La perspectiva de pasar un fin de semana con Alain Delon me perturbó durante varios días. No había gente que me encontrara a la que no le dijera: “¿Con quién crees que voy a pasar el próximo fin de semana? ¡Con Alain Delon!”. Y claro, al escuchar esto, las reacciones no se hacían esperar. No faltaba quienes me miraran con absoluta incredulidad. “Ay, sí, y yo lo voy a pasar con Brigitte Bardot”, decían ellos, “y yo con Robert Redford”, decían ellas. Otros, se reían nerviosamente y murmuraban: “Ahora sí ya enloqueciste por completo”. Vi retratada la envidia en los ojos —pobrecitas— de muchas de mis amigas. “Ay, pero ya ha de estar hecho un anciano”, exclamaban sin poder evitar el típico rictus de codicia en los labios. Pero éstas, afortunadamente, quedaron totalmente olvidadas gracias a las solidarias y generosas. “¡Híjole, qué suertuda eres! ¡Qué padre! A ver cómo le haces pero tienes que conquistarlo. Es una experiencia única. Júrame que cuando regreses me cuentas todo con lujo de detalle. Estoy segura de que le vas a caer superbien.”
“Caerle superbien”, era exactamente lo que yo quería. “¿Cómo se puede caer ‘superbien’ a uno de los hombres más guapos que han existido en el cine, a uno de los actores que más pasiones ha despertado en el mundo?”, me preguntaba angustiadísima por las noches. “Tengo que ser tal como soy. ¿Y si detesta, precisamente, tal como son las mujeres? Tengo que ser lo más natural del mundo. ¿Y si odia todo lo que tenga que ver con la naturalidad porque la encuentra ridículamente estúpida? Le tengo que hablar de todas sus películas. ¿Y si ya está harto de este tema? Ya sé, lo mejor es preguntarle llanamente: ‘Dígame señor Delon, ¿qué puedo hacer para caerle superbien? ¿Quiere que lo lleve hasta la cima del Popo, no obstante está en pleno trabajo? ¿O prefiere que le explique detalladamente todos los murales que pintó Diego Rivera? ¿Qué le parece si le organizo, especialmente para usted, una visita al Museo de Antropología? Allí le inventaré cada uno de los significados que forma nuestro calendario azteca. Le platicaré, aunque no sepa nada, sobre los aztecas, los mayas, los chichimecas, los olmecas. Después, si quiere y si no está muy cansado, iremos al Zócalo a ver cómo arrían la bandera mexicana. Después podríamos ir a tornar un cafecito a la terraza del Hotel Majestic.
”¿Y para cenar? Podríamos ir al Café de Tacuba. Y mientras disfrutamos unas deliciosas tostadas de pollo, le platicaría todo acerca de la política mexicana. Ya verá cómo lo voy a hacer reir. Asimismo le nombraré cada uno de los panes dulces que venden en el restaurante.
”Después, podríamos caminar por las calles del Centro Histórico. Le enseñaré la Plaza de Santo Domingo. Lo llevaré a San Ildefonso. Y en tanto caminamos, le podría ir leyendo todos los anuncios que encontremos a nuestro paso. Después, podríamos ir al Bar León. Allí le enseñaré algunos pasitos de rumba. En seguida, podríamos ir, si usted no está muy cansado, al último piso de la Torre Latinoamericana. Dicen que desde allí se ven las estrellas de muy cerquita. Si no le importa, aprovecharé el momento para platicarle mi vida, de mis amores y desamores. “Después, si quiere, me contará la suya. Seguramente me contará, porque yo ya lo sé, que tuvo una infancia muy turbulenta. Que cuando era pequeño sus padres se divorciaron. Que vivió muchos años en Indochina. Tal vez me platique del idilio que tuvo con Romy Schneider. Y como para entonces, seguramente, ya se nos habrá ido completamente el sueño, podríamos ir a la Plaza Garibaldi. Allí, Alain, acompañada por el mariachi, le cantaré con toda el alma, ‘Cucurrucucú Paloma’. Después, le podría enseñar la letra de ‘El rey’ para que me la cante con un sombrero de charro en la cabeza. ¿Después? Después nos iremos a tomar unos tequilas Herradura Reposado y brindaremos por el éxito de la película de Bernard-Henri Lévy que usted filma en Ixtapa y que se llama Un día y una noche; brindaremos por Alexandre, su personaje, el escritor exiliado que vive muy cerca de Chiapas; brindaremos por el maravilloso color de sus ojos; brindaremos por todos los sueños que ha provocado Alain Delon en millones de mujeres de todas partes del mundo; brindaremos por Trotsky, título de la película que rodó en México en 1972, dirigida por Joseph Losey, en donde usted interpreta el papel de Ramón Mercader; brindaremos por Rocco y sus hermanos, de Visconti; y en ese momento, tal vez, le confesaré que la primera vez que la vi en el cine-club del IFAL a los dieciocho años me enamoré perdidamente del personaje de Rocco, es decir, de usted; brindaremos por las ochenta películas que ha filmado; brindaremos por sus dos hijos chiquitos, el que tiene cinco años y el de tres; brindaremos por Mitterrand, por Daniela, por el subcomandante Marcos, por mi amiga Arielle Dombasle (aunque en la película que filma es su amante, no le tengo celos); por Lauren Bacall, otra de las artistas; por Francisco Rabal, que interpreta el papel del cacique corrupto mexicano; por Francia, por México, por el amor y, naturalmente, por la vida. Es evidente, señor Delon, que ya para entonces estaremos bien borrachitos. Y después, ¿qué haremos? No sé. Ya se nos ocurrirá algo...”. Estaba segura que si le decía algo por el estilo, terminaría por caerle super bien.
