Portada

Fotografía de portada:
León Muñoz Santini

GEORG CHRISTOPH LICHTENBERG

Aforismos

BIBLIOTECA UNIVERSITARIA DE BOLSILLO

Georg Christoph Lichtenberg

Aforismos

Selección, traducción, prólogo y notas de
JULIO VIILORO

Fondo de Cultura Económica

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en alemán, 1902-1908
Primera edición en español, 1989
Segunda edición en alemán, 1968-1992
Segunda edición (Biblioteca Universitaria de Bolsillo), 2012
Primera edición electrónica, 2013

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ÍNDICE

Reconocimientos

La voz en el desierto, por Juan Villoro

Bibliografía

Sobre esta edición

AFORISMOS

I. El hombre en la ventana: fragmentos autobiográficos

II. La mente y el cuerpo

III. Sacerdote de sí mismo

IV. El lenguaje y otras manchas de tinta

V. Ángeles y animales

VI. La barbarie ilustrada

VII. Las causas

VIII. El cuchillo sin hoja, al que le falta el mango

IX. Los sueños

X. Inmensidad de lo pequeño

XI. Las figuras de Lichtenberg

Notas

Cronología

Referencias bibliográficas en el FCE

RECONOCIMIENTOS

La traducción de los Aforismos de Lichtenberg se realizó, en gran parte, gracias a una beca concedida por la Delegación Cuauhtémoc, de enero a junio de 1988 (el jurado estuvo integrado por Adolfo Castañón, Elsa Cross y Guillermo Sheridan).

Descubrí a Lichtenberg entre los muchos asombros del Manual del distraído, de Alejandro Rossi; Joel Peha, auténtico lichtenberólogo, me puso en contacto con las ediciones de los Aforismos de Promies y Rychner; Carlos Pereda me guió entre el laberinto de libros de la Universidad de Constanza hasta el estante decisivo (y durante varios días se convirtió en mecenas del proyecto); Ludwik Margules me descubrió el notable texto de Jele ´nski y lo tradujo con exacta rapidez; Ruth Netzcker me ayudó a resolver problemas de traducción; Alejandro Rossi, Adolfo Castañón, José Enrique Fernández, Alejandro Sandoval y, por supuesto, Déborah Holtz, me apoyaron tanto que también yo acabé por convencerme de que ésta no era una tarea mítica.

“Somos los libros que nos han hecho mejores”, dice Borges. Lo mejor de este libro son los amigos que lo hicieron posible.

J. V.

LA VOZ EN EL DESIERTO

A Luis Villoro

Gracias, Lichtenberg, ¡gracias!, porque revelas que no hay nada más inútil que hablar con un erudito que sabe miles de datos históricos pero jamás ha pensado por sí mismo. “De nada sirve leer recetas cuando se está hambriento.” ¡Gracias por esta voz en el desierto!

SØREN KIERKEGAARD

Lichtenberg detestaba los prólogos, esos desesperados pararrayos que intentan salvar a un libro de la destrucción. Enemigo del proselitismo y de cualquier táctica suasoria, jamás trató de defender su obra, y no sólo eso: hizo lo posible por no escribirla.

En una época en que la respiración natural de un escritor conducía a 30 tomos empastados, Lichtenberg siempre encontró una actividad capaz de interrumpir su proyecto en turno. Su novela La isla de Zezu o el príncipe duplicado se quedó en unos cuantos párrafos; lo mismo sucedió con su libro de física en forma de preguntas (como en el Zen, el alumno no adquiriría nuevas certezas, sino nuevas inquietudes). Hacia el final de su vida concibió una sátira autobiográfica, Le Procrastinateur, donde pensaba burlarse de sus proyectos eternamente pospuestos. Fue demasiado fiel a su tema: no la escribió.

Lichtenberg vivió contra la posteridad, contra las Obras completas, la tesis doctoral del posible erudito sueco, el comentarista mexicano del siglo XX. No pensó que sus apuntes dispersos pudieran ser imantados por la misma fuerza; se conformó con legar fragmentos, los restos de una inteligencia.

