SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA
MÉXICO FRENTE A ESTADOS UNIDOS
Un ensayo histórico, 1776-2000
MÉXICO
Primera edición (El Colegio de México), 1982
Segunda edición, corregida y aumentada (FCE), 1989
Tercera edición, corregida y aumentada, 1994
Cuarta edición, aumentada, 2001
Sexta reimpresión 2013
Primera edición electrónica, 2015
Ilustración de portada: Teresa Guzmán Romero
D. R. © 1982, El Colegio de México
Camino al Ajusco, 20; 10740 México, D. F.
D. R. © 1989, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-2854-1 (ePub)
ISBN 978-968-16-6432-9 (impreso)
Hecho en México - Made in Mexico
A la memoria de don
DANIEL COSÍO VILLEGAS
que tanto se empeñó en el
conocimiento de Estados Unidos
INTRODUCCIÓN
Desde el momento en que México se constituyó como Estado soberano, a principios del siglo XIX, la relación con su vecino del Norte adquirió una importancia vital en el sentido más pleno del término. La existencia misma de México como país independiente estuvo subordinada al resultado del choque entre la violenta expansión territorial y económica de Estados Unidos de América y la capacidad de la sociedad y los gobiernos de México para resistir este embate. Era indispensable preservar un mínimo de cohesión y voluntad para llevar adelante un proyecto que debería dar contenidos reales —económicos, sociales y culturales— a las formas políticas republicanas que sustituyeron a las del antiguo virreinato de la Nueva España. El proyecto consistía en hacer un verdadero Estado de una antigua colonia, con un extenso territorio y una gran riqueza, pero con una población heterogénea social, racial y lingüística.
La viabilidad de todos los países que surgieron del desmembramiento del Imperio español en el hemisferio occidental fue puesta a prueba desde un principio; algunos se escindieron y otros no lograron constituirse en estados nacionales propiamente dichos. La Nueva España pasó la prueba, y aun resulta excepcional que fuera el único caso de un virreinato con dos audiencias que se mantuviera unido. Sin embargo, dos veces estuvo a punto de fragmentarse: al fracasar el Imperio en 1823 y al finalizar la guerra con Estados Unidos en 1848.
La cercanía geográfica a Estados Unidos hizo de la experiencia mexicana algo un tanto especial. La mayoría de los otros países latinoamericanos, con la excepción de Paraguay, no afrontaron tantos peligros externos como México. La expansión de Estados Unidos hacia el Oeste y hacia el Sur no fue la única confrontación externa a que hizo frente la joven República Mexicana: España intentó reconquistarla en 1829 y en 1845 instaurar una monarquía; Francia también hizo dos intentos, uno en 1838 y otro en 1862-1867, y los ataques de filibusteros e incursiones de indios belicosos fueron continuos, aunque, sin duda, ninguna fue comparable con aquélla. El choque con los norteamericanos marcó con más fuerza la percepción mexicana del mundo externo y dejó la huella más profunda en la conciencia nacional.
La consolidación territorial norteamericana llegó a su culminación en la primera mitad del siglo XIX, pero la compra de Alaska y la posterior anexión de las Filipinas, Puerto Rico y las Islas Vírgenes, más el establecimiento de un protectorado virtual sobre el Caribe y sus acciones militares en México, a raíz de la Revolución de 1910, hicieron que para los mexicanos siguiera vigente, hasta bien entrado el siglo XX, la imagen de Estados Unidos como una amenaza real a su integridad territorial. El estallido de la segunda Guerra Mundial tuvo gran influencia en el cambio de tal percepción, pues gracias a los grandes sacudimientos que entonces sufrió la estructura del poder internacional, los dos países llegaron a un rápido acuerdo sobre los múltiples problemas aún pendientes. Esto les permitió coincidir en la gran alianza que se formó entonces en contra de los países del Eje y en defensa de los valores democráticos. Militarmente la aportación mexicana al esfuerzo antifascista fue mínima, pero en cambio su contribución económica al esfuerzo bélico norteamericano resultó, dentro de sus capacidades, muy significativa.
