, por no decir sanguinarias, independientemente de las técnicas utilizadas para someter a interpretación los textos que son materia de lectura y estudio (San Agustín, La ciudad de Dios, 4, 27); prospera, en ciudades como Alejandría y Antioquía, el estilo de vida monacal, caracterizado por el aislamiento más absoluto, una dieta frugal basada en agua, pan y unas cuantas hierbas, la mortificación corporal y días, meses y años consagrados a la oración continua (Nixey, 2019, p. 203 y ss.); la literatura de la época abunda en especies discursivas –homilías, sermones, epístolas– que tienen el propósito de guiar la conducta individual de los hombres y mujeres necesitados de acompañamiento espiritual (Jaeger, 2001, p. 17); y, por contera, los padres de la primera Iglesia dedican sus fuerzas a una intensa labor de adoctrinamiento, haciendo notar que los cristianos, a diferencia de los seguidores de otras prácticas religiosas, están salvados ya por el simple hecho de abrazar la fe en Cristo, y que abjurar de las demás deidades debe ser considerado un acto de bienaventurada piedad antes que uno de infame herejía (Gibbon, 2017, pp. 471 y ss.).

Al tiempo que los cientos de adeptos a la convicción cristina dirigen sus ataques contra los objetos y lugares de culto romanos (imágenes, estatuas, íconos, montes, templos, altares campestres, etc.) y maldicen, con invectivas e insultos apocalípticos a quienes, al mostrarse indecisos, pusilánimes, melancólicos, infieles o depositarios de cualquier indicio de inmoralidad, no se unen a su propia congregación (respecto de la cual proclaman que es la única verdadera), van desplegando un odio progresivo, entintado de dogmatismo, hacia toda actitud, sentimiento, juicio o expresión verbal individual o colectiva que deje traslucir, ante sus ojos y oídos febriles, una auténtica vocación filosófica.

Finalizado el siglo V d. C., y en los albores del siguiente, dicho odio se materializa en innumerables movimientos de masas, instigados por los obispos de las iglesias más relevantes, cuyo unánime objetivo consiste en acabar con las escuelas de pensamiento y, en particular, con los centros de enseñanza que durante más de mil años se han gestado y consolidado en tierra ateniense. Ni siquiera el neoplatonismo se libra de los anatemas. El motivo es uno y claro: lo que semejantes círculos de pensamiento enseñan –sea por mediación de Platón, Aristóteles, Demócrito, Plotino o algunos de sus llamados discípulos– hace vacilar, si no es que contradice, muchos de los principios declarados por la doctrina cristiana. Aceptar, por ejemplo, la aserción teórica de que el universo no es otra cosa que el resultado de la colisión de un complejo de partículas invisibles (átomos), perfectamente sólidas, indestructibles y eternas, con estructura y disposición espacial propias, cuya espontánea combinación produce la totalidad de los seres que vemos a diario moviéndose en diferentes direcciones (Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, I, 485 y ss.), equivaldría a dejar sin fundamento la creencia en un creador omnipotente. De admitirse, en la misma medida, la idea filosófica de que la dinámica natural del mundo obedece a ciclos regulares que se alternan entre sí conforme a un orden basado en pares de opuestos (noche y día, verano e invierno, limitado e ilimitado, etc.), dejaría de tener sentido el dogma de la voluntad divina (Nixey, 2019, p. 236). Y, en fin, conjeturar, con una vehemencia exenta de escepticismo, que el alma de los seres vivientes es inmortal y, por tanto, que ella es inmune a cualquier enjuiciamiento moral, echaría por tierra la esperanza escatológica en el Juicio Final.

La situación llega a su punto más crítico cuando, por orden de Justiniano, se emiten una serie de ordenanzas tendientes a prevenir nuevos brotes de instrucción pagana. Una norma en particular, hoy conocida como Ley 1.11.10.2, y emanada del emperador mismo, declara lo siguiente: “Prohibimos que enseñen ninguna doctrina aquellos que se encuentran afectados por la locura de los impíos paganos [de modo que no puedan corromper las almas de los discípulos]” (Cod. Just, citado por Nixey, 2019, p. 232). Es esta ley la que conduce al cierre de la Academia platónica, en el 529 d. C., y la que, durante siglos, causa que el carro de la filosofía se vea forzado a detener su marcha.