El 24 de febrero de 1799 Lichtenberg fue enterrado en el cementerio de Gotinga. Quinientos estudiantes se unieron al cortejo fúnebre (la universidad entera tenía 693 alumnos). Aunque el profesor de física gozaba de enorme prestigio entre sus colegas y alumnos, murió convencido de que sería olvidado; pero la literatura, como él mismo anotó en sus cuadernos, suele ser más inteligente que su autor.

El Lichtenberg escritor ha surgido lentamente. La edición de sus cuadernos se inició en 1801 y sólo se completó en 1971. En este extenso arco de los años no ha recibido el favor del gran público, pero sí el de una legión de lectores fervorosos. Kant lo subrayó, según el caso, en rojo o en negro; Thomas Mann, no menos preciso, dejó en su biblioteca de Zúrich un ejemplar de los Aforismos con subrayados dobles y sencillos; Freud lo citó una docena de veces; Nietzsche incluyó los Aforismos entre las cuatro obras “rescatables” de la literatura alemana; la vida de Konstanty Jele ´nski cambió de rumbo cuando el pintor surrealista Hans Bellmer lo introdujo a la obra de Lichtenberg; Karl Kraus lo consideró uno de los dos más grandes humoristas de la lengua alemana; Eduard Mörike colocó en su escritorio una página de Lichtenberg para “darse ánimos”; Breton lo bautizó “padre de la patafísica”; Jean Paul, Goethe, Schopenhauer, Hofmannsthal, Kierkegaard, Wittgenstein, Auden, Tolstói, Musil, Tucholsky, Jünger, Canetti y muchos otros fueron tocados por las luminosas esquirlas de su mente.

LA PRIMERA PREGUNTA

Georg Christoph Lichtenberg nació el 1o de julio de 1742 en Ober-Ramstadt, una aldea cercana a Darmstadt. Fue el último de los 17 hijos del pastor Johann Conrad Lichtenberg y de su mujer, Henriette Catharina. La vasta prole del pastor estuvo a punto de ser aniquilada por las enfermedades: ocho hijos murieron al nacer y cuatro a temprana edad. Christoph nació sano y salvo, pero a los ocho años sufrió una lesión en la columna, probablemente a causa de una espondilitis tuberculosa (aunque algunas biografías hablan de una caída). Creció apenas lo suficiente para hacer inexacto el apelativo de enano, quedó jorobado y su salud fue bastante precaria, aunque nunca tanto como lo exigía su hipocondria (llegó a detectar la presencia de 13 enfermedades imaginarias en su organismo). En estos días en que estamos obsesionados con el culto al cuerpo, la deformidad física parece una desgracia mayúscula. El hombre contemporáneo ríe con cautela para ocultar las incrustaciones de porcelana en su dentadura y aplazar las arrugas que hagan necesaria otra cirugía plástica. Lichtenberg aprendió a escribir de espaldas al pizarrón para que no le vieran su joroba; fue vanidoso e hipocondriaco, pero nunca se sintió en desventaja. Muchos de sus conocidos incluso consideraban que su fisonomía era una condición natural de su peculiar ingenio; Jean Paul lo llamaba el “Esopo jorobado”, sin que hubiera la menor sombra de burla en el apodo, y las mujeres lo encontraban atractivo (sus descripciones sensuales, aunque no tan anecdóticas, son tan sabias como las de Casanova). Lichtenberg paseó su sombra oblicua por las calles del siglo XVIII y acabó por acostumbrarse a ser el inquilino de su cuerpo.

Alemania era entonces un conjunto de 300 estados independientes, que no acababan de reponerse de la Guerra de Treinta Años (1618-1648). Las manufacturas inglesas y escandinavas llegaban como los elaborados artificios de lejanas civilizaciones. En los bosques de Suabia, Sajonia y Baviera los dialectos se descomponían en subdialectos; en las bibliotecas y las universidades se conspiraba para unirlos en un idioma que parecía un castigo excesivo para el pueblo menos sofisticado de Europa. Mientras Kant escribía La crítica de la razón pura, los labriegos de mejillas enrojecidas por el frío y la cerveza hablaban de elfos y duendes con infinitos errores gramaticales; también hablaban de mierda y castigos feudales. De esa mezcla, de la precisa geometría de los gramáticos y de la injuria y la escatología, surgió el alemán moderno, portento de la razón y del insulto. En este periodo formativo en que el alemán escrito se apartaba por completo del hablado, Lichtenberg concibió un estilo intermedio tan digno de las aulas como de las tabernas. Su prosa fue un sostenido ejercicio de claridad, sólo comparable a los de Lessing y Schopenhauer.