La víspera de mi partida a Ixtapa, en donde se encontraba todo el equipo junto con Lévy, estaba nerviosísima. Ese día lo ocupé en todos los preparativos: rasurada de piernas, manicure, ir a comprar un traje de baño y unas sandalias, ir al salón, pintarme el pelo, etcétera. Después fui a grabar a Radio Red y terminé algunos textos. Por la noche me probé cerca de cuarenta playeras, quince faldas, dieciocho pantalones, veinte vestidos, cuatro pareos. Cada vez que me le presentaba a mi hija con cara de “¿Qué tal se me ve?”, me decía exactamente lo mismo: “¿Sabes qué, mamá? No te queda”. Por un momento, pensé que en el fondo ella también sentía envidia de que fuera a pasar un week-end con Alain Delon. Pero desgraciadamente tenía razón, nada me quedaba. Todo se me veía demodé, desgastado, viejón, etcétera. “No hay duda, a partir de cierta edad, lo que importa es la personalidad”, me dije como para resignarme al mismo tiempo que metía en la petaquilla un pantalón negro de lino superclásico y algunas blusas blancas de tipo camisero sumamente sueltas.
Esa noche tuve un sueño extraño. Soñé con Alain Delon con un sombrero en la cabeza y un abrigo negro. Yo lo veía de un piso alto de un edificio en París. La calle se veía semivacía.
“¡Alain, Alain!”, le gritaba desde la ventana. No sé si no me escuchaba o se hacía el sordo, el caso es que no se inmutaba. Parecía como preocupado, como si alguien lo estuviera siguiendo.
Después vi que salió la conserje. “Au secours!, Au secours!”, gritaba. En seguida, no sé por qué, apareció Chapa Bezanilla con dos detectives. “Dicen que el verdadero Aburto está escondido en París en un departamento de Pigalle”, dijo de repente mi vecino que también se encontraba asomado desde su ventana. “Ay, pero Alain Delon no está coludido, ¿verdad?”, le pregunté preocupadísima. “¿Monsieur Klein? Por supuesto que no. Él es el detective francés que está ayudando a México. Dicen que es el mejor.” “Estoy segura”, contesté. Inmediatamente después me puse a gritar: “¡Alain, Alain, sube! Aquí está Aburto. En mi departamento. ¡Sube!”. Dos minutos después estaban tocando la puerta. Fui a abrir, y en ese instante, me desperté.
Al otro día, antes de irme al aeropuerto, verifiqué en mi libro sobre los sueños de Emilio Salas, qué significado tenía “sombrero”, y esto fue lo que leí: “En psicoanálisis se ha considerado el sombrero como un símbolo sexual relacionado con el órgano masculino, la potencia o el clásico medio preventivo. Pero estas acepciones sólo pueden aceptarse cuando el contexto del sueño lo requiere...”. Al cerrarlo, exclamé: “¡Chácatelas!”.
Por fin llegó el momento de conocer a Alain Delon. Fue el sábado en la noche durante una cena que ofrecía Jorge Alberto Lozoya para dar la bienvenida a todo el grupo de artistas y al embajador de Francia. Cuando Lévy me presentó a Alain Delon, lo único que se me ocurrió decirle fue: “Me parece usted tan institucional y mítico, que es como si en estos momentos me presentaran al Arco de Triunfo o a la Torre Eiffel”. Me sonrió y me miró con sus ojos tan azules que casi me desvanezco. Pero afortunadamente no me desmayé (¿se imaginan qué tiempo perdido?). Nerviosísima, me puse entonces a platicar con el Rocco de mi juventud. Y en tanto me contaba que hacía veinte años había venido a México a filmar Trotsky, me puse a observarlo con detenimiento. No obstante sus sesenta y un años, aún conserva un aire juvenil. Sus líneas de expresión (en su caso me niego a llamarlas arrugas), lo hacen verse más varonil y con una expresión con más fuerza. Prácticamente no tiene canas. Sobre su tez tostada por el sol, sus ojos tienen un color violeta claro con destellos aguamarina. Sin embargo, en su mirada se diría que tiene algo de doloroso. Sus manos son preciosas. Es muy alto, delgado, tiene unas espaldas muy anchas. Esa noche estaba vestido con una camisa de seda blanca, pantalón de lino y un blazer muy delgado azul marino. Alain Delon usa anteojos de marca Alain Delon. Agua de colonia marca Alain Delon. Lleva un reloj muy clásico de la marca Blancpain. Me dijo que se bañaba con jabón Roger & Gallet. Alrededor del cuello usa una cadena delgada con una cruz griega y una medallita tibetana. Pero tal vez lo que más me llamó la atención fueron su sencillez y su sentido del humor. “¿Qué es México para usted?”, le pregunté. A lo que me contestó: “L’ avenir”. Es decir, “el futuro”. Lo miré desorientada y ya no quise darle mi punto de vista sobre “el mañana” de mi país. No quería deprimirlo. Más adelante en la conversación, me dijo que le gustaba muchísimo y que estaba encantado de hacer la película a la orilla del mar. Me contó que había rentado una casa en Cuernavaca en la calle de Nezahualcóyotl, a un lado de la catedral, a donde llegaría el 26 de abril y se quedaría hasta terminar el rodaje del filme, a fines de junio. Nos despedimos íntimos como si de niños hubiéramos jugado a las canicas. “Au-revoir Lupita, a demain a la plage”, me dijo con una sonrisa a-do-ra-ble.
Cuando regresé a mi cuarto me sentía en las nubes. Abrí la puerta del cuarto con una expresión angelical. Con esta misma actitud prendí la televisión, y mientras escuchaba Eco, me desmaquillé. En seguida me probé mi traje de baño y en el baño tuve una peregrina idea (¿se dice así?): me vi de cuerpo entero entre dos espejos. ¡Qué barbarité! Y en ese momento me di cuenta que el tiempo había pasado tanto sobre mí como sobre Alain Delon. Ninguno de los dos éramos ya los mismos. Ni él cuando filmó El Gatopardo, ni yo cuando la vi en una reseña del cine Roble. Vi mis pies hinchados, con dos o tres callos, vi mis tobillos abultadísimos, vi mis piernas de la típica señora con pésima circulación, vi la piel de mis brazos cansada. No vi mi cintura, vi mis senos somnolientos, vi mis caderas ojerosas, vi mi estómago demasiado satisfecho y no me gusté. Para colmo, de pronto me acordé del cuerpo de todas las mujeres que había tenido Alain Delon: el de Romy Schneider, el de Nathalie Delon, el de Mireille Darc, e imaginé el de la holandesa, madre de sus dos hijos chiquitos. “¡Híjole!, de plano no tengo ningún chance”, me dije entre tristona y resignada. Apagué la luz del baño. Me quité el traje y me puse mi camisoncito de exalumna de colegio de monjas. “¿Cómo le habré caído?”, me pregunté antes de dormirme. Esa noche ya ni soñé.