Habrá que esperar hasta la llegada de la Ilustración, puntualiza Gadamer, para que, tras deponerse las trabas y censuras esgrimidas por ciertas corrientes dogmáticas del cristianismo primitivo, las cuestiones aún en vilo relacionadas con el lenguaje (logos), algunas de las cuales ya habían sido mencionadas, aunque todavía sin contar con una explicación plausible, en ciertos relatos del Antiguo Testamento –la orden impartida por Dios al hombre para que impusiera nombre a cada cosa (Gn, 2: 18-20) o la edificación de la torre de Babel (Gn, 11: 1-9)–, reclamaran el esfuerzo de no pocos estudiosos, entre ellos Rousseau, Hamman y Herder.

En su Ensayo sobre el origen de las lenguas, Rousseau, a contrapelo de la tradición platónica que establece la génesis del lenguaje en relación con las necesidades básicas del hombre y las herramientas desarrolladas técnicamente para satisfacerlas, encuentra en las pasiones –el amor, el odio, la piedad, la cólera– la fuente primaria a partir de la cual los seres humanos emiten “las primeras voces” (2008, p. 28).

Por su parte, Hamman, en su “Aesthetica in nuce”, además de proclamar la convicción de que la “poesía es la lengua materna del género humano” (1999, p. 274) y, por ende, uno de los focos más potentes de comunicación creativa con que cuentan los hombres, no deja de insistir en el hecho de que el lenguaje y el pensamiento se amparan entre sí, conforme a un principio de cooriginalidad mutuo, por lo demás mantenido con celo (cf. Smilg Vidal, 2011, p. 378).

Por último, Herder, en su Ensayo sobre el origen del lenguaje, tras meditar acerca de las sensaciones que se articulan mediante sonidos naturales (interjecciones que se conservan en las raíces de los nombres y verbos de las distintas lenguas conocidas), refuta la tesis del origen divino del lenguaje y defiende la opinión de que el lenguaje es una invención antropológica que permite al hombre salir del círculo estrecho de la naturaleza (en cuyo espacio está confinada inexorablemente la vida de los animales) y servirse de las posibilidades que le ofrece para crear un dispositivo “adecuado a su esfera de necesidades y funciones, a la organización de sus sentidos, a la orientación de sus representaciones y a la fuerza de sus deseos” (1981, pp. 146-148).

En suma, con un ánimo remozado y hondamente crítico, estos pensadores, alentados por el espíritu de una época que impulsa el uso de la razón (hasta el punto de permitir que ella misma sea capaz de desnudar sus propios límites y consentir que las pasiones sean ubicadas en un lugar gnoseológico de privilegio), exteriorizan una preocupación por el lenguaje “como espacio en que la vida, la comunidad y la historia se desarrollan” (Seoane Pinilla, 1998, p. 157; Taylor, 1985, pp. 248-292).

El avance que, para Gadamer, comportan estos trabajos que se dedican a escrutar el origen del lenguaje partiendo del examen de la naturaleza humana y dejando por fuera la apelación a un designio divino, conduce a tomar conciencia de la aporía que entraña el planteamiento de un estado previo alingüístico del hombre y de las ventajas e importancia que ofrece, en cambio, la concepción que pondera, sin graves o excesivas prestaciones escolares, su “linguisticidad originaria”, aceptada como signo de su brumosa prehistoria y, más aún, de su consciente finitud (1994, p. 146). De un lado, dejaría de concedérseles virtud intelectual a las pesquisas que, atraídas y embebidas por el objetivo de establecer el “grado cero” –o punto de arranque– de los fenómenos humanos (el lenguaje, por supuesto), incurren en la inocencia, por no decir falacia, de creer que una filiación genética, en caso de que pudiera fijarse sin discusión alguna, vale o pesa más que una demostración lógica o una explicación causal (Bloch, 1999, pp. 27 y ss.); y, de otro, despejaría la ruta para encauzar las indagaciones en dirección hacia otros frentes de reflexión, más aceptables y menos insatisfactorios, habitualmente desestimados por el escrutinio dominante en un momento dado. No obstante, el devenir de la historia de los objetos de conocimiento excepcionalmente responde a los dictados del sentido común.