En Ober-Ramstadt la vida se regía por un severo código de las supersticiones. Los cuervos, los búhos, las cornejas, las urracas y la madera apolillada eran signos de mal agüero; los campesinos hacían ofrendas de huevo y manteca; el aullido de los perros presagiaba la muerte; corrían leyendas de dragones que salían de las chimeneas, colonias de ratas, homúnculos asesinos, lluvias de leche y sangre. La gente de palacio no era menos supersticiosa: un cristal resquebrajado, el crujido de un arma colgada en la pared, un reloj adelantado o atrasado eran ominosas señas del desastre.

Alemania entró descalza al siglo XVIII, pero salió convertida en el país más importante al este de Francia. Los reinos dispersos se unificaron bajo la supremacía de Prusia, se consolidaron la lengua y la cultura, surgió una conciencia nacional, la tiranía feudal fue matizada con las reformas jurídicas, económicas y educativas del absolutismo ilustrado.

Lichtenberg vivió deslumbrado por el insólito origen de las cosas: “El lenguaje surgió del berrido del niño como un vestido de gala francés de la hoja de parra”. El país de los cuentos de aparecidos y los platillos simples fue la patria del Sturm und Drang, el romanticismo, el racionalismo, el clasicismo y la filosofía kantiana, de Goethe, Beethoven, Fichte, Schiller y Hölderlin. Lichtenberg nació dos años antes que Herder y siete antes que Goethe.

Su influencia en la transformación alemana se extendió a la física, las matemáticas, la literatura, la filosofía, la tecnología, el periodismo, el teatro, los balnearios y aun la macrobiótica.

La primera refutación de las supercherías aldeanas tuvo lugar en su propia casa. El pastor Johann Conrad Lichtenberg era estudioso de las matemáticas, la física y la astronomía; incluso instaló un pequeño laboratorio en su casa. Un domingo habló de astronomía en un sermón y los feligreses, casi todos campesinos, fueron a verlo más tarde para pedirle que “volviera a hablar de estrellas”.

El “pastor politécnico”, como lo llama Wolfgang Promies, hizo que su hijo menor se familiarizara con el laboratorio. Georg Christoph se divertía con estos juguetes científicos en la misma medida en que lo aburría el tutor que le enseñó a escribir en la letra gótica que siempre asociaría con su tremenda nariz.

El aprendiz de físico tenía nueve años cuando murió su padre. Para entonces la familia ya se había trasladado a Darmstadt. En 1752, Georg Christoph ingresó al Pedagogium de la ciudad, donde también había estudiado el pastor Lichtenberg. Aunque se interesó en las matemáticas y la física, su primera pasión fue la astronomía. En los apuntes de esa época insistía mucho en sus problemas respiratorios y sus accesos de tos.

A los 10 años decidió añadir una frase a sus plegarias nocturnas: “algo para la tarjeta”. Tenía la costumbre de anotar sus ideas en tarjetas, y como los pensamientos le parecían un don del cielo, nada resultaba más natural que convocarlos con un rezo privado. Aquellas tarjetas fueron los primeros signos de una pasión que no lo abandonaría: registrar los trabajos de su mente con el asombro de quien se enfrenta a algo inusual.

En el Pedagogium fue miembro de la selecta, una clase especial para los alumnos con posibilidades de entrar a la universidad. A los 14 años comentó que el lenguaje de su familia le parecía “demasiado plano” y, acaso para contrarrestarlo, escribió sus primeros textos. Dos años después dudó por primera vez de la inmortalidad del alma y escogió un curioso tema para el discurso que debía pronunciar en latín como distinguido miembro de la selecta: una defensa del suicidio. El rector del Pedagogium escuchó atento esta refutación del dogma cristiano. Los compañeros esperaban una reprimenda, pero el rector se sintió orgulloso de estar ante una atrevida prueba de inteligencia: a fin de cuentas, no siempre se podía escuchar a un filósofo estoico.