Al otro día vi a Alain Delon en la playa completamente vestida, y antes que me dijera algo, le comenté con una voz interesante, como de actriz dirigida por Godard: “¿Sabe usted Alain? Yo soy de las que nado a las seis de la mañana. Me gusta hacerlo cuando todavía se encuentra la luna en el cielo. Después, prefiero caminar a lo largo de la playa y reflexionar sobre lo absurdo de la vida... Como usted mismo dice en el guión: ‘Todo es tan relativo...’”.
Durante la cena del domingo me comentó que tenía una molestia en el hombro izquierdo y que se sentía todavía un poquito cansado del viaje. Entonces me atreví a recomendarle que tomara mucho jugo de papaya con naranja y nopal. Después hablamos de los paseos que hacía Maximiliano en los Jardines Borda, de las playas de Ixtapa y de María Félix. “¿Sabe?, yo soy de su generación, también de Dolores del Río”, me dijo muerto de risa. “¡Para nada!”, exclamé. “Usted no pertenece a ninguna generación. Ha existido desde siempre. Usted es eterno.” Me miró con una cierta tristeza, se sonrió y quiso que brindáramos por la belleza de la Doña.
Al despedirnos me comentó: “Si me quieren llamar mis admiradoras al hotel Villa del Sol, dígales que lo hagan después de las once de la noche. A partir de esa hora ya nadie contesta los teléfonos en este hotel”. Nos dijimos adiós y yo me fui al aeropuerto con el Rocco de mi juventud.
Tuvieron que pasar treinta y cuatro años para que, por fin, se publicara la última obra inédita de Albert Camus, El primer hombre. Esta autobiografía incompleta nos habla de su vida, costumbres, de la injusticia, lo absurdo, el placer, de Argelia, de su madre... Y sobre todo, por primera vez escuchamos la voz de un Camus que narra con las heridas abiertas una infancia por demás extraña.
El manuscrito fue encontrado cerca del coche donde Camus murió, en enero de 1960. El autor de El extranjero tuvo la idea de escribir este libro a partir de su viaje a Saint-Brieuc, donde vivía su madre. “Nunca has ido a la tumba de tu padre. ¿Por qué no vas a visitarla.” No obstante que en el fondo ni su madre ni él le daban importancia a esta visita, Camus fue al panteón. Pero al ver sobre la lápida la fecha 1885-1914, por primera vez se percató que su padre había muerto a los veintinueve años. Entonces el filósofo tenía cuarenta.
Catherine Sintés, de origen español sumamente modesto, viuda de Lucien Camus, muerto en la guerra de Argelia unos días después de que naciera su único hijo, Albert, era sorda y tenía enormes dificultades para expresarse. Esta madre tan hermética siempre representó para su hijo el misterio de la injusticia y de un amor mudo.
Una día, después de mucho insistir, Camus una vez más le suplicó a su madre que recordara su vida cuando vivía al lado de su padre.
—Pero ¿cuándo fue, mamá? —le preguntaba su hijo una y otra vez.
—No sé, no recuerdo.
—¿Fue antes de que se fueran a Solferino?
—Sí.
Decía “sí”, pero a lo mejor era “no”. Desde una memoria en tinieblas había que remontar en el tiempo, nada era seguro. La memoria de los pobres está todavía menos nutrida que la de los ricos, ya que prácticamente nunca se mueven del lugar donde viven. Su carencia de puntos de referencia tanto en el espacio como en el tiempo es mayor, sobre todo aquellos que han llevado una vida gris y uniforme. Claro, está la memoria del corazón, dicen que la más cierta y segura, pero a fuerza de trabajo el corazón se desgasta y bajo el peso de la fatiga tiende a olvidar pronto.
El tiempo perdido no se vuelve a encontrar. Además, para poder seguir soportando no hay que acordarse demasiado. Para ello había que vivir día a día, hora tras hora, como a fuerzas vivía su madre, ya que este padecimiento de juventud la había dejado sorda y con la palabra torpe. “Según mi abuela fue debido a una tifoidea. Pero pienso que una enfermedad así no deja esas secuelas. Quizá un tifus. Cuando le dije esto a mi madre, preguntó ¿un qué? Y de nuevo con ella era la noche.” Por añadidura, la enfermedad le había impedido aprender, lo mismo con los métodos que utilizan los más afectados. Esto la forzó a una muda resignación, misma que le permitió enfrentar la vida. ¿Qué más podía hacer? ¿Quién en su lugar hubiera podido hacer otra cosa?
¡Cómo hubiera querido Camus que su madre se hubiera apasionado al describir a un hombre que había muerto cuarenta años atrás y con el cual nada más había compartido (¿compartió realmente?) cinco años de su vida! Incluso su hijo no estaba seguro de que lo hubiera amado apasionadamente. En todo caso no se lo podía preguntar, mas él también a su manera estaba mudo frente a ella. En el fondo quizá no quería saber lo que realmente había existido entre ellos dos. Tal vez era un forma de renunciar al conocimiento de una parte muy íntima de su madre.
Aldo, como todo el mundo le decía, fue el mayor de sus hermanos: Martha Ofelia, Laura Elena, Víctor Manuel, Marcela Dolores y Claudia María.
