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LAS ABUELAS BIEN

© 2011, 2018, Guadalupe Loaeza

Diseño de portada: Jorge Garnica/La Geometría Secreta

D.R. © 2018, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.
Homero 1500 - 402, Col. Polanco
Miguel Hidalgo, 11560, Ciudad de México
info@oceano.com.mx
www.oceano.mx

Primera edición en libro electrónico: mayo, 2018

eISBN: 978-607-527-566-6

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

Libro convertido a ePub por:

Capture, S. A. de C. V.

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Para mis tatarabuelos,
mis bisabuelos, mis abuelos...
pero sobre todo
para mis nietos

El don de ser abuela

Cuando la conocí, mi abuela era bastante alta. Luego, con los años, fue haciéndose pequeña.

En mi primera memoria de ella, su perfil de nariz aguileña avanza cubriendo poco a poco el alto campanario de la Catedral del Zócalo de la Ciudad de México. En mi última memoria de ella, está tendida en una tina de agua que se ha enfriado, es del tamaño de una niña de 14 años y ya no respira.

Entre mi abuela la Catedral y mi abuela la niña, transcurrió una de las relaciones que marcó mi vida con marcas indelebles.

Mi abuela me lo enseñó todo sobre la belleza. Corrijo, sobre la Belleza.

Los días entre semana en los que el camión del kínder me dejaba en su hogar —el departamento 302 del edificio 360 en la Avenida Nuevo León de la Ciudad de México— eran para mí días de entrar a una belleza y a un orden totalmente distintos a los del resto de mi mundo.

Lámparas de rombos de cristal pendientes del techo. Tapetes persas. Un librero con libros empastados en cuero verde. Una cómoda de piso a techo donde se exhibía una colección de tacitas miniaturas de porcelana.

Era, de pronto, Europa. Y era otro siglo. El siglo de los judíos burgueses de antes de la Segunda Guerra Mundial.

La comida también era distinta a cualquier otra. Arenque. Raíz amarga. Pepinillos en salmuera. Ensalada de col. Pollo rostizado y sin embargo tierno. Compota de manzana. Pastel de mantequilla. Té. Oh, sí, esa extravagante bebida en tierras tropicales, té con azúcar y leche.

Las abuelas nos dan eso. Una ampliación de mundo y de Historia.

Muchos años después de su muerte, en Europa, en Madrid para ser precisa, reencontré a mi abuela en una esquina del barrio de Lavapiés. Ahí estaba de pie en una esquina, pequeña, la nariz aguileña, los ojos negros, la tez morena, con el chongo de siempre, el abrigo beige eterno, la bolsita de asa en la diestra.

Por poco y me desmayo.

Crucé a su esquina y le pedí la hora y un minuto más tarde ya le decía de mi sorpresa al descubrir tan tarde que su fisonomía no coincidía con su lugar de nacimiento, Austria Hungría, sino que era hispana.

Se rio.

—Soy judía sefaradí —me dijo mi abuela resucitada.

Nos fuimos a tomar un café en una mesa de acera. Ella quería saber de cómo una judía sefaradí como mi abuela terminó en un país exótico como México y yo quería saber de cómo la familia de ella se quedó en España a pesar de la Inquisición del siglo XV.

Aún ausente, mi abuela abría aún más mi mundo y mi historia.

Esa noche me prometí no rechazar nada del legado de mis mayores. Abrir mi alma a todas las vertientes culturales que coinciden en mí. Elegí así la diversidad a la pureza. Las historias largas y complejas a las rectas y cortas.

Mi abuela, decía antes, me enseñó todo sobre la Belleza.

Una tarde, me ayudó a hacer frutas de plastilina. Bolitas de tres centímetros de diámetro, rojas, amarillas, verdes, anaranjadas, que lográbamos haciendo girar un pedacito de plastilina entre las palmas. Habíamos terminado de hacer unas 30, que estaban colocadas en un plato, sobre la mesa grande de la sala, cuando me dijo que ahora les haríamos las hojas.

¡Las hojas! Me pareció una empresa imposible hacer hojitas tan pequeñas y fingí que tenía sueño. Mi abuela me dijo que ni modo, igual con sueño las haríamos, porque sin hojas verdes no eran frutas, eran unas miserables bolitas de plastilina.

Esas frutas minúsculas con hojas aún más diminutas me condujeron a uno de mis primeros honores. Al día siguiente la maestra pidió que pasara al frente de la clase con mi plato de frutitas y que mis compañeros aplaudieran. Tal vez más relevante, esa paciencia infinita para el detalle que esa tarde me enseñó a cultivar mi abuela, me dura hasta hoy.

