LA PERLA

 

 

 

JOHN STEINBECK

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: The Pearl

Diseño de la cubierta: Edhasa

Primera edición impresa: febrero de 2009

Primera edición en e-book: julio de 2021

© John Steinbeck, 1945

© Renewed Elaine Steinbeck, Thom Steinbeck, John Steinbeck IV, 1973

© de la traducción: Horacio Vázquez-Rial, 1993

© de la presente edición: Edhasa, 2021

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ISBN: 978-84-350-818-7

Producido en España

CAPÍTULO VI

El viento soplaba con fiereza y con fuerza, y arrojaba sobre ellos fragmentos de ramas, arena y piedrecillas. Juana y Kino se cogieron las ropas para ajustarlas aún más al cuerpo, se cubrieron la nariz y salieron al mundo. El viento había limpiado el cielo y en él lucían las estrellas frías. Andaban con cautela, y evitaron el centro del pueblo, por donde cualquiera que durmiese en la entrada de una casa podía verles pasar. Porque el pueblo se cerraba sobre sí mismo ante la noche, y cualquiera que se moviera por allí en la oscuridad sería advertido.

Kino se deslizó por el borde de la ciudad y enfiló hacia el norte, el norte según las estrellas, y encontró el irregular camino de arena que, por el monte bajo, llevaba hacia Loreto, donde la Virgen milagrosa tenía su santuario.

Kino percibió contra los tobillos la arena arrastrada por el viento, y se sintió contento, porque supo que no quedarían huellas. La débil luz de las estrellas le revelaba el estrecho camino en el monte bajo. Y Kino oía el paso de los pies de Juana tras él. Avanzaban rápido y en silencio, y Juana trotaba para no perderle.

Algo ancestral se movía en Kino. A través de su miedo a la oscuridad y a los demonios que poblaban la noche, le alcanzó una fuerte corriente de optimismo; algo animal se movía en él, y le hacía astuto y cauto y peligroso; algo procedente del remoto pasado de su pueblo vivía en él.

Tenía el viento en la espalda y las estrellas le guiaban. El viento gritaba y batía en la maleza, y la familia seguía andando monótonamente, hora tras hora. No se cruzaron con nadie ni vieron a nadie. Finalmente, a su derecha, se levantó la luna menguante y, cuando estuvo alta, el viento murió y la tierra se serenó.

Ahora veían la senda delante, profundamente hendida por huellas de ruedas en la arena. Al cesar el viento, habría marcas de pisadas, pero se encontraban ya a buena distancia del pueblo y tal vez sus huellas no fuesen advertidas. Kino adelantó cuidadosamente por la señal de una rueda, y Juana siguió su ejemplo. Un carro grande que fuese hacia el pueblo por la mañana borraría todo rastro de su paso.

Caminaron toda la noche sin alterar nunca el ritmo de la marcha. Una vez, Coyotito despertó, y Juana lo cambió de sitio y lo sostuvo contra su pecho, tranquilizándole, hasta que se volvió a dormir.

Y los malos espíritus de la noche les rodeaban. Los coyotes llamaban y reían en la maleza, y los búhos chillaban y silbaban sobre sus cabezas. Y en una ocasión, un animal grande se alejó pesadamente, haciendo crujir las malas hierbas. Y Kino aferró el mango del gran cuchillo de trabajo y obtuvo de él un fuerte sentimiento de protección.

La música de la perla resonaba triunfal en la cabeza de Kino, y la serena música de la familia subyacía a ella, y ambas se entrelazaban con el suave ritmo de los pies, calzados con sandalias, en el polvo. Toda la noche anduvieron, y al despuntar el alba Kino buscó a los lados del camino un soto en que echarse durante el día. Encontró su sitio cerca de la senda, un pequeño claro donde podía haberse tumbado un ciervo, cubierto por una espesa cortina de frágiles árboles secos paralela a la huella. Y cuando Juana se hubo sentado y acomodado para alimentar al bebé, Kino regresó a la senda. Rompió una rama y con ella barrió las huellas en el sitio en que se habían apartado de su ruta. Y entonces, a la primera luz, oyó el crujir de un carruaje y se acurrucó a un lado del camino y observó el paso de un pesado carro de dos ruedas, arrastrado por lentos bueyes. Y cuando se perdió de vista, él regresó al camino y miró las huellas y descubrió que las pisadas habían desaparecido. Y volvió a barrer su propio rastro y retornó junto a Juana.

Ella le dio las tortillas que Apolonia había preparado y, al cabo de un rato, durmió un poco. Pero Kino se sentó en el suelo y se quedó mirando la tierra delante de él. Contempló las hormigas que se movían, una fila cerca de su pie, e interpuso el pie en su camino. Entonces la columna pasó por encima de su empeine y continuó el curso de su avance, y Kino dejó el pie allí y las miró andar sobre él.