No bien el siglo XIX asiste a la hegemonía de las ciencias naturales como modelo de todo conocimiento humano inequívoco, la exploración lingüística, en sentido amplio, a despecho de la insinuación gadameriana (o, si se quiere, aristotélica), sigue el rumbo que le traza el espíritu positivista del momento. En lugar de radicalizar las preguntas por la esencia del lenguaje, por los enlaces o discontinuidades entre este y la realidad o por los efectos pragmáticos que dicha facultad humana ocasiona en los usuarios (tres dominios de interés que serán explorados a lo largo del siglo XX), vuelca la atención en asuntos que, de antemano, se empeñan en justificar, ante los profesionales de su respectiva comunidad (llámense profesores, eruditos o letrados), su configuración científica. Fruto de ello, y en medio de una situación epistemológica que tiende a validar los resultados del trabajo investigativo en función del rigor metodológico empleado, la consistencia y unidad del corpus elegido, la utilización de códigos discursivos exentos en lo posible de ambigüedad, la experimentación (si el problema tratado lo amerita) y el control de las inclinaciones subjetivas, son los estudios del lenguaje que, sin claudicar en el intento por discernir las leyes –fonéticas, gramaticales y sintácticas– que rigen su funcionamiento, orientan su interés hacia la comparación de lenguas emparentadas entre sí, las visiones de mundo que de ellas se desprenden o la estructura puntual que una lengua en concreto revela luego de ser analizada desde un punto de vista sincrónico.

Ninguna aproximación expresa con más fuerza esta cualidad científica ampliamente aceptada que la concepción que hace del lenguaje, en cualquiera de sus múltiples registros operativos (sean orales, escritos, icónicos, musicales, audiovisuales, etc.), un instrumento de comunicación. Diríase uno más, tal vez el de mayor relevancia para la conservación de la especie, de los tantos que el hombre, a lo largo de su evolución, se ha visto forzado a elaborar a fin de hacer frente, y resolver con relativo éxito, a los obstáculos impuestos por la naturaleza o la realidad. Del mismo modo como, en el marco de esta concepción, bajo la cual resuena una callada determinación analógica, la azada (empleada para el trabajo agrícola) o la pica (destinada a la defensa de la comunidad, la apropiación de territorios vecinos, la obtención de trofeos de guerra o la ejecución de actos de venganza individual o colectiva) son prolongaciones artificiales de la mano, así el lenguaje llegaría a ser una extensión del cerebro y la boca, aplicada para los más diversos propósitos. No sería tanto, pues, una propiedad constitutiva del ser humano, inherente a su especificidad biológica, y base racional con la cual este puede desplegar su facultad de pensamiento, libertad creativa y exteriorización emocional (Hamman, citado por Smilg Vidal, 2011, p. 376), cuanto “un medio más que la conciencia utiliza para comunicarse con el mundo” (Gadamer, 1994, p. 147). Una consciencia que, apuntalada en la indiferencia que supone la posibilidad de que ella misma lleve a cabo procesos de autoconciencia, idóneos para certificar la espontaneidad verbal de todo individuo, se ciega al desafío de explorar “el enigma más profundo que el lenguaje propone al pensamiento, a saber, que el pensamiento sobre el lenguaje queda siempre involucrado en el lenguaje mismo” (Gadamer, 1994, p. 147).