Sospecho que acá cabe otra generalización sobre las abuelas. No sé si todas, sé que muchas abuelas, son capaces de una paciencia con sus nietos y nietas que no tuvieron con sus hijos. Para esa tercera generación tienen más tiempo, más ternura, más conciencia.

Por fin mi abuela me mostró la fuente misma de la Belleza.

Preocupada por mi tendencia al ateísmo, siendo yo una púber, me enseñó a encomendarme a la energía del universo. A decir, me enseñó a rezar sin plegaria, sin religión o dogma.

Hizo que me cubriera los ojos con las manos y que cerrara los ojos y entonces me pidió que viera la purísima energía que bajo mis párpados vibraba. Pura luz.

—Eso sostiene al universo —me dijo en yidish. Su idioma de judía europea.

Y luego agregó:

—Si es luminoso es bello.

Y yo lo creo aún hoy. Esa luz sostiene al universo. Y si algo es luminoso es bello.

Mi querida Guadalupe Loaeza me ha pedido que prologue su libro sobre las abuelas, y lo hago con la lenta y amorosa nostalgia que me provoca evocar a mi abuela materna, la única que conocí.

La misma nostalgia me vuelve cuando me visitan mis sobrinas-nietas. Daniela, Emilia, Victoria, Shani irrumpen corriendo en la sala de mi departamento y se dispersan curioseando por ese mundo distinto que yo agrego a los mundos que ya son suyos.

Preguntan sobre mis raros cuadros dorados. Se montan en la mano de madera que es una silla y domina mi sala. Se carcajean de que yo coma sólo hierbas. Entran a mi dormitorio y saltando sobre la cama king size preguntan por enésima vez detalles sobre mi relación con Isabelle, cuya pijama está bajo una almohada, a un lado de la almohada que cubre mi pijama. Se sientan ante mi computadora y revisan los planos de la escenografía en la que trabajo y quieren saberlo todo sobre los “monitos” que circulan por ella.

Respondo a todo, como mi abuela respondía a todo, simple y directamente. Lo que me exige a veces un arduo ejercicio intelectual.

Okey, suelen responderme, y se van a investigar otra cosa. Y yo sé que algunas de esas respuestas serán para ellas llaves útiles cuando yo ya no esté en este planeta.

Luego les doy lo mejor que yo sé de la vida. Les enseño a inventar historias. Distribuyo los humanos, animales y plantas de maqueta entre las cuatro niñas y armamos escenarios sobre las mesitas de cara de espejo de mi oficina.

Cuando por fin pasan por ellas, salen las cuatro por el quicio de la puerta abierta corriendo, riéndose, discutiendo, y yo me quedo en el sofá de la sala exhausta.

Y pienso otra vez en mi abuela.

Y en el don inigualable de ser abuela.

SABINA BERMAN

Un nieto llamado Tomás

15 de octubre de 2002

El niño es una prueba viviente e irrefutable de la bondad natural de la humanidad.

VICTOR HUGO

Muy querido Tomás:

Antes que nada deseo darte la bienvenida al planeta Tierra. Sé que llegaste al mundo la madrugada del domingo 13 de octubre sin el menor problema. Según Cecile, tu madre, arribaste con tal aplomo que de inmediato le inspiraste respeto. “Se ve tan serio, se diría que está pensando”, me dijo conmovida por teléfono. ¿En qué pensabas, Tomás? Tal vez te encontrabas un poquito intimidado ante la idea de ver, por primera vez, a los que serían tus padres. Créeme que ellos también estaban sumamente nerviosos. No era para menos. Llevaban nueve meses preguntándose cómo serías. Aunque ya te habían visto y escuchado gracias a unos aparatos muy modernos, no tenían el gusto de conocerte. Tengo entendido que desde el momento en que se vieron, en el hospital Lucile Packard Children’s de Stanford, California, se cayeron muy, muy bien. ¡Enhorabuena! Ya verás que conforme los vayas descubriendo, comprenderás cuán suertudo eres de tenerlos como papás. Además de simpáticos, ambos son muy querendones. Es decir, muy tiernos; su corazón es más grande que el hueso del mango petacón. Todavía no has probado los mangos, ¿verdad? Mira, Tomás, hay varios tipos; está el Manila, que es delicioso; el petacón, que es muy dulce y los otros, con olor a niña. Me explico, en estos momentos que todavía estás en la nursery, seguramente en las otras cunas se encuentra una que otra bebita de buen ver. Si después de observarlas con cuidado, adviertes que en efecto hay una que se trata de una verdadera belleza, entonces, es ¡un mango!