El sol se elevó, abrasador. Ya no estaban cerca del Golfo, y el aire era seco y ardiente hasta el punto de que la maleza crepitaba por el calor y un agradable aroma a resina se desprendía de ella.

Y cuando Juana despertó, con el sol alto, Kino le dijo cosas que ella ya sabía.

–Ten cuidado con los árboles como aquél –dijo, señalando–. No los toques, porque si los tocas, y después te tocas los ojos, te dejarán ciega. Y cuidado con los árboles que sangran. Fíjate, aquel de allí. Porque, si lo rompes, la sangre roja manará de él, y eso trae mala suerte.

Y ella asintió y le sonrió un poco, porque sabía todo aquello.

–¿Nos seguirán? –preguntó–. ¿Crees que tratarán de encontrarnos?

–Tratarán –dijo Kino–. Quien nos encuentre, tendrá la perla. Oh, sí que tratarán.

Y Juana dijo:

–Quizá los negociadores dijeran la verdad y la perla no tenga valor alguno. Quizás haya sido todo una ilusión.

Kino hurgó entre sus ropas y sacó la perla.

Dejó que el sol jugara sobre ella hasta que le escocieron los ojos.

–No –dijo–, no hubiesen procurado robarla si no tuviese valor.

–¿Sabes quién te atacó? ¿Fueron los negociadores?

–No lo sé. No les vi.

Miró la perla en busca de una visión.

–Cuando por fin la vendamos, tendremos un rifle –dijo, y buscó en la brillante superficie su rifle, pero sólo vio un oscuro cuerpo vencido en el suelo con sangre brillante brotando de su cuello.

Y se apresuró a decir–: Nos casaremos en una gran iglesia –y en su perla vio a Juana, con el rostro golpeado; arrastrándose hacia la casa en medio de la noche–. Nuestro hijo debe aprender a leer

–dijo, frenético. Y en la perla estaba la cara de Coyotito, hinchada y enfebrecida por la medicina.

Y Kino volvió a guardar la perla entre sus ropas, y la música de la perla se había hecho siniestra en sus oídos, y estaba entretejida con la música del mal.

El ardiente sol batía la tierra, y Kino y Juana fueron a refugiarse en el encaje de sombra del monte bajo, y pequeños pájaros grises corrieron por el suelo en la sombra. En el calor del día, Kino se relajó y se cubrió los ojos con el sombrero y se rodeó la cara con la manta para mantener alejadas las moscas, y se durmió.

Pero Juana no durmió. Se estuvo quieta como una piedra, y su rostro permaneció inmóvil. Tenía la boca hinchada donde Kino la había golpeado, y grandes moscas zumbaban alrededor del corte de su barbilla. Pero se mantuvo quieta como un centinela, y cuando Coyotito despertó lo puso en el suelo, delante de ella, y contempló cómo agitaba los brazos y cómo daba puntapiés, y el bebé le sonrió y le gorjeó hasta que ella también sonrió. Cogió una ramita del suelo y le hizo cosquillas y le dio agua de la calabaza que llevaba en su fardo.

Kino se estremeció en un sueño, y gritó con voz gutural, y su mano se movió en una lucha simbólica. Y luego gimió y se incorporó de golpe, los ojos muy abiertos y las aletas de la nariz temblando. Escuchó y oyó solamente las crepitaciones del calor y el siseo de la distancia.

–¿Qué pasa? –preguntó Juana.

–Calla –dijo él.

–Soñabas.

–Tal vez.

Pero estaba desasosegado, y cuando ella le dio una tortilla de su reserva, dejó de masticar para escuchar. Estaba inquieto y nervioso; miraba por encima del hombro; cogió el gran cuchillo y comprobó su filo. Cuando Coyotito gorjeó en el suelo, Kino dijo:

–Manténlo callado.

–¿Qué pasa? –preguntó Juana.

–No lo sé.

Volvió a escuchar, con una luz animal en los ojos. Se levantó luego, en silencio; y, agachado, se abrió paso por entre las malezas hacia la senda.

Pero no salió a la senda; arrastrándose, buscó el abrigo de un árbol espinoso y espió el camino por el que habían venido.

Y entonces les vio avanzar. Su cuerpo se tensó, y bajó la cabeza, y miró furtivamente desde debajo de una rama caída. En la distancia, vio tres figuras, dos de a pie y una a caballo. Pero sabía qué eran, y un escalofrío de miedo le recorrió. Aun en la distancia, vio a los dos de a pie moverse con lentitud, inclinados hacia el suelo. Aquí, uno se detuvo y miró la tierra, mientras el otro se reunía con él. Eran rastreadores, podían seguir el rastro de una cabra en las montañas de piedra. Eran sensibles como sabuesos. Aquí, él y Juana podían haber salido de la senda de los carros, y esa gente del interior, esos cazadores, podían seguirles, sabían leer en una brizna rota o en un montón de polvo derribado. Tras ellos, a caballo iba un hombre oscuro, la nariz cubierta por una manta, y, atravesado sobre la silla, un rifle reflejaba el sol.