Cuando concluyó el Pedagogium, en 1761, pronunció el discurso “Del verdadero valor de las ciencias y la poesía” que de nuevo fue bien recibido. Sin embargo, su futuro parecía bastante sombrío: dos de sus hermanos ya estaban en la universidad y la familia carecía de recursos para enviar a un tercero. Pasaron dos años antes de que Henriette Catharina obtuviera 320 gulden del landgrave de Darmstadt para que su hijo pudiera ir a la universidad.

Un incidente revela la temprana curiosidad de Lichtenberg. A los 10 años, preocupado por no tener ideas que anotar en sus tarjetas, dejó de rezar y resolvió interrogar directamente al cielo. Subió a un tejado y colocó una tarjeta “dirigida a un ángel”. Su pregunta podía ser insólita para otro niño de su edad, pero no para el hijo del pastor que hablaba de las estrellas: “¿Qué es la aurora boreal?”

No se sorprendió de no encontrar respuesta al día siguiente; aquella pregunta era un desafío, estaba planteada desde un terreno que ya no era el de la fe.

En 1763 salió de Darmstadt. No regresaría a la ciudad ni volvería a ver a su madre. Iba a la Universidad de Gotinga, la más joven de Alemania, seguro de que ahí sí encontraría respuestas y, algo aún más importante, de que encontraría nuevas preguntas.

LA UNIVERSIDAD

La Universidad de Gotinga se fundó por iniciativa de Jorge II, rey de Inglaterra y príncipe elector de Hannover. Hannover era, de facto, un estado alemán autónomo, pero formalmente dependía de la corona británica. El lejano monarca no objetó ninguno de los experimentos académicos de sus súbditos hannoverianos. Gotinga carecía de tradición universitaria y los planes de estudio más novedosos podían ser implantados sin lesionar intereses establecidos (algo que hubiera sido imposible en Oxford o Cambridge).

El 17 de septiembre de 1737 la pequeña población de Gotinga pudo contar con dos novedades: linternas en las calles y la Universidad Georgia Augusta. La casa de estudios llevaba el nombre del rey que la patrocinó, pero su dueño real fue el barón Adolph von Münchhausen, antiguo alumno de Leibniz. Bajo su rectorado, la Georgia Augusta se convirtió en bastión del racionalismo y la tolerancia intelectual. Si en otros sitios un ateo confeso era llevado al tribunal por herejía, ahí sólo recibía el módico sarcasmo de “entusiasta”. La ley académica de 1763 garantizaba a los profesores libertad de cátedra y de publicación y proscribía el nacionalismo. Los distintos estados tenían ahí una meta común: la investigación positiva.

En unos años Gotinga se transformó en una auténtica ciudad universitaria, donde los magistrados fijaban los precios de la carne y los vegetales para que estuvieran al alcance de los alumnos y donde los billares apagaban sus velas a las 10 de la noche para no retrasar alguna tarea de física. En un par de décadas Münchhausen logró que la universidad más joven de Alemania fuera conocida como “la reina de las universidades”.

Sin embargo, la primera impresión de Lichtenberg no tuvo nada que ver con el espectáculo del saber anticipado en sus dos años de espera. Llegó de noche, en una carreta destartalada. Había llovido; ríos de lodo atravesaban las calles; casi todas las casas eran de madera; los niños jugaban desnudos bajo la luz mortecina de las linternas; un pastor perseguía a un cerdo que se negaba a regresar al corral, pero una niña cubierta de lodo se le anticipó y montó en el lomo del cerdo. Lichtenberg miró absorto esta escena sacada de un cuadro de Bruegel. Así que eso era Gotinga, una ciudad de casas pobres dispuesta a encarar variados problemas: regresar a los cerdos al corral y el origen del universo.

La universidad tenía un temario renacentista. Lichtenberg cursó estudios de física, elocuencia, heráldica, diplomacia, genealogía y jurisprudencia, pero su clase favorita fue la de matemáticas. Más que la materia lo cautivó el profesor, Abraham Gotthelf Kästner. Para el alumno recién llegado de Darmstadt, Kästner encarnaba el genio. Entre los maestros no gozaba de la misma popularidad, en gran medida porque utilizaba su inteligencia impar para escribir corrosivos epigramas sobre todos los que lo rodeaban. Como la mayoría de los moralistas, Kästner tenía un doble código de valores: uno para la humanidad, otro para sí mismo. Así, este sagaz megalómano recorría los salones de la universidad descubriendo errores ajenos y virtudes propias. Sin embargo, a pesar de toda su soberbia se deslumbraba ante el genio in statu nascendi (en cuanto se trataba de un genio consumado, le daba la espalda). Kästner admiró a Lichtenberg mientras fue su alumno (incluso le franqueó la entrada al restringido observatorio de Gotinga) y lo repudió cuando fue su colega.