De ahí que Gadamer, sin renunciar a compartir el asombro que entraña para cualquier persona el hecho de hablar una lengua materna, de oírse pronunciar una primera palabra, una primera secuencia de nombres y verbos, y, más, de familiarizarse lentamente con los conceptos generales con los cuales puede nombrar sin mayores tropiezos las cosas del mundo que le salen al encuentro, y sin inclinarse por acoger acríticamente una concepción del lenguaje (logos) que tendería a considerarlo únicamente como una herramienta básica de comunicación recíproca entre los seres humanos, y, por ende, una suerte de utensilio funcional que se guarda en el gabinete de los aparejos caseros tan pronto como lo hemos usado para realizar algún arreglo doméstico (similitud errónea porque, de un lado, jamás, salvo que padezcamos un accidente o una afección que nos inhabilite para la interacción verbal, logramos desprendernos del lenguaje que nos constituye genética y socialmente, y, de otro, puesto que “nunca nos encontramos ante un mundo como una conciencia que, en un estado a-lingüístico, utiliza la herramienta del consenso” –1994, p. 147–), declare su deseo de volver a situar todo apunte sobre el lenguaje en el centro de la reflexión filosófica, en el corazón de la indicación aristotélica, antes de suponer y proclamar que puede ser convertido en objeto de tratamiento científico, artístico o de otra índole.

Si el lenguaje nos precede y sobrepasa, hasta el punto de que una vez llegamos al mundo ya encontramos una interpretación lingüística de cada uno de los aspectos que lo conforman (interpretación en parte recogida como legado de épocas anteriores y en parte también acrecentada como dote de tiempos venideros), y si además resulta vano todo “intento de suspender de modo artificial nuestra implicación en el mundo lingüístico en el que vivimos” (Gadamer, 1994, p. 148), pues nada parece haber que escape a la vocación nominativa que nos distingue como grupo de seres vivientes, entonces, y aquí volvemos a repetir la pregunta de partida, “¿qué es lo suyo [del lenguaje]?” (¿qué es aquello que lo constituye esencialmente y por lo cual decimos que es eso y no otra cosa?).

A la luz de una perspectiva filosófica, hermenéutico-filosófica para más señas, tres elementos destacan por su importancia. Nos interesa considerar solo el primero, al cual Gadamer hace referencia con una frase a la par extraña e inusitada: “el auto-olvido esencial del lenguaje” (1994, p. 149).

Que la fórmula resulta extraña e inusitada lo prueba el hecho de que no resulta inmediatamente significativa o de explícito y común sentido; no cuando menos para el hablante ordinario de una lengua natural, habituado a servirse de palabras socorridas para interactuar con los demás. Nótese cómo la sustancia de contenido de la frase se construye haciendo uso de un prefijo de raigambre griega, que se adosa, mediante la utilización de un guion interpuesto, a un sustantivo abstracto. Así, tenemos un vocablo compuesto cuya forma de expresión oculta inicialmente, por razones que apenas podemos intuir, su significado. En nombre de una suerte de personificación (figura retórica), ¿se olvida el lenguaje a sí mismo? ¿Tiene la fuerza interna para hacerlo? ¿Escapa por ventura a la intención de sus usuarios? De ser así, ¿cómo se da semejante proceso? La impresión de desconcierto desaparece, sin embargo, cuando reparamos en el hecho concreto que la expresión acuñada intenta captar y describir. ¿Cuál es ese hecho? El del diálogo vivo en comunidad y, por qué no, el de la escritura automática (agregaríamos nosotros). ¿Cómo procedemos en ambos casos? En uno y otro nos abandonamos a la práctica que ponemos en marcha. Abandonarse significa que, al momento de la realización del acto, hacemos lo que hacemos sin pensar demasiado en ello, sin reparar en el modo como lo hacemos y en las consecuencias que nos podría acarrear. Si conversamos, nos dejamos arrastrar por la dinámica del intercambio verbal haciendo caso omiso de la calidad de nuestra actuación, ya sea torpe o fluidamente; si escribimos, bajo los efectos de una especie de trance iluminado, nos dejamos llevar por el caudal de las ideas e imágenes que el lenguaje termina representando y verbalizando. Sea que conversemos o escribamos, estamos lejos de ser conscientes de que el lenguaje –léase su naturaleza, estructura y funcionamiento– “desaparece detrás de lo que se dice en él” (Gadamer, 1994, p. 149). Somos, pues, como jugadores que no solo entramos en un contexto de movimiento propio, sino que además vamos en el juego con los otros.Gadamer, 1994