Desde fines del siglo XIX, y como resultado de las políticas liberales del gobierno mexicano y de la tremenda energía generada por la economía estadunidense, la relación entre México y Estados Unidos adquirió un carácter cada vez más económico. Pero resultó tan unilateral como lo había sido el choque militar en el pasado, pues la desigualdad que originalmente existía entre las estructuras productivas de ambos países se transformó en un abismo insalvable. Para el momento en que estalló en México el gran movimiento social de 1910, la inversión estadunidense era considerable, no sólo la más importante en Latinoamérica sino la dominante en el país, pues había desplazado a sus tradicionales rivales europeos. La defensa de estos intereses —ferrocarriles, minas, petróleo, plantaciones—, más la afirmación de un predominio político en lo que consideraba su esfera natural de influencia —México, Centroamérica y el Caribe— fue lo que llevó a sucesivas administraciones en Washington a oponerse a las transformaciones económicas y sociales que buscaban los revolucionarios mexicanos y sus sucesores. Este conflicto abierto o soterrado, pero siempre presente, más el trágico legado del siglo XIX, dieron forma a un fuerte sentimiento nacionalista mexicano que en ocasiones se tornó xenófobo, pero que fue defensivo y predominantemente antinorteamericano. Fue así como en la confrontación con Estados Unidos entre 1910 y 1940 —con su gobierno, sus empresarios, sus diplomáticos, sus banqueros, sus clérigos y periodistas, en fin, con todo ese mundo que constituyó la compleja presencia norteamericana en México— tomó forma la parte sustancial del sentimiento nacional mexicano contemporáneo.
No cabe duda que las necesidades estratégicas globales de Estados Unidos a partir de los años treinta, y sobre todo las surgidas a raíz del estallido de la segunda Guerra Mundial, llevaron a su gobierno a modificar notablemente su política hacia Latinoamérica en general y hacia México en particular. A su vez, los gobernantes mexicanos, embarcados en el proceso de transformar al país, de agrario en industrial, percibieron las ventajas de una relación estrecha y cordial con Estados Unidos: aumento del comercio, de la inversión estadunidense en los sectores económicos “de punta”, de la tecnología, del turismo, etc., así como la desaparición del fantasma de la invasión o la acción punitiva. Durante un tiempo, los intereses nacionales de México y Estados Unidos —tal y como los entendían sus respectivos gobiernos y clases dominantes— parecieron a muchos observadores que iban a confluir y apoyarse mutuamente. Sin embargo, apenas entrada la posguerra e iniciada la “guerra fría”, se empezó a percibir que quizá la coincidencia de intereses y visiones de México con su poderoso vecino tenía mucho de circunstancial y casi nada de estructural.
Poco a poco se descubrió en México que los intereses globales, a los que tenía que atender Washington a partir de 1945, dejaban escaso margen para transformar la alianza de la guerra en una colaboración permanente y estrecha, tal y como hubieran deseado algunos de los dirigentes mexicanos. Por un momento la visión mexicana del sistema interamericano suponía que éste podría servir para acelerar la transformación de Latinoamérica de una zona de subdesarrollo en una región razonablemente próspera, moderna y de crecimiento autosostenido, con estructuras sociopolíticas que dejaran atrás definitivamente la etapa de las “repúblicas bananeras”. Desde este punto de vista, la prosperidad de los países del hemisferio era políticamente la mejor garantía de la seguridad continental frente a las amenazas externas que desde Monroe obsesionaban a Estados Unidos. Sin embargo, la realidad fue muy diferente. Latinoamérica sólo llamó la atención de Estados Unidos en la medida en que los dirigentes de ese país percibieron amenazas de expansión de la influencia soviética en la región, como en los casos de Guatemala, Cuba, Brasil, Chile o Centroamérica en general. La reacción norteamericana ante los desafíos de las fuerzas nacionalistas y de izquierda en Latinoamérica contribuyó muy poco a modernizar la región dentro de un esquema pluralista y liberal, y en cambio resultó decisiva en la consolidación de sistemas autoritarios o francamente dictatoriales, muy similares a los que se dijo en los años cuarenta que eran el enemigo a vencer. Desde el punto de vista norteamericano, resultó más fácil y práctico modernizar ciertos sectores de la economía y los ejércitos latinoamericanos —siempre conservadores— que contribuir seriamente a la transformación del conjunto de esas sociedades. El gobierno norteamericano decidió en la posguerra que, en la medida en que los países de América Latina necesitaran el capital y la tecnología norteamericanos, éstos deberían llegar básicamente a través de los canales de las grandes empresas privadas de Estados Unidos y no mediante préstamos y transferencias entre organismos gubernamentales, como sucedió en el corto y excepcional caso de la guerra. De esta manera, fue responsabilidad de los latinoamericanos construir y mantener un clima propicio para atraer a los inversionistas extranjeros. Para los sectores nacionalistas mexicanos —representados en todo el espectro social del país, aunque no con igual peso— la propuesta estadunidense equivalía a reanudar la penetración económica y cultural del pasado inmediato y constituiría una forma tan efectiva de minar la soberanía como las experimentadas entonces. La realidad llevó a que Estados Unidos otorgara cierta ayuda oficial a América Latina para que sus gobiernos hicieran frente a empresas que el sector privado no podía o no quería asumir, pero esta ayuda no fue masiva y en algunos casos resultó tan condicionada que se prefirió buscar otras fuentes. El dilema no fue fácil de resolver, y de hecho su planteamiento sigue vigente: ¿cómo desarrollar una economía capitalista fuerte y moderna al lado de Estados Unidos y a la vez preservar una identidad y un proyecto nacionales propios?