Kino yacía tan rígido como la rama. Apenas si respiraba, y sus ojos fueron hasta el lugar en que había barrido las huellas. Aun ese barrido podía ser un mensaje para los rastreadores. Conocía a aquellos cazadores del interior. En un país en que había poca caza, se las arreglaban para vivir gracias a su capacidad para la caza, y le estaban cazando a él. Corrían por el campo como animales y encontraban una señal y se agachaban sobre ella mientras el jinete esperaba.

Los rastreadores gañían un poco, como perros excitados sobre una huella fresca. Kino, lentamente, sacó su gran cuchillo y se aprestó a usarlo. Sabía lo que tenía que hacer. Si los rastreadores daban con el sitio que él había barrido, debía saltar sobre el jinete, matarlo a toda prisa y coger el rifle. Era su única oportunidad en el mundo.

A medida que los tres se aproximaban por el camino, Kino excavaba pequeños hoyos con los dedos de sus pies calzados con sandalias, para poder saltar por sorpresa sin resbalar. Su visión desde detrás de la rama caída era reducida.

Juana, atrás, en su escondite, oía ya el paso de los cascos de los caballos, y Coyotito gorjeó. Lo alzó rápidamente y lo metió bajo el chal y le dio el pecho, y él calló.

Cuando los rastreadores se acercaron, Kino sólo pudo ver sus piernas y las patas del caballo desde debajo de la rama caída. Vio los oscuros pies callosos de los hombres y sus blancas ropas raídas, y oyó el crujir de la piel de la silla y el tintineo de las espuelas. Los rastreadores se detuvieron en el sitio en que Kino había barrido; y el jinete también se detuvo. El caballo echó la cabeza atrás para liberarse del bocado y el freno se deslizó bajo su lengua y el animal bufó. Entonces, los oscuros rastreadores se volvieron y estudiaron al caballo y observaron sus orejas.

Kino no respiraba, pero su espalda se arqueó un poco, y los músculos de sus brazos y de sus piernas se contrajeron por la tensión y una línea de sudor se formó en su labio superior. Los rastreadores pasaron un largo momento inclinados sobre el camino, y luego se movieron lentamente, estudiando el terreno que tenían delante, y el jinete fue tras ellos. Los rastreadores corrieron, deteniéndose, mirando y apresurándose. Volverían, Kino lo sabía. Darían vueltas y explorarían, ojeando, agachándose, y, tarde o temprano, volverían a su huella cubierta.

Se deslizó hacia atrás, y no se molestó en disimular su rastro. No podía; había allí demasiadas pequeñas señales, demasiadas ramas rotas y puntos desgastados y piedras fuera de lugar. Y había pánico en Kino ahora, un pánico de huida. Los rastreadores encontrarían su huella, lo sabía. No había escapatoria, como no fuese en la huida. Se alejó del camino y fue, rápida y silenciosamente, hacia el escondite en que estaba Juana. Ella le miró, interrogativa.

–Rastreadores –dijo él–. ¡Vamos!

Y entonces un desamparo y una desesperanza pasaron por encima de él, y su rostro se endureció y sus ojos se entristecieron.

–Quizá deba dejar que me cojan.

Instantáneamente, Juana se levantó y puso una mano en su brazo.

–Tienes la perla –gritó con voz ronca–. ¿Crees que te atraparán vivo para que digas que te la han robado?

La mano de él se hundió, laxa, bajo sus ropas, donde la perla estaba escondida.

–La encontrarán –dijo con voz débil.

–Vamos –dijo ella–. ¡Vamos! –y, cuando él no respondió–: ¿Crees que me dejarán vivir? ¿Crees que dejarán vivir al pequeño?

El discurso de la mujer hizo mella en el cerebro de Kino; sus labios se curvaron y sus ojos tornaron a ser fieros.

–Vamos –dijo–. Iremos a las montañas. Tal vez podamos perderlos en las montañas.

Frenéticamente, reunieron los fardos y las bolsitas que eran todo lo que poseían. Kino llevaba un bulto en la mano izquierda, pero el gran cuchillo estaba libre en su mano derecha. Fue picando el monte para Juana y avanzaron deprisa hacia el oeste, hacia las altas montañas de piedra.

Atravesaron rápidamente la maraña de malezas.

Era el pánico de la huida. Kino no intentaba ocultar su paso, corría, pateando piedras, dañando las reveladoras hojas de los árboles pequeños.

El alto sol se derramaba sobre la tierra seca y quebradiza, y la vegetación protestaba. Pero delante estaban las montañas de granito desnudo, elevándose sobre montones de piedrecillas y destacando monolíticas contra el cielo. Y Kino corría en busca de la altura, como lo hacen casi todos los animales perseguidos.