Me temo que estoy incurriendo en una absoluta trivialidad. En lugar de explicarte correctamente qué son y de dónde vienen estas maravillosas frutas, actué como la típica abuela sexista. Te pido disculpas. He aquí la explicación que nos proporciona el Diccionario de la Real Academia Española en su vigésima primera edición: “Mango: Árbol de la familia de las anacardiáceas, originario de la India y muy propagado en América y en todos los países intertropicales, que crece hasta quince metros de altura, con tronco recto de corteza negra y rugosa, copa grande y espesa, hojas persistentes, duras y lanceoladas, flores pequeñas, amarillentas y en panoja, fruto oval, arriñonado, amarillo, de corteza delgada y correosa, aromático y de sabor agradable”.

Has de saber, Tomás, que como regalo de bienvenida deseo obsequiarte este maravilloso instrumento que se llama diccionario y el cual me ha acompañado desde hace muchos años. En él encontrarás todas las palabras inimaginables con su respectivo significado. Tu bisabuela solía decir que, si todos los días aprendiéramos cinco palabras del diccionario, no nada más enriqueceríamos nuestro vocabulario, sino que se nos “abriría” el entendimiento. Es más, mañana mismo iré con el encuadernador de doña Lola que está en la colonia Roma y le pediré que me lo encuaderne en piel, en color mango. ¿Qué te parece? Ése será mi primer regalo. Miento, ya te tengo otro, pero no te voy a decir de qué se trata. Tendrás que esperar hasta que te lo entregue personalmente, que será el viernes 25, día en que también te presentaré a mi marido y a tu tía Lolita, hermana de tu padre, quien, por cierto, se muere de ganas de conocerte.

Tomás, tengo la impresión de que tú y yo vamos a ser muy buenos amigos. Sin embargo, desde que sé que ya llegaste, me siento extraña. Hace dos días, traigo como un nudo en la garganta. Es cierto que es muy pequeñito, pero allí está. Lo que más temo es que en cualquier momento, se podría desanudar, es decir, dejaría de ser un nudito para convertirse en un chorro de lágrimas. Lo que sucede, Tomás, es que estoy muy conmovida. Me conmueve enormemente el hecho de que seas el primogénito, de mi segundo hijo. No hay duda de que tu nacimiento me ha provocado muchos sentimientos, pero, igualmente, reflexiones de todo tipo. Tengo la impresión de que desde hace cuarenta y ocho horas, pertenezco a otra generación. Por pequeño que sea ese lapso, además de esposa y madre, me he convertido en abuela. Esta certidumbre me provoca una cierta zozobra. ¿Sabes por qué? Por la enorme responsabilidad que implica el ser la abuela de Tomás. Es un rol que me hace sentir muy importante. Es como si me acabaran de dar un nombramiento sumamente honroso. En otras palabras, es un honor para mí ser tu mamá grande. Gran-de, así me siento. Es como si de pronto hubiera ascendido un piso más. Ignoro en cuál número me encuentro, pero estoy cierta de que tu sola existencia me ha hecho subir varios escalones. ¿Sabes qué? Me gusta la idea.

Por otro lado, estoy temerosa. Me da miedo no gustarte, no simpatizarte. Por pequeñito que seas, temo no estar a tu altura. En otras palabras, decepcionarte. Cuando tus padres tengan que salir y se vean obligados a dejarte conmigo, ¿qué tal si no te gusta la idea? ¿Qué tal si te aburro, o te abrumo con cursilerías? Tengo tantos deseos de hacer correctamente mi papel de abuela que temo equivocarme. Por lo pronto te puedo decir que tengo muchos planes para ti. Algo me dice que, gracias a ti, voy a redescubrir un sinnúmero de cosas. Por ejemplo, la lectura del viejo Tesoro de la Juventud que acostumbraba a leer; conciertos para piano de Mozart, que hace mucho tiempo no escucho; muchas fotografías de la familia que tengo arrumbadas; recetas que hace años ya no hago; parques a los que no he vuelto; películas como Dumbo o Bambi que tanto me hacían llorar cuando era niña; la música de los Hermanos Rincón que solía ponerle a tu padre; recordar viejas anécdotas de cuando tu papá era chiquito.

¿Te das cuenta, Tomás, de todas las ilusiones que me ofrece la perspectiva de saberte y verte crecer? Nada me daría más ilusión que juntos viéramos las películas de Charles Chaplin; que juntos paseáramos por los jardines de Luxemburgo, donde solía llevar a tu papá cuando íbamos a visitar a tus bisabuelos franceses; que juntos comiéramos la nieve de mango que venden enfrente del quiosco de Santa María la Ribera; que juntos jugáramos a los palillos chinos y que juntos nos subiéramos al Tepozteco.