En las clases de Kästner, Lichtenberg creyó que su vocación estaba en las matemáticas. Pero en una ocasión advirtió que se interesaba más en la peluca del profesor, curiosamente ladeada sobre el rostro. Esta distracción lo acercó a otra forma de conocimiento. Aunque después criticara los alcances de la fisiognómica, no dejaría de conectar las ideas con los rostros. Cada vez que le gustaba un libro procuraba conseguir el retrato del autor y al estudiar un teorema imaginaba el gesto del matemático que lo había creado.

En realidad jamás se iba a concentrar en una ciencia. Su primer trabajo universitario fue un ejemplo típico: una indagación sobre las relaciones entre matemática y poesía. Bajo la segura influencia de Kästner, más que argumentar, acribilló: el único rasgo sensible de los poetas alemanes era que olían a pomada, ¿qué pasaría si se les exigiera un lenguaje tan riguroso como el de las matemáticas?

El becario Lichtenberg descubrió que sus ingresos alcanzaban para muchas cosas, siempre y cuando no comiera. Dio clases particulares y corrigió pruebas de imprenta para nivelar sus gastos. También escribió versos para bodas (cuatro táleros por poema serio y 4.16 por poema satírico).

De sus lecturas de los clásicos griegos quedan algunos apuntes sobre la celebración del cuerpo, la cultura como una exacta “ordenación muscular”. Pero su descubrimiento de la sensualidad no fue sólo asunto literario. Sus táleros poéticos eran dilapidados en el burdel de Gotinga. En esa época llevaba una bitácora de sus experiencias eróticas, debidamente adulteradas para diversión de su mejor amigo, el sueco Jons Mattias Ljungberg.

En sus textos Lichtenberg se presenta como un campeón del aislamiento. Sin embargo, su soledad no debe ser vista como una forma de vida sino como un principio intelectual (la posibilidad de pensar por sí mismo sin atender a los “ruidos” en derredor). En su vida cotidiana fue sociable en extremo (“el hombre ama la compañía, así sea la de una vela encendida”). Además de Ljungberg (que más tarde sería profesor de filosofía y matemáticas y ministro de Finanzas de Dinamarca), entre sus muchos amigos se contaba Johann Christian Dieterich, que se convertiría en su casero, proveedor de vinos y editor.

En junio de 1767 recibió el grado de profesor pero pidió permiso para seguir estudiando. Finalmente, en 1769, después de seis años en la universidad, hizo un breve viaje a Inglaterra.

El año 1770 fue de traslados clave en Alemania. Lichtenberg regresó a Gotinga a dar clases de matemáticas, Goethe se encontró con Herder en Estrasburgo, Lessing se mudó a Wolfenbüttel. Lichtenberg lamentaba que la muerte de un genio causara gran escándalo y su nacimiento pasara inadvertido. Nosotros, que desconocemos a los genios recién nacidos, podemos festejar a los de 1770: Hegel, Beethoven, Hölderlin.

El nuevo profesor de matemáticas escogió un tema peculiar para su primera clase: “el cálculo de probabilidades en el juego”; los alumnos lo vieron lanzar 100 veces una moneda al aire para descubrir las probabilidades de que fuera cara o cruz. Como de costumbre, no pudo enseñar una ciencia sin pensar en otra. Aunque su especialidad eran las matemáticas, dedicó su tiempo libre a estudiar astronomía. Esta disciplina fronteriza, donde todo estaba por saberse, ofrecía un campo tan vasto que obligaba al hombre a cobrar conciencia de su pequeñez (un pensamiento que, desde luego, ya estaba en el límite de otra disciplina, la filosofía).