La historia de las relaciones entre México y Estados Unidos es un tema que, a pesar de su interés e importancia para los dos países, no ha producido muchas obras generales,1 aunque sí monografías sobre temas específicos. Unidos por la geografía, con antecedentes contrastantes que los separan, la historia no es fácil de relatar, pues la incomunicación ha sido frecuente en sus relaciones. Los orígenes de las ideas y prejuicios, que desempeñarían un papel en el contacto de los dos pueblos, se pierden en el pasado de los enfrentamientos angloespañoles del siglo XVI y en el alineamiento mismo de cada una de las metrópolis en el bloque católico o protestante. Los colonos ingleses tuvieron un fuerte prejuicio hacia sus vecinos del Sur, como lo muestra el empeño de Cotton Mather de aprender el español “en 15 días”, para escribir el folleto La fe del Christiano, en veynticuatro artículos de la Institución de Christo embiada a los españoles para que abran sus ojos (Boston, 1699), destinado a regenerarlos. A esa primera preocupación misionera angloamericana siguió un contacto menos idealista: el contrabando comercial. Para los colonos, los habitantes del Sur eran los dueños de riquezas celosamente cuidadas, mercados promisorios y tierras de habitantes mezclados y fanáticos papistas, carentes de libertad, a los que intentarían, a principios del siglo XIX, catequizar secularmente mediante su Constitución.
Los españoles y novohispanos no parecen haberse preocupado de sus vecinos del Norte hasta que la independencia de las colonias produjo las fricciones en las fronteras de la Florida y la Luisiana. La metrópoli empezó a preocuparse por el ejemplo que la separación podría significar para sus colonias y por el expansionismo de que daba muestras. El éxito de Estados Unidos no tardaría, en efecto, en convertirlo en modelo de las naciones del Sur al iniciar la lucha por su independencia. Pero admiración y desilusión estaban destinadas a ir unidas desde el principio. Los norteamericanos no les facilitaron la ayuda ansiada y, en el caso de México, se notó de inmediato un afán expansionista sobre su territorio.
Los autores norteamericanos no parecen comprender el grado en que la conquista de gran parte de su territorio ha determinado el resentimiento y la desconfianza de los mexicanos. No dudamos que muchos autores norteamericanos traten de ser objetivos, pero a menudo pasan por alto detalles esenciales para comprender las reacciones mexicanas y, sin pretenderlo, juzgan un mismo fenómeno con diversa medida cuando se refiere a su país. Así, por ejemplo, subrayan la intransigencia mexicana de no reconocer la independencia de Texas (que para muchos justifica la guerra del 47), al tiempo que justifican como natural la decisión de Lincoln de no permitir la secesión del Sur.
Esta obra no pretende resolver todos los problemas planteados por la relación entre México y su vecino del Norte, ni las múltiples contradicciones que de ella se derivan. Nuestro propósito es más modesto: explorar, desde la perspectiva actual, el espacio histórico en el que ha surgido y se ha desarrollado la compleja y difícil trama de la relación entre México y Estados Unidos. Desde luego, se ha buscado la objetividad pero con una clara conciencia de la imposibilidad cabal de semejante tarea. En todo caso no reclamamos imparcialidad, pues aunque como historiadores aspiraríamos a ella, sin duda lo que ofrecemos es una visión mexicana del problema. Además, se intentaría recoger los elementos centrales del tema que se encuentran en el tapete de las discusiones en el México de nuestros días. Confiamos en haberlo logrado, al menos en parte.