Aldo siempre fue un niño muy serio y servicial. Cuando terminaba de hacer sus tareas, acudía al banco para hacer trámites a nombre de su padre, quien entonces era comerciante de minerales y ganadero. Cuando tenía diez, un domingo recorrió cuarenta y cinco kilómetros a caballo. Muy tempranito salió de la casa de unos tíos y se fue hasta Magdalena completamente solo. En una pequeña mochila llevaba unas “burritas” de machaca y frijoles y una cantimplora con agua de limón.
Un día, saliendo de la Escuela Juan Fenochio, donde también estudió su padre, pasó por una calle del centro y vio en una vitrina una bicicleta preciosa. Durante un largo tiempo contempló el manubrio, y las llantas, cuyos rayos brillaban como un sol. A partir de ese descubrimiento, Aldo pasaba diario frente a la tienda. Como no se atrevió a pedírsela a su padre, decidió meterse como repartidor de periódicos. Durante varias tardes, al salir de la escuela, corría hacia las oficinas del periódico, recogía el paquete de diarios y con toda puntualidad los llevaba a la dirección de cada suscriptor. Poco a poco fue ahorrando dinero y, al cabo de un tiempo, finalmente, compró la bicicleta con sus propios esfuerzos. ¡Cómo era feliz Aldo yendo y viniendo en su bicicleta! Le gustaba sentir el viento contra su cara. “Este gusto es producto de mi esfuerzo”, pensaba en tanto subía y bajaba a toda velocidad por las colinas bordeadas de árboles frutales.
Una mañana lo mandó llamar el director: “¿Te gustaría hacer un viaje a la ciudad de México?”, le preguntó mirándolo fijamente. Aldo no entendía. Por un momento temió que lo estuvieran enviando a otro colegio. “Sí”, dijo con la cabeza. “Pues bien. Este premio te lo has ganado a pulso. La semana que viene irás a saludar al presidente de México. Gracias a tus magníficas calificaciones fuiste elegido.” Aldo no lo podía creer. En ese momento tuvo ganas de preguntarle al director si podía ir con su bicicleta, pero no se atrevió. Durante el viaje que hizo al lado de sus padres volvió a decirse: “Esto es producto de mi esfuerzo”.
Después de ese viaje ya no era el mismo. Algo muy raro había advertido en los ojos del presidente. Era como si al saludarse hubieran hecho un pacto. Esto nunca se lo dijo a nadie. Varias veces tuvo un sueño muy extraño: se veía él mismo de presidente, saludando a muchos niños aplicados.
Muchos años después, el miércoles 23 de marzo de 1994, lo mataron de dos balazos. Jamás pudo realizar su sueño. No obstante, para muchos priístas y votantes, Luis Donaldo Colosio hubiera sido un gran presidente de la República.
¿Será posible hablar de Andrés Manuel López Obrador como ser humano, sin referirnos al político? Aunque la apuesta resulte difícil, bien vale la pena intentarlo. Nos queda claro, sin embargo, que en su caso no pueden excluirse estos dos aspectos. Es un político exitoso porque es un buen ser humano. Y es una excelente persona porque cuenta, precisamente, con una vocación de servicio. Más que de su trayectoria y de sus logros como jefe de Gobierno, me referiré a cinco virtudes que lo pintan de cuerpo entero.
Para entenderlas mejor leí con atención mi libro de cabecera: Pequeño tratado de las grandes virtudes, de André Comte-Sponville. Empecemos con la primera, sin la cual no se podrían concebir las otras cuatro virtudes. No hay duda que gracias a ellas Andrés Manuel ha sabido gobernar una de las ciudades más grandes del mundo.
Según el filósofo francés, la generosidad es la virtud del don. Ya no se trata de “dar a cada uno lo suyo”, como decía Spinoza a propósito de la justicia, sino de regalarle lo que no es suyo, que le falta, lo que tú tienes. No, Andrés Manuel no es populista como insisten en señalar varios analistas, es ge-ne-ro-so; les da a los adultos mayores lo que piensa que les hace falta. Es verdad que 600 pesos no son nada, pero también es cierto que para muchos de ellos, es una lana. Es bien sabido que la generosidad se debe más al corazón, de allí que casi siempre sea espontánea.
La justicia tiene que ver más con la razón. La generosidad no actúa en función de tal o cual texto, de tal o cual ley. Va más allá. Aunque tiene que ver con la solidaridad, la justicia junto con la generosidad, la superan. No hay duda de que la solidaridad puede motivar a la generosidad, suscitarla, reforzarla. Pero sólo es generosa a condición de rebasar el interés, aun bien entendido, incluso compartido; es decir, a condición de ir más allá de la solidaridad. “Ay, pero es que Andrés Manuel todo lo hace porque quiere ser presidente, porque es un demagogo.” No es cierto, López Obrador piensa en los que menos tienen, porque es generoso. Así es, y así mismo lo desea. Pero lo más importante es que tiene la voluntad para serlo. Decía Descartes que el hombre generoso no es prisionero de sus afectos ni de sí mismo; al contrario, es dueño de sí y no busca justificaciones. Le bastan la voluntad y la virtud. Su generosidad nada más depende de él: basta con que lo quiera. Por último, diremos que la generosidad de López Obrador ha sabido elevarlo hacia los demás. Y si no pregúntenle a la gente de la calle.
Ponerse en el lugar de los demás. Compartir su indignación, su malestar, imaginar sus necesidades, pensar en el otro. La compasión (misericordia) es el amor en tanto afecta al hombre, de tal suerte que goza con la felicidad de otro y se entristece con su desgracia. Algo me dice que cuando Andrés Manuel sale de gira por de la ciudad, termina entristecido (que no deprimido) por toda la desgracia que aqueja a tantos defeños. Los considera, los compadece. Siente simpatía por ellos, por los que sufren. La compasión se siente o no se siente. Andrés Manuel la trae pegada a su piel.