En 1771 escribió un delgado volumen que no se atrevió a firmar: Timorus, donde se burlaba del pastor suizo Johann Kaspar Lavater. Años más tarde volvería a la carga contra el determinismo fisiognómico de Lavater, y luego cambiaría de opinión, no sobre los argumentos del pastor suizo, pero sí sobre el personaje. Al contrario de Kästner, Lichtenberg era incapaz de criticar a una persona cercana. Cuando conoció a Lavater, se impresionó con su nobleza e inteligencia y se arrepintió del Timorus (pensó que el pobre Lavater era una víctima de sí mismo, un “embustero engañado”).

Con la publicación de Timorus se dio cuenta de que las ideas pueden abrir heridas: “Es imposible alumbrar con la antorcha de la verdad sin quemar una que otra barba”. En el periodo de entreguerras del siglo XX, su irrestricto admirador Karl Kraus haría lo mismo con su revista La Antorcha [Die Fackel].

LOS VIAJES

En casi 30 años, Lichtenberg sólo conoció unos cuantos kilómetros del mundo. Pero en 1769, gracias a la relación de la universidad con la corona británica, el futuro profesor de matemáticas fue invitado a Londres. Se hospedó en casa de lord Boston, donde lo único incómodo era la etiqueta, que exigía cambiarse de ropa tres veces al día (“quisiera poder vivir con la misma vulgaridad que en Gotinga”). Por lo demás, Inglaterra lo maravilló a un grado insoportable: no concebía regresar a Alemania sabiendo que existía Inglaterra. Se deslumbró con Shakespeare, la belleza de las inglesas, el sistema parlamentario, el respeto a la libertad intelectual. Por recomendación de Kästner visitó al rey Jorge III y le asombró conocer a un monarca interesado en las fases de Venus. Pero nada igualó al entusiasmo que le produjo la gran ciudad, el populoso milagro de ese tiempo: Londres.

Regresó apesadumbrado a Alemania, un “país gobernado por la soldadesca”. Después de su primer curso de matemáticas, fue contratado para trazar un mapa de la región de Hannover. Sus mediciones astronómicas le permitieron establecer coordenadas de longitud y latitud de gran precisión.

En Hannover vivió en un hermoso jardín de las afueras que era “como el paraíso antes de Eva”. En las cartas decía que si no encontraba pronto una mujer le saldrían ojeras amarillas de tanto leer la Biblia. Una limosnera de 16 años a la que le regaló una camisa lo salvó de las ojeras.

Aunque hubiera querido regresar a Inglaterra o a Gotinga, el éxito de sus mediciones lo llevó a Osnabrück. Salió de Hannover con dos nuevas aficiones: el ponche y fumar pipa (“el máximo placer en la penumbra, después de besar”). Atravesó Prusia, donde los soldados eran más temibles que los ladrones (“rostros que no revelan para nada los 18 centavos que les dan para lavarse”).

En cada lugar inventaba nuevas razones para admirar a las muchachas. En Osnabrück encontró cuerpos tan firmes y torneados que, según él, sólo se explicaban por el excelente pan de Westfalia.

En esos años, de 1772 a 1773, conoció a toda clase de científicos, intelectuales y gobernantes. “La historia de la Ilustración es la historia de los encuentros; nunca antes hubo tal interés por el prójimo, tal curiosidad, tal deseo de participación común” (Promies). En esa época tan consciente de sí misma, había una urgencia informativa; la pieza faltante para un adelanto o el silogismo que rematara un argumento podían estar en París o Tubinga. Lichtenberg fue un personaje típico del momento; aprendió inglés y francés; se sumergió gustoso en las reuniones que eran como pequeños congresos académicos; con todo, no dejó de extrañar a sus amigos de Gotinga y se convirtió en “un verdadero César de las cartas”: después de dictar tres misivas al mismo tiempo, aún tenía deseos de sentarse a escribir otras 10. Sus cartas, comentó entonces, se hubieran podido publicar con el título …historia privada y pública del profesor Lichtenberg, que contiene toda suerte de observaciones sobre los hombres, las muchachas y los insectos, además de buena cantidad de reflexiones y disparates decentes y groseros sobre estos cuatro asuntos. Sus intereses no sólo eran múltiples, eran simultáneos. Cuando compró un telescopio, de inmediato quiso apuntar a dos sitios al mismo tiempo: el firmamento y la hermosa recamarera que se desnudaba a la luz de una vela.