Sí, Tomás, me das un chingo de ilusión (lo de chingo no se dice, pero no importa). Estoy tan contenta que tengo ganas de llorar. Estoy tan contenta que quiero adoptar a más nietos. Estoy tan contenta que me siento como una abuelita adolescente. A partir de mañana, me aprenderé de memoria las canciones de Cri-Cri, memorizaré todas las poesías que escribió Victor Hugo para sus petits enfants, me perfeccionaré en repostería, tomaré clases de fotografía para tomarte miles de fotos, te compraré todos los juegos educativos que encuentre por mi camino, te coseré, con mis manos, unos títeres y, por último, me cuidaré todavía más para que tengas abuelita para mucho rato...

Por último, Tomás, déjame decirte que fuiste un bebé muy deseado y esperado por tus padres. De ahí que piense que tu llegada no hará más que llenarlos aún más de felicidad. ¿Ya te diste cuenta de cuán enamorados están? Por añadidura, tienes la suerte de contar con unos abuelos maternos adorables. Y, por si fuera poco, por los dos lados, tienes unos tíos entrañables. Tanto tus tíos abuelos como tu bisabuela que viven en Francia, son como de película de Jacques Tati. Respecto a mi familia, también es como de filme, pero de la época de oro del cine mexicano. Qué tanta suerte tendrás, que por el lado de tu padre no nada más tienes un abuelo, sino ¡dos! En total suman tres, que te cuidarán como el niño de sus ojos...

Tomás, no me queda más que agradecerte tu maravillosa existencia.

Tu abuela, Mamalú

182 días y 26 semanas

Tepoztlán, Morelos, 13 de marzo de 2003

Muy querido Tomás:

Hoy, Tomás, el sol amaneció particularmente amarillo y brillante. Todo en el jardín en Tepoztlán tiene un brillo muy especial, se diría que un avión enviado por las autoridades del cielo arrojó, desde muy tempranito, toneladas de diamantina. ¿Sabes lo que es la diamantina, Tomás? Es un polvito de plástico vidriado de todos colores; cualquier cosa que rocíes con esta materia pulverizada, en un dos por tres, se convierte en un objeto deslumbrante. Me pregunto si tus ojos azules no tendrán miligramos de diamantina. ¡Brillan tanto!

Hoy, Tomás, cumples seis meses; medio año; 182 días y 26 semanas. Tu cumplemeses cayó justo en domingo; pero no en cualquiera, sino en Domingo de Ramos. Estoy segura de que cuando seas más grande y empieces a ir al colegio, el domingo será tu día predilecto de toda la semana. Mientras tanto, permíteme regalarte los míos que me faltan por vivir. Son tuyos. Incluso si alguno que otro resulta un domingo medio triste, medio melancólico o medio aburrido. ¿Tú crees, Tomás, que si uno vive dos domingos a la vez se podría descansar y divertir doblemente?

Hoy, Tomás, te extraño más que el lunes, el martes, el miércoles, el jueves, el viernes y el sábado de la semana pasada. También te extrañan el jardín y las flores de esta maravillosa casa que rentamos a los benditos dueños. Te extraña Carlita, la nieta de doña Kika; te extraña Enrique, el doctor, que hoy domingo se puso sus bermudas de mezclilla con su camiseta blanca estilo chofer italiano. Te extraña tu tía Lolita, que está en Valle de Bravo ayudando a crecer a muchas orquídeas y recordándole cada dos minutos a Carlos, su novio, cuánto lo quiere. Te extraña tu tío Diego, que acaba de cumplir treinta y un años, los cuales recibió con los brazos abiertos. Y te extrañan los cerros de Tepoztlán rociados también por millones de toneladas de diamantina.

Hoy, Tomás, amanecí con una sonrisa en los labios. ¿Por qué? Porque soñé contigo. Soñé que de tu chupón, ése tan bonito que te compró tu mamá, salían muchos pescaditos dorados. Qué extraño, ¿verdad? ¿Qué querrá decir mi sueño? Lo más curioso de todo es que se te había caído en la taza del baño y yo hacía todo lo posible por recuperarlo. No lo lograba. Se me resbalaba de las manos. Pero afortunadamente, no llorabas. Tú estabas paradito muy cerca de mí observando cómo hacía lo imposible por atrapar tu chupón. “Ahorita, ahoritita lo saco. Tenme un poquito de paciencia”, te decía en tanto metía mis dos manos en el WC, como dicen las puertas de los baños en las fondas. Ay, Tomás, qué trabajo me daba atrapar ese chupón entre tantos pescaditos anaranjados. Finalmente lo lograba. “Hay que hervirlo para que se desinfecte”, te dije como una abuela responsable. Juntos íbamos a la cocina. Juntos buscamos una ollita, juntos la llenamos de agua, y juntos le introdujimos tu chupón. El agua hirvió; glu, glu, glu, hacían las burbujas. Los dos estábamos divertidísimos viendo cómo hervía el agua y flotaba tu chupón. Pero ¿qué crees que pasó después, Tomás? Se deshizo tu chupón por completo. De él ya no existía más que el cordón con las bolitas de colores. Y al verlo así te pusiste a llorar. “Bubububuuuu”, hacías tristísimo. Llorabas tanto que hasta me hiciste llorar. También hiciste llorar a doña Kika, a Carlita, su nieta, a don Fabián y hasta a los dos de sus perros que siempre tienen encerrados en la azotea los hiciste llorar. Bueno, para no hacerte este sueño tan largo, Tomás, ¿qué crees que hice? Me fui al mercado y allí te compré un chupón en forma de estrella. Estaba precioso. Cada pico tenía un sabor distinto: tamarindo, guanábana, piña, mango y limón. Tú lo chupabas y lo chupabas con un gusto increíble. “Yummmmmm”, hacías al saborearlo. De nuevo estabas feliz. Me hacías unas sonrisas tan maravillosas que te tomaba a besos. Estaba a punto de darte el octogésimo beso, cuando de pronto desperté pensando en ti, y feliz de la vida de haber solucionado el problema de tu chupón.