Es tan compasivo López Obrador, que en su fuero interno hasta siente compasión por sus enemigos, en especial por Madrazo y Fernández de Cevallos. Los compadece porque sabe cuánto han de sufrir por sentir tanta envidia y tanto coraje. Por eso ya ni les responde, ni los mira, ni los oye. En el fondo ha de sentir hasta simpatía por estos dos individuos que no saben de virtudes. No hay que olvidar que la compasión es lo contrario de la crueldad que se deleita con el sufrimiento ajeno, y del egoísmo que no se ocupa de él.
El coraje es la virtud de los héroes. ¿Quién no admira a los héroes? Gobernar una ciudad como el Distrito Federal es, indiscutiblemente, un acto de heroísmo. Haberse enfrentado a todas las críticas que surgieron a raíz de la construcción del segundo piso del Periférico fue un verdadero acto de heroísmo. Levantarse todas las madrugadas a las cinco de la mañana para realizar una rueda de prensa es un acto de heroísmo de lo más admirable. Haberse lanzado a reformar el Paseo de la Reforma cuando nadie creía en el proyecto es un acto de heroísmo. Soportar las miradas de puñal en tanto le manda recados al jefe Diego es un acto de heroísmo. Ser un político autocrítico ante aquello que no se ha logrado en nuestro país es un acto de heroísmo. El razonamiento nos dice lo que hay que hacer (si hay que hacerlo), más no nos dice que haya que hacerlo; y todavía menos hace lo que dice. En cambio el coraje intelectual, el que no cede al miedo, nos da fuerza para llevar a cabo nuestra voluntad. Coraje para actuar, para durar, para vivir, para ejecutar, para soportar, para combatir, para sufrir ausencias, para resistir y perseverar. Es lo que Spinoza llama, firmeza de alma. Todo coraje es de voluntad. Un servidor público necesita de coraje. Hay que escapar al miedo mediante el coraje, decía Alain. El miedo paraliza. El coraje triunfa.
Andrés Manuel es valiente, no le tiene miedo a nada ni a nadie. Lo único que teme es fallarle a los ciudadanos del Distrito Federal.
La simplicidad es lo contrario de la duplicidad, de la complejidad y la pretensión. Andrés Manuel es llano. Es como es. Lo contrario de la simplicidad no es lo complejo, sino lo falso. Según Comte-Sponville, la simplicidad es, ante todo, una virtud moral, espiritual. Transparencia de la mirada, sinceridad en el discurso, rectitud del alma o de conducta. En otras palabras la simplicidad es olvido de sí, y en ello reside su virtud; es lo contrario del narcisismo, de la pretensión, de la suficiencia. Como bien dice Federico Reyes Heroles al hablar de la honestidad de López Obrador: “En su Nissan para arriba y para abajo, el madrugador gobernante, se ve lejos de las degradadas formas del pasado y del presente: ni guaruras, ni suburbans, ni negocios o amigos litigantes. Es sencillo. Su pequeño departamento nada tiene que ver con el estilo del hacendado a caballo que el régimen foxista se ha esforzado en reimponer. AMLO le apuesta a otro México”.
Carecer de humor es carecer de humildad, de lucidez, de liviandad, en otras palabras, es estar demasiado lleno de uno mismo, demasiado engañado por uno mismo, es ser demasiado severo o agresivo y carecer por ello casi siempre de generosidad, de dulzura, de misericordia. Dice bien el filósofo francés que hay que desconfiar de las personas que son demasiado serias, por allí hay algo de fanatismo. No hay mañana (¡a esas horas!) que Andrés Manuel no haga reir a los periodistas con una reflexión humorística. No hay mañana en que el jefe del Gobierno del Distrito Federal no sonría; y no hay mañana en que no diga algún dicho popular lleno de humor. El humor es humilde. La ironía desprecia, acusa, condena... es soberbia. El humor es una manifestación de la generosidad. La ironía, por el contrario, sólo sabe odiar, criticar, despreciar.
Andrés Manuel López Obrador gobierna con cinco virtudes; virtudes que caracterizan su personalidad pero, sobre todo, su gran sentido humano.
Con motivo de la entrega del premio que lleva su nombre —durante la ceremonia realizada en Washington, en 1980— Jay A. Pritzker se refirió así a uno de los más ilustres arquitectos-poetas mexicanos:
“Celebramos a Luis Barragán por su dedicación a la arquitectura como acto sublime de la imaginación poética. Sus fuentes, jardines y plazas de inmarcesible belleza, son paisajes metafísicos compañeros de la meditación.
“La obra de Barragán resume la estoica aceptación de la soledad del hombre. Una soledad cósmica, en la que México es la pasajera residencia aceptada con amor. Es para la mayor gloria de este hogar terrenal que Barragán ha creado jardines donde el hombre puede conciliarse consigo mismo, y capillas donde sus pasiones y deseos pueden ser perdonados y puede proclamar su fe. El jardín es el símbolo del principio, capilla el del final. Para Luis Barragán, la arquitectura es la forma que el hombre da a su vida entre ambos extremos.”
El arquitecto contestó en su discurso: “En mí se premia, entonces, a todo aquel que persigue la poesía y la belleza”.
“Poesía y belleza”, eso fue exactamente lo que siempre guió a Barragán. “No me puedo imaginar una vida sana y moral en la que falte la belleza”, decía. Algo nos dice que si Luis Barragán no hubiera sido arquitecto, seguramente hubiera edificado los poemas más sensibles que jamás urbanista alguno haya imaginado. Estoy segura que nació con las manos llenas de estrellas, por eso todo lo que tocaba se convertía en “embrujo, magia, sortilegio y encantamiento”, palabras que lo obsesionaron a lo largo de toda su vida.
Pero todavía más queridas por él, tal vez, fueron: “serenidad, silencio, misterio, asombro y hechizo”.
Luis Barragán era sereno, le gustaba el silencio, le atraía el misterio, nunca perdió su capacidad de asombro y hechizaba a todo aquel que conocía y trataba. No en balde afirmaba que su obra era autobiográfica.
Cuando Luis Barragán era niño en su Guadalajara natal, disfrutó de la arquitectura popular.