De Osnabrück partió a Stade para preparar la edición de las obras del astrónomo Tobias Mayer. El trabajo de biblioteca nunca le había gustado gran cosa; poblaba las horas muertas pensando en Inglaterra, añoraba hasta su clima, no menos húmedo que el de Stade.

Al terminar la compilación razonada de las obras de Mayer se apresuró a volver a Londres, donde volvió a vivir con lord Boston. Se levantaba a las nueve de la mañana, una hora en que la gente de Gotinga ya tenía “hambre por segunda vez”.

A los pocos días de su llegada escribió un retrato indeleble de Fleet Street:

En la calle rueda un postillón tras otro, un carruaje tras otro, un carricoche tras otro; en medio de tal tráfago y del zumbido de miles de lenguas y miles de pies, resuenan los organillos, violines, liras y panderos de los saboyanos ingleses, el doblar de las campanas en las iglesias y las campanillas de los carteros, los gritos en cada esquina de quienes ofrecen sus mercancías al aire libre, frías y calientes. Ahí enfrente un montón de aserrín se convierte en una fogata de varios pisos de altura, circundada por la algarabía de los limosneros, los marinos, los niños de la calle. De repente alguien grita: Stop, thief! Le han robado el pañuelo. Todos corren, se repliegan y apretujan; muchos no para seguir al ladrón, sino para hacerse de un reloj o un monedero. Antes de que uno se dé cuenta, es tomado de la mano por una muchacha vestida con recato: come, my Lord, come along, let us drink a glass together, or I’ll go with you if you please. Entonces ocurre un accidente a unos cuarenta pasos de distancia. God bless me!, grita uno; poor creature!, grita el otro. Todos se detienen; cada bolsillo debe ser defendido, la calle entera parece participar del infortunio de la miseria, pero de repente todos vuelven a reír: un distraído cayó en una alcantarilla. Look here. Damn it!, dice un tercero, y la caravana continúa.

Wolfgang Kayser señala, por cierto, que ésta es la primera narración urbana de la literatura alemana.

Lichtenberg es un incansable reportero de la inteligencia, registra escenas y situaciones, no para aplicarlas a un ensayo o una novela, sino por el gusto de la escritura misma, para adueñarse del idioma. “En realidad fui a Inglaterra a aprender a escribir en alemán.” Sus palabras serían repetidas por Canetti 200 años más tarde.

Inglaterra no había sido un frecuente destino de viaje para los alemanes. Sin embargo, al promediar el siglo XVIII, en los círculos ilustrados de Alemania una frase pasa de boca en boca: “Londres es ahora lo que antes fue París”. Varias celebridades visitan la isla (Haller, Hartmann, Sturz, Moritz) y regresan al continente con alforjas provistas de los ensayos de Hume y algunos curiosos brotes del jardín botánico. Lichtenberg no sólo fue como científico: “la semana pasada presencié, en un día, dos dramas de muy distinta índole: una obra de teatro y la ejecución de unos delincuentes”. Su Inglaterra es la de la ópera, las fábricas del Soho, las máquinas de vapor, las sesiones del Parlamento, los balnearios, la casa del rey en Kew, los arrabales, la picaresca del crimen y el actor David Garrick, máximo intérprete de Shakespeare. El entusiasmo con que contempla estos diversos espectáculos hace que en repetidas ocasiones anote que es “la primera vez” que siente una emoción tan fuerte. Ante su mirada infatigable la ciudad es siempre novedosa.

En 1775 publicó tres Cartas de Inglaterra [Briefe aus England] donde trataba de capturar el misterioso talento del actor Garrick. Las cartas cautivaron a Goethe en tal forma que años después se basaría en ellas para la representación de Hamlet en Wilhelm Meister.

Junto con Wieland y Lessing, Lichtenberg debe ser considerado como el introductor de Shakespeare en Alemania. En una época en que la cultura alemana se abismaba en lo Clásico y lo Sublime, fueron necesarios los talentos combinados de esos tres escritores para demostrar que Shakespeare era algo más que un autor de comedias de enredos. En la misma Inglaterra, el teatro aún no gozaba de total aceptación. Durante la estancia de Lichtenberg, el obispo de Londres se dirigió al Parlamento para evitar que se abrieran teatros en Manchester, una ciudad pequeña, incapaz de resistir la “influencia perniciosa de la comedia” con la misma fuerza que la capital. Y en Francia, el propio Rousseau resumió en una carta al enciclopedista d’Alambert sus acerbas críticas a los comediantes, incluido Molière.