Por último, mi queridísimo Tomás, quiero decirte que Enrique, Lolita, Diego y yo te compramos un regalo muy bonito por tu cumplemeses. Te lo enviamos con Lili, la cuñada de Enrique que vive en San José y que seguramente llamará a tus papás el mismo lunes para ponerse de acuerdo para que vayan a recogerlo. Mientras tanto, recibe todo el cariño de tu abuela. Dales de nuestra parte muchos besos a tu papá y a tu mamá. Salúdanos a todos tus amiguitos, los de peluche y los de verdad. Cuídate y cuida mucho a tus papis. Te queremos y te enviamos, desde aquí, por tus primeros seis meses de vida, montañas de pétalos de bugambilias y 365 chupones con forma de estrella.

Tu abuela y Enrique

Un viernes santo...
pensando en los nietos

Tepoztlán, Viernes Santo, 18 de abril de 2003

Queridos nietos:

Son las 11:51 a.m., es Viernes Santo, estoy frente a los maravillosos cerros de Tepoztlán. Enrique se está peinando su poco pelo frente al espejo del baño de nuestra recámara, estamos escuchando un disco de Bob Dylan, doña Kika está lavando los trastes del desayuno, don Fabián está cortando algunos alcatraces secos, sigo en bata y en camisón; y los quiero mucho. Sí, la existencia de ustedes se ha convertido para mí en un regalo enorme. Siento como si me hubiera ganado el premio mayor de la lotería. Para mí son como una herencia millonaria. Han de saber que de toda la gente que conozco en el mundo, de lejos, ustedes son mis consentidos. No me caen bien, me caen ¡requetebién!, me caen ¡de diez!, me caen a todo dar, o ¡a toda madre!, como dicen los chavos mal educados. Me gustan física, moral e intelectualmente. Estoy de acuerdo con ustedes en todo.

(Hagamos un pequeño paréntesis y permítanme decirles lo que me dice su tía Lolita de uno de ustedes, ya que en estos precisos momentos estoy hablando por teléfono con ella: “Hola: Espero que tus cachetes sigan creciendo para comerte a besos cuando te vea. Me caíste muy bien. Ya sabes que puedes venir cuando quieras a Santa María Pipioltepec —el lugar de los pipioles, que son unos como avispones— para nadar en el río y ayudarnos a mí y a Carlos a plantar cactus y orquídeas. Espero que el Domingo de Pascua encuentres muchos huevitos. Bueno, te dejo porque a mi mamá le está saliendo muy cara esta larga distancia hasta Valle de Bravo. Dales un beso a tus papás y tú recibe dos decenas de ellos redondos y con sabor a chocolate. Te quiere, tu tía Lolita”).

Ahora volvamos a cosas serias. Hoy quiero platicarles en qué consiste esta semana, a la cual se le llama la Semana Santa y que justo empezó el pasado Domingo de Ramos. Para explicarles el verdadero sentido de estos días, recurriré a mi librito de Primera Comunión que encontré hace unos días, de pura casualidad y en el cual narro cómo tuve que prepararme para recibir, a los nueve años, por primera vez la Santa Eucaristía. No se pueden imaginar qué horrible escritura tenía a esa edad. Las “t” y las “l” parecen lombrices, sin embargo, se puede leer con cierta claridad, por ejemplo esto que intitulé “Jesús amigo de los niños”, escrito en el año de 1955: “Cuando Jesús fue grande empezaron a perseguirlo mucho. Esto era muy injusto porque entonces Él ya curaba a ciegos, cojos, mancos, atrasados mentales. Un día estaba Jesús con sus apóstoles y vieron que su maestro ya estaba muy cansado. Les dijo: ‘Váyanse, ¿qué no ven que Jesús está muy cansado?’. Los apóstoles se fueron y lo dejaron solito. Entonces, en esos momentos se le acercaron miles de niños. Todos querían tocarlo, escucharlo y ver quién era ese hombre que hacía tantos milagros como curar a toda esa gente enferma. Al ver a todos esos niños, se acercaron los apóstoles. ‘¡Váyanse, váyanse!’, les gritaban. Entonces Jesús, les dijo: ‘Dejad que los niños se acerquen a mí porque de ellos será el reino de los cielos’. Después le dio un beso y un abrazo a cada uno de ellos. Y desde entonces, Jesús siempre ha sido el mejor amigo de los niños”.