Sus recuerdos eran las paredes blanqueadas con cal, la alegría de los patios y de las fuentes, el colorido de las casas, de los acueductos, abrevaderos y trojes. Por ejemplo, afirmaba que para que las fuentes fueran perfectas, tenían que ser calificadas de embrujadas. De los jardines opinaba que un jardín podía contener el universo entero. “La naturaleza, por hermosa que sea, no es jardín si no ha sido domesticada por la mano del hombre, para crearse un mundo pasional que le sirva de refugio contra la agresión del mundo exterior.”
Pero volvamos a sus palabras brújula, a sus palabras mágicas, a sus palabras que de algún modo parecían estar como tatuadas sobre su amplísima frente. Acerca del silencio, decía: “En mis jardines, en mis casas, siempre he procurado que prive el plácido murmullo del silencio. En mis fuentes canta el silencio”.
¿Cómo lograba este artista tan mexicano ese silencio? Con soledad. Cada vez que podía la procuraba porque pensaba que nos encontrábamos mucho más a nosotros mismos en medio de ella. “En ella está nuestra inspiración, es una muy buena compañera”, afirmaba.
¿Qué hacía el arquitecto-poeta los domingos? ¿De qué manera disfrutaba su soledad? ¿En qué pensaba? Tal vez después de haberse despertado muy tempranito y de haber ido a misa y de pasar a Sanborns de Durango para llenar su termo de café, se dirigía al Hípico Francés. Una vez que había saludado a todos sus amigos, quizá, montaba a sus yeguas más finas, Arjala y Acira. La primera fue una campeona de salto, y la segunda, era elegantísima.
A lo mejor, regresaba a su casa como a las dos de la tarde. Acaso Paulita ya estaba terminando de hacer la comida en la cocina. Gracias a su magnífico sazón, qué rico comía siempre el arquitecto-poeta. Si era temporada de chabacanos, seguramente Paulita le preparó su tradicional sopa fría de chabacano. En seguida quizá le cocinó un arroz delicioso con quesadillas de epazote o con algunas rebanadas de plátano macho. Después, a lo mejor, le hizo un pescado al limón, con muchas verduras. ¿Y como postre? Si había sobrado un poco del pay de limón que le hizo Baby Mayer, la hija adorable de una de sus amigas, eso comería. Si no, probablemente ate con queso. Y mientras el arquitecto-poeta espera pacientemente que acaben de hacer el agua de limón, imaginémoslo pasear solo en el jardín-jungla de su casa de Tacubaya con sus casi dos metros de altura, vestido con un saco tweed, una camisa de seda cruda, un pantalón de franela gris y en el cuello una bufanda de seda azul marino con lunares blancos. Tiene la cabeza ligeramente inclinada. Se diría que está evocando uno de los pasajes de su autor predilecto, Marcel Proust.
Una vez que terminó esta espléndida comida, quizá se dirigirá al cuarto blanco. Sí, allí está leyendo su libro. ¿Que cómo lo sabemos? Porque está reflejado en una esfera gigantesca (la número 1), que le regaló su amigo Chucho Reyes. A lo lejos se oye el Concierto para piano núm. 2 de Bartok. En su casa se respira una enorme paz. Es una paz monacal. Se diría que está rodeada por un halo brillante que da una luz color ámbar. Como si estuviera bajo la protección de las alas de un ángel gigantesco. De pronto el arquitecto-poeta se quita los lentes, cierra los ojos y sonríe. ¿De quién se habrá acordado? ¿En quién habrá pensado? ¿En una de sus tantas exnovias? ¿En los arrayanes que solía darle su madre en Guadalajara? ¿En una de sus tantas y tantas fuentes que tanto quería? ¿En la capilla de las madres capuchinas? ¿En su viaje por Italia que hizo en compañía de Juan Soriano? ¿En uno de los tantos chismes que le contó Chucho? ¿En el sex-appeal, como decía él, de uno de sus jardines? ¿En qué tanto pensará este arquitecto-paisajista? Eso no lo sabemos. No seamos metiches. Mejor dejémoslo dormitar un poquito.
Cerca de las seis de la tarde, vemos que se incorpora de su característico sillón donde siempre le gusta leer. ¡Qué reposado se ve! Se diría que ha rejuvenecido, que sus sueños lo llevaron a la fuente de la eterna juventud. En seguida, observamos que se dirige al teléfono.
Le habla a sus amigas. Platica. Escucha. Se ríe. Se divierte. Está en paz con él mismo. Se encamina a su recámara, saca su bata de estilo franciscano y la coloca sobre su cama. Se dirige al baño y desaparece por más de media hora. Todo bañadito e impecable, de pronto lo vemos salir de bata. ¡Cuánta clase tiene este arquitecto-franciscano! Se ve elegantísimo. Es que tiene una cita con doña Serenidad, una de sus amigas inseparables. Con ella quizá se tomará una copa de champagne (siempre tenía una botella en el refrigerador para ofrecerla por si alguien lo iba a visitar).
¡Ah, cómo quiso a doña Serenidad! Día a día, fue intimando con ella. Por eso cuando una entraba a su casa se topaba con ella. Asimismo en el ambiente se sentía una enorme espiritualidad. Era evidente que a lo largo de su vida, Luis Barragán había visitado con frecuencia muchos conventos e iglesias: “Siempre he sentido bienestar y paz en los claustros y en los espacios religiosos”, decía. Las “señoras bien” de los cincuenta, cuando se referían a él, sostenían que era “un señor muy monacal”. En efecto, incluso este estilo se manifestaba en su forma de vestir, en la decoración de su casa, en su andar y en su actitud. Luis Barragán era básicamente un hombre discreto, educado, refinado, pero sobre todo, un hombre cuyo mundo interior denotaba esa paz y serenidad envidiables. Y en relación con esto, decía: “El hombre siempre ha buscado protegerse de la angustia y el temor. Ha procurado que los espacios que habita promuevan en su ánimo la serenidad. Con el uso de unos cuantos elementos y una paleta de colores limitados, la he buscado siempre”.