Durante su estancia en Londres, Lichtenberg escribió la mayoría de sus aforismos sobre la justicia. Su descripción de Fleet Street es una de las muchas escenas en las que fue testigo de cargo. Pero el crimen no sólo le fascinó como espectáculo, también lo llevó a revisar la ética del sistema judicial. Para él, la solución de la criminalidad no consistía en castigar sino en encontrar las causas del crimen. “Me pregunto si al someter a un criminal al castigo de la rueda no caemos en el error del niño que golpea la silla con la que tropieza.”

En los balnearios de Bath y Margate le maravilló que los ingleses se mojaran de manera tan complicada. Los carruajes entraban al agua y desplegaban tiendas de campaña para que la gente pudiera nadar en pequeños grupos, a resguardo de los desconocidos. Lichtenberg habló con médicos y salvavidas y llegó a la conclusión de que los balnearios eran esenciales para la salud. A su regreso a Alemania lanzó una campaña para establecer un balneario. Sus ideas causaron un escándalo que fue aprovechado por su instigador. Si no podía convencer a sus compatriotas de las ventajas de la natación, al menos se podía burlar de ellos: dejó de hablar de natación y propuso un balneario “de aire”, donde la gente corriera desnuda para dilatar sus poros y tal vez ventilar su mente. En su cruzada por los balnearios sólo tuvo un seguidor, el médico Samuel Gottlieb Vogel, que en 1794 fundó, sin ningún éxito, el primer balneario alemán en las cercanías de Rostock.

En Inglaterra Lichtenberg renovó su respeto por el sistema político inglés. Sin duda su valoración de la monarquía parlamentaria también tuvo un componente personal: la amistad con Jorge III, su compañero de planetas en el Observatorio Real.

Los intelectuales ingleses también le parecieron superiores a los supersabios alemanes, tan obsesionados por su propia genialidad. Según Carl Brinitzer, Lichtenberg es el primer enemigo declarado del movimiento literario del Sturm und Drang. Para Goethe, Schiller y otros miembros del Sturm und Drang el genio artístico era una potencia irrefrenable que violentaba las reglas establecidas para acceder a una región donde la expresividad carecía de límites. Muy pronto ese furor sin horizontes se transformó en la búsqueda de la originalidad por la originalidad misma. Cuando el Sturm und Drang moderó su temperatura, Goethe pudo coincidir con Lichtenberg: “Entonces era muy fácil ser genial; semejante atentado contra las palabras y los hechos provocó la animadversión de todos los hombres sensatos; no podía haber reacción más natural”.

Aún estaba en Inglaterra cuando Goethe publicó la primera versión de Los sufrimientos del joven Werther. Pocas novelas le parecieron tan detestables. Según él, la novela tenía un innegable valor terapéutico, era un eficaz desahogo, pero como obra literaria resultaba el colmo de la sensiblería, el efectismo, la solemnidad y el chantaje emocional. “El olor de una crepa recién horneada contiene más argumentos para seguir en el mundo que el Werther para dejarlo.” El éxito de la novela era una enfermedad de la época, el furor wertherinus, y para combatirla concibió una novela satírica, una especie de “Contrawerther”: Parakletor o los motivos de consuelo para quienes no son genios originales, otro de sus muchos proyectos aplazados.

También como antídoto contra el furor wertherinus releyó Robinson Crusoe, Gil Blas, Las mil y una noches, Los viajes de Gulliver y Tristram Shandy. En su opinión, la historia de Robinson y Viernes ocupaba un lugar más meritorio en la cultura de Occidente que la bombástica poesía de Klopstock. La oda “Soy una muchacha alemana” le parecía de un nacionalismo alarmante: “¿significa eso más que ser una muchacha inglesa, rusa, tahitiana?”

Revista de Ciencias y Literatura de GotingaGöttingisches Magazin der Wissenschaften und Literatur.