Ay, no saben en qué estado se encuentra el librito de su abuela. Tiene las tapas todas amarillentas, las hojas están cubiertas por manchas color café con leche por la humedad. ¿Y saben qué? Todas las orillitas están mordidas por ratones. ¿Que cómo lo sé? Porque todavía aparecen las marcas de sus dientecitos. Tal vez muchos de ellos pensaron que al morder las hojas era como si estuvieran comulgando. No me sorprendería que las mamás ratoncitas hubieran utilizado este libro para preparar a sus hijos ratoncitos. A lo mejor en el momento en que recibieron la hostia su pielecita oscura se vistió de blanco y en un dos por tres se convirtieron en unos ratoncitos blancos ¡preciosos! Es decir, en ratones santos. Y hablando de ratones, ¿sabían que los murciélagos en realidad son los ángeles de la guarda de los ratones? Por eso nada más salen por las noches.

Por último y para no cansarlos (¿sabían que son más bonitos que el Niño Jesús? Híjole, pero, por favor, esto no se lo digan a nadie porque es como decir una blasfemia) quiero transcribirles lo que conté a propósito de la Última Cena, sucedida el Jueves Santo, es decir, cuando se celebra la Pascua: “Ese día Jesús estaba en una sala grande rodeado por sus doce apóstoles. Y entonces le dieron un cordero cocido y muchas hojas de lechuga, vino y pan. Después de la cena, Jesús se paró de su silla, cogió el pan, lo partió en muchos pedacitos y se los dio a sus doce apóstoles. Uno de ellos era Judas, el que lo traicionó y lo entregó a los judíos. Es que él tenía el diablo metido en su corazón. Después Jesús levantó su vaso con vino y dijo: ‘Tomad y bebed, esto es mi sangre’. Y todos los apóstoles bebieron de su vaso. Y Judas se fue. Se fue a un lago y allí se colgó de un árbol. Se colgó de desesperación y de puro coraje”.

Por más que busqué el momento de la Crucifixión no la encontré. Tal vez uno de los ratoncitos de los que les hablé y que era tan malo como Judas, se comió esa hoja. El caso es que nada más aparece la Resurrección: “Un día en que Jesús estaba muerto, la Virgen, su madre, lo agarró (nunca digan esta palabra por decir ‘tomó’, es horrible. Los únicos que tienen garras son los animales. Por ejemplo, pueden decir: ‘los ratoncitos agarraron el libro de mi abuela y casi se lo comen enterito’) con una sábana limpia. La lavó muy bien. Y junto con los apóstoles lo envolvieron muy bien y lo llevaron al sepulcro. Allí lo perfumaron porque ya olía muy feo (esto no es cierto, Jesucristo jamás pudo haber emitido un olor desagradable. ¡Imposible!). Después taparon el sepulcro con una piedrota. Lo taparon muy fuerte y quedó muy bien encerrado. Pero... pero al tercer día resucitó y salió afuera sin las llagas en sus manos. Entonces los apóstoles fueron y le echaron más perfume y yerbas. Afuera del sepulcro lo estaba esperando María Magdalena con los ojos rojos y muy hinchados de tanto llorar. Todo su pelo estaba mojado, cubierto de lágrimas”.

Como verán, desde entonces su abuela era bastante exagerada y ya le gustaba contar cuentos. Bueno, los dejo porque creo que ya los aburrí.

Los quiere,

Su abuela Mamalú

Una abuela desnaturalizada

15 de noviembre de 2003

Mi muy querido Tomás:

Sí, tienes toda la razón, tienes una abuela desnaturalizada. Una abuela que te ha dejado de escribir hace mucho tiempo. Sí, estás en lo cierto, eres nieto de una mamá grande que no tiene perdón de Dios. Mea culpa, mea culpa, mi queridísimo Tomás, pero si tú supieras... si supieras cómo vivo. Créeme que no me alcanzan las veinticuatro horas del día. Según una amiga, quien por cierto nunca se ha caracterizado por sus luces, la jornada de este nuevo siglo ya no contiene veinticuatro horas, sino nada más dieciocho. “Todo se debe a que la capa de ozono se ha adelgazado y que en algunos sitios prácticamente se ha perdido. Tiene que ver el calentamiento de la Tierra y el efecto invernadero, lo cual significa que el sol cada vez está más lejano.” Eran tantas las tonterías que me decía con mucha autoridad que por un momento tuve ganas de decirle que tal vez se habían achicado los días, porque se acababa de descubrir que ahora la Tierra era plana.