Otra de las consignas de este arquitecto-poeta, era la alegría. “Es indispensable en la vida. Cuando los hombres pierden la alegría nos es imposible pensar que continúan vivos”, apuntaba.
Y como conclusión a estas virtudes sin las cuales no se puede vivir en armonía, comentaba que “un trabajo se acerca a la perfección cuando en soledad se disfruta de su alegría, su serenidad y silencio. En otras palabras, la arquitectura expresa alegría silenciosa y serena”.
Para Luis Barragán era fundamental mirar en forma espontánea, “para que no nos domine el análisis”, opinaba. ¿Y a él, quién le enseña a ver de esa forma tan natural? Durante la entrega del premio Pritzker, quiso hacerle un homenaje a ese amigo cuyos ojos le hicieron descubrir muchas cosas, entre ellas, un arcoíris lleno de colores en tonos fucsia y azules.
“Quiero mencionar aquí —dijo— a manera de homenaje, el nombre de un gran amigo que con su infalible gusto estético dirigió muchos de nuestros pasos, el pintor Jesús [Chucho] Reyes Ferreira. Un gran maestro que humilde y cariñosamente nos enseñó a ver.”
Era tan poeta este arquitecto-poeta, que en el mismo discurso y con respecto al saber ver, no pudo evitar evocar a Carlos Pellicer:
Por los ojos del mal
nos llegan
ojos que nada ven
almas que nada esperan
No hay duda que si seguimos al pie de la letra el consejo de este arquitecto-poeta, sabremos ver con otros ojos su obra. Pero lo que es más importante, nos ayudará “a no caer en la desesperanza”, como él mismo lo dijera al finalizar su discurso del premio Pritzker.
La Casa-Museo Luis Barragán se mantiene exactamente como la habitó el arquitecto-poeta, con el mismo mobiliario original y obras de arte de Chucho Reyes y Miguel Covarrubias, además de las obras originales de Picasso, Rivera y Orozco (entre otros) y piezas de arte colonial de los siglos XVI y XVII. Tal vez allí, en su jardín-jungla, encontremos la paz, la serenidad y el silencio que hemos estado buscando últimamente.
¡Qué falta nos hace en estos momentos tan siniestros que vive el país el payaso Ricardo Bell! ¡Cuánto nos hubiera hecho reir con sus ocurrencias y sus mímicas! Él, que siempre llevaba en su repertorio chistes adaptados a las circunstancias. De no haber muerto en 1911 en Nueva York, ¡cuánta alegría nos hubiera traído con sus mil y tres caras grotescas que sabían burlarse tan bien de la tristeza! ¡Cómo se hubiera burlado de los priístas! Junto con su compañero Pirrimplín, el payaso enano, seguramente les hubiera dedicado un número especial.
Porque como dice Armando de Maria y Campos en su libro Los payasos poetas del pueblo. El circo en México: “Con él se fue una de las más brillantes épocas del circo en América y el payaso más personal que hizo el México de Porfirio Díaz. Muy inteligente, todo un psicólogo, habría triunfado en la política, porque tenía el don de conocer a las multitudes y sabía conmover el corazón del pueblo”. Pero, desafortunadamente, ni Bell ni Pirrimplín viven, así es que ahora los mexicanos nos tenemos que conformar con las “payasadas” de los funcionarios, con sus declaraciones “payasas” y con los “payasos” que vemos a diario en la televisión y en la prensa, sin olvidar, naturalmente, a los “payasitos” que encontramos en cada esquina de la ciudad de México.
Después de haber visto en su imaginación a los poneys, a la hiena que imita la voz humana, a los tigres de Bengala (éstos los facilitó Jorge Hank Rohn), al elefante asiático, con su trompa educada para sacar los objetos de las bolsas con gran habilidad, a las primorosas avestruces, al león mexicano de la Sierra Madre, al leopardo de Indostán y a cincuenta y tres artistas más, me permito presentarles al payaso Bell. El amigo tan antiguo como querido.
Nadie como él los hará reir con sus carcajadas. Porque como opinan sabios, galenos y aun personas que no lo son, el mejor remedio contra el spleen y la hipocondría se encuentra en los espectáculos públicos. De mejores resultados será la medicina si ponen atención a todo lo que leerán aquí. He aquí, pues, al inolvidable... ¡Ricardo Bell!
“Antes de dar inicio a nuestro espectáculo, permítanme presentarme ante ustedes. Nací en Londres el 10 de enero de 1858. Desde mis primeros años pisé la pista en los más elegantes circos de Europa. Mi debut lo hice en Lyon, Francia, a los dos años. ¡Oh!, recuerdo a mis hermanos: el mayor, Jack, me presentó ante el público llevándome cargado en su brazo izquierdo; esto fue en el año 1861, en el gran Circo Chiarini. Los atronadores aplausos, la música, las luces, etcétera, no me hicieron vacilar y fui aceptado en mis débiles trabajos acrobáticos. Desde entonces comenzaron mis continuos viajes por el mundo: Italia, España, San Petersburgo y las principales poblaciones de Europa.
“En 1866 nos embarcamos en San Petersburgo vía Liverpool, con destino a Nueva York. Pocos días después de nuestro arribo a esa elegante y populosa ciudad, nos embarcamos para Cuba, y un año después, es decir, en el 1869, tuve el placer de pisar por primera vez este hermoso y hospitalario país, donde he formado mi hogar con mi familia.”