Al escribir esta obra, se tuvieron a la vista todas las obras publicadas a nuestro alcance. Con base en este material, más la propia investigación primaria efectuada sobre ciertos temas de las relaciones mexicano-norteamericanas, durante los siglos XIX y XX, se ha elaborado este trabajo. Estamos conscientes de que por la naturaleza general de la obra hay temas que necesitan profundizarse y para ello el lector encontrará útil la bibliografía que se ofrece al final.
Finalmente, algunas consideraciones en torno a la periodización. Cada uno de los autores abordó el periodo que le era más familiar: Josefina Zoraida Vázquez el siglo XIX y Lorenzo Meyer el XX. El capítulo inicial provee los antecedentes mínimos indispensables, o sea, aquellos relacionados con la colonización de la Nueva Inglaterra, así como las primeras reacciones del nuevo Estado —surgido de la unión de las viejas colonias inglesas— con el Imperio español en relación con la Nueva España. El siguiente capítulo aborda una de las etapas más difíciles en la relación, la comprendida entre 1821 y 1848, o sea, la del enfrentamiento armado entre las dos naciones y que culmina con la pérdida de la mitad del territorio mexicano. El capítulo III analiza lo que consideramos una etapa de transición, 1848 a 1867, en la que ambos países se encontraban enfrascados en enfrentamientos civiles. Finalmente, el siglo XIX se cierra con el periodo que va de 1867 a 1898, el cual, y a pesar de graves problemas fronterizos, se inicia y concluye en una atmósfera de relativa cordialidad. Es entonces cuando tiene lugar la industrialización masiva norteamericana que habría de reflejarse en la relación con México, debido a la importancia que adquirieron las inversiones norteamericanas y el comercio entre los dos países.
En la segunda parte de la obra, el capítulo V hace un breve examen de los resultados y problemas a que dio lugar la apertura de la economía mexicana al gran capital norteamericano. El capítulo VI está dedicado a un periodo breve pero de relaciones intensas y extremadamente conflictivas entre ambos países debido a los efectos negativos que sobre los intereses económicos y políticos de Estados Unidos tuvo la Revolución Mexicana de 1910-1920. El capítulo VII sigue examinando este mismo problema entre 1920 y 1940, cuando en México la guerra civil había casi concluido y se iniciaba el periodo de reconstrucción y reformas institucionales, y cuando en Estados Unidos —convertidos ya en la mayor potencia mundial— tuvo lugar la transición del imperialismo de viejo cuño al New Deal. El capítulo VIII aborda los principales problemas que han surgido en la relación entre ambos países en la época contemporánea. A partir de 1940 no volvieron a producirse choques tan espectaculares como en el pasado. En realidad, y a raíz de la segunda Guerra Mundial, México y Estados Unidos se convirtieron en aliados, lo cual no impidió que incluso entonces y después surgieran numerosas divergencias en torno a problemas bilaterales y del sistema interamericano. En el capítulo IX y último se aborda el análisis de los 30 últimos años (1971-2000), cuando la política exterior de México se ha caracterizado por un mayor activismo en el plano internacional, en busca de una diversificación de sus relaciones internacionales políticas y económicas, extraordinariamente concentradas en su intercambio con Estados Unidos. Este pasado reciente muestra que, si bien es posible la convivencia entre países de poder y tradiciones tan disímiles, es necesario asumir y manejar la existencia de desacuerdos e incompatibilidades en la amplia gama de asuntos que conforman sus relaciones e intercambios en la actualidad.
Este trabajo se presentó originalmente en una serie de seminarios en los que participaron varios de nuestros colegas de El Colegio de México de los centros de Estudios Internacionales y de Estudios Históricos. Su cuidadosa lectura y comentarios —en particular del profesor Mario Ojeda— contribuyeron, sin duda, a mejorar la obra. Para Guadalupe Sánchez y Norma Zepeda M. nuestra gratitud por su eficiencia mecanográfica.