Fuera de broma, Tomás, me siento muy mal contigo. Primero no te escribía a causa de la novela, luego por la compra de un departamento en una plaza que un día llevará tu nombre, y ahora debido a los compromisos del lanzamiento de mis dos libros. No, no tengo nombre, no tengo vergüenza, no tengo tiempo, no tengo dinero, no tengo cintura, no tengo juventud, no tengo piernas bonitas, no tengo los ojos azules como tú, no tengo diplomas universitarios, no tengo un BMW, no tengo un avión particular y, por último, no tengo mother, por haberte dejado sin noticias mías tanto tiempo. En otras palabras, soy de lo peor por no haberte escrito ni siquiera por tu primer año. Es cierto que entre tus tíos, Enrique y yo te enviamos dos regalitos, pero es obvio que no era suficiente.

Ay, Tomás, si supieras qué complicada es mi vida. Lejos de ser cuadrada, es como uno de esos rehiletes de colores que venden en las ferias, da vueltas y vueltas y más vueltas sin parar. Te lo juro que a veces hasta me mareo. De pronto todo se me voltea al revés y ya no encuentro mi camino ni las cosas ni nada. Ay, Tomás, qué abuela paterna te tocó. Pobrecito. Bueno... tampoco hay que exagerar, a lo mejor es mucho más divertido tener una abuelita que es un caos, que una toda perfectita como la que tenía Caperucita Roja, que ya ves que hasta se la comió el lobo. Por lo que a mí se refiere, puedes estar seguro que no hay lobo en la Tierra que logre comerse a tu abuela. Pobre de él, le iría tan mal. Pregúntame cuántos escobazos le daría, pregúntame cuántos puntapiés, pregúntame cuántos guamazos, pregúntame cuántas trompadas y pregúntame cuántas veces le jalaría la cola. Despreocúpate, Tomás, en ese sentido me defendería a más no poder; además, sé que tú también lo harías hasta las últimas consecuencias. Cuento contigo, conste, ¿eh?

Tomás, Tomasín, Tomasón, Tomatito, Tomate con papas, Tomate verde, colorado y morado, y tú, ¿cómo has estado? ¿Cómo van los dientes? ¿Qué tal tus rizos de oro? ¿Y tus nuevos juegos? ¿Y los amigos? ¿Cómo te estás llevando con tus papás? ¿Qué has descubierto últimamente? ¿Cómo duermes? ¿Has probado, en estos días, algún platillo nuevo? ¿Ya caminas solito? ¿Y corres? Pero no te tropiezas, ¿verdad? ¿Y brincas? Dime, Tomás, ¿ya estás listo para tu viaje a México? Aquí todos estamos muy ilusionados con su llegada. Qué tan contenta he de estar que hasta nueva cocina mandé a hacer para que cuando tú llegues, solito vayas a la despensa y escojas las galletas que te voy a comprar. Me muero de ganas de verte. Imagino que has de estar muy cambiado. Hecho un muchachote, como dirían las abuelitas cursis. Ay, Tomás, ¿qué crees que se me ocurrió el otro día mientras hablaba con Rogelio Carvajal? Escribir un libro que se llame Las abuelas bien. ¿No te encanta la idea? A mi editor le gustó tanto, que dos horas después me envió el contrato para que se lo firmara. Tengo que escribirlo para el año que viene. En efecto Tomás, entendiste perfecto, las tan nombradas Niñas bien publicada en 1985, hoy por hoy, ya somos abuelas. Me temo que nunca nos hubiéramos convertido en “señoras bien”, sino que andando el tiempo dimos un brincotote y un buen día amanecimos hechas unas abuelitas, pero con corazón de niñas. ¿Verdad que es una buena idea este proyecto? Y hablando de proyectos, te he decir que ya se encuentran en todas las librerías de la capital, como le dicen al D. F., en las telecomedias, miles y miles (20 mil) ejemplares de Las yeguas finas. Hasta ahora no me han hecho ninguna crítica, ni buena ni mala ni regular ni nada. Estoy nerviosísima. La otra noche no podía dormir a conciencia; de pronto me desperté de lo más sobresaltada y solita empecé a hablar debajo del cojín. “Está horrible, lo que escribí es pésimo. Que nadie lea mi novela. No vale la pena. Por favor, que nadie la compre. Dios mío, retírala de todos los anaqueles. ¡Desaparécela!” ¿Qué crees? Hace casi tres semanas se la regalé a mi compañero de viaje en la vida, Enrique, y no la ha leído. ¿Te das cuenta? Lo mismo ha sucedido con Diego y con Lolita. Les vale. En el fondo ya han de estar hartos de la autora. Ay, Tomás, dime que tú sí la vas a leer, te lo suplico. Por favor, ya toma clases de lectura para que la leas. Ya vino Enrique por mí. Te tengo que dejar, no sin antes enviarte dieciséis millones de besos y de perdones.