(Se escuchan aplausos y el payaso Bell se dispone, en una de las pistas del circo imaginario, a representar una de sus pantomimas más famosas: “La acuática”. Y para ayudarlo un poquito, el periódico El Monitor Republicano nos lo describe: “Allí va Bell, más gordo que un hipopótamo, la madrina muy gruesa también, Pirrimplín, vestido de inglés con su caña de pescar, un gendarme que para una ballena, los tres ratas de la Gran Vía, etcétera. De repente, Bell y Pirrimplín caen al agua y los demás invitados, por socorrerlos, van a dar al lago: hasta la misma novia, con todo su blanco velo, es sumergida en las ondas. Esto da lugar a las escenas más cómicas. La pantomima es vistosa; las decoraciones, los trajes y, sobre todo, aquella cascada natural que se despeña entre rocas y flores, forman un agradable conjunto; los episodios cómicos, los chistes de Bell, las desgracias de Pirrimplín, contribuyen a hacer más chistosa la escena aquella, verdaderamente acuática”.)
Y mientras el payaso Bell sigue haciendo reir en la imaginación de los lectores, los invito a escuchar la voz de la viuda de Ricardo Bell, la señora Francisca Peyrés: “Nací en Barcelona, en 1860. Mi padre era valenciano y mi madre francesa. Siendo muy pequeña, nos trasladamos a Santiago de Chile en donde mi padre tuvo un hipódromo. En aquella ciudad conocí a Bell siendo una niña. ‘Si no te portas bien’, me decían, ‘no te llevaremos el domingo a ver a Ricardito’, como le llamaban allá... Y poco después me casaba con él, antes de cumplir diecisiete años. Desde entonces, nunca me separé de él hasta su muerte, acompañándolo por todo el mundo. Tuvimos veinte hijos. En 1885, fuimos contratados para México por los hermanos Orrín, llegamos por Acapulco y, habiéndonos asegurado de que nos convenía más continuar el viaje a la capital por tierra, desembarcamos allí. ¡Cuál no sería nuestra sorpresa al enterarnos de que no existía ferrocarril! Teniendo la fecha fija para el debut, emprendimos el camino a caballo, con niños, nanas, equipajes, etcétera.
“Tardamos veinte días de larguísimas jornadas, pasando noches a campo raso, para llegar a Cuernavaca, desde donde en diligencia, continuamos hasta la capital... Pocos días después ¡nació mi cuarto hijo! En 1910 nos trasladamos a Estados Unidos, donde murió, un año después. Apenas repuestos un poco de esta tremenda pena, organizamos una gira por Centro y Sudamérica con la compañía de espectáculos de los Hermanos Bell, presentando variedades, conjuntos musicales, cuadros plásticos, actos de ventriloquía, etcétera. Con esa misma compañía y esos espectáculos, reapareció en México la Familia Bell, en 1920, haciendo una brillante temporada en el Teatro Iris.”
En su libro sobre Ricardo Bell, Armando de Maria y Campos dice: “Por un curioso fenómeno, producto de la época demócrata y aristócrata a un mismo tiempo, el payaso Bell que tan cerca estaba de los niños y del pueblo en la pista, vivía alejando de unos y de otros en su vida privada. El clown Bell era, en su vida particular, don Ricardo Bell. Se le veía cruzar por las principales calles de la metrópoli convertido en un verdadero gentleman: jaquet negro, chaleco de seda de fantasía, pantalón a rayas claras, relucientes zapatos de charol, sombrero alto y monoculo. El espeso bigote —nieve sobre la boca rica en gracia— cuidadosamente peinado, y alisado hacia atrás, y el cabello cano que, en la pista, se convertía en cucurucho de azúcar sobre la frente del genial payaso. La aspiración siempre de Bell, cuyo lema fue ‘confía, trabaja y espera’, era la de independizarse de los Orrín y formar con sus hijos y nietos por venir un gran circo propio.
“Generosa aspiración que logró el primero de septiembre de 1906, día del solemne bautismo artístico del Gran Circo Ricardo Bell, que se instaló en terrenos del exhospicio, en la actual avenida Juárez.”
Sylvia Bell de Aguilar, hija de Francisca P. de Bell y Ricardo Bell Guest, novena hija del matrimonio, que nació el 18 de marzo de 1895 y contrajo matrimonio con Luis G. Aguilar, escribió un libro precioso que se llama Bell. Gracias a sus 218 páginas con relatos, críticas periodísticas y fotografías, entramos a un universo mágico lleno de encanto y nostalgia. Por ejemplo, en el periódico El Imparcial, el 2 de marzo de 1910, la autora reproduce la siguiente nota: “Jamás se ha exhibido algo que no pueda presenciar el alma de cristal de un niño o el espíritu honesto de una dama. Nunca indecencia alguna brota de labios, eternamente sonrientes, de Ricardo Bell, lo que prueba cómo se puede reir sin obscenidad, sólo por la maravilla de un gesto cómico, por la sátira educadora, por la crítica, la ironía accesible y honda y las frases ingeniosas. Sin una gota de veneno, puso todo el iris en la gracia”.
En el último capítulo del libro, Bell aparece en una pequeña nota de Agustín Barrios Gómez, quien reproduce una carta, muy conmovedora y tierna, que escribió una niña el mismo día que murió el payaso. Éste es el último párrafo: “Hazme el favor de escribir a papá y conténtalo. ¿Acaso allá en el cielo donde tú estás no tienes ya la risa que tanto hizo gozar y olvidar a los que estamos tristes acá en la tierra? Y mándame un beso muy tronado, como el que me diste la última vez que nos vimos, y dile a Nelly que si ya no se acuerda de la paloma y que mi mamá le manda un beso y yo no le mando nada porque es muy mala conmigo. Contéstame pronto y acepta ésta en nombre de todos los niños que te lloran y de los viejos que quieren volver a reir contigo como se rieron antes. Un beso y un abrazo de tu amiga que te quiere ver.
“PD: El perico aquel que decía: ‘¡Ricarrrrrrdito Bell!’ se cayó en la tina del baño y se ahogó, pero no creas que lloré por él, yo sólo lloro por ti. María Luisa Rubio.”
Desde este año, y después de haber padecido tanto en nuestro país, le preguntamos igualmente a Bell: “¿Acaso allá en el cielo donde tú estás no tienes ya la risa que tanto hizo gozar y olvidar a los que estamos tristes acá en la tierra?”.
[Se cierra el telón. La función ha terminado.]