Te quiere,

Tu abuela, Guadalupe

P. D. Dales muchos besos a tus papás, a tus amigos, a tus peluches, a tus dedos del pie y a tus ojos lindos.

Peter Pan y Wendy

6 de febrero de 2005

Querido Tomás, mi único nieto adorabilísimo:

Hace dos madrugadas soñé contigo, en un par de ocasiones (antes y después de ir a donde nada más el rey va solo). En la primera vez, te suplicaba lo siguiente: “Tomás, no crezcas, no quiero que crezcas; quédate igual que como apareces en las últimas fotos que me mandaron de ti. Así te quiero para siempre...”. En la segunda vez, te veía más grande, pero entonces te rogaba: “Tomás, no juegues en ese equipo de futbol, no te conviene. Esos niños son malos y tú no eres como ellos. Además, el color de su uniforme es horrible, no juegues con ellos.” Por más que trato de analizar mi sueño, no entiendo su significado. Pensé tanto que terminó por inspirarme una correspondencia entre Peter Pan y Wendy. Te la dedico con todo mi corazón. Te quiere, tu abuela, soñadora que piensa tanto en ti, Guadalupe.

País de Nunca Jamás...

Mi querida Wendy:

El año pasado, justo el 24 de diciembre de 1904, se cumplieron cien años del estreno en Londres de la obra teatral Peter Pan o el niño que no quería crecer, escrita por James M. Barrie, en la que tú y yo aparecimos por primera vez. ¿Recuerdas que fue en el teatro Duke of Cork? ¿Ya sacaste cuentas? ¡Sí! Cumplimos nuestro primer centenario. Cien años durante los cuales hemos regresado cada Navidad a las tablas londinenses. Fue tal el éxito obtenido que Barrie publicó en 1911 nuestra historia como cuento. Ahí narra nuestras vicisitudes, junto con tus hermanos y Campanilla, en el país de Nunca Jamás. Este relato ya se convirtió en un clásico que, a su vez, inspiró esa película de dibujos animados que nos hizo todavía más famosos. De ahí que todas las noches yo saco a muchos niños de sus sueños al país de Nunca Jamás y los devuelvo al amanecer sin que sus papás se enteren. Yo represento, por si no lo sabías, Wendy, la realización de un deseo: hacer triunfar la juventud sobre la vejez. Y mi nombre ha quedado como el sinónimo de la eterna juventud. Sí, mi querida Wendy, crecer es lo más horrible del mundo, lo más terrible, lo más catastrófico, lo más traumático y apabullante. Todo lo que sucede después de los doce años de edad no tiene la menor importancia, te lo aseguro. Veme a mí, siempre libre, contento, divertido, lleno de aventuras. Todas las primaveras, excepto cuando se me olvida, vengo a buscar a los hermanos Darling: tú, John y Michael. La hadita que siempre me acompaña, Campanilla, nos ayuda echándoles un poco de polvo mágico para que puedan volar al país de Nunca Jamás. Tú, Wendy, te ocupas de todos esos niños perdidos, sin madre, los bebés que se han caído de sus cochecitos cuando las nanas estaban distraídas. También cuidas de tus hermanitos y de mí. Tenemos una serie de aventuras: nos peleamos con los indios, nos enfrentamos a los temibles piratas cuyo jefe es el tremendo capitán Garfio y nos encontramos con un cocodrilo horroroso, devorador del tiempo, porque se ha tragado un reloj y anuncia su presencia con un tic-tac, tic-tac, tic-tac. Nos encontramos en peligro de muerte cuando el capitán Garfio nos captura pero, en el momento preciso en que nos va a lanzar por la borda al mar, valientemente, libro una lucha feroz, salvándonos y precipitando al malvado en las fauces del cocodrilo. Cuando llega la hora de volver al hogar, yo intento convencerlos para que se queden conmigo en el país de Nunca Jamás, pero ustedes extrañan a sus padres y desean volver. “¡Quédate con nosotros!”, me piden todos. Rehúso su oferta porque si me quedo con ustedes dejaré de ser niño y eso no lo puedo admitir. Les pido que mejor vengan conmigo a mi país. Al ver que no me van a hacer caso, les hago una súplica: “No se hagan mayores nunca. Aunque crezcan, no pierdan jamás su fantasía ni su